Tomo 7, El alma Sin Nombre, Ciclo de Shaedra —versión del 17/05/15. Puedes encontrar la última versión en http://bardinflor.perso.aquilenet.fr/shaedra/shaedra-es
Licencia. Obra artística bajo licencia creative commons by-sa, http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.
Redacción realizada con frundis y Vim, por Marina Fernández de Retana (kaoseto AR bardinflor P perso P aquilenet P fr).
Proyecto iniciado en el 2012.
Tomos del Ciclo de Shaedra
El Laberinto era el sitio más traicionero de la Tierra Baya, pensé, mientras contemplaba con desesperación las escaleras que bajaban en espiral. A nuestras espaldas se oían, de cuando en cuando, los gruñidos de la bestia detrás de la puerta maciza. Después de un día de estar atrapados en aquel lugar, Lénisu y yo habíamos decidido explorar las escaleras, bajando durante casi media hora, y habíamos vuelto extenuados donde aguardaban Spaw, Drakvian y Aryes. Lo único que había podido encontrar para sustentar a la vampira había sido un inocente ratón blanco. Cuando lo había oído bisbisear en la sombra, no había podido evitar preguntarme cuánta sangre más necesitaría Drakvian para reponerse del todo. Ya le habíamos dado cinco ratas de roca y una liebre. Sus brazos iban retomando poco a poco su tez pálida habitual pero seguía sedienta, aunque ella nos aseguró que pronto podría ir a cazar ella misma. Sin embargo, dudaba mucho de que fuera capaz de matar aquello que estaba detrás de la puerta.
Cuando recordaba cómo habíamos acabado en aquel túnel, se me ponían los pelos de punta. Nos habíamos acercado todos a la puerta del túnel, con la esperanza de encontrar un lugar más seguro que los corredores del Laberinto. Y con razón. En cuanto divisamos la puerta, una criatura de tres metros de altura, de piel verde y pies enormes, apareció de detrás de una esquina rocosa. Nos vio y fue corriendo pesadamente hacia nosotros, contenta, sin duda, de haberse topado con tamaño festín. Jamás había podido contemplar hasta entonces a un troll vivo. Y habría sido lo último que hubiera visto si no nos hubiésemos movido del callejón a tiempo para precipitarnos hacia la puerta. Después de cerrarla precipitadamente, ascendimos por unas angostas escaleras que, tras unos metros, llegaban a una especie de descansillo a partir del cual descendían en espiral hacia las profundidades del Laberinto, o eso me parecía.
Al de dos días de estar bajando y subiendo las mismas escaleras, sin encontrar más que algún ratón y sin poder determinar adónde llevaba ese túnel, Lénisu, Spaw y yo decidimos mover a Aryes y Drakvian y ponernos todos en marcha. Como era de esperar, ninguno se atrevía a volver a salir por donde andaba el simpático troll. Cuando empezamos a bajar las escaleras, Lénisu resultó ser el más optimista.
—Estas no son escaleras naturales —afirmó—. Tienen que conducir a algún sitio por fuerza.
Mientras Spaw y yo sosteníamos a la vampira, Aryes nos seguía, ligeramente grogui. Aún no se había recuperado del todo del potente tajo que le había dado a su tallo energético, pero al menos todos sabíamos ya que no había sufrido una crisis de apatismo realmente seria.
El primer día en que nos habíamos metido en el túnel, Lénisu me había sorprendido al alzar, en la oscuridad total, un objeto que emitía una luz blanca y tenue. Aunque nunca había visto una, enseguida supe que aquello era una piedra de luna. Mi tío me dejó atónita cuando confesó que la había sacado de la choza de las Llanuras de Drenau, en el mismo lugar donde yo había encontrado a Frundis. Por mis maestros y los libros, sabía que la piedra de luna era muy cara, sobre todo porque la mayoría de las piedras eran muy grandes y no se podían trabajar y trozear sin que perdiesen muchas veces sus propiedades. Además, por lo que había oído, la piedra de luna era una piedra sagrada, ya que, junto a los kérejats, eran la única fuente de luz segura de los Subterráneos. Lo que poseía Lénisu era, sin lugar a dudas, un pequeño tesoro. Y bueno, al menos así no tuve yo que concentrarme para mantener una esfera de luz armónica durante la bajada.
Anduvimos durante dos horas antes de que Spaw y yo empezáramos a sentirnos más que exhaustos bajo el peso continuo de la vampira.
—Antes no me parecía que pesabas tanto —se quejó Spaw, resoplando, dejándose caer contra la piedra dura del túnel—. Debe de ser que te estás empachando de sangre últimamente.
—Lo haré si sigues llamándome gorda —replicó la vampira con una sonrisilla maléfica.
—No habléis más de sangre —les suplicó Lénisu, girándose hacia nosotros—. Está bien, haremos una pausa. Hemos bajado tanto en espiral que la cabeza me da vueltas.
—Y a mí —masculló Aryes, cogiéndose la cabeza con las dos manos, como para sujetarla, mientras se sentaba en un peldaño—. Hoy he soñado con que me despertaba en una cama y el sol brillaba, apacible, en el cielo azul y escuchaba tranquilamente a los pájaros cantar.
Me imaginé la escena y me entró nostalgia de Ató.
—Pues yo he soñado que Syu y yo estábamos siguiendo a un oso con botas negras que nos guiaba por un bosque encantado —dije, encogiéndome de hombros.
—Y yo con que estas escaleras giraban y giraban hasta llegar a un muro —intervino Spaw con desenfado.
—Oh, eso es alentador —le agradeció Lénisu—. Gracias por levantar la moral de la tropa.
—De nada —replicó el demonio—. Pero sólo era un sueño. Por suerte, las escaleras de este tipo generalmente llevan a alguna parte —agregó con una media sonrisa.
—¿Deduzco que eres un experto de las escaleras interminables? —replicó mi tío, con un tono ligeramente exasperado.
—¡No! —aseguró Spaw—. Pero ya pasé por una de ellas. Hace cuatro años.
Nos quedamos todos estupefactos.
—Un momento —dijo Lénisu, asombrado—. ¿Estás diciéndonos que, además de haber estado en el Laberinto, has bajado por estas escaleras, y no nos lo habías dicho antes?
—Exacto —aprobó Spaw—. Es que no es una cosa que se diga todos los días y a cualquiera. La gente te mira mal en cuanto te sales un poco de la norma. Pero no aseguro que estas sean las mismas escaleras que aquellas por donde pasé con mi maestro.
—Por supuesto —meditó Lénisu.
—Por no decir que el terremoto podría haberlas estropeado —agregué, pensando en voz alta.
Lénisu me soltó una mirada sombría.
—Veo que hoy estáis todos de un optimismo insuperable. Era esto o el troll. Quién iba a imaginar que estas escaleras iban a ser tan largas. A lo mejor desembocamos en el primer nivel de los Subterráneos —añadió, irónico—. Pensándolo bien, no estamos muy lejos de Dumblor, si hablamos en distancias horizontales. Lo cierto es que preferiría eso que desembocar en una caverna llena de escama-nefandos, por ejemplo.
Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo.
—Yo no os he contado mi sueño —terció Drakvian, jugueteando con uno de sus tirabuzones verdes.
—Si tiene algo que ver con la sangre, puedes ahorrártelo —replicó Lénisu, incómodo.
Reprimí una sonrisa mientras Drakvian gruñía, indignada.
—No sólo pienso en comida. Qué ideas. A ver, vosotros que pensáis seguramente que una vampira no sueña, decidme si no es un sueño esto.
Y entonces se nos puso a contar una historia rocambolesca en la que tres niños vampiros recorrían una playa muy larga y, por el camino, se encontraban con un viejo sabio, un brujo malo y un bufón mudo.
—De pronto, los niños vampiros ya no existen y sólo quedan el sabio, el brujo y el bufón —contó, con tono inquietante—. Se encuentran en un pasillo con un cancerbero de cinco cabezas. El primero consigue cercenar dos cabezas, antes de ser devorado por el perro. El segundo corta otras dos y muere. —Hizo una pausa, nos miró y se encogió de hombros.
—¿Y el tercero? —inquirí, intrigada.
Los ojos azules de Drakvian relucieron entre las sombras.
—Avanza hacia el perro… y me despierto —contestó—. No es la primera vez que tengo este sueño, y siempre me despierto en ese momento. Es frustrante.
Lénisu levantó los ojos al cielo y se incorporó.
—¡Bueno! Ahora que hemos compartido todos nuestros sueños, podemos seguir bajando. Ya conocéis las historias. Cuando uno sueña, todo se vuelve realidad. Así que id preparándoos. Primero, encontraremos una cama mullidita, luego perseguiremos a un oso con botas, después nos encontraremos con un muro y, para rematar nuestro viaje, aparecerá un cancerbero de cinco cabezas que vendrá a darnos los buenos días. —A medida que hablaba había ido enumerando desenfadadamente nuestras desventuras inminentes con los dedos de una mano.
—Y tú, ¿qué has soñado, tío Lénisu? —pregunté, curiosa.
—¿Yo? Ni idea, no me acuerdo. Tal vez con algún troll de botas rojas. —Me sonrió con sorna y luego pasó a mirarnos a todos, más serio—. A menos que penséis bajar rodando, os sugiero que os levantéis. Me apetece salir de estas escaleras.
—Sí, oh gran maestro —gruñó Drakvian, sarcástica, mientras nos preparábamos para seguir bajando.
Continuamos avanzando un buen rato sin que se alterase el monótono paisaje hasta que, súbitamente, Lénisu se detuvo. Apareció en su rostro una leve sonrisa.
—Esto está cambiando —observó. Cuando lo alcanzamos, constaté que, por fin, las escaleras se interrumpían y llegaban a una especie de patio subterráneo lleno de…
—¿Plantas? —me asombré.
—Plantas del subterráneo —aprobó Lénisu—. Esas, en particular, son puerros negros. —Su sonrisa se ensanchó al señalarnos los dichosos puerros—. Pero me pregunto si son puerros salvajes o cultivados a conciencia.
—Tienen toda la pinta de ser puerros con conciencia —soltó Aryes.
Lo miré con aire preocupada. Por lo visto, no parecía enteramente recuperado y su reflexión me recordó a las mías, cuando lo del dragón, en Tauruith-jur.
—Yo creo que son salvajes —meditó Spaw—. Normalmente los cultivados nunca se plantan tan apretados.
—Y dale con los puerros —resopló Drakvian—. ¿Qué nos importa si son salvajes o civilizados?
—Puede tener su interés saber si alguien los ha plantado —le explicó Lénisu con paciencia.
La vampira se encogió de hombros.
—Mirad, a mí me gustaría que realmente hubiese ese alguien. Mi metabolismo está acelerado y empiezo a tener sed.
Lénisu contempló los puerros con sumo interés.
—Vamos a recoger unos cuantos y os cocinaré una sopa. No sabéis la suerte que tenéis.
—¿En serio? —se animó Spaw.
—Buaj —dijo la vampira—. Los puerros, que yo sepa, sólo los comen los rumiantes.
Lénisu la miró con los ojos entornados.
—¿Nos estás llamando rumiantes?
Drakvian le devolvió una mirada furibunda. Estábamos poniéndonos todos nerviosos, me di cuenta, echando un vistazo hacia el lugar claustrofóbico en el que estábamos metidos. Sin embargo, Lénisu prosiguió, pensativo:
—Voy a coger estos puerros. Y luego, vamos a buscarte algo para comer —le aseguró a la vampira.
—Creo que ya estoy lo bastante en forma como para cazar —contestó ella—. Pero tengo que seguir sustentándome frecuentemente. Os aviso de que cuando un vampiro necesita realmente sangre pierde muy fácilmente los nervios.
—Mientras no nos ataques a nosotros… —masculló Spaw.
Después de recoger unos cuantos puerros, seguimos explorando la pequeña caverna y acabamos por descubrir una puerta, escondida detrás de una especie de árbol gelatinoso.
Lénisu se asomó, apoyándose en el árbol.
—Está bloqueada —anunció—. Necesitaría un… —De pronto, soltó un grito y se alejó del árbol, agitando la mano—. ¡Mil brujas sagradas! —exclamó, con la desesperación reflejada en el rostro—. Este árbol… este árbol es un alejiris… Oh, no. Siento que se me infiltra el veneno en la piel…
Su voz temblaba y lo contemplé, incrédula. Lénisu apretaba su brazo con la otra mano para cortar la circulación de la sangre.
—Es un alejiris —repitió, entre dientes—, su veneno es mortal. Vais a tener que cortarme la mano —pronunció, con la frente sudorosa.
Me quedé pálida de horror y sentí que Syu escondía sus manos, aterrado. ¿Cortarle la mano a Lénisu? Me había imaginado cien veces que nos topábamos con un ejército de nadros en pleno túnel, pero no se me había ocurrido que pudiera pasar algo tan estúpido como…
—No es un alejiris —dijo Spaw con tono paciente—. Es un tawmán. Está cubierto de una gelatina que quema. Es más, si tenías las manos sucias, te las habrá desinfectado completamente.
Lénisu, que se estrujaba el brazo, se quedó inmóvil un momento y luego soltó un suspiro y se incorporó. Todos soltamos unas carcajadas, aliviados.
—Me estoy haciendo viejo para esto —declaró él, cansado—. Me espanto a la mínima.
—Me has dado un susto de muerte —resoplé—. A veces me sorprendes tanto como Frundis.
—Se parecía a un alejiris —se defendió Lénisu, frotándose la mano en la ropa.
—Cierto —aprobó Spaw—. Se parecen mucho.
Entonces nos giramos todos hacia él. Todos nos hacíamos la misma pregunta, pero fue Drakvian quien la pronunció:
—¿Por qué no nos habías contado que eras un experto conocedor de los Subterráneos?
Spaw se pasó la mano por la cara, pensativo.
—Ahora que lo pienso, creo que no he mencionado que nací y viví toda mi infancia en los Subterráneos. Veía tawmáns todos los días. Sabría diferenciarlos de cualquier otro árbol. Aunque, de ahí a llamarme experto conocedor de los Subterráneos…
«Mmpf», intervino Frundis en mi cabeza. «Pues ya le ha costado decirlo.»
Agrandé los ojos.
«¿Quieres decir que ya lo sabías?», inquirí, mientras Lénisu intentaba sonsacarle a Spaw más información, preguntándole si conocía alguna manera de salir de ahí de forma segura.
«Frundis el gran músico sabelotodo», canturreó el mono, divertido.
«Bah», le replicó Frundis, con un ladrido de perro muy bien imitado. «Y sí. Lo sabía», prosiguió, contestándome. «El día en que me dejaste con él, en las Montañas de Acero, me enseñó una canción de infancia típica, al parecer, de los pueblos cerca del Bosque de Piedra-Luna, en los Subterráneos. Y no te lo dije», añadió, «porque me pidió que no te la cantase.»
«¿Por qué?», me extrañé.
«Ni idea, pregúntaselo a él. No era ninguna obra maestra», me aseguró.
Me di cuenta entonces de que me estaba perdiendo la conversación de los demás y espabilé. Rápidamente, entendí que ya habían pasado a preocuparse por encontrar una salida en esa caverna. Lénisu escudriñaba la puerta, detrás del tawmán, pensativo. Al cabo de un rato, se giró hacia nosotros y declaró:
—Si no conseguimos abrir esta puerta antes de unas tres horas, propongo que volvamos a subir e intentemos salir del Laberinto por otro sitio.
Todos aprobamos.
—Si sigue el troll arriba, no le va a quedar ni una gota de sangre —aseguró Drakvian, relamiéndose los labios.
Palidecimos, no tanto por la aseveración sanguinaria de la vampira, sino por el sonido atronador que oímos de pronto. Nos giramos todos para constatar que, detrás del tawmán negro, la espesa puerta acababa de entornarse. Por ella se infiltraba una luz tenue junto con una suave corriente órica.
Reinaba un silencio sepulcral. A pesar de las piedras de luna que iluminaban ciertas zonas, no se alcanzaba a ver el techo de la caverna, invadido por la penumbra.
Llevábamos andando mucho tiempo y estábamos todos exhaustos. Al principio, habíamos estado a punto de echar a correr hacia las escaleras, otra vez para arriba, convencidos de que alguien había abierto la puerta. Pero lo cierto era que no habíamos encontrado peligro alguno desde que habíamos empezado a caminar.
Una especie de hierba azul, iluminada por la luz de las piedras de luna, cubría el suelo y hasta algunos trechos de las paredes rocosas. La caverna estaba poblada de rocas enormes y de arbustos que ni Spaw reconoció. Según él, debíamos de estar en un nivel superior al de los Subterráneos.
—Tiene que haber otras escaleras que desemboquen fuera del Laberinto —razonó el demonio, mientras descansábamos, tumbados en la hierba azul.
—Tiene que haber alguna criaturilla por aquí que me pueda quitar la sed —agregó Drakvian, con el mismo tono.
La vampira estaba cada vez más nerviosa y hablaba repetidamente de sangre, de tal modo que empezábamos todos a aburrirnos de sus réplicas. Los demás comimos de nuestras provisiones y Lénisu reconoció que, al fin y al cabo, no nos habíamos equivocado Spaw, Aryes y yo al comprar tantas en Kaendra. En un momento, me acordé del papel que había encontrado en una galleta de fortuna y le pregunté a Lénisu si sabía hablar el dialecto de Kaendra. Cuando hubo leído el papel, mi tío soltó una risita.
—El mensaje dice algo así como “El viento es tuyo y tendrás un destino favorable” —me explicó.
Sonreí con ironía. Favorable. Pues vaya.
—Eso me consuela enormemente —dije.
—Odio tener que decirlo —empezó Lénisu, tras un silencio—, pero esta situación me resulta demasiado familiar. Parece que quien desea salir de los Subterráneos nunca lo consigue.
—Bueno, tú lo conseguiste —apunté.
—Después de meses y meses trabajando como un energúmeno.
Aryes enarcó una ceja.
—¿Trabajando?
—Como cocinero —asintió Lénisu—. Eso ya os lo conté. Pero cuando tuve bastante dinero como para pagar un viaje hacia la Superficie, me largué.
Fruncí el ceño.
—Pero me contaste que saliste solo del portal funesto —recordé.
Lénisu soltó un suspiro.
—Sí, pero al principio no estaba solo. Ya sabéis que el portal funesto de Kaendra es uno de los más peligrosos. —Palidecí al entender sus palabras—. Yo me salvé gracias a Hilo —añadió—. Y luego, cuando estaba ya todo feliz de salir del portal después de haber escapado a la muerte, se me abalanzan unos aventureros chiflados convencidos de que era algún espíritu maligno o qué sé yo —masculló, recordando su épica salida de los Subterráneos.
En aquel momento, mi tío parecía dispuesto a dar explicaciones así que me decidí a preguntarle:
—¿Cómo encontraste a Hilo? ¿Es verdad que lo sacaste de la Mazmorra de la Sabiduría?
Lénisu me miró con el ceño fruncido.
—¿Quién te ha contado eso?
Intercambié una mirada con Aryes y Spaw y carraspeé.
—Fue Darosh.
—Valiente Sau —gruñó él, llamando al Sombrío por su apodo—. Pues sí, fui a la Mazmorra de la Sabiduría. Pero no fui solo, no se me habría ocurrido tamaña estupidez.
—¿Y trabajabas para el Nohistrá de Agrilia? —preguntó Aryes, interesado.
Lénisu resopló con cara aburrida.
—¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio?
—Tío Lénisu, entenderás que nos interesaría saber cómo encontraste a Hilo —dije pacientemente—. No es una mágara cualquiera, al fin y al cabo. Es una reliquia. Y mira cuántos problemas ha causado. Qué menos que explicarnos un poco qué es Hilo y qué tienen que ver los Sombríos en todo esto. Está claro que Hilo no invoca a demonios —añadí, con una sonrisilla inocente.
Lénisu hizo una mueca y nos contempló a los cuatro. En ese momento, Drakvian enseñó sus colmillos afilados, burlona.
—Me interesa la historia —afirmó ella.
—Ya —replicó Lénisu—. Y también a Márevor Helith, supongo.
Drakvian soltó un gruñido, indignada.
—Yo no tengo por qué contarle todo al maestro Helith. Aunque no veo por qué no querrías que supiera él nada de esto.
Acabó la frase con un tono ligeramente interrogante. Lénisu se recostó contra una roca plana, cruzó brazos y piernas y puso cara pensativa. La luz de su piedra de luna, posada sobre su saco, iluminaba tenuemente sus ojos violetas.
—Está bien —dijo—. Es una historia complicada. Pero dado que tenemos tiempo de sobra en esta preciosa caverna… En fin. Todos sabéis que llevo trabajando para los Sombríos desde hace mucho tiempo. Incluso sabéis que antaño me llamaban el Sangre Negra por ser el jefe de los Gatos Negros. Pues bien. Hace unos diez años, el Nohistrá de Agrilia me pidió que, con otros dos Gatos Negros, me infiltrase en una expedición de mercenarios de la cofradía de los Dragones que tenía como objetivo salvar a otra expedición perdida supuestamente en la Mazmorra de la Sabiduría.
Pestañeé y meneé la cabeza, intentando asimilarlo todo. Antes de que Lénisu prosiguiera, Aryes preguntó:
—¿Qué Gatos Negros? ¿Alguno que conozcamos?
—Tú no. Pero Shaedra quizá haya visto a uno en Aefna. Se llama Keyshiem Dowkot. El otro no lo conocéis.
—¿Cómo os infiltrasteis en la cofradía de los Dragones? —preguntó Spaw, intrigado—. No sé mucho de cofradías saijits, pero tengo entendido que los Dragones son muy cerrados.
Su última frase, sin duda, recordó a Lénisu que Spaw, como demonio, no se identificaba con los saijits y advertí un leve mohín que se transformó pronto en una mueca meditativa.
—Cierto. Pero en esa expedición, iban otros mercenarios que no eran Dragones. Sencillamente porque era una expedición ligeramente suicida.
Di un respingo, incrédula.
—¿Y tú te metiste ahí? Creía que eras más prudente.
—Era más joven —explicó Lénisu—. Y de todas formas, no parece que mi prudencia se haya acrecentado mucho dado el lugar donde os he llevado. —Rechinó los dientes, echando un vistazo hacia las lejanas piedras de luna que iluminaban tenuemente la caverna silenciosa—. Bueno, a lo que íbamos. Ya sabéis dónde se ubica la Mazmorra de la Sabiduría. Al sur del macizo de los Extradios. Salimos de Kaendra quince personas. Pasamos por el Corredor de la Noche. Eso fue escalofriante. En un momento, hasta murió uno, mordido por una serpiente. Alucinamos todos cuando supimos que los Dragones no habían llevado antídotos de ningún tipo. En realidad, sólo había cuatro Dragones. El resto éramos “simples mercenarios”. Cuando llegamos al valle de la Mazmorra, los ánimos estaban algo caldeados porque nos habíamos enterado de que sólo uno de los Dragones era celmista, cuando nos habían comunicado que habría tres celmistas, de los cuales un curandero. La cadena de mentiras acabó por exasperarnos, pero seguimos adelante. Teníamos como misión explorar la Mazmorra y averiguar si los Dragones habían encontrado algo interesante dentro.
—¿Cómo encontrasteis la entrada? —preguntó Aryes.
—Oh, muy fácil —aseguró Lénisu con desenfado—. Había unos enormes batientes dorados y abiertos, incrustados en un monte de roca. Se veían de lejos. Entramos ahí y… Bueno, no os voy a contar en detalle nuestra correría por esos deliciosos parajes. —Sus ojos, ensombrecidos por las mechas negras que caían en su rostro, parecían estar reviviendo recuerdos casi olvidados—. En un momento, después de días de búsqueda, acabamos encontrando los cadáveres de la expedición anterior. Habían sido masacrados de manera… —Hizo una mueca que me bastó para representarme la escena—. Salvaje —acabó por decir.
—¿Por nadros? —preguntó Aryes en un resoplido.
—Por orcos —replicó Lénisu. Todos agrandamos los ojos, impresionados—. Los nadros no se meten en ese tipo de Mazmorras —prosiguió él—. Los responsables de aquel baño de sangre eran pueblos orcos. Y averiguamos rápidamente que habitaban una zona de esa Mazmorra que comunicaba con los Subterráneos. Hubo varias batallas, en una de las cuales acabé separado del resto del grupo y a partir de ese momento intenté tomar el camino de regreso. Me costó. Y fue entonces cuando llegué a una habitación abandonada que debía de ser antiguamente una reserva de agua, ya que en el techo había una enorme chimenea que ascendía. Hasta se divisaba un trozo de cielo. Ahí encontré a Hilo. Estaba justo debajo de la abertura, como si alguien lo hubiese tirado de arriba.
—Interesante —dijo Spaw—. ¿Desde cuándo crees que llevaba ahí?
—Er, ni idea. Muchos años. Quizá siglos. El último portador famoso de Hilo fue Álingar y vivió hace ocho siglos.
—Interesante —repitió Spaw, meditabundo.
—Ya. Bueno —dijo Lénisu—. Yo la recogí y me largué enseguida. Me costó salir de ahí mucho más de lo que creía. —Meneó la cabeza—. Pero al final salí. Y, felizmente, me encontré con Keyshiem y el otro compañero que habían decidido esperarme unos días más.
Respiré, aliviada. Casi me había parecido vivir esos días tenebrosos en la Mazmorra de la Sabiduría.
—Mira que meterse en la Mazmorra de la Sabiduría… —mascullé.
—No lo volvería a hacer —me aseguró Lénisu y yo puse los ojos en blanco—. Aunque al menos aprendimos ciertas cosas acerca de los Dragones. Y me quedé con Hilo.
—Darosh dijo que habías encontrado otros objetos que buscaba el Nohistrá de Agrilia —intervino Aryes.
—¿Oh? Me maravilla cómo a la gente le gusta inventarse sus propias historias. Darosh no puede saber nada de lo que ocurrió —retrucó Lénisu—. Entonces tan sólo era un muchacho recién casado al que apenas se le daba explicaciones de nada. No. Los tres Sombríos que estuvimos ahí resolvimos no decir nada sobre esa Mazmorra.
—Hasta hoy —apuntó el kadaelfo.
—Pff —resopló Lénisu, con una sonrisa pícara—. ¿Quién te ha dicho que lo que estaba contando fue realmente lo que pasó?
Solté un gruñido ruidoso.
—¡Lénisu! —protesté, mientras Aryes lo miraba con cara de sorpresa. Al contrario, Spaw parecía sumido en sus pensamientos y Drakvian sonreía. Parecía haberse olvidado por un momento de su sed.
—Vamos, Shaedra —dijo mi tío, divertido—. Te aseguro que la mayoría era cierto. Ya me conoces. No te oculto nada que no sea confidencial.
—Confidencial —repetí, y solté un largo suspiro—. ¡Bah! Por qué debería sorprenderme. Mientes como un saijit.
Lénisu enarcó una ceja.
—¿Como un saijit?
Me mordí el labio. Oh, pensé.
—Es un dicho gawalt —expliqué, ruborizada, mientras Syu saltaba de mi hombro y dedicaba a los demás una amplia sonrisa de mono.
Aryes y Lénisu se echaron a reír al mismo tiempo, Drakvian sonrió y Spaw puso los ojos en blanco, despertando de sus pensamientos.
—Desde luego, cada día te pareces más a un mono gawalt, sobrina —soltó mi tío, divertido, mientras intentaba fingir un aire resignado.
Syu agitó la cola y sonreí anchamente.
—Syu dice que es el mejor cumplido que se le puede hacer a alguien.
Lénisu resopló y meneó la cabeza.
—Estos gawalts —replicó.
De pronto, alcé los ojos, atraída por un movimiento entre las sombras. Vi una forma blanca desaparecer entre las tinieblas.
—¿Qué era eso? —resopló Aryes.
—Parecía un espíritu —dije, y al ver que me miraban, incrédulos, agregué—: Es la impresión que tuve. En los cuentos, los espíritus de los ancestros se describen como personajes etéreos vestidos de un blanco inmaculado.
—Uno de los gawalts ha visto un espíritu ancestral entre las rocas —dijo Spaw, y se giró hacia Syu—. ¿Qué opina el otro?
Siseé y puse los ojos en blanco. Escuché la respuesta de Syu y sonreí.
—Opina que, por si acaso, mejor no acercarse a ese espíritu blanco. En cambio, Frundis dice que a lo mejor podría sacar algún sonido nuevo si de veras fuese un espíritu.
—Yo propongo que nos quedemos aquí —intervino Aryes—. Hace demasiadas horas que no hemos dormido.
—Pues a mí me gustaría averiguar qué era eso —dijo Drakvian, levantándose de un bote—. A lo mejor era una gacela blanca. Dicen que hay muchas en algunas zonas de los Subterráneos.
Sentí un escalofrío al mismo tiempo que Syu se apartaba prudentemente de la vampira mientras esta se alejaba sin que nadie hubiese tenido tiempo de decirle nada.
—Vampiros —resopló Lénisu, con una mueca—. Ya me la imagino corriendo hacia nosotros con una banda de trasgos detrás después de haberse bebido a uno.
—Le falta prudencia —asintió Spaw, con el ceño fruncido—. Dudo de que fuera una gacela blanca.
—Y yo —bostecé, tumbándome otra vez en la hierba azul—. Aryes tiene razón, deberíamos dormir antes de que vengan esos trasgos de los que hablas, Lénisu.
—Está bien. Vigilaré a ver si viene —replicó este.
Antes de cerrar los ojos, pude observar su mirada sombría posada en el lugar donde había desaparecido la vampira a todo correr.
* * *
Cuando desperté, me di cuenta de que había ido rodando en la hierba y de que me había chocado contra Aryes. Este dormía aún profundamente. Me enderecé, desperezándome. Y entonces la vi.
Era una criatura, escondida entre las rocas, que observaba nuestro campamento atentamente. Pero eso no fue lo que más me sorprendió. Cuando vi a Syu al lado de aquella presencia me quedé más que atónita.
«¡Syu!», exclamé. «¿Qué haces con…?»
«No te preocupes», contestó, sentado junto a la criatura. «Es simpática, he estado hablando con ella. Dice que nunca ha visto ningún plátano. Le he preguntado si existen gawalts en los Subterráneos. Pero no ha sabido contestarme. Así que no sé si existen», concluyó.
«Syu, ¿me estás diciendo que has estado hablando con ella?», solté, incrédula, pestañeando para despertarme mejor.
Lénisu, recostado contra una roca, estaba profundamente dormido. Drakvian no había vuelto aún y Spaw, sentado un poco más lejos, estaba comiendo una especie de cebolla.
—Buenos días, Shaedra —me dijo, al ver que me enderezaba—. ¿Quieres una? Las llaman drimis, de donde vengo. Estaban aquí cuando he despertado. Las habrá traído Drakvian —supuso.
Volví a mirar hacia donde estaba Syu. La presencia blanca seguía ahí, a la sombra de una roca, casi invisible. Me levanté, fui a coger una drimi y le pegué un mordisco. Picaba agradablemente la boca y estaba llena de agua.
«Las ha traído ella», me informó Syu, corriendo hacia mí y saltando sobre mi hombro. «Deberías hablarle. Parece estar bastante sola.»
Le dediqué una sonrisa, divertida.
«Tú que decías que no había que buscar ese espíritu blanco, por si acaso, y vas y te pones a hablar con ella directamente. ¿Así que ha querido darnos de comer? ¿Pero qué tipo de criatura es?»
«Para mí que se parece mucho a los saijits», caviló Syu.
Acabé de comerme la drimi y, al ver que la criatura blanca seguía observándonos desde su escondrijo, declaré:
—La criatura que vimos ayer está mirándonos.
Spaw agrandó los ojos y paseó su mirada por los alrededores. Le indiqué el lugar con la barbilla.
—No te muevas de aquí. Voy a hablar con ella. Según Syu, se trata de un saijit con buenas intenciones. Nos ha traído esas drimis.
—¿Qué? —exclamó Spaw, apartando el bulbo blanco de su boca—. Podría querer envenenarnos.
Palidecí. No se me había ocurrido esa posibilidad.
—En cualquier caso —dije pausadamente—, voy a hablar con ella.
Procuré no coger a Frundis, para no alertar a la criatura. Lentamente, me acerqué a la roca junto a la que se escondía la extraña presencia. Mientras me alejaba, oí a los demás que se despertaban poco a poco a mis espaldas.
Cuando llegué a estar a unos cinco metros, la silueta retrocedió y me detuve.
«¿Tú crees que me tiene miedo?», me extrañé.
«Sin duda», asintió Syu con firmeza. «A mí no puede ser: antes me ha hablado con mucha naturalidad.»
La observé un instante y, al cabo, solté:
—Buenos días, ¿vives por aquí?
La silueta, sorprendemente, avanzó unos pasitos. La luz tenue de las piedras de luna la iluminó y la contemplé con estupefacción. Era muy pequeña. Como una niña. No debía de tener más de seis años, estimé. Su rostro y su largo vestido eran blancos como la nieve. Y su cabello, negro como el carbón, le llegaba a la cintura. Se mordió un labio pálido, me miró con unos ojos dorados, casi transparentes… y entonces habló con una vocecita inocente y triste que me llegó al alma.
Desgraciadamente, no le entendí nada. Hablaba en un idioma muy bello. Pero totalmente incomprensible.
«Syu, creo que nos vas a tener que ayudar», le dije al mono, mientras contemplaba con desazón a la niña que ahora tenía entre los brazos. No iba a ser fácil calmar su desasosiego, pensé.
«De acuerdo», dijo el mono, subido a una roca. «¿Qué tengo que hacer?»
«Traducir lo que me está diciendo la niña, obviamente», contesté, nerviosa. La última vez que había tenido que consolar a un niño había sido en el Santuario. Había tranquilizado a Éleyha, la hermana de la Niña-Dios, y ella hablaba mi idioma y tan sólo había tenido una pesadilla sin más. La niña blanca, en cambio, era de lo más misteriosa. No sabía aún si podía fiarme de ella, pero su voz reflejaba sólo bondad y desesperación… y lo peor era que, a todas luces, tenía fe en que yo la ayudaría.
«Lo siento, pero ahora está soltando ruidos y no está hablándome por vía mental», se disculpó Syu. «Soy gawalt, pero no soy un genio.»
—Está bien —dije, en voz alta, intentando imitar la serenidad apaciguadora del maestro Dinyú—. Tranquila. No te entiendo, pero no pasa nada. Vivías en esta caverna, ¿verdad? No te preocupes, te ayudaremos. Somos buena gente. Incluso la vampira —añadí, por si le cabía duda.
Pero, naturalmente, la niña alzó su rostro que expresaba incomprensión. Sus ojos dorados brillaban, sin embargo, de esperanza.
—Saka iseth mawa —dijo.
—Ahá —contesté, vacilante, sin tener la más mínima idea de lo que me había querido decir.
No me esperaba que, de pronto, Spaw hablase a mis espaldas y me sobresalté, asustada.
—Te está preguntando si le vas a ayudar —me explicó amablemente—. Claro que he llegado demasiado tarde para entender qué es lo que te ha pedido que hagas —carraspeó el demonio.
La niña se turbó al cruzar la mirada de Spaw y se apartó, retrocediendo unos pasos.
—Neaw eneyakar —dijo éste sin embargo. Y entonces una sonrisa de alegría apareció en el rostro de la niña—. Spaw —agregó, señalándose con el pulgar.
—Spaw —repitió ella—. Kyisse —anunció entonces, con timidez.
—Kyisse —dijo Spaw, con gravedad.
Los miré alternadamente y entendí que me tocaba a mí presentarme.
—Yo soy Shaedra —dije.
—Wososaeta —repitió la niña con aplicación.
—No, no. —Hice una pausa y pronuncié claramente—: Shaedra.
La niña asintió, contenta.
—Shaeta.
Abrí la boca y la cerré, asintiendo con la cabeza.
—Más o menos. ¿Y bien, Spaw? ¿Qué tal si le preguntas de dónde viene? A lo mejor tiene una familia simpática por aquí a la que no le gustan los forasteros.
Spaw puso cara escéptica.
—Para mí que vive sola en esta caverna.
«Como ya te lo he dicho», apuntó Syu, con paciencia, saltando sobre mi hombro.
—Bueno —dije—. Entonces, pregúntale si quiere venir a desayunar con nosotros.
Spaw resopló.
—Ni idea de cómo se dice eso. Es lengua tisekwa, se habla más en el norte del nivel uno. Yo tan sólo sé chapurrearlo. A lo mejor Lénisu sabe más. En fin, le preguntaré si quiere comer con nosotros. —Carraspeó y se giró hacia Kyisse—. ¿Kowsak?
Kyisse agrandó los ojos, sorprendida, y luego asintió enérgicamente soltando todo un flujo de palabras que me dejó pasmada.
—Vaya, vaya —dije, pensativa—. ¿Así que con una sola palabra te ha entendido? Parece ser que el tisekwa es mejor que el abrianés para situaciones de emergencia.
—¿Se puede saber qué demonios está pasando? —preguntó Lénisu, acercándose con cautela.
—Kyisse —dije, e hice un gesto hacia mi tío—. Lénisu.
—Lénisu —articuló Kyisse. Ahí no le había costado nada pronunciarlo correctamente, me percaté.
—Sí, Lénisu —aprobó mi tío—. ¿Se ha perdido en la caverna y nos pide ayuda? No me lo creo. Sólo es una niña.
—¿Hablas tisekwa? —le pregunté.
Lénisu enarcó una ceja.
—Sí. ¿Por qué?
—Entonces te explicará todo ella solita. Y luego nos lo explicas a nosotros.
Y mientras nos sentábamos todos a comer drimis y galletas, Kyisse se puso a hablar en esa lengua fluida y más cantarina, si se puede, que el abrianés. Finalmente, Lénisu nos explicó lo que había entendido.
—Al parecer, Kyisse lleva varios años en este antro. Dice que apenas ha visto criaturas malas por aquí. Come muchos drimis, bayas y puerros negros. Y fue ella quien nos abrió la puerta, al darse cuenta de que no éramos… eh… malos.
—¿Y de dónde sale? —preguntó Aryes, mientras la niña probaba una galleta con mucha delicadeza.
—Bueno. No sé si creerla. Dice que mientras sus padres intentaban deshacerse de unos atacantes, le mandaron que corriese todo lo que podía. Ella corrió. Y días después acabó aquí. Todo esto puede ser cierto, pero lo que no me creo es de dónde dice que proviene. No tiene sentido. Dice que sus padres eran del castillo de Klanez —declaró.
Fruncí el ceño. ¿El castillo de Klanez? Recordé alguna leyenda sobre ese castillo maldito. Aún dudaba de si existía realmente.
—Esto sí que es curioso —dijo Spaw.
Puse los ojos en blanco.
—¿Cuántos años dice que ha vivido en este lugar? —pregunté.
Tras un breve intercambio, Lénisu contestó:
—No sabe. Recuerda que sus padres sabían medir el tiempo, pero que ella nunca supo cómo hacerlo. Dice que seguramente han pasado años.
Aryes meneó la cabeza, extrañado.
—¿Pero cuántos años tiene? Si está aquí desde hace mucho tiempo, ¿cómo puede siquiera acordarse de cómo se habla tisekwa? Tiene que haber otras personas por aquí.
Cuando le comunicó la pregunta Lénisu a la niña, ésta se abrazó las piernas y habló con un tono muy quedo. Aunque no la entendía, escuché con fascinación su voz infantil. Lénisu, al escucharla, manifestó cierta turbación.
—Dice que duerme en una vieja torre llena de libros. Y que antes vivía con alguien llamado Tahisrán. El nombre designa un tipo de perla, creo. Lo que no me ha quedado claro es la naturaleza de ese Tahisrán. Por cómo lo describe, tengo la impresión de que era una especie de sombra. Aunque dice que le hablaba en tisekwa. Sería por armonías.
En ese instante, recordé la historia de Iharath. Había sido sombra durante años hasta recuperar un cuerpo. Desde luego, Kyisse había debido de pasar una infancia de lo más extraña.
—¿Qué le pasó a Tahisrán? —pregunté.
Lénisu hizo una mueca. Al parecer, la niña ya se lo había contado.
—Desapareció. Un día, le prometió que le llevaría al castillo de Klanez y que encontraría a sus padres. Se marchó y no volvió.
Kyisse nos miró a todos con los ojos interrogantes y yo le sonreí con serenidad. Todo en ella reflejaba una esperanza enternecedora.
—Asok alaná eftraráyale —pronunció.
—¿Qué ha dicho? —pregunté.
—Er… —Lénisu carraspeó—. Dice que le gusta ver la alegría en nosotros. Algo así. Soy un pésimo traductor.
—Bueno —dijo Spaw, mientras Lénisu seguía interrogándole a Kyisse con sumo interés—. Esto parece muy interesante. Pero, decidme, ¿soy el único en preguntarse dónde demonios se ha metido Drakvian?
Eché un vistazo a mi alrededor. De hecho, la vampira no había vuelto aún.
—A lo mejor se ha encontrado con un troll regordete —bromeé, pero me incorporé, añadiendo—: Propongo que recojamos todo y que vayamos a buscarla.
—Espero que no se haya ido muy lejos —intervino Lénisu, levantándose a su vez. Kyisse siguió su movimiento con tranquilidad y observé su expresión curiosa al fijarse en la espada que llevaba él a la cintura—. Luego, si no encontramos otra salida, daremos media vuelta y volveremos por las escaleras. Aryes, si el troll se ha marchado, ¿serías capaz de sacarnos del Laberinto? Considerando, por supuesto, que te queda aún tiempo para reponer tu tallo ya que tardaremos más de un día en llegar hasta la puerta y subir las escaleras.
Noté cómo el rostro de Aryes se ensombrecía. Sin embargo, asintió.
—Podría hacerlo. Quizá —rectificó—. No sé, no es lo mismo bajar a una persona, que subir, con todo su peso. Y desde luego no podría subiros a todos sin descansar entre levitación y levitación… Lo sé, todavía no soy un órico de verdad —añadió, molesto.
—Pff —resoplé—. Si te parece poco lo que hiciste para bajarnos a todos al Laberinto. —Aryes se encogió de hombros con modestia y yo suspiré, agregando—: Lo que lamento realmente es no haber cogido ninguna cuerda para el viaje, y eso que Dol siempre nos aconsejaba llevar una. Así no tendrías que poner en peligro tu tallo energético para subirnos. Aunque, quién sabe, quizá encontremos una mejor forma de salir de aquí. Yo personalmente preferiría no tener que pasar por el Laberinto. Parece más peligroso que esta caverna. Debe de haber otra salida.
—Pasando por los Subterráneos, por ejemplo —intervino Spaw, con una sonrisilla, mientras se ponía el saco a la espalda—. Sé de alguien que estaría contento de verte, Shaedra.
Agrandé los ojos y Lénisu ladeó la cabeza, interesado.
—¿Y quién es ese alguien, si se puede saber? —preguntó.
Spaw sonrió. Ya no parecía tan reacio a hablar de demonios, observé. Pero como no contestaba, suspiré.
—Creo que está hablando de Zaix. El Demonio Encadenado. Él se ocupó de encontrarme un instructor.
Lénisu pareció estar dudando de si quería saber más sobre el tema pero luego no pudo evitar preguntar:
—¿Un instructor? ¿Así que hay instructores de demonios?
—Sí. Me daba clases en Ató. Pero será mejor que no sepas quién es. Es una persona muy estricta y si llega a saber que he contado a más gente que soy una demonio y que he hablado de él, podría enfadarse.
—Oh. ¿Así que ese instructor tuyo no es un demonio tan bueno, eh? ¿No te habrá soltado ya amenazas? —gruñó Lénisu, entornando los ojos.
Puse los ojos en blanco.
—Protege su intimidad. ¿Qué hay de malo en eso? Simplemente es algo más… pues eso: estricto.
—Ya. ¿Y Zaix?
—Ese es mucho menos estricto —aseguró Spaw—. Bueno, vayamos a buscar a la vampira. ¿Qué hacemos con la niña?
Lénisu se encogió de hombros.
—Que vaya adonde le apetezca —opinó.
Lo miré, atónita.
—Es una niña —repliqué—. Pregúntale si quiere venir con nosotros.
—No podemos dejarla sola —apoyó Aryes, mientras despeinaba el pelo de Kyisse con una mano afectuosa.
Pero cuando Lénisu le preguntó a la niña, esta contestó con unas breves palabras, se mordió el labio y negó con la cabeza.
—No quiere ir a la Superficie —dijo Lénisu, suspirando—. Quiere volver al castillo de Klanez con sus padres.
Sentí un escalofrío. La pobre niña no se daba cuenta de que probablemente sus padres estuvieran muertos desde hacía tiempo. Decidimos, sin embargo, no zanjar el tema en ese momento y comenzamos la búsqueda de Drakvian. Cuanto más tiempo transcurría, más la preocupación me apretaba la garganta. ¿Por qué la vampira se había ido tan lejos? Obviamente, porque no había encontrado ninguna presa en la zona. Lo que más me inquietaba era que Drakvian nunca había sido precisamente muy prudente.
—Siempre podemos gritar su nombre —sugirió Aryes, con una mueca desanimada.
Asentí, desesperanzada, arrastrando los pies descalzos en la hierba azul. Me había quitado las sandalias del Santuario, ya que con la caída por el pedregal habían dejado de asemejarse a ningún tipo de calzado. En cuanto a las botas de Lénisu, me quedaban demasiado estrechas y las llevaba como un peso muerto en la mochila.
—Sí —contesté—. Hagamos un concierto. Frundis seguro que se apunta.
Me contestó un ruido de platillos animados.
—Si realmente hubiese presas por aquí, hace tiempo que Drakvian habría vuelto —suspiró Lénisu—. Me temo que se la han llevado.
Lo miramos, sorprendidos.
—¿Quiénes? —inquirió Aryes.
—No lo sé. Trasgos. Orcos. Dragones. Qué importa. Pero me da que no la encontraremos por más que la busquemos.
Lo contemplé, horrorizada. ¿Acaso Lénisu la estaba enterrando ya? Advertí entonces el movimiento de cabeza de Kyisse y me fijé en su expresión entristecida. Dijo algo. Lénisu puso los ojos en blanco pero sonrió.
—La niña me dice que no perdamos la esperanza. A lo mejor tiene razón y Drakvian aparece con un conejo entre los dientes. Sigamos buscando.
Aryes le cogió a Kyisse y la colocó sobre sus hombros porque la pequeña empezaba a cansarse. Al de unas horas, fue Aryes quien se cansó de llevarla a cuestas y la dejó caminar en el suelo, soltando un resoplido que la hizo reír. Poco después, Kyisse rompió el silencio con unas palabras y Lénisu nos hizo saber que, para ella, estábamos alejándonos mucho de su torre.
—Cada vez que pienso que una niña ha podido sobrevivir aquí sola y durante años… —añadió Lénisu, después de su traducción.
Cada uno estaba esperando a que alguien se decidiese a declarar que era inútil avanzar a ciegas en una caverna tan grande como aquella cuando, de pronto, oímos un:
—¡Corred!
De entre las sombras, salió una silueta ágil de tirabuzones verdes. Drakvian parecía haber recobrado toda su energía pero en sus ojos brillaba un sentimiento de urgencia.
—Drakvian —resoplamos todos.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Spaw.
—A ver si lo adivino —soltó Lénisu—. Te has puesto a beber sangre de un dragón que dormía tranquilamente y ahora que se ha despertado nos va a comer a todos, ¿verdad?
Drakvian lo fulminó con la mirada y repitió en voz baja, articulando:
—Corred. Por vuestras vidas…
Oímos unos gritos en la oscuridad. Con el terror acelerándonos el corazón, echamos a correr. Syu se había agarrado a mi cuello con más fuerza de la necesaria y, pese a mis protestas, tan sólo conseguí que se aferrase a mi pelo. Frundis, en cambio, estaba exultante y me llenaba la cabeza de redobles de tambores y cantos triunfales. ¿Pero qué criaturas nos estaban persiguiendo exactamente?
Vi a Lénisu que se dejaba distanciar para cerrar la marcha mientras Spaw, Aryes y yo seguíamos apresuradamente los pasos de Drakvian. Kyisse, con los ojos agrandados por el miedo, mantenía nuestro ritmo a duras penas y Aryes la volvió a coger sobre sus hombros para que no se quedara atrás.
Al de un rato, Kyisse designó un punto con el dedo índice y soltó:
—Na.
No necesitamos las traducciones de Lénisu o de Spaw para entenderla. Llamamos a Drakvian, que se iba para otro lado, y nos metimos en una especie de túnel estrecho de paredes negras e irregulares.
—Espero que no sea un túnel sin salida —masculló Drakvian en un susurro.
—Kaona ne reh lassia —pronunció Kyisse, cuando estábamos a punto de seguir nuestra carrera por el túnel. Añadió unas cuantas palabras más mientras Lénisu sacaba su piedra de luna.
—¿Eso significa que vamos a morir? —refunfuñó Drakvian con amargura.
—No —negó Spaw—. Dice que por aquí hay trampas. Y que prefiere pasar primera.
—Valiente niña —la alabó la vampira, mirándola con sus dos colmillos salidos.
Sólo entonces me fijé en los hilillos de sangre seca que embadurnaban su rostro.
—Drakvian —dije, con la respiración entrecortada—. ¿Quiénes nos están persiguiendo?
—¿De veras queréis saberlo? —preguntó con una mueca, mientras seguíamos a Kyisse por el túnel.
—No —retrucó Lénisu, sarcástico—. A fin de cuentas, no nos atañe. Mientras sólo vayan a por ti…
—Son hobbits —lo interrumpió la vampira con un hilo de voz.
Me puse lívida. Por un segundo, quedamos todos suspensos. Nos detuvimos.
—¿Has matado a un hobbit? —exclamó Aryes, aterrado.
—No —replicó pacientemente ella—. He matado un carnero. Pero, desgraciadamente, no estaba en libertad.
—Desde luego, ahora el espíritu del carnero gozará de una libertad inmejorable —resopló Lénisu, alucinado—. Un carnero. Podrías haberles pedido permiso a los hobbits.
—Se lo pedí al carnero —gruñó la vampira, con una sonrisa torva. Se pasó la manga por la boca para limpiársela—. Me pareció suficiente. No veo por qué iba a ser más de ellos que mío —prosiguió, quejumbrosa—. Además, les dejé la carne, que es lo que se comen ellos.
—Naralérihes —intervino Kyisse. Su vestido, bajo la luz de mi esfera armónica, destacaba entre las tinieblas por su blancura.
—Cuidado —susurró Lénisu, adelantándonos para acercarse a la niña. Se dirigió a ella en tisekwa durante un momento y, al fin, nos comunicó—: Esta niña me maravilla cada vez más. Dice que este túnel nos llevará muy cerca de su torre. Pero antes quiere protegernos de las trampas. A saber lo que quiere decir con eso. En todo caso, dudo de que haya realmente trampas por aquí.
Oímos unos gritos no muy lejos y nos tensamos todos.
—Espero que ese carnero al menos estuviera rico —mascullé, antes de que siguiésemos avanzando por el túnel.
Al mismo tiempo, percibí cómo una esfera de armonías nos envolvía a todos. No podía ser otra persona que Kyisse, pensé, incrédula, al verla andar con los brazos tendidos, muy concentrada. Entonces me percaté de un detalle: la música de Frundis se había reducido a un murmullo.
«Syu», resoplé. «¿Me he vuelto sorda o es que Frundis se ha dormido de golpe?»
El mono se agitó sobre mi hombro y se concentró.
«Apenas lo oigo. No me contesta. Aunque eso no es tan raro», reconoció, rascándose una oreja. «Lo que me preocupa es que su música no nos martillee.»
«Mm. Todo parece indicar que Kyisse está inhibiendo las armonías. Eso significa probablemente que las trampas de este túnel son armónicas», concluí, meditativa.
Seguimos en silencio durante un buen rato hasta que desembocamos otra vez en la gran caverna. Según Kyisse, para llegar aquí los hobbits necesitarían horas de marcha. Eso era si nuestros perseguidores no pasaban por el túnel. Fue salir del túnel y oír súbitamente un concierto estruendoso que me dejó anonadada. Rápidamente, sin embargo, el sonido se fue reduciendo a un nivel razonable. Resoplé. Demonios, solté para mis adentros, sintiendo que mi corazón acelerado tardaba en calmarse.
«Frundis, ahí has estado a punto de matarme», me quejé, temblorosa.
Frundis cambió su concierto por una serena melodía de arpa.
«Lo siento», me contestó, con sinceridad. «Es que de pronto he sentido como que alguien intentaba imponerme silencio. A mí, que soy compositor, ¿te imaginas? Eso no me ha gustado nada. Creo que la culpable ha sido esa… niña», soltó, ultrajado. Su rabia era evidente. El tono del arpa se alteró ligeramente para adquirir un deje más sombrío.
Syu y yo intentamos tranquilizarlo mientras seguíamos a los demás entre las rocas y los tawmáns, sobre una alfombra de hojas negras. El contacto con esas hojas, aun a través del callo de mis pies, me dio una impresión de quemazón que poco a poco se hizo insostenible. Siseé entre dientes y eché a correr en cuanto vi el final del bosquecillo, ignorando la protesta de Lénisu.
Al salir del bosque, me encontré con una enorme forma semicircular incrustada en la roca. No podía ser otra cosa que la torre de la que nos había hablado Kyisse.
—Shaeta —dijo claramente la voz infantil de la niña junto a mí—. Limanaká.
Supuse que me daba la bienvenida a su humilde morada.
—Gracias —le dije. Apenas hube hablado, unos gritos resonaron, provinientes del túnel, acompañados por ladridos. Me quedé helada. Con un tic nervioso, pregunté precipitadamente—: ¿Por dónde se entra?
Los ojos dorados de Kyisse brillaron un instante. Me sonrió y echó a correr alegremente hacia la torre diciendo algo parecido a “¡Bayéh!”.
La torre donde vivía Kyisse me dejó impresionada nada más entrar. Desembocamos en una sala totalmente circular, de varios metros de altura, en cuyo centro se alzaba, imponente, la estatua de una gárgola negra sobre un gran pedestal. Incrustadas en los muros, unos pequeños ópalos de piedras de luna iluminaban la sala. Lénisu fue el último en salir del pasadizo por el que nos había conducido la niña y al advertir la estatua resopló.
—Mil brujas sagradas. Esto tiene toda la pinta de ser el antro de Láukareth —comentó.
—Quién sabe —meditó Aryes, acercándose prudentemente a la gárgola.
—¿Hablas de la famosa gárgola oscura? —solté, observando con fascinación aquella criatura de piedra.
«Da la impresión de que va a despertar en cualquier momento», resopló Syu, con los ojos agrandados.
«Conozco algunas canciones sobre esta gárgola», intervino Frundis. Marcó una pausa y añadió con tono misterioso: «Algunas ya han caído en el olvido. ¿Queréis escucharlas?»
Puse los ojos en blanco.
«Pues claro», contesté. Sentí la aprobación del mono y el bastón trocó enseguida su melodía por una leyenda sobre Láukareth que hablaba de su vida apasionada por el conocimiento y el saber. Mientras tanto, Kyisse nos condujo hacia los pisos superiores. Pasamos por habitaciones llenas de armarios y objetos rotos antes de llegar la última planta. Ahí nos esperaba otra sorpresa.
Como en los demás niveles, la sala en la que entramos era totalmente circular. Pero ahí todo estaba bien ordenado. Contrariamente a la luz tenue de las piedras de luna, la luz que desprendían las estanterías llenas de libros tenía destellos dorados que iluminaban el cuarto como el fuego. En el centro, había cojines, alfombras, pergaminos y otros objetos que no supe ni identificar. Aquel cuarto era casi un perfecto hogar… Tan sólo le faltaba a Kyisse poder compartirlo con una familia.
Tras una breve conversación con Kyisse, Lénisu nos hizo un gesto para que nos sentáramos.
—Esperad aquí. Voy a bajar para ver cómo anda la cosa. A lo mejor podemos razonar a esos hobbits y preguntarles si conocen la zona. Kyisse dice que todas las escaleras que llevan a la Superficie han sido bloqueadas hace poco por esos medianos. Con rocas o puertas macizas. A lo mejor saben de algún camino seguro que no desemboque en el Laberinto.
—Ten cuidado —le dije, inquieta.
Lénisu sonrió con tranquilidad.
—Siempre lo tengo.
Desapareció por las escaleras antes de que pudiese yo rebatir esa afirmación. Suspiré. Tan sólo cabía esperar que volviese entero, pensé. Syu se tiró sobre un cojín y meneó la cola.
«Deberías confiar más en el tío Lénisu», comentó.
«No es una cuestión de confianza», le aseguré. «Ambos conocemos a Lénisu. Es capaz de ver a unos medianos armados hasta los dientes y adelantarse para saludarlos. Aunque estén furiosos por haber perdido a un carnero.»
«Lénisu no es culpable de nada en esta historia del carnero», terció el mono. «Es lamentable el fin del animal pero confieso que sin él a lo mejor Drakvian nos habría atacado a nosotros.»
Lo miré, aterrada.
«Syu, Drakvian sería incapaz de hacer eso.»
El gawalt puso cara escéptica pero se encogió de hombros y se alejó para curiosear.
Spaw estaba intentando comunicar con Kyisse, pero me daba a mí que entendía la mitad o menos de lo que le contestaba la niña. Drakvian se había tumbado sobre los cojines, como si después de haberse hartado a sangre hubiese decidido echar una siesta. Y Aryes daba una vuelta por la sala echando un vistazo a los libros de las estanterías.
Sin embargo, todos estábamos atentos al mínimo ruido proviniente de las escaleras. Para ocuparme la mente, me dediqué a examinar algunos objetos que se encontraban en la habitación. Me fijé así en que algunos eran mágaras o lo habían sido en algún tiempo lejano. Quién sabía si ahora las energías que fluían en esos objetos no habían perdido todo trazado. También encontré una piedra de Nashtag y, mientras daba vueltas por la sala, curioseando, no dejé de echarle ojeadas de cuando en cuando para medir el tiempo que pasaba. No tenía la práctica de los iskamangreses para leer el tiempo en el Nashtag, pero cuando tuve la certeza de que había pasado más de media hora empecé a asomarme a las escaleras, rebullendo de inquietud.
—Maldito Lénisu —gruñí—. Seguro que le ha pasado algo. No puede ser que tarde tanto. Debería haber ido yo, que sé esconderme con las armonías…
—Shaedra —me cortó Aryes—. Lénisu no será un experto armónico, pero es un Sombrío. Y no cualquiera. Es el capitán Botabrisa. Seguro que sabe cómo pasar desapercibido. Si no ha vuelto dentro de media hora más, empezaremos a preocuparnos. Pero por el momento, tranquilicémonos.
Aprobé con la cabeza, mordiéndome el labio. Spaw estaba sumido en la lectura de un libro y Drakvian dormía. Su daga, Cielo, sobrepasaba de su capa oscura. ¿Cómo podía una persona encariñarse tanto por un objeto muerto?, me pregunté. Aún recordaba las miradas conmocionadas de Drakvian y Lénisu cuando habían perdido sus armas. No podía compararse a la relación que tenía yo con Frundis, me dije. Vacilé. ¿O sí? Frundis era un saijit vivo. Hilo, en cambio… Fruncí el ceño. En realidad, ignoraba todo acerca de esa espada. A lo mejor también llevaba a algún saijit dentro, pensé, con ironía.
Alguien me cogió dulcemente la mano y alcé la vista, sorprendida, para cruzar la mirada dorada y risueña de Kyisse. Le sonreí, dejando a un lado todas mis preguntas.
—Ukaman —dijo Kyisse, estirándome de la mano para que la acompañase. Nos sentamos delante de una tabla de madera llena de pergaminos y libros.
Quería enseñarme un libro en particular. Lo abrió por la primera página: estaba llena de garabatos. Señaló el dibujo y me miró. Enarqué una ceja y examiné la página con más atención. Me costó verlo, pero cuando lo vi me quedé de piedra. Aquello era un dibujo teórico que representaba el flujo de las energías asdrónicas. Unos pequeños símbolos, obviamente letras, aparecían a lo largo de toda la membrana energética.
—Vaya —solté.
Kyisse asintió al ver que había entendido y tendió una mano para crear una esfera blanca sin aparente dificultad.
—Takawere.
—Demonios —dije. ¿Era posible que Kyisse hubiese aprendido a utilizar las armonías únicamente a partir de los libros? Tahisrán, aquella sombra que la había acompañado, tenía que haberle enseñado lo básico. A menos que sus padres ya le hubiesen enseñado…
Pero Kyisse no se quedó ahí. La esfera blanca fue adquiriendo poco a poco colores y finalmente pude ver un enorme torreón negro rodeado de murallas que se alzaba en una caverna gigantesca, junto a una playa.
—Klanezjará —explicó la niña.
Asentí, mientras la armonía se iba deshaciendo. Si bien recordaba, el castillo de Klanez se situaba en algún lugar junto al Mar del Norte. Pero jamás hasta ese momento había tenido una prueba tan convincente de que existiese.
«Cómo les gusta a los saijits construir paredes de piedra», suspiró Syu, mientras me trenzaba un mechón.
«Es su verdadero hogar», le expliqué. «Pero me pregunto si realmente hay gente dentro. Las leyendas cuentan que todo aquel que entra en el castillo, se vuelve loco.»
«Exacto», apuntó Frundis, dejando sus canciones de gárgolas para empezar a declamar un largo poema épico titulado Canción de Maukath el Tenebroso.
Kyisse ladeó la cabeza, como si percibiese algo de nuestro intercambio mental. Le sonreí y, sin previo aviso, le pasé a Frundis. La niña me miró con cara sorprendida pero cogió el bastón. Al tocarlo, inspiró hondo, sobresaltada. Esperé unos segundos y al ver que Kyisse parecía escuchar a Frundis o comunicar con él, me dediqué a mirar con más atención el libro con esquemas armónicos.
Casi al mismo tiempo, oí el ruido de unos pasos en las escaleras y me precipité para ver surgir a Lénisu. Su expresión sombría me alarmó.
—¿Qué…? —pregunté. Pero Lénisu levantó una mano para imponer silencio.
—Menuda masacre —pronunció. Nos miró con extrañeza—. ¿No habéis oído nada? —Negamos con la cabeza—. Los medianos han matado a todos los nadros. Menos mal que han perdido nuestro rastro.
Palidecí.
—¿Nadros? —preguntó Aryes, acercándose.
—Sí. Nadros rojos. Al parecer, han bajado por las mismas escaleras que nosotros.
Recordé, como en un sueño, cómo habíamos pasado por la puerta maciza que nos había abierto Kyisse. En ningún momento me daba la impresión de que la hubiésemos vuelto a cerrar. Pero quién hubiera imaginado que los nadros serían capaces de pasar por la puerta del Laberinto que llevaba a las escaleras… Carraspeé mentalmente. Tal vez el troll la hubiese destrozado, razoné.
—Además —prosiguió Lénisu, posando su mano sobre la empuñadura de su espada—, los hobbits han decidido bloquear la entrada con rocas. Aunque reconozco que, de todas formas, no era una buena idea volver a subir por ahí. Parece que el Laberinto está demasiado poblado.
Spaw cerró el libro que estaba leyendo.
—Yo propongo esperar un rato a que los medianos se olviden del carnero. Y luego intentamos salir de esta caverna. Y si nos topamos con un hobbit, le pedimos amablemente que nos indique el camino.
—Sin duda sabrán indicarnos el camino hacia la muerte —comentó Lénisu.
Resoplé.
—No seamos pesimistas. Tú mismo lo decías ayer. Me parece que la idea de Spaw es buena. Esperamos a que se calme todo esto y luego… luego ya se verá.
Lénisu se encogió de hombros. Su mirada fue a posarse sobre la vampira dormida y esbozó una sonrisa.
—Hay al menos una cosa buena en todo esto —dijo—. Drakvian parece restablecerse definitivamente.
En ese momento, la vampira abrió un ojo y sonrió, traviesa.
—Todo gracias al carnero —asintió—. Venga, dejad de hablar de lo que vamos a hacer y descansemos.
Syu, sobre mi hombro, aprobó.
«Por una vez, estoy de acuerdo con ella», declaró.
Enarqué una ceja.
«¿No habrás estado enseñándole a comportarse como una buena gawalt?», inquirí, burlona.
El gawalt resopló.
«Ni se me ocurriría. Es una vampira y nunca dejará de serlo.» Marcó una pausa y añadió, pensativo: «Pero a lo mejor tú has sido un buen ejemplo para ella.»
* * *
Esperamos en la torre más tiempo de lo previsto. A nadie le apetecía alejarse mucho y toparse con ese pueblo feroz de medianos. Entre nuestras provisiones, las sopas de puerros negros, los drimis y demás plantas comestibles que se podían encontrar cerca de la torre, no nos faltaba comida.
Kyisse nos maravillaba cada vez más. A pesar de su infancia solitaria, era una niña alegre. Sus ojos dorados brillaban de felicidad al ver tanto movimiento alrededor de ella. Cuando Lénisu y Spaw estaban ocupados, comunicábamos por vía mental. Es decir, ella le hablaba a Syu y él me transmitía lo que me quería decir. Claro que a veces mezclaba traducción con interpretación y completaba las palabras de Kyisse dando su humilde opinión de gawalt.
Fue cuando me enteré, con cierto asombro, de que el vestido blanco que llevaba Kyisse tenía un encantamiento que lo conservaba inmaculado. Según Syu, ella lo había encontrado, años atrás, en esa misma habitación donde dormíamos, entre los cojines. No me atreví a examinarla muy de cerca, pero tenía la impresión de que aquel vestido no era una mágara cualquiera. Al fin y al cabo, tal vez llevaba ahí metida en la torre desde hacía muchos años. Y, ciertamente, ningún magarista había pasado por ahí a renovar los sortilegios.
Mientras Aryes, Kyisse y yo íbamos a buscar drimis o intentábamos descifrar los libros de la biblioteca, Lénisu, tras encontrar un baúl lleno de armas, se pasaba el día afilando espadas e tratando de determinar cuál era la menos mala. Ya nos estaba aburriendo a todos con su sonido metálico. Incluso Frundis llegó a quejarse.
Spaw y Drakvian eran los únicos en explorar la zona con más ahínco. Quién hubiera dicho que el demonio y la vampira fuesen a llevarse bien con lo pesada que había sido ella con él… Eso pensaba yo, cuando los veía salir de la torre. Gracias a sus exploraciones, entendimos que había una zona de la caverna que estaba repleta de túneles que bajaban, subían y cruzaban la roca, tortuosos… Y resultaba que el pueblo mediano se había instalado no muy lejos de ahí, reservándose la caverna entera para su ganado.
—Tiene toda la pinta de ser un pueblo nómada que ha decidido asentarse ahí por un tiempo indefinido —explicó Spaw, cuando la vampira y él volvieron de una de sus exploraciones—. Y siguen mandando patrullas muy regularmente por nuestra zona. A pesar de lo que digas, Drakvian, yo estoy casi seguro de que saben que hay un vampiro por estos parajes.
—Mmpf —dijo Drakvian, sentándose junto a nosotros—. Yo nunca lo he negado.
Estábamos todos en la sala circular, menos Lénisu, que aquel día había decidido ir solo a coger puerros negros. Suspiré. Al menos ya no oíamos el silbido de la piedra contra el metal. Aryes, Syu, Frundis y yo habíamos pasado horas intentando enseñarle abrianés a Kyisse. Pero me daba a mí que aprendíamos más rápidamente tisekwa nosotros que ella abrianés.
—Algún día habría que decidirse a salir de aquí —dijo Aryes. Por su tono de voz, estaba claro que no tenía ganas de meterse en un túnel al azar para acabar los dioses sabían dónde.
—Algún día —aprobé, con una gran sonrisa.
Aryes puso los ojos en blanco.
—El problema es que no sabemos si, al coger un túnel que sube, no va a empezar a bajar hasta las profundidades del Abismo —explicó.
Spaw soltó una risita.
—Estamos lejos de alcanzar las profundidades del Abismo, como dices. Ni siquiera estamos en los Subterráneos propiamente dichos. Me encantaría poder dedicar más tiempo a leer estos libros tan misteriosos que se esconden en esta biblioteca… Sin embargo, no puedo vivir solamente de drimis y bayas.
—En eso estamos de acuerdo —apuntó Drakvian—. Si hubiese al menos algún conejo, pero ni siquiera. La próxima vez que tenga sed, empezaré a diezmar el ganado de esos medianos —nos avisó.
Hice una mueca.
—Nos moveremos —declaré.
—¿Y Kyisse? —inquirió Spaw.
La niña parecía haber entendido nuestro intercambio porque, con una voz suave pero insistente dijo:
—Kau eresé Klanezjará.
Palidecí levemente, pero en aquel momento tuve una corazonada.
—Klanezjarae insil —contesté, esperando no deformar demasiado el tisekwa.
Los demás me miraron, asombrados. Spaw soltó una carcajada.
—¿Nos estás diciendo que vas a acompañar esta niña al castillo de Klanez?
Me mordí el labio y asentí con la cabeza.
—No puede quedarse aquí —repliqué—. Y el castillo de Klanez es su hogar, aparentemente.
Spaw me contempló un momento y resopló. Observé cómo Drakvian sonreía mientras Aryes fruncía el ceño, pensativo.
—Desde luego, Zaix tenía razón —constató el demonio—. A lo mejor tú sí que acabarás encontrando una manera para liberarlo de las cadenas de Azbhel. No es nada en comparación con entrar en el castillo de Klanez…
—El castillo existe —retruqué.
—Oh. Sí. Existe. Claro que existe. Pero como sabrás, nadie se acerca a él. Está rodeado de trampas.
—¿De veras quieres llevarla al castillo de Klanez? —preguntó Drakvian—. Yo creo que si la llevásemos a Ató estaría más feliz.
Vacilé. Lógicamente, Drakvian tenía razón pero…
—Klanezjará insaw —repitió Kyisse, sacudiendo la cabeza.
Todos la miramos, molestos. Entonces, la voz de Lénisu sonó desde las escaleras:
—Como diría Stalius, será lo que los dioses quieran. Si el túnel que elijamos se dirige a la Superficie, vamos todos a Ató. Y si acabamos en los Subterráneos… Entonces, antes de nada, vamos a Dumblor.
Ante esa declaración que no admitía réplicas, callamos todos. Menos Frundis. El bastón acababa de entonar una canción melodramática acompañada de un laúd. En ocasiones me preguntaba si llegaba a veces a sentirse mínimamente implicado en nuestra delicada situación.
Agazapada detrás de una roca, eché una prudente ojeada hacia la pradera que se extendía más allá. Unas ovejas de pelaje pardo pastaban mientras unos pastores medianos, apoyados sobre sus cayados, miraban pasar una patrulla armada hasta los dientes.
Desde luego, esos hobbits no tenían nada que ver con los de Tauruith-jur, pensé, ocultándome otra vez detrás de la piedra. Primero, parecían más robustos y llevaban cotas de malla, cascos y todo tipo de armas. Segundo, tenían unos enormes dogos de pelo largo y gris que, sin duda, iban a estropear nuestro intento por pasar desapercibidos.
Lénisu puso una mano sobre mi hombro y lo miré. Su rostro no reflejaba más que concentración y gravedad. Hizo un gesto para que retrocediese. Obedecí y me fui a reunir con los demás, que esperaban, más lejos.
Drakvian, Aryes, Kyisse y Spaw estaban sentados en una zona oscura de la caverna y al verme aparecer junto a ellos me miraron, interrogantes.
—¿Y bien? —preguntó Aryes.
—Hay una patrulla. Y un rebaño con tres pastores. En total son ocho personas. Más los perros, que son tres —especifiqué.
—¿Cuántas ovejas? —preguntó Drakvian, relamiéndose los labios.
Puse los ojos en blanco. Spaw carraspeó.
—No conseguiremos llegar hasta uno de esos túneles con esos perros. Habría que… apartarlos de ahí.
—¿Cómo? —pregunté. No se me ocurría otra forma que la de intentar, Kyisse, Frundis y yo, formar una burbuja inodora de silencio. Y así y todo… dudaba de que los tres fuésemos capaces de mantener un sortilegio armónico tan complicado para englobarnos a todos.
—Podríamos esperar a que se vayan a dormir —sugirió Aryes—. En algún momento tendrán que descansar.
Asentí. La idea no era mala. Tan sólo faltaba saber cuándo esos hobbits descansaban. Eché un vistazo a la piedra de Nashtag que me había llevado de la torre, con el permiso de Kyisse. El tiempo pasaba mortalmente lento.
—Me temo que no me habéis escuchado cuando os he explicado que esta zona está siempre bajo vigilancia —suspiró el demonio—. Lo cual es lógico porque ahora es el único sitio por el que les puede venir un peligro. Exceptuando a Drakvian, claro —añadió, con una mueca divertida.
En ese momento volvió Lénisu corriendo diciéndonos que el rebaño se iba y que la patrulla acompañaba a los pastores, seguramente para ser relevada.
—No nos demoremos —dijo, con tono apremiante—. Es ahora o nunca.
Lo seguimos en silencio, agachados entre las rocas. Esperamos un rato a que el rebaño desapareciese completamente de nuestra vista.
«Menos mal que ahora sé que cuando tu corazón late más aprisa no significa que vaya a pasar nada malo», me dijo Syu, como si de nada, jugueteando con su cola.
Resoplé mentalmente.
«Pues no estés tan seguro», repliqué.
Y entonces, tras divisar el gesto de Lénisu entre la oscuridad, eché a correr hacia los túneles, procurando evitar las rocas y utilizando el jaipú como buena pagodista que era. Frundis, colocado a mi espalda, comenzó una melodía tétrica y rítmica que acrecentó mi tensión.
«Ya me habéis alarmado», confesó el mono, agarrándose a mi cuello, aterrado.
Todo pasó muy rápido. Estábamos llegando ya a los túneles cuando, de pronto, oímos ladridos detrás de nosotros.
—Oh, no —murmuró Aryes.
—¡Seguidme! —nos ordenó Lénisu, mientras él, con Kyisse en los brazos, se adentraba en un túnel.
—Es ahora o nunca —mascullé, sarcástica, repitiendo las palabras de Lénisu—. Sí, claro. Que sea lo que los dioses quieran y muramos todos juntos.
—Venga —me apremió Aryes.
Nos abalanzamos dentro del estrecho corredor. Si aquello resultaba ser un túnel sin salida, sólo nos quedaba decir adiós a nuestras vidas, porque dudaba de que aquellos medianos hiciesen prisioneros.
Continuamos corriendo durante un buen rato, dentro de ese túnel lleno de curvas, hasta que llegamos a una intersección. Entonces, nos detuvimos y agudizamos el oído.
Lénisu posó a Kyisse y esperó a que su respiración se regulara antes de soltar:
—Parece que no nos persiguen.
Verifiqué que estábamos todos. Drakvian inspeccionaba uno de los dos túneles y nos señaló una roca donde estaban colocadas varias calaveras.
—Mirad —dijo—. Se ve que estos medianos tienen un espíritu acogedor.
Contemplé las calaveras con horror, sintiendo un escalofrío recorrerme todo el cuerpo.
—Al menos han tenido la decencia de no poner el esqueleto entero —comentó Lénisu, interesándose por los dos túneles con aire meditativo—. Si no, esto se convertiría en una ganga para cualquier nigromante que pasara por aquí.
Aryes, Spaw y yo intercambiamos unas miradas alarmadas. Kyisse agrandó los ojos, asustada seguramente por nuestras expresiones. Tosí con delicadeza.
—Por favor, ¿podemos dejar atrás este pueblo cuanto antes? —pregunté, cogiéndole a Kyisse la mano para reconfortarla.
Aryes y Spaw asintieron y Lénisu aprobó, echó otro vistazo a los túneles, alzando su piedra de luna, y, entonces, se giró hacia nosotros, sonriente.
—Os dejo decidir —declaró.
* * *
Como ninguno de los dos túneles parecía subir o bajar, elegimos uno al azar. Pronto nos volvimos a encontrar con otros cruces y al final elegíamos la dirección alegremente, sin ni siquiera pensarlo dos veces. Lo importante era avanzar.
Al de un momento, Spaw reconoció que no recordaba haber pasado por ningún sitio parecido. Todo eran túneles y más túneles que se enmarañaban como hilos desordenados. Era difícil asegurarse de que no estuviéramos dando vueltas inútiles.
—Me estoy preguntando —dijo Spaw, en un momento. Llevábamos ya media hora andando por el mismo corredor y empezábamos a desear ya encontrar algún cruce, aunque fuese sólo para cambiar un poco de paisaje—. ¿Qué hacemos si nos encontramos con una banda de escama-nefandos? —inquirió el demonio, enarcando una ceja.
Llevaba haciéndome esa misma pregunta desde hacía un buen rato. No era un pensamiento reconfortante el imaginarse unos monstruos destructores paseándose por esos angostos túneles.
—Peor sería si fuesen nadros rojos —reflexionó Lénisu—. Si los matamos y explotan, a lo mejor todo este túnel se viene abajo.
Eso no lo había pensado, me di cuenta, agrandando los ojos. Aunque, visto el desierto de vida que parecía todo aquello, eran pocas las probabilidades que apareciesen unos carnívoros por ahí… ¿Verdad?
—Antes habría que matarlos —apuntó Aryes—. Ya te he dicho, Lénisu, que yo nunca me he entrenado con este tipo de espadas —agregó, echando una ojeada a la cimitarra que llevaba al costado.
Lénisu había insistido en que todos lleváramos un arma, para que pudiéramos defendernos, en caso de emergencia. Y había desvalijado el baúl de la torre de Kyisse hasta encontrar aquella cimitarra que, según decía, era ligera como la pluma y rápida como el viento. Yo me había contentado con coger una daga, segura de que Frundis me defendería mejor que cualquier arma de acero.
Ignoraba cuánto tiempo llevábamos metidos en ese entramado interminable de galerías subterráneas, pero considerando que ya habíamos dormido tres veces, supuse que no debían de ser menos de tres días. Mientras andábamos, me había ido preguntando lo diferente que debía de ser la vida en los Subterráneos. No había clara ruptura entre día y noche. Según Frundis las piedras de luna no iluminaban igual según el paso del tiempo y deduje que tenían algún ciclo interno como el Nashtag que se podía evaluar para adivinar la hora. Sin embargo, cuando le pregunté a Lénisu, él me dijo que el ciclo interno de esas piedras variaba según los sitios y que, para contar el paso del tiempo, eran más recomendables el Nashtag o los relojes mecánicos.
Syu me preguntaba de cuando en cuando si volveríamos a ver árboles algún día. Era evidente que aquellas rocas que nos rodeaban, encerrándonos casi, le incomodaban sumamente. Kyisse, en cambio, parecía estar emocionada de haber dejado atrás su vida de siempre. Yo la había observado con cierto asombro salir de la torre sin echar más que una mirada atrás antes de partir. De aquel lugar sólo guardaría su vestido blanco inmaculado y sus recuerdos.
Estábamos andando en silencio desde un buen rato cuando empezamos a oír ruido. A medida que avanzábamos, el ruido se amplificó, hasta sonar un poco como si hubiese cien herrerías de Taetheruilín.
—Ya está —dije, temblando.
—Mantengamos la calma —nos pidió Lénisu—. Y no hablemos. Me da a mí que estamos llegando a una gran caverna y cualquier ruido nos puede traicionar. En algunas el eco se forma y se amplifica de manera espectacular.
Me mordí un labio y asentí. Poco después, nos topamos con una enorme cueva iluminada no solamente por piedras de luna sino también por antorchas que llameaban como guirnaldas centelleantes a lo largo de las paredes de roca. A lo lejos, en la parte opuesta, había escaleras que cruzaban toda la caverna, pasando de roca en roca y de casa en casa. Ya que, efectivamente, aquello era un poblado.
—¿Orcos? —preguntó Drakvian en un susurro.
Lénisu frunció el ceño y negó con la cabeza.
—Esto tiene toda la pinta de ser un pueblo minero. Normalmente, entre los mineros, hay todo tipo de saijits. En fin, creo que no os habéis percatado de que no tenemos ningún sitio por donde bajar, así que habrá que dar media vuelta. A menos que Aryes se sienta con energía suficiente para llevarnos a todos en vilo como las águilas de los cuentos —añadió, con una media sonrisa.
Aryes le dedicó una sonrisa.
—¿Quieres intentarlo? —propuso.
Lénisu puso los ojos en blanco.
—No, gracias.
La sonrisa del kadaelfo se ensanchó. Eché otro vistazo al profundo precipicio que se abría tras la boca del túnel. Estaba claro que Aryes no se atrevería a bajar por ese abismo ni solo.
—¿Media vuelta? —dijo Spaw.
Todos asentimos y empezamos otra vez a recorrer los túneles, mientras Syu soltaba un suspiro prolongado. Frundis estaba en plena etapa de composición así que yo apenas alcanzaba a oír de cuando en cuando unos acordes de piano y poco más.
Anduvimos horas, tratando de encontrar algún túnel que bajase. De tal suerte que ya nos creíamos alejados del pueblo minero cuando, de pronto, el túnel empezó a ensancharse y a cubrirse de hierba y poblarse de árboles. Syu se agitaba nervioso sobre mi hombro sin decidirse a alejarse para ir a curiosear. Kyisse estaba ya cayéndose de fatiga y ahora la llevaba Aryes en brazos. Aunque la niña era delgada y pequeña, llevarla suponía un peso considerable; sin embargo, Aryes no parecía cansarse más que nosotros.
Estábamos comentando las diferencias entre la flora subterránea y la de la Superficie cuando Lénisu se detuvo, delante de nosotros, levantando una mano.
Alarmada, ladeé la cabeza y entorné los ojos. Unas siluetas acababan de invadir el camino, a lo lejos. Eran seis saijits. E iban armados.
—¿Qué hacemos? —preguntó Drakvian—. ¿Echamos a correr o los atacamos?
Lénisu carraspeó.
—Si continuamos mucho tiempo en los túneles, moriremos de hambre. Y si les atacamos directamente, nunca sabremos si eran almas honradas —añadió, con aire sabiondo—. Por cierto, Drakvian, deberías taparte la cara. Los saijits de los Subterráneos tampoco aprecian mucho a los vampiros.
La vampira siguió su consejo arrebujándose con su capa y ocultando su rostro pálido y su pelo verde claro con la capucha para que no se fijaran demasiado en ella.
—¿Peligroszo? —preguntó Kyisse, designando con el dedo a los extraños.
—Preguntando lo sabremos —contestó tranquilamente Lénisu.
Enarqué una ceja pero no dije nada. Como nos acercábamos, pudimos ver con más nitidez los rasgos de aquellos saijits. Vistas sus armaduras y sus blasones, estaba claro que no eran bandidos. Parecían más bien ser guardias patrullando.
«Esto no me gusta», le dije a Syu.
El mono rió, sarcástico.
«Y a mí menos», replicó.
El que iba delante tenía una melena gris oscuro recogida en una larga coleta. Su rostro parecía el de un hombre grave y serio, pero en ese instante reflejaba sobre todo sorpresa.
Nos detuvimos a unos metros y entonces él soltó una carcajada que iluminó su rostro.
—¿Lénisu Háreldin? —dijo, incrédulo.
—¡Asten! —exclamó mi tío, en un resoplido.
Los vi a ambos avanzarse, risueños, y darse un abrazo fraternal. No podía creérmelo.
Resultó que Asten formaba parte de la guardia del pueblo minero de Meykadria, además de ser un viejo amigo de Lénisu. Aunque, como él decía, llevaba ahí más de un año y estaba más que harto de aquel lugar tedioso.
Meykadria era un pueblo extraño. El suelo de la caverna estaba poblado de setas multicolores y de trozos de roca dentro de los cuales estaban incrustadas unas piedras de luna que iluminaban tenuemente la caverna. Alrededor, las casas se amontonaban contra las paredes, como pequeños nidos. Muchas ni siquiera tenían puertas.
—Casi todos los mineros vienen de Dumblor —nos explicó Asten, después de habernos invitado a una comida en una taberna llamada el Calavareta —. Desde que estoy aquí, lo que he hecho es básicamente mantener el orden entre los habitantes. Aunque se supone que formo parte de las patrullas, pero aquí no vienen ni los lobos, ni las arpías, ni nada. En fin, basta de historias. Por Goyfras, dime cómo demonios has acabado aquí, Lénisu. ¿Qué es eso del Laberinto?
Sentados a una mesa de la taberna, comíamos mientras Lénisu y Asten hablaban animadamente, poniéndose al día. Drakvian, el rostro embozado casi completamente, estaba sentada, sin comer bocado, fingiendo estar ligeramente enferma. Me maravillaba el coraje de la vampira ya que cualquier desliz podía costarle la vida.
Kyisse, por su parte, bebía su sopa ruidosamente y tuve la sensación de volver atrás en el tiempo cuando le enseñé a utilizar una cuchara correctamente: Wigy había hecho lo mismo conmigo, antaño. Kyisse nunca había probado la carne y, cuando encontró trozos en su sopa, los fue repartiendo entre mi plato y el de Aryes hasta que le dijimos que probase al menos, para ver cómo sabía. Cuando vi su mueca, temí que lo escupiese todo en la mesa, pero afortunadamente se contuvo. Tragó y declaró en tisekwa que nunca más comería carne. No pude reprimir una sonrisa divertida ante su expresión decidida.
La taberna rebosaba de actividad. Los clientes, casi todos mineros, hablaban con vozarrones alegres que llenaban todo el establecimiento. Sentado junto a nosotros, un joven guardia escuchaba con atención respetuosa las palabras que intercambiaban Lénisu y Asten. No me costó mucho entender que se trataba del hijo de este último ya que tenía la misma cara y el mismo cabello gris y ondulado.
En un momento, advertí el movimiento nervioso de la vampira y decidí interrumpir la conversación.
—Si nos quedamos aquí a dormir, podríamos pedir un cuarto —propuse—. Estamos todos muy cansados después de tanto túnel.
Lénisu asintió y, sin saber yo exactamente de dónde las había sacado, me tendió unas monedas.
—Que durmáis bien.
Nos levantamos y saludé a los dos guardias a la manera de Ató.
—Gracias por la comida y la acogida —dije con sinceridad.
Asten me miró, asombrado.
—De nada —contestó, esbozando una sonrisa—. Que Amzis os acompañe en vuestro sueño.
Mientras nos dirigíamos todos, menos Lénisu, hacia el mostrador, me pregunté si Goyfras y Amzis eran dioses de la religión káubara o etísea. Repasando de memoria los libros de religiones que había leído, al estudiar la temática con el maestro Yinur, me di cuenta de que había logrado mezclar en mi cabeza los dioses de ambas creencias de los Subterráneos. Ya me imaginaba Marelta diciendo que, de todas formas, todos eran unos herejes nigrománticos.
El tabernero, un caito de cara arrugada y jovial, nos atendió enseguida y llamó a su hijo, un niño de ojos astutos y de andar seguro que nos acompañó hasta dos cuartos de tres camas. Spaw y Aryes se metieron en una y Drakvian, Kyisse y yo en la otra. No me esperaba encontrar un cuarto muy limpio y por eso me sorprendí al ver el interior.
—Vaya, parece que ha pasado Wigy por aquí —comenté.
—¿Quién es Wigy? —preguntó el hijo del tabernero, mientras nos tendía la llave del cuarto.
—Mi hermana —expliqué—. Allá por donde pasa, lo deja todo limpio.
El niño sonrió y hundió las manos en los bolsillos.
—Pues entonces mi hermana se parece a la tuya —concluyó—. ¿No venís a trabajar en las minas, verdad?
—No. Estamos de paso.
El niño echó un vistazo hacia el pasillo y adiviné sus pensamientos: quería saber más de nosotros, pero no quería que su padre lo culpase de molestar a los clientes.
—¿Es verdad que venís de la Superficie? —preguntó al cabo. Sus ojos brillaban de curiosidad.
—Sí, er… en realidad, hemos acabado aquí por una serie de accidentes —dije, sin adentrarme en los detalles.
—Ya —contestó él. Su mirada se detuvo un instante en Kyisse y luego en la vampira encapuchada y embozada. Advertí sin dificultad su aire intrigado—. No os molestaré más —declaró, sin embargo—. Que descanséis bien en el Calavareta. ¿A menos que queráis antes un baño? —dijo de pronto.
Agrandé los ojos, miré mi ropa sucia y asentí con una sonrisa humilde.
—Sería una buena idea, gracias.
—Enseguida mando a Kabe, os llevará los cubos de agua caliente.
Salió, cerrando la puerta. Oímos sus pasos alejarse. Se paró para proponerles también un baño a Spaw y a Aryes y se marchó. Al fin Drakvian soltó un suspiro y se despejó la cara.
—¿Qué les han hecho los vampiros a los saijits para no poder ni enseñarles la cara? —gruñó.
—¿Vampiro? —dijo Kyisse, señalándola con el dedo.
Drakvian la miró, pestañeando, y al cabo dijo:
—Sí. Vampira. —Me miró de reojo—. Por cierto, ¿no crees que habría que enseñarle a Kyisse a no hablar demasiado?
Eso no lo había pensado, me di cuenta, mirando a la niña de ojos dorados sentarse en una de las camas.
—Se lo comentaré —le aseguré.
Con los cubos de agua caliente llegó un hombre macizo que parecía tener sangre de sajigante en las venas. A pesar de eso Kabe tuvo que hacer tres viajes para llenar la bañera que había en una esquina del cuarto, no muy lejos de la ventana. Mientras duraron sus trayectos, Drakvian tamborileaba con sus manos, encapuchada. Kyisse se caía de sueño y yo había empezado a leer otra vez el cancionero que Laya, Ozwil y yo habíamos escrito.
—¿Pero cuántos libros llevas en tu mochila? —preguntó Drakvian, sorprendida.
—Pues… Tres —contesté—. El de Wigy, el de la Niña-Dios y este cancionero.
—¿Para cuándo montas una biblioteca ambulante? —inquirió ella.
Levanté los ojos hacia el techo.
—Voy a bañarme —declaré.
Una vez que estuvimos las tres limpias, les leí poesías de Ató hasta que ambas se durmieran. Entonces dejé a Frundis junto a la cama y, metida entre las mantas, concilié rápidamente el sueño. Syu, bostezando, no tardó en seguir mi ejemplo.
Y afortunadamente, no soñé con túneles, sino con Ató. Estaba de vuelta, como si nunca hubiese cambiado nada desde mis años de nerú. Suminaria nos daba una lección sobre las energías. Aleria me recomendaba un libro con aire persuasivo. Y, cuando todo iba bien, de pronto Kwayat aparecía y me pedía que lo siguiese y que no intentase volver a ver nunca más a ningún saijit.
Desperté oyendo voces en el pasillo. Era de noche, me fijé, medio dormida. Y entonces recordé que estaba en los Subterráneos y que ahí siempre parecía de noche. Por la ventana, se infiltraba una luz que lo iluminaba todo de manera más profusa que la Luna, la Gema o incluso la Vela.
En ese momento, oí unos golpes contra nuestra puerta.
Me levanté, desperté a Drakvian sacudiéndola sin miramientos y le hice un gesto para que se escondiese debajo de las mantas. Entonces, abrí la puerta.
Eran Spaw y Aryes. Entraron en nuestro cuarto dándonos los buenos días y los miré, extrañada, al verlos algo turbados. Una vez hube cerrado la puerta, pregunté:
—¿Qué ocurre?
—Lénisu está desayunando —declaró Spaw.
—Ah —dije—. Entonces, entiendo perfectamente que estéis alarmados. Va a gastar todos los kétalos que tenemos con varios desayunos seguidos, y nos quedaremos en ayunas —suspiré, fingiendo resignación. Los miré a ambos y puse los ojos en blanco—. Decidme, ¿qué ocurre?
—Tu tío —empezó a decir Aryes, vacilante— ha pasado la noche hablando solo.
Enarqué las cejas.
—¿En serio? Y ¿qué hay de malo en eso?
Aún recordaba al maestro Dinyú recitando poemas dormido.
—Nada —aseguró Aryes—. Pero… sus palabras eran cuando menos inquietantes.
—Ha estado repitiendo una y otra vez la palabra «asesinado» —explicó Spaw—. Y nos preguntábamos, Aryes y yo, si sabíamos quién era Lénisu de verdad.
—A lo mejor es un asesino —se rió Drakvian, muy divertida.
Me puse lívida.
—Tonterías. Lénisu es una buena persona.
—Yo también lo soy —terció Spaw, burlón—. Y así y todo soy un templario.
—¿Un qué? —preguntó Aryes, alarmado.
—Ya te lo explicaré más adelante —aseguró el demonio, encogiéndose de hombros—. Me parece que Lénisu debería darnos más explicaciones sobre sus actividades reales. Si habla en sueños, no creo que tenga la conciencia tranquila.
Solté un inmenso suspiro.
—Tenéis razón. Habría que pedirle que nos explique las cosas más claramente. ¿Vamos a desayunar?
—¡Buenos tías! —exclamó Kyisse, enderezándose sobre su cama, risueña, después de haberse frotado los ojos para escapar al sueño.
La observé, sonriente.
—Esta pequeña habla cada vez mejor abrianés —constaté, con tono aprobador.
Abajo, en la taberna, todo estaba bastante tranquilo. Lénisu, sentado a una mesa, engullía sin duda su segundo desayuno: dos huevos fritos y pan con mermelada de bayas.
—¿Qué tal habéis dormido? —nos preguntó, mientras nos sentábamos a la mesa.
—Fenomenal —contesté. Y entonces les conté mi sueño, exceptuando la última parte en que aparecía Kwayat.
—Si empiezas a sentir nostalgia por Ató… —Lénisu resopló—. Estamos lejos de subir a la Superficie, me da a mí. Asten me dijo que la zona de los túneles que acabamos de cruzar es realmente un laberinto. Al parecer, muchos exploradores han intentado dibujar un mapa de esos túneles, pero con poco éxito. El único camino más o menos seguro es el que va a Dumblor. Cogeremos ese. Mi amigo Asten sale dentro de una semana para allá, para proteger una caravana de productos mineros. Lo mejor será acompañarlo. Hasta me ha propuesto pagarme como mercenario. Así haríamos el viaje gratis. ¿Qué os parece?
—Una semana en Meykadria —comentó Aryes, pensativo.
—Podría ser el título de un libro —apunté, divertida, mientras untaba de mermelada un trozo de pan—. O de una canción —añadí, al adivinar los pensamientos de Frundis aunque éste estaba colocado contra la pared—. Por cierto, Lénisu, ¿cómo conociste a Asten?
—Trabajé con él como mercenario. Era en la época en que yo buscaba dinero para volver a la Superficie —explicó—. Antes de que me hiciera cocinero. Es decir, hace ya… bueno, más de cinco años. El tiempo pasa más rápido que un suspiro. Asten es un buen tipo. De lo mejor que hay por estas tierras.
—Por el momento, la gente no parece tan aterradora como nos la pintan los libros de Ató —dijo Aryes.
—¡Ja! —exclamó de pronto una voz arrogante—. Pues aquí todos piensan que los de la Superficie son unos miedicas sin barba.
Todos giramos la cabeza y vimos aparecer al hijo del tabernero, imitando el andar hombruno de los mineros. No debía de tener más de doce años.
—Que los ternians no tengamos barba no significa que seamos miedicas —retrucó Lénisu, poniendo los ojos en blanco—. Aunque confieso que me pareces un chico valiente. Pero no creo que te hayas encontrado con ningún esqueleto en tu vida. Así que no hables con aventureros que saben manejar armas como si fuesen manos propias, ¿mm?
El muchacho no se inmutó.
—¿Un esqueleto? He visto a montones. Y arpías de dos cabezas. Y hasta un día me topé con un dragón de dardos. ¿A que nunca has visto a un dragón de dardos?
—Mil brujas sagradas, los dragones de dardos no viven por esta zona —replicó Lénisu, divertido por la impertinencia de su joven interlocutor.
—Pues por aquí todos coinciden en que yo lo vi. Todos me llaman por ello el Cazadragones.
—¿Ah? —dije, con aire interesado—. Nosotros también hemos cazado a muchos dragones. Aún me acuerdo de aquel dragón de tierra…
—Shaedra, eso fue hace años —replicó Aryes—. Mejor háblale del troll.
—Oh, sí, el troll —aprobé, con una amplia sonrisa.
—Venga ya —replicó el muchacho, incrédulo—. Es de todos sabido que los de la Superficie viven atontados mientras les golpea un fuego en la cabeza. Ni trolls ni dragones. Ahí sólo hay gallinas.
—Veo que tienes un concepto muy alto de las sociedades de la Superficie —carraspeó Lénisu, reprimiendo una sonrisa—. ¿Eres el hijo de Skawin, el tabernero?
El muchacho sonrió, orgulloso.
—Así es. Me llamo Yelin. Y no creáis que desprecio a los de la Superficie. Pero está claro que son unos blandengues. Y lo digo sin querer insultar.
Lo miré con una mueca y percibí la sonrisa contenida de Aryes.
«Tiene un orgullo peor que los gawalts», observé.
Syu aprobó.
«Ese es un orgullo estúpido. ¿Para qué vanagloriarse de haber visto a un esqueleto o un dragón? Siento decirlo, pero los saijits de los Subterráneos son iguales que los de arriba.»
No pude más que estar de acuerdo con su conclusión.
—Un placer, Yelin —dijo Lénisu—. Espero seguir esta conversación más adelante. Ahora tengo trabajo. Pero no te cortes en preguntarles a mi sobrina y a los demás todo lo que quieras saber sobre los trolls. Que paséis un buen día. Vuelvo dentro de unas horas.
No me atreví a cortarle el paso, pero me dio rabia verlo salir de la taberna sin explicar qué demonios tenía que hacer.
—Yelin, muchacho —dijo Spaw, mientras se abrochaba la capa verde cuidadosamente alrededor del cuello—. ¿No sabrás dónde puedo encontrar a un zapatero que arregle botas?
—Por supuesto. Sigue el círculo hasta que veas una tienda llamada Ezastu y Anelet. Arreglan todo tipo de calzado.
Mientras Spaw se marchaba a arreglar sus botas, Yelin nos propuso visitar la ciudad. Drakvian se excusó y volvió al cuarto, diciendo que iba a dormir un poco más. Aryes, Kyisse y yo seguimos al muchacho.
Nos condujo por unas escaleras que llevaban a decenas de puentes colgantes, por donde pasaban mineros y otros trabajadores. Yelin nos habló de su vida en la taberna, de su hermana, de sus padres, de sus tres hermanos mayores. Y hablaba de estos últimos con especial admiración.
—Uno de ellos es curandero. El otro es sacerdote etíseo. Y el tercero, Chamik, que tiene veintiséis años, es el único que se ha largado de aquí para no volver. O al menos eso es lo que dijo cuando se fue con dieciséis años a estudiar biología a Dumblor. Siempre odió este lugar —añadió, a modo de explicación, señalando con un gesto amplio el pueblo minero.
—¿Y nunca ha vuelto? —pregunté.
—Alguna vez. Para la Ceremonia Familiar. Pero hace dos años que no lo veo.
Y entonces nos explicó que, ahí, en Meykadria, existía una ceremonia en la que, todos los años, toda la familia se reunía: bisabuelos, abuelos, padres e hijos.
—En la última Ceremonia Familiar, hace un mes, éramos veinticuatro —contó Yelin, pensativo, mientras volvíamos a bajar hacia el suelo de la caverna—. Allí, en la Superficie, ¿también se hacen ceremonias?
—Oh, sí —contestó Aryes—. De hecho, hay ceremonias para todo. Pero no hay Ceremonias Familiares, ya que la familia entera vive en la misma casa y sus miembros se ven todos los días.
—¿En serio? —se extrañó Yelin—. Aquí valoramos la intimidad. Cada pareja tiene su casa. Aunque sea muy pequeña. —Frunció el ceño, pensativo—. Pero, en Dumblor, al parecer, hay galerías reservadas para las grandes familias. Chamik, mi hermano biólogo, me dijo cosas increíbles de esa ciudad.
—Nosotros vamos a Dumblor —intervine. Vacilé y añadí—: ¿Sabes si es cierto que hay varios pisos de calles?
Yelin se encogió de hombros.
—Eso me dijo mi hermano. —Se quedó inmóvil un rato, pensativo, y luego agregó—: Siempre digo que me gustaría visitar a Chamik en Dumblor, pero nunca lo hago. Pero esta vez… ya que vais a ir, ¿podría acompañaros?
Aryes y yo intercambiamos una mirada, sorprendidos.
—Pues… Viajaremos con una caravana, dentro de una semana —contesté con cautela—. Pero deberías hablarlo antes con tus padres.
—¡Ja! ¿Mis padres? Seguro que están de acuerdo. Son los primeros en decirnos que nos vayamos de este pueblo perdido porque, si no, nos convertiremos en unos viejos gruñones como ellos —dijo con una amplia sonrisa.
—Takassa ma yartelé sikinaá —pronunció Kyisse con serenidad.
Miré a la niña con aire interrogante, sin haber entendido una palabra de lo que acababa de decir. Y como resultó que Yelin tampoco hablaba tisekwa, no pudimos entender sus palabras hasta que Spaw se reuniese con nosotros a la entrada de la taberna. Le repetí lo que había dicho Kyisse y Spaw sonrió.
—Dice que está maravillada porque nunca había visto tanta vida.
Yelin enarcó una ceja, ocurriéndosele de pronto una idea.
—Pero… ¿Se habla tisekwa en la Superficie? ¿La niña no viene de ahí? —preguntó.
—No, nos la encontramos en el camino —expliqué, mientras entrábamos en la taberna. Ahí nos esperaban Lénisu y Asten, sentados frente a unas jarras de camún.
Pasamos una semana tranquila y divertida en Meykadria. Yelin nos enseñó un juego que me recordó al Erlun y nos aficionamos a jugar con él después de la cena. Me admiraba constatar que, pese a llevar una vida totalmente diferente a los habitantes de la Superficie, aquel pueblo minero conservaba costumbres y palabras que heredaban de cuando los elfos oscuros habían colonizado aquellas tierras. Por ejemplo, se llamaba «cena» a la última comida del día, como en Ajensoldra. Sin embargo, también se notaban muchas diferencias.
En cuanto a su acento, hablaban el abrianés de manera totalmente comprensible. En comparación, los habitantes de Agrilia tenían un acento muchísimo más pronunciado.
Como Yelin trabajaba en la taberna y no podía estar libre todo el rato, Aryes, Drakvian, Spaw, Kyisse y yo nos paseábamos por el pueblo y por los alrededores. En las afueras, encontramos bosquecillos, plantas y flores de todo tipo pero, ante mis preguntas curiosas, Spaw tuvo que confesar:
—No tengo ni idea de cómo se llaman esas flores y plantas. No soy ningún experto en herbología. En cambio esos árboles son robles blancos —añadió, señalando unos árboles de troncos enormes con corteza pálida—. En mi tierra, eran considerados como árboles sagrados.
—¿Y esos? —preguntó Kyisse, apuntando de un dedo decidido unos árboles cuyo tronco y cuyas ramas trepaban por la pared rocosa hasta muy arriba.
—Esos son… —Spaw frunció el ceño y entonces su rostro se iluminó—. Zorfos. Me acuerdo porque hay un… er… un tipo que conocí al que apodaban Zorfos. —Al advertir mi mirada interrogante, asintió, confirmando mis sospechas—: Era un demonio. Bastante simpático. Y un escalador nato…
—¡Demonios! —resopló Aryes entonces—. ¿Eso es un alejiris o un tawmán?
Nos giramos hacia el árbol que señalaba y Spaw hizo una mueca.
—Eso es un alejiris. Mejor no lo toquéis, o empezaréis a descomponeros. No sabía yo que podían crecer solos así.
—Lo extraño es que nadie lo haya cortado —dije.
Spaw resopló, divertido.
—¿Cortarlo? Para eso necesitas un equipo profesional y dudo de que en Meykadria lo haya. No os acerquéis.
—Y ese producto corrosivo que suelta… ¿podría estar en el suelo? —preguntó Aryes, inquieto.
Palidecí al pensar que Kyisse y yo íbamos descalzas… pero Spaw negó con la cabeza.
—Por lo que sé, el producto se descompone rápidamente una vez que pierde el contacto con la corteza o la piel. Pero como ya os he dicho, no soy ningún herborista y a lo mejor me equivoco.
Desde luego, el hecho de que la flora cambiase totalmente en los Subterráneos era más que inquietante. A lo mejor Kajert sabría reconocer todas las plantas, me dije, recordando cómo el caito había impresionado hasta a los maestros por sus dotes en herbología. Seguro que se había leído algún libro sobre plantas subterráneas.
La víspera de nuestra partida, vino Asten a recordarnos la hora en que la caravana marcharía rumbo a Dumblor. Su hijo Shelbooth y él cenaron con nosotros y vino un bardo llamado Darshyl, que formaría parte de la caravana, a ambientar la taberna con sus cantos y su laúd. Frundis quedó aterrado y, cuando fui a cogerlo, para ir a dormir, me invadió una ráfaga violenta de tambores y voces graves.
«Si tuviera dos piernas y dos brazos, le haría tragar a ese asesino de la música su laúd y su voz de renodonte», profirió Frundis con vehemencia, intentando sin embargo calmar su fogosa música a medida que subíamos las escaleras.
«Venga, sólo trataba de animar un poco el ambiente», repliqué, divertida.
«Pues vaya que lo ha animado. Todos cantando desacompasadamente, sin ningún orden. Qué vergüenza», declaró, suspirando.
«Si no pesaras tanto, te habría llevado conmigo», dijo Syu, apareciendo de pronto a mi lado. «He estado inspeccionando los champiñones que hay afuera. Mirad», añadió. Sacó el sombrero de una seta y se lo puso en la cabeza, sonriendo como un mono gawalt orgulloso de su hallazgo.
Puse los ojos en blanco.
«¿Y si esa seta es mortalmente venenosa?», pregunté, con tranquilidad.
El mono gruñó.
«Yelin dijo que eran sagradas, no venenosas.»
«O no lo especificó», apunté, con una media sonrisa. «De todas formas, si son sagradas, mejor no vayas ostentando ese sombrero o alguien te confundirá con una seta y te volverá a plantar entre las otras.»
El gawalt se subió a la cama cuando entramos en el cuarto. Drakvian seguía tumbada, leyendo mis libros con aire aburrido.
—El cancionero estaba bien, pero estos poemas de Limisur… —comentó, dejando la frase en suspenso.
—Te lo advertí —dije, dejando a Frundis contra el muro y sentándome en mi cama, cansada—. La Niña-Dios tiene gustos muy enrevesados.
—¿Qué tal la fiesta? —preguntó la vampira—. Se oye el barullo desde aquí.
Era cierto. Aún se oían las voces de los guardias que iban a participar en el viaje. Al parecer, no todos los días salía una caravana de Meykadria.
—Bien. Por lo visto, a Kyisse no le ha molestado el ruido —observé, viéndola sumida en un profundo sueño.
—No sé cómo —suspiró Drakvian—. Ella ha estado acostumbrada al silencio incluso más que yo.
Me tumbé en la cama y asentí, meditativa.
—Viendo la vida que ha llevado, me sorprende que sea tan alegre.
—Y confiada —añadió Drakvian al de un rato—. A mí siempre me pareció muy extraño que se atreviese a acercarse a nosotros. Y que nos llevase a su hogar.
Me encogí de hombros.
—Se daría cuenta de que no podía seguir viviendo sola. Y entre los medianos sangrientos y nosotros, supongo que no le quedaba mucha opción. De todas formas, lo importante es que nosotros no le fallemos. Es una niña encantadora y que confíe en nosotros es algo maravilloso.
Oí la risita irónica de Drakvian.
—Y porque confía en ti, tú quieres llevarla al castillo de Klanez, ¿verdad?
—No sé dónde está exactamente el castillo —admití—. Aunque sé que está lejos de aquí. Sería como hacer un viaje de Ombay a Enzalrei, más o menos.
—¿Y así y todo, te parece una buena idea? —insistió la vampira, curiosa.
—No lo sé. Pero esta niña… Hay algo mágico en ella… Tal vez sea realmente de ahí.
—Algo mágico —repitió la vampira, enderezándose bruscamente—. Tú, que eres celmista, ¿hablas de magia?
Puse los ojos en blanco.
—Es una forma de hablar. ¿Tú has visto ya a alguien aprender a controlar las energías leyendo libros? —Drakvian volvió a tumbarse, pensativa, y al de un silencio, agregué—: En fin, creo que voy a dormir. Mañana nos espera un día largo.
—Y con la cara tapada —masculló Drakvian por lo bajo, antes de girarse sobre la cama.
—Buenas noches —le dije, aunque sabía que no había ni noches ni días en la vida subterránea.
—Buenas noches, Shaedra —contestó la vampira.
Bostecé y acaricié la cabeza de Syu, que había venido a arrebujarse contra la almohada.
«¿Qué has hecho con tu sombrero?», pregunté.
«Se lo he dejado a Frundis», contestó el mono con naturalidad. Giré la cabeza y vi la seta sobre los pétalos del bastón.
«¡Syu…!», protesté, sorprendida por su comportamiento.
«Estaba oscureciendo su espíritu con una música realmente infame así que lo he ayudado a pensar en otra cosa. Y, además, se ha enfadado conmigo», suspiró con tono mártir.
Reprimí una sonrisa.
«Deberías quitarle esa seta, Syu. O se enfadará más.»
Con otro suspiro, el mono admitió que no quería viajar al día siguiente con un bastón infernal y fue a hacer las paces con Frundis.
Pasaba el tiempo, pero no conseguía dormir. Estaba agitada por tantos pensamientos. Entre que Spaw y Aryes se quejaban de que Lénisu hablaba de asesinos en sueños, que Drakvian estaba en una situación muy delicada y que íbamos a emprender un viaje hacia Dumblor, me sentía algo intranquila.
Al de un rato, me levanté y fui a sentarme junto a la ventana. Era una ventana con una entrada de piedra y podía meterme ahí sin dificultad, encerrándome entre las cortinas y las vidrieras. Afuera, se veía el círculo lleno de rocas y setas. Y más allá, contra las paredes, las piedras de luna iluminaban tenuemente las casas y los puentes colgantes.
En la calle, apenas pasaba alguna que otra sombra y casi todas las antorchas estaban apagadas. Meykadria descansaba en un silencio casi completo. No se oía ese continuo martilleo contra la roca que sonaba cuando los mineros trabajaban. En ese momento, todos dormían. Y yo debería seguir el ejemplo, pensé, frotándome los ojos, cansada.
Iba a incorporarme y volver a la cama cuando vi de pronto una silueta aparecer detrás de la cortina. Era Kyisse.
—Akaté —murmuró con dulzura.
Y entonces se giró hacia atrás. Seguí la mirada y me fijé en que, junto a la puerta entornada, estaba Lénisu.
Ladeé la cabeza, le cogí la mano a Kyisse y me acerqué a él. Pese a la penumbra, pude divisar su expresión grave. Quería hablarme.
—Duerme, Kyisse —le susurré a la niña, señalándole su cama.
Kyisse subió a su cama con formalidad. Sonreí. La tapé con las mantas, le besé la frente y me alejé.
—¿Shaeta? —la oí preguntar a mis espaldas.
Pero Lénisu y yo ya salíamos del cuarto. Mi tío tenía que querer decirme algo importante para que me condujera fuera del pueblo. Llegamos a los primeros árboles y vi que Lénisu no parecía querer detenerse.
—Déjame adivinarlo. Nos marchamos a Dumblor antes que todos, a hurtadillas, a modo de avanzadilla, ¿eh? A este ritmo, alcanzamos Dumblor en unas horas —solté, con ironía.
Mi tío se detuvo y puso los ojos en blanco.
—Bien. Creo que estamos suficientemente apartados.
—Sí. Sobre todo que no muy lejos de aquí hay un alejiris —apunté.
—¿En serio?
—Ajá. En fin, ¿qué quieres decirme? Parece algo grave.
—Grave —repitió Lénisu, pensativo—. Es decir… He estado pensando y he decidido avisarte de algo.
Su tono me alarmó y se me aceleró el corazón. Se me ocurrieron mil ideas disparatadas al momento, pero lo que dijo a continuación me dejó un amargo sabor en la boca.
—Os estoy metiendo en la boca del dragón y sería cruel de mi parte no decirte nada. Te habrás preguntado cómo conocí a Asten. Lo conocí cuando ambos trabajábamos como mercenarios. La mayor parte del tiempo patrullábamos los caminos entre Jurvoth y Dumblor. Pero un día Asten y yo decidimos aceptar un trabajo un tanto arriesgado, organizado por los Monjes de la Luz. Nos ofrecían una buena recompensa y yo sabía que eso significaba que podría volver a la Superficie. En aquella época, apenas ahorraba un kétalo con mi sueldo. Y ahora te preguntarás, ¿cuál era ese trabajo? —añadió con lentitud, sumido en sus pensamientos.
—De hecho, me lo pregunto —dije, con paciencia, al ver que no proseguía. Era inédito que Lénisu hubiese optado por hablarme de sus problemas y sus palabras me afectaban más de lo que podía admitir—. ¿En qué consistía ese trabajo? —pregunté al fin.
—En destituir al Nohistrá de Dumblor —contestó. Lo contemplé, estupefacta—. Podrá parecerte que estaba traicionando a los Sombríos. Sin embargo, hace más años todavía, trabajé con otros cofrades en contra del Nohistrá de Aefna. Y ahora éste me lo paga robándome a Hilo —gruñó—. Te seré franco. El único Nohistrá al que conocí y que me inspiraba cierto respeto fue Émariz —comentó.
—¿Émariz? —repetí, alucinada, recordando que había visto a aquella anciana postrada en su cama, en un cuchitril—. ¿Así que ella es la Nohistrá de Ató?
—Era —me corrigió tristemente Lénisu—. Murió poco antes de que yo me fuese a por Trikos, el año pasado. Seré uno de los pocos en echarla de menos. —Enarqué una ceja al recordar la conversación poco cordial entre Lénisu y Émariz. Lénisu carraspeó—. Bien. Estábamos hablando del trabajo que me propusieron los Monjes de la Luz. Admito que en aquel momento no entendí de inmediato que el hombre que me lo propuso era un Monje de la Luz —confesó, con una mueca molesta—. Así que volví a entrar al servicio del Nohistrá de Dumblor con el propósito de robar información que demostrase prácticas ilegales del Nohistrá. Todo eso pasó hace seis años.
—Espera un momento —dije, atónita—. ¿Has dicho que volviste a entrar al servicio del Nohistrá? ¿Quieres decir que ya trabajaste para él?
Lénisu me dedicó una amplia sonrisa culpable.
—Trabajé para él cuando era un muchacho. No te lo dije, porque tiene estrecha relación con la historia de tus padres.
Lo fulminé con la mirada.
—Jamás entenderé tu manera de sacar a luz las cosas a cuenta gota —mascullé en tono de reproche—. ¿Tanto te cuesta soltar todo ya de una vez?
—No cambiemos de tema —me advirtió Lénisu, mirándose las uñas.
—Por supuesto —repliqué con un resoplido—. De todas formas, creo que le das demasiada importancia al pasado. Dime ¿qué tiene que ver lo que hiciste hace seis años con el presente? Aparte de que te has encontrado con un amigo de aquella época…
—Precisamente. Mientras yo sacaba información comprometedora sobre el Nohistrá, Asten la proporcionaba a los Monjes de la Luz.
—¿Y conseguisteis echar al Nohistrá?
—Desgraciadamente, fui engañado como un imbécil —explicó—. Los Monjes de la Luz querían esas pruebas no para incriminarlo, sino para ejercer más presión sobre él para unos acuerdos comerciales con Kaendra. Y ahora Asten me está pidiendo que lo ayude para entrar en la caja fuerte del Nohistrá. El mayor problema es que resulta que Asten es ahora un Monje de la Luz. Y no tengo intenciones de ayudar a un Monje de la Luz, sea mi amigo o no.
Lo miré, incrédula.
—¿Asten, el guardia, quiere robar la caja fuerte del Nohistrá?
—Sí. Pero la caja fuerte del Nohistrá de Dumblor no es como la de cualquier posadero. Son cuartos enteros llenos de…
—Oro —dijo una voz—. Montañas de oro.
—Shelbooth —murmuró Lénisu, girándose tranquilamente hacia la silueta que acababa de aparecer—. Por lo que veo, a ti también te ha afectado la fiebre del oro. —Sus ojos violetas brillaban, entre las sombras de la caverna.
El hijo de Asten avanzó con un andar desenfadado hasta llegar a nuestra altura. Apartó un mechón gris de su rostro juvenil con un gesto distraído.
—Mi padre me lo contó todo —dijo, sin replicar a la pulla de Lénisu—. Y yo he querido vigilarte por si decidieses desaparecer antes de marcharnos a Dumblor.
—Nos has estado espiando, jovencito, y eso me ha decepcionado mucho —declaró mi tío, teatral.
—Tú has hecho cosas peores —retrucó Shelbooth.
—¿De verdad?
El joven nos miró alternadamente antes de soltar:
—Deberías estar contento de que mi padre te proponga algo así. No pareces estar adinerado. En Dumblor te morirás de hambre y tus compañeros contigo.
—Habla con más respeto, muchacho —le espetó Lénisu, frunciendo el ceño.
—Hablo con realismo —repuso Shelbooth—. Si el Nohistrá te desterró y nos condenó a Asten y a mí a vivir en Meykadria, deberíamos vengarnos.
—¡Amor inocente! —exclamó Lénisu, con una franca sonrisa—. ¿Estás hablando en serio?
—Más que nunca —afirmó él.
—Entonces, tendré que decirle a tu padre que intente darte lecciones morales. ¿No sabes que la venganza es un sentimiento odioso que no debería ocupar lugar alguno en los corazones? —preguntó, citando sin duda algún libro didáctico que había leído—. Dicho esto, te entiendo perfectamente y me encantaría que el Nohistrá de Dumblor tuviera menos kétalos de los que tiene, sin embargo tu padre pertenece a los Monjes de la Luz. Y yo no lo ayudaré.
—Somos Monjes de la Luz, pero el robo no tiene nada que ver con ellos —se exasperó Shelbooth, enérgico—. Tú conoces toda su casa y sus cajas fuertes.
Lénisu lo miró con atención y asintió con tranquilidad.
—Sí —contestó, lacónico.
Shelbooth resopló irritado.
—Has hecho cosas mil veces más peligrosas y con el dinero que ganaríamos no tendríamos que trabajar más en la vida… —Al advertir la mirada aburrida de Lénisu, meneó la cabeza, alucinado—. Te estoy hablando de robar a un ladrón peor que nosotros. Sería como impartir justicia ya que la legal no hace nada… Está bien —declaró—. Piénsalo durante el viaje.
—Lo pensaré detenidamente —le aseguró Lénisu, burlón—. Tanto que luego estaré convencido de que ya he saqueado veinte veces al simpático Derkot Neebensha. La imaginación hace milagros. Más que los robos estúpidos.
—No trates de insultarme —se ultrajó Shelbooth, susceptible. Se veía que el rechazo de Lénisu le había estropeado sus sueños de grandeza.
—No era mi intención. Es una pena que un chico tan fuerte y tan joven acabe con la soga al cuello —suspiró Lénisu, cruzándose de brazos.
Shelbooth sacudió la cabeza.
—No dejaré de soñar, digas lo que digas —afirmó—. Buenas noches, Lénisu.
—Buenas noches, muchacho. Y que sueñes bien.
Mientras la silueta de Shelbooth se alejaba hacia Meykadria, mi tío soltó un profundo suspiro.
—Mil brujas sagradas —masculló—. Van a acabar con mi paciencia. Por cierto, ese muchacho sabe ocultarse. ¿Crees que es capaz de utilizar armonías?
Me concentré y negué con la cabeza al de un rato.
—No noto ninguna turbación energética. El problema es que estábamos demasiado inmersos en nuestra conversación. —Esbocé una sonrisa y añadí—: Mira, por ejemplo, ahora, si alguien nos estuviese espiando, ¿serías capaz de percibirlo?
Lénisu enarcó una ceja y miró su alrededor. Soltó un gruñido y dijo algo en tisekwa que significaba algo así como:
—¿Qué demonios haces ahí, pequeña?
Kyisse, al ver que ya podía salir sin miedo, se acercó a nosotros, sonriente. Le desordené el cabello, divertida, mientras Syu, sobre su hombro, trataba de disculparse diciendo que al menos había intentado protegerla.
—Mañana no nos pidas que te llevemos en brazos, Kyisse —la avisé—. Y tú, Syu, vas a andar como un buen mono gawalt. Nada de descansar sobre mi hombro. Esta semana has comido demasiado y tienes que adelgazar —añadí, con tono mordaz.
Syu resopló.
«He comido lo justo, después de haber estado casi en ayunas durante días.»
Levanté la cabeza y advertí que Lénisu nos contemplaba con una sonrisilla. Carraspeé.
—Entonces, Asten y su hijo quieren robar el oro del Nohistrá de Dumblor —dije, para retomar la conversación.
—Así es. Todo el mundo sabe que Derkot Neebensha tiene dinero para dar y tomar. Y lo va acumulando en unas cámaras vigiladas por otros Sombríos. Y claro, como yo trabajé ahí de joven, lo conozco todo y mi ayuda le vendría de perlas a Asten. Cuando pienso que llevan más de dos años soñando con la caja fuerte de ese Nohistrá —suspiró, incrédulo—. En fin, Asten siempre ha sido un buen hombre, pero siempre ha brillado por su imprudencia.
Asentí lentamente.
—Así que… ¿era esto lo que querías contarme? Yo, personalmente, no veo ningún problema. Asten y su hijo no tienen ninguna manera de presionarte para que les ayudes.
—No, no la tienen —concedió Lénisu—. Pero… he estado pensando. Shelbooth tiene razón en una cosa. No tenemos dinero.
Solté una exclamación, atónita.
—¡Lénisu! ¿Estás diciéndome que estás aceptando…?
—No —negó Lénisu, alzando las manos para apaciguarme—. No lo estoy aceptando, simplemente, considerando. Bah, olvídalo, era una broma —soltó, al ver mi expresión alarmada—. Pero te advierto de que al llegar a Dumblor tendremos serios problemas de dinero.
—Trabajaremos —repliqué—. Y encontraremos el dinero suficiente para volver a la Superficie por un camino seguro.
Lénisu enarcó una ceja, burlón.
—¿No querías ir al castillo de Klanez?
—Klanezjará —asintió Kyisse, animándose al oír el nombre de su hogar.
Palidecí.
—Cierto.
—Repito que me extraña mucho que esta niña venga de ahí —dijo mi tío—. Habrá leído el nombre en un libro y se le habrá metido en la cabeza.
Yo sabía que no era así. Si no, ¿cómo había podido Kyisse dibujar armónicamente el castillo? Tenía que haberlo visto necesariamente.
—Otra cosa —dijo Lénisu, deteniéndose, cuando acabábamos de emprender el camino de regreso. Kyisse se paró gravemente entre nosotros dos y nos miró alternadamente—. Quisiera hablarte de algo que me turba un poco.
—¿El qué? —inquirí, preguntándome interiormente si no era aquello que llevaba queriéndome decir desde el principio. Al fin y al cabo, la historia del Nohistrá de Dumblor y de Asten no tenía nada que ver con nosotros… si Lénisu no le prestaba atención a este último, claro.
Lénisu inspiró y contestó:
—Los demonios. ¿Es cierto que los demonios tan sólo lo son por tener la Sreda despierta? Y esa Sreda… ¿no te ha cambiado el carácter? No sé… ¿no has notado nada raro en ti, como si te hubiese poseído un intruso?
Sus preguntas me tomaron totalmente desprevenida.
—Bueno… ¿He cambiado de carácter? Eso deberías saberlo tú también. —Le sonreí, burlona—. No lo sé. Es un poco como si otra energía además del jaipú vibrase en mi interior, pero no es un intruso. Tú también tienes Sreda, pero está dormida. Si no desato la Sreda, apenas la noto.
—Y… si la desatas, ¿en qué te conviertes?
—¿Realmente quieres saberlo?
Antes de que Lénisu pudiese decir nada, desaté la Sreda. Se suponía que ya nadie nos espiaba, pensé. De todas formas, había que estar muy cerca para ver las diferencias entre la penumbra. Lénisu se quedó mirándome, inmóvil como una estatua.
—¿Ves? —dije, enseñando mis dientes afilados—. Tampoco cambio tanto.
Recobrando la movilidad, mi tío tendió lentamente una mano y tocó una de mis marcas negras sobre la mejilla.
—Esto es increíble —susurró Lénisu, retirando la mano—. Y decir que yo pensaba que un demonio era uno de los peores monstruos que existen en este mundo.
—Bueno, hay demonios que piensan lo mismo de los saijits —repliqué con desenfado.
Retomé mi forma normal. Siempre requería más tiempo y concentración atar la Sreda que desatarla pero al de un minuto ya estaba como siempre.
«Parece que tu demostración lo ha afectado bastante», observó Syu, instalado sobre mi hombro.
De hecho, Lénisu, con una mano inquieta en la frente, respiraba entrecortadamente.
—¿Qué ocurre? —pregunté, preocupada.
—Es… muy lejano. Hace muchos años, vi a un demonio con esas mismas marcas —contó, mientras yo iba palideciendo gradualmente—. Había caído en un agujero y no conseguía salir… Estaba muy mal y yo… lo abandoné. A pesar de sus súplicas. No dejo de pensar en ese chaval desde que me contaste todo esto de los demonios. Es como si lo hubiese asesinado a conciencia.
Lo contemplé, incrédula. ¿Acaso se estaba culpando por no haber ayudado a un demonio en un agujero cuando estaba convencido de que era un monstruo? Ahora entendía por qué había querido hablar conmigo: había ido en busca de consuelo.
«Nunca pensé que diría esto del tío Lénisu, pero necesita una buena dosis de lecciones», me comunicó Syu con aire sabio.
Asentí.
—Lénisu, no tiene lógica que te culpes ahora —dije, con tono razonable, algo nerviosa al verlo tan afectado.
«¿Qué más puedo decirle?», le pregunté a Syu, algo perdida.
«Pues, por ejemplo, que es ley de vida que haya gawalts que no sepan salir de agujeros», contestó el mono.
«Eso no le va a tranquilizar la conciencia, Syu», aseguré.
El mono se rascó la cabeza peluda.
«Entonces, dile que no piense más en eso y que, la próxima vez, sabrá actuar con mayor sabiduría.»
Repetí las palabras de Syu y otros consejos y consuelos hasta que Lénisu pareció recuperar su humor.
—¿Siempre sigues los consejos de Syu? —me preguntó.
—Creo que sí —afirmé, mientras Syu asentía con la cabeza.
—Entonces intentaré seguirlos yo también. —Inspiró hondo—. Aunque es imposible olvidar ese enorme error que cometí.
Sonreí.
—Syu dice que nunca hay que olvidar, pero sí perdonar.
Lénisu resopló, impresionado.
—¿Todos los monos gawalts son así de filosóficos?
«No. Syu es único», contestó el gawalt, con una sonrisa de mono bien ancha. Le estiré la cola, burlona.
—Gracias, sobrina —me dijo Lénisu, con una sonrisa sincera e incómoda a la vez—. Siento mi arranque emocional, pero la imagen de aquel inocente me corroía por dentro. Aunque yo suelo guardar las cosas para mí.
—Para eso están las sobrinas. —Sonreí, burlona, y entonces fruncí el ceño—. Por cierto, creo que ahora entiendo por qué hablabas de un asesinato en tus sueños, Spaw y Aryes se preocupaban por ti.
Lénisu palideció.
—¿Queé? Ejem. Bueno, ya hemos hablado suficiente de demonios y robos —declaró—. A dormir, o acabaremos arrastrando los pies durante el viaje.
En ese momento, Kyisse me cogió la mano y, con sus ojos dorados interrogantes, preguntó:
—¿Qué es temonio?
Levanté la mirada hacia la oscuridad de la caverna y suspiré.
—Ya la hemos liado. Kyisse, será mejor que no pronuncies esa palabra nunca más.
—¿La palabra temonio?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque la gente me mataría.
Kyisse se quedó boquiabierta y luego asintió firmemente y soltó unas palabras en tisekwa. Crucé la mirada de Lénisu. Este sonrió.
—Esta pequeña me gusta.
—¿Qué ha dicho?
—“He visto tu corazón y sé que me quieres. La gente no se atreverá a hacerte daño”. Emocionante.
* * *
A la mañana siguiente, estábamos todos listos para el viaje. Una caravana de unas cuarenta mulas cargadas de piedra shim desfilaba delante de la taberna. Drakvian, Kyisse y yo habíamos sido las primeras en levantarnos.
Esperábamos afuera a Lénisu, Spaw y Aryes para ponernos en marcha. Drakvian y yo empezábamos ya a gruñir, impacientes, cuando, al fin, Spaw y Aryes salieron de la taberna, el primero examinando un desgarrón en su querida capa verde, el segundo estirándose, bostezando y pasándose una mano perezosa por su cabello blanco. Yo iba a comentar que eran más lentos que Laya cuando se preparaba en Aefna para el Torneo, cuando de pronto Yelin apareció corriendo junto a una mula.
—¡Ya sale la caravana! —exclamó, entusiasmado—. ¡La caravana hacia Dumblor!
Lo vimos desaparecer entre los viajeros a toda velocidad.
—Deberían contratarlo de heraldo —dijo Aryes, burlón.
—A lo mejor lo vamos a necesitar para sacar a Lénisu de la cama —intervino Spaw—. Sigue roncando. Y por una vez está callado como una piedra.
Esperamos un rato más, pero como Lénisu no aparecía, decidimos ir a despertarlo cantándole una serenata. Sin embargo, al entrar en la taberna, lo vimos sentado a una mesa, engullendo un plato con varios huevos fritos, una hogaza de pan y un filete de carne. Entre bocado y bocado, sonrió y explicó, a modo de excusa:
—Nunca hay que viajar con hambre.
Poco después, nos pusimos en marcha.
—A esto se le llama esbinchar, en nuestra tierra —explicaba Yelin, llevándose la mano al pecho, dándole la vuelta y alejándola bruscamente.
—¿Es como desafiar a alguien? —preguntó Aryes.
—Más bien como decirle a alguien que lo desprecias —matizó el muchacho.
Andábamos junto a las mulas, bajando una ancha pendiente de piedra, que bordeaba una enorme caverna oscura.
—Y esto —Yelin se pasó la mano derecha delante de la cara, sin tocarla, de abajo a arriba— es para llamarle mentiroso a alguien. Puede ser en tono broma. En cambio, si lo haces con la mano izquierda, es que le estás reprochando seriamente que no diga la verdad.
—Por Ruyalé —resoplé—. ¿Y cómo hace un manco?
—Pues le da una patada al que le miente —replicó el muchacho, sonriente—. No, hombre, los gestos son un complemento que usa la gente de cuando en cuando. Aunque tengo entendido que en Dumblor son más importantes que en Meykadria. En fin. De ahí a que yo conozca todos esos gestos… Mirad, se me olvidaba. —Se cogió el brazo izquierdo con la mano derecha—. Esto es para que nadie te hable mientras estás ocupado. Y esto —cruzó los antebrazos delante de él con una sonrisilla— es para largar a la gente molesta.
Eché un vistazo a Spaw. Este seguía la conversación sin mucho interés y supuse que sabía más de lo que aparentaba sobre el tema. Nos había pedido que no dijéramos a nadie que se había criado en los Subterráneos. Alegaba que no quería que se interesaran demasiado por él. Podía entender sus reservas, sobre todo si había vivido en alguna comunidad de demonios. Era mejor no arriesgarse a abordar un tema relacionado con estos últimos.
Pero para los que no teníamos ni idea, o poca, de las sociedades subterráneas, Yelin tenía una conversación absolutamente fascinante. Nos contó anécdotas divertidas que había escuchado en la taberna, nos habló de los sucesos de Dumblor, repitiéndonos las palabras de su hermano Chamik el biólogo como si fueran suyas, y hasta nos enseñó varios trucos para reconocer el tipo de roca que íbamos pisando. Así, aprendí a reconocer la rocaleón, que era una de las rocas más típicas de los Subterráneos ya que se trataba de la roca que, según Yelin, creaba el aire para respirar y lo liberaba. Supuse que el proceso sería más complicado, pero en eso Salkysso hubiera podido darme lecciones: siempre le habían encantado los objetos con ciclos regenerativos, como el Nashtag. Fue con estos pensamientos que recogí un pequeño pedazo de rocaleón para, en un futuro quizá no tan lejano, regalárselo a mi compañero kal. En cualquier caso, me alegró saber que, de ahora en adelante, era capaz de identificar la rocaleón.
Llevábamos tres días viajando, y tan sólo nos habíamos cruzado con una pandilla de escama-nefandos que fue aniquilada por los guardias de la caravana. La única que estaba de mal humor era Drakvian. Apenas hablaba y cada vez que le preguntaba yo si se encontraba bien, resoplaba, se encogía de hombros y no solía contestarme. Entendía que estuviese nerviosa, pero mientras nadie le viese la cara y los colmillos, no tenía por qué guardar silencio. Su voz, aunque siempre me había sonado algo discordante, no tenía nada que pudiera llevar a la gente a sospechar algo. ¿Quién se hubiera imaginado que en una caravana llena de saijits y mulas se encontraría una vampira?
«Y dos demonios», apuntó Syu.
«Cierto», sonreí.
«Y un compositor de primera categoría», agregó Frundis.
«Y un gawalt insuperable», replicó Syu, entre dientes.
«¿Insuperable en qué?», repuso Frundis con un tono mordaz. «Porque desde luego en canto no eres precisamente…» Carraspeó, dejando delicadamente que cada uno interpretase libremente cuál era su opinión sobre los dotes musicales de Syu.
El mono gawalt, que, a falta de árboles, había decidido pasearse de mula en mula, soltó un bufido y la mula sobre la que estaba lo imitó de manera más ruidosa.
«Ambos sonidos me han sonado muy parecidos», observó Frundis con tono científico.
Syu volvió a bufar y uno de los conductores de la caravana echó una ojeada preocupada hacia el animal de carga, mientras el mono saltaba discretamente a mi hombro.
«Reconozco que los gawalts somos mejores corredores que cantantes. Y admito que prefiero viajar contigo que encima de una mula», me dijo al fin, con tono zalamero. «¿Puedo?»
No pude evitar sonreír.
«Puedes.»
* * *
Nos detuvimos una vez que hubimos llegado abajo de la enorme pendiente. La roca se convirtió en una arena pálida y fina.
—Aquí, antes, había un lago —explicó Asten, al ver que la observábamos, sorprendidos—. Pero se abrió una grieta y el agua acabó filtrándose en el suelo. Ahora tan sólo queda un riachuelo.
De hecho, se oía el ruido cristalino de unas aguas contra la roca y no tardamos en encontrar el pequeño manantial. No había ni rastro de vegetación en esa explanada de arena. Y, junto a la fuente, tan sólo vimos una pequeña planta que causó sensación entre la gente.
—Es una shaldia —nos dijo Yelin, mientras los demás realizaban un gesto extraño, llevándose el puño a la frente—. Es la planta de Islimya.
—¿Islimya? —repetí, tratando de recordar. Me sonaba mucho el nombre pero…
—Es la diosa de la Muerte —me susurró Aryes.
Agrandé los ojos mientras Yelin meneaba la cabeza.
—Es reconfortante pensar que no todos conocen a Islimya —declaró, burlón.
—¿Y, para los etíseos, significa algo ver una shaldia? —inquirí, intrigada.
Yelin se encogió de hombros.
—La shaldia es lo que utilizan los sacerdotes para comunicar con los Grandes Espíritus y pedirles consejo —contestó—. Pero, para todo aquel que no es un sacerdote, ver una shaldia… no presagia nada bueno. Muchas leyendas lo prueban. Y por eso la gente hace este gesto —dijo, llevándose el puño a la frente—. Para resguardarse de las desgracias.
Por culpa de la shaldia, todos los caravaneros y los guardias se negaron a beber del manantial y siguieron utilizando las cantimploras. Ignoraba si tenía algún fundamento aquella creencia o no, y, por prudencia, seguí el ejemplo.
Lénisu se reunió con nosotros para comer, después de haber hablado con Asten. Parecía agitado cuando declaró:
—Dentro de un par de horas llegaremos a la caverna de Dumblor. Y dentro de cinco estaremos en la ciudad.
Vi un destello aventurero brillar en los ojos de Yelin. El viaje parecía haberle incentivado aún más las ganas de hablar y pasamos toda la comida escuchando una de las leyendas que había oído en boca de un anciano que, según él, había viajado por todo el mundo y conocía todas las civilizaciones. Luego, yo le conté la leyenda de la espada de Leshlel, que era una de las más conocidas en Ató ya que el héroe era un joven de Ató, valeroso y bueno, que, en su vejez, se había convertido en Mahir. Mientras la contaba, Frundis intervino en mi cabeza completando la historia con algunos detalles que tuve que añadir para que quedara satisfecho.
Dos horas después de haber retomado la marcha, desembocamos efectivamente en una inmensa caverna que me dejó anonadada. Había luz un poco por todas partes, en las innumerables columnas que partían desde el lejano techo hasta el suelo, en las rocas y las paredes… y volaban desordenadamente unas bandadas de kérejats que iluminaban de destellos amarillos el aire que cruzaban. Era un verdadero bosque de roca.
—Impresionante —resopló Yelin, maravillado—. No hay palabra que pueda describir esto.
Kyisse le cogió la mano a Aryes, aprensiva, y soltó:
—Tengo mieto.
Aún no había conseguido enseñarle a diferenciar la “d” de la “t”. En cambio, una de las cosas buenas era que Kyisse empezaba a esforzarse por hablar abrianés.
Ante la afirmación sincera de Kyisse, Aryes intentó infundirle valor y le prometió que no le pasaría nada malo. A veces, Aryes podía adoptar un tono realmente convincente, pensé, sonriente.
Las mulas seguían a un ritmo más lento. Estaban nerviosas. Al de un tiempo advertí que unas criaturas nos rondaban, sin atreverse a atacarnos. Intenté contarlas, sin éxito, ya que se movían velozmente. Una silueta de cuatro patas apareció por un segundo bajo la luz de las antorchas antes desaparecer a todo correr entre las rocas y las sombras.
—Son hawis —susurró Spaw, al ver mi expresión—. Son parecidos a los tigres de las nieves, pero son negros con rayas grises y son más pequeños. Y más rápidos.
—¿Podrían atacarnos? —pregunté.
—Lo dudo. Son demasiado prudentes para meterse con los saijits. Más peligrosas son las criaturas que viven junto a los portales funestos —me aseguró.
Asentí, pero no me sentí más tranquila.
—¿Has dicho tigre de las nieves? —dije entonces, extrañada—. ¿Pero tú ya has visto un tigre de las nieves?
Spaw hizo una mueca y asintió.
—Una vez. En las Tierras Altas. Mi antiguo maestro había domado uno.
Lo miré, alucinada.
—¿Lo había domado? —repetí—. Pero… Yo he visto dibujos de esos tigres. Son enormes. Con colmillos gigantescos…
—Ya. Pero aquel tigre era especial. Era como su hijo. Sé que es difícil de entender —prosiguió, poniendo los ojos en blanco—, pero a mi maestro le encantaban los animales peligrosos.
—¿De ahí sacaste ese espíritu de experimentar las cosas sin importarte el peligro? —pregunté inocentemente, aludiendo a la poción que había probado en Aefna por pura curiosidad.
—No exageres —replicó Spaw con ligereza—. Aún estoy vivo.
Se oyó un aullido semejante al del lobo que repercutió entre las columnas.
—Aún —apoyé.
El techo de la cueva era de lo más irregular, a veces tenía unos metros de altura, a veces no se veía por lo lejano que estaba, y en ocasiones unas estalactitas de formas curiosas y extravagantes decoraban el lugar. Había distintos colores de roca: blanco brillante, azul marino, verde esmeralda… Yelin confesó que nunca había visto tal variedad de rocas y, por una vez, Lénisu demostró que había vivido años enteros en los Subterráneos al nombrarnos los tipos de roca.
En un momento, tuvimos que dar un rodeo prudente al toparnos con el cadáver de un enorme oso que estaban devorando un ejército de arpietas. Sus gritos agudos me produjeron escalofríos hasta que dejamos de oírlos.
En esta caverna era imposible pararse a descansar vista la cantidad de criaturas peligrosas que transitaban. Así que continuamos sin pausas. Yo seguía la fila de mulas observando cómo los caravaneros nos hacían evitar las zonas donde proliferaban las estalactitas, los lugares sin salida, las madrigueras y todos los sitios de los cuales probablemente no habríamos logrado salir con vida. Entonces, me fijé en que la cabeza de la fila acababa de iluminarse extrañamente. Entendí por qué cuando, al llegar a la esquina de una roca, vi una inmensa pared únicamente hecha con piedra de luna que proyectaba una luz intensa. Y, a sus pies, se encontraba Dumblor.
Lo que pisábamos se había convertido en un ancho camino regular, bordeado de columnas esculpidas que mostraban bustos de personas y de animales.
—Son los semi-dioses y los dioses —dijo Yelin, entusiasmado por haberlos reconocido—. Este es Pel. —Señaló un hombre con cara de pez—. Y esta es Kalunzas —añadió—. La diosa del Conocimiento.
Fue enumerando los dioses a medida que avanzábamos y un caravanero, exasperado, le pidió que se callara.
—Deja ya de marear a la gente, Cazadragones. Si estos extranjeros quieren convertirse a la religión etísea, allá ellos, pero por todos los dioses hablas como si tuvieses fuego en la lengua.
Yelin se ruborizó, calló y pasó a observar en silencio las columnas y la ciudad.
Entre las columnas, vi que colgaban unas especies de hilos blancos que se enmarañaban como una telaraña. Palidecí. ¿No sería que efectivamente esos hilos fuesen de una araña gigante? Aunque, a juzgar por el estado, parecían abandonados desde hacía tiempo.
Syu se agitó sobre mi hombro. «Esas lianas no son como las de los árboles, pero podrían valer. ¿Hacemos una carrera?»
Me mordí el labio, pensativa. Era cierto que si esos hilos eran resistentes, podían dar lugar a carreras interesantes, pero…
«Otro día», le dije. «Ahora, todos los caravaneros nos mirarían. Y no nos tomarían en serio.»
«No te tomarán en serio a ti, porque perderás la carrera», apuntó Syu, con una risita sarcástica.
«Otro día», repetí.
Syu soltó un suspiro y dejó mi hombro para explorar él solito aquel entramado de hilos. Me inquietó verlo alejarse tanto y me tentó decirle que volviese. Sin embargo, me contuve.
«Ten mucho cuidado», le dije.
Pasamos junto a dos torres de guardia antes de entrar en Dumblor. Syu vino a reunirse conmigo en ese instante y advertí la mirada meditativa de Shelbooth al ver aparecer el mono.
El joven elfo se acercó a mí y me preguntó:
—¿Es verdad que conoces las artes celmistas?
—Er… sí. Un poco —dije, con modestia, aunque llevase toda la vida estudiándolas.
—A veces… —vaciló— parece que el mono y tú comunicáis de alguna forma.
—Así es. Por bréjica —mentí.
Los ojos de Shelbooth se iluminaron.
—¡Bréjica! Dicen que es una de las energías más difíciles de controlar.
—Es cierto —dije—. Aunque la energía órica tampoco es nada sencilla. Yo apenas controlo la bréjica. No sabría cómo soltar un sortilegio bréjico para comunicar mentalmente con otras personas.
—Bueno, ¿y entiendes los pensamientos del mono? —se maravilló él.
—Oh sí, y algunos me han abierto el espíritu —confesé con franqueza.
«Deja ya de hablar de mí», se exasperó Syu, halagado sin embargo.
Entonces pasé a hacerle preguntas a Shelbooth sobre Dumblor y este se olvidó del mono. Al de un rato, Syu preguntó:
«¿De verdad te he abierto el espíritu?»
Se notaba que había estado dándole vueltas al tema. Una sonrisa se dibujó sobre mi rostro.
«Nadie, salvo tú, podría darme lecciones gawalts tan edificantes», le aseguré.
«Oh», dijo él, contento.
«Gawalts no sé, pero mis lecciones también son edificantes», intervino Frundis, ligeramente celoso.
Y entonces entonó una fábula moral con piano y violín, mientras recorríamos una calle ancha e iluminada cubierta de puentes y poblada de gente.
Sentada en el borde de la ventana del pasillo, contemplaba la ciudad con fascinación. Había subido al piso más alto del albergue el Mago azul, donde nos hospedábamos, y desde ahí alcanzaba a ver el complejo entramado de puentes de piedra blanca y de calles y callejuelas empedradas y superpuestas. Las casas eran todas muy diferentes, tanto en el color como en la estructura. Algunas tenían incluso los muros curvilíneos y otras parecían torres. No había ni una casa de madera. En cambio sí que había árboles y parques, y una hierba azulada, más pálida que la que habíamos pisado en la caverna debajo del Laberinto.
Oí una exclamación de enojo y me giré, con el ceño fruncido. Una puerta se abrió en volandas y salió echando humos un joven enano muy elegante que se dirigió hacia las escaleras a grandes zancadas. Unos segundos después, salió un humano vestido todo de negro. Observó al enano alejarse por el corredor con una sonrisilla maligna. De pronto, se giró hacia mí y sus ojos de cuervo me examinaron de pies a cabeza.
—¿Has estado espiando nuestra conversación? —inquirió, escudriñándome. Al oír su voz ronca me entraron ganas de carraspear.
—No —contesté, totalmente anonadada.
El humano enarcó las cejas y, sin una palabra más, dio media vuelta y se metió en su cuarto. Supuse que aquel humano no hacía cosas muy legales y, antes de que se le ocurriera volver a salir, me di prisa en bajar al cuarto que alquilábamos desde hacía unos días. Pero sólo encontré a Kyisse, sumida profundamente en un sueño. Fruncí el ceño. Tan sólo había estado ausente una media hora y ya se habían ido todos, dejando a Kyisse sola… Entonces se abrió la puerta y Aryes resopló, aliviado, al verme.
—Te he buscado por todo el edificio —se quejó, jadeante—. ¿Dónde estabas?
«Eso, ¿dónde estabas?», preguntó Syu, haciendo eco a la pregunta y pasando a toda prisa por la puerta para detenerse delante de mí y mirarme con los brazos cruzados.
Puse cara culpable.
—En la última planta. Mirando por la ventana. ¿Se ha caído el mundo sin que yo me enterara?
—El mundo no lo sé, pero Lénisu nos ha pedido que le echemos una mano.
—Admito que eso no suele ocurrir —confesé, rascándome el cuello—. ¿Qué problemas tiene ahora?
—No lo sé. Nos ha pedido que vayamos todos a un local llamado el Zraybo.
Eché una ojeada hacia Kyisse y levanté la mirada al techo. Cogí a Frundis, comuniqué con él unos segundos y lo coloqué entre las manos de la niña. Poco a poco, ella abrió los ojos.
—Buenos días, dormilona —le dije—. ¿Vienes con Shaeta y Aryes? —añadí, tendiéndole una mano.
Kyisse asintió enérgicamente y me cogió la mano. Su corazón brillaba de inocencia y confianza y a veces me preguntaba si no nos estaría hechizando de algún modo.
* * *
—¿Limpiar esto? —se escandalizó Spaw, incrédulo.
Estábamos en un patio desierto y ante nosotros se alzaba un edificio de tres plantas que, por lo visto, estaba abandonado desde hacía años y presentaba un aspecto lamentable.
—Se trata de hacer un favor a alguien que nos lo va a devolver —explicó Lénisu, aunque vista su expresión no parecía que la idea le agradase mucho tampoco.
—¿Y ese alguien es ese comerciante gordinflón e idiota con el que estabas hablando hace un instante, verdad? —inquirió Drakvian, detrás de su embozo. Su carácter avinagrado no había mejorado desde nuestra llegada a Dumblor.
—Exacto. Todo el mundo lo llama el Buscanombres. Si buscas a una persona, este tipo te la encuentra en unos días como mucho.
—Y tenemos que arreglar esta casa ¿antes de que empiece esa búsqueda, o durante? —inquirí.
—Me temo que sólo empezará a buscarlo cuando hayamos acabado —suspiró Lénisu—. Pero no tengo dinero suficiente para pagar sus servicios de otra manera. Nos ganaremos su servicio con el sudor de nuestra frente —declaró con dignidad.
Puse los ojos en blanco.
—¿Y por qué estás tan seguro de que ese amigo que andas buscando está en la ciudad?
Lénisu carraspeó, como si mi pregunta lo molestara particularmente.
—Me extrañaría que se haya ido —contestó simplemente—. A juzgar por lo que veo, el Buscanombres nos ha puesto todo el material necesario para que convirtamos su nueva adquisición en una casa habitable. Manos a la obra, amigos.
Solté un gruñido.
—¿Nueva adquisición? —repetí—. Pero ¿cuánto dinero tiene ese hombre?
Lénisu puso cara resignada.
—Créeme, no le habría dirigido la palabra si no pensase que es el único capaz de encontrar al amigo del que hablo.
Lo miré con escepticismo pero no repliqué. Nos pusimos manos a la obra. Sacamos montañas de polvo, trozos rotos de todo tipo de material, limpiamos armarios muy viejos y bufetes, apilamos tres sacos enormes de lencería mohosa y usada y, cuando el campanario dio las ocho, que era la hora típica de la cena para los habitantes de Dumblor, ya habíamos hecho al menos la mitad del trabajo, aunque, eso sí, estábamos agotados. Yo apenas me tenía en pie. Aryes había utilizado sortilegios óricos para limpiar la fachada de líquenes y musgo. A Spaw le dolía la espalda y Drakvian había hecho prometer a Lénisu que le cazaría algún bicho “con sangre de calidad” como recompensa por su buena labor. Lénisu, por su parte, se había sentado en el banco del patio, delante del montículo de basura, con un largo y profundo suspiro.
—Al menos hoy me he ahorrado una conversación improductiva con Asten —masculló, más para sus adentros que para nosotros.
Asten y su hijo, Shelbooth, venían al Mago azul todas las tardes a hablar con Lénisu. Operaban como un continuo martilleo para sonsacarle información. Esos dos elfos me estaban cayendo cada vez peor. Para huir de esas conversaciones aburridas, los demás habíamos tomado la costumbre de ir a casa de Chamik a visitar a Yelin. El muchacho estaba encantado y repetía todo lo que le había dicho su hermano, de modo que parecía él mismo un experto en biología. Más de una vez habíamos tenido una interesante conversación con Chamik acerca del estudio del morjás. Desgraciadamente, aquel día lo habíamos pasado limpiando una casa de un hombre desconocido que, a juzgar por lo que nos había ido contando Lénisu durante las últimas horas, parecía enriquecerse de las desgracias de los demás.
—Volvamos al albergue —declaró de pronto Lénisu, despertándonos de nuestro sopor—. Recogeremos todo eso mañana.
Nos levantamos con fatiga y salimos del patio. Las calles de Dumblor eran, en su mayoría, bastante estrechas. Estaban cubiertas de puentes y más puentes y en algunos casos las recubría un techo de roca sobre el que, sin duda, se situaba otra calle y otros pisos. Aquella ciudad, en Ajensoldra, hubiera sido impensable. Además, con tantas escaleras angostas y puentes por todos los lados, daba una impresión muy laberíntica.
Como bien me había dicho Steyra, en la academia de Dathrun, las ciudades subterráneas estaban pobladas de saijits: no había ni esqueletos, ni nigromantes, ni monstruos como yo siempre había creído de pequeña. Eso sí, era una cultura totalmente diferente a la de Ajensoldra. La gente era menos abierta y más reservada, aunque luego podías cruzarte con personas que te miraban fijamente hasta incomodarte. Había mucho elfo oscuro y drow, pero también numerosos enanos de las cavernas, humanos, elfocanos, faingals y ternians. Jamás en la vida había visto a tanto ternian.
Para volver al Mago azul tuvimos que cruzar varias calles y bajar muchas rampas y escaleras. Pasamos no muy lejos de la Cámara de Laboratorios y de la casa de Chamik. Cruzamos mercadillos, un parque de robles blancos e incluso un río desde el cual se podía ver la Cascada de Dumblor.
—No sé cómo pueden decir que las ciudades subterráneas andan atrasadas —comentó Aryes—. Según Chamik, aquí hay laboratorios de investigación para todo. Cualquiera diría que los dumblorianos son unos fanáticos de la ciencia.
—Lo único que les falta es un sol de verdad —aprobé, extrañando el astro en el que no paraba de pensar desde que ya no iluminaba mis días.
«Y bosques», completó Syu. «Aunque admito que las columnas también son divertidas.»
«Me lo vas a decir a mí», repliqué, recordando aún nuestra última carrera por los tejados y azoteas de Dumblor.
—Es cierto que en algunas ramas tienen una tecnología muy avanzada —intervino Spaw—. Son unos maestros en arquitectura. Y en regadío. Pero en Dumblor especialmente no me parece que la sociedad sea muy sana. Las pocas veces que he tenido que tratar con gente de esta ciudad me han dado la impresión de ser muy desconfiados y poco acogedores.
—A lo mejor tenían razones para desconfiar —terció inocentemente Lénisu.
Spaw puso los ojos en blanco.
—¿Desconfiar de mí? Imposible.
Era curioso ver cómo Spaw y Lénisu tenían más de un punto en común. Uno de ellos era la teatralidad. Y le comuniqué a Syu mi pensamiento.
«Deduzco de eso que tú no eres teatral», observó el gawalt, con un tono burlón.
—Todos están atrasados —gruñó Drakvian, malhumorada, antes de que le pudiera contestar al mono—. Y unos intolerantes. Que se vayan a freír lechuzas al río, todos con sus sopas incomibles.
Los demás intercambiamos miradas elocuentes y solté una risita.
—Se dice «freír sapos», no lechuzas, Drakvian —la corregí.
—Bah, qué importa. Ahora para mí una lechuza sería como una bendi…
—Ya, ya, ya sabemos —la cortó Lénisu—. Mira, estamos todos cansados y vamos a dormir, pero luego te prometo que voy a llevarte el mayor manjar de tu vida.
Los ojos azules de Drakvian se posaron sobre él, escépticos.
—Deberías dejar de prometer insensateces —replicó—. Vale que estoy acostumbrada con el maestro Helith pero…
—Yo que tú no iría hablando de él en esta ciudad —la interrumpió otra vez mi tío con paciencia—. Dumblor tiene cuatro orejas en cada muro.
—¿Eso es una expresión? —inquirí, interesada.
—Pues… no lo sé. Pero no la he inventado yo.
Poco después, llegamos al albergue. Aunque otros lo llamarían pensión. El Mago azul era uno de esos establecimientos que alojaban a muchísimas personas: estudiantes, comerciantes y viajeros, jóvenes elegantes acompañados de bellas mozas, o gente sospechosa, como aquel hombre vestido de negro al que había visto aquella mañana. Era como un pueblo con cuartos y corredores sencillos iluminados por lámparas de naldren. Pasamos por una de las entradas y llegamos delante de nuestro cuarto. Número ochenta y siete.
Lénisu se giró hacia mí.
—¿Tienes la llave, no?
Agrandé los ojos y luego me giré hacia Aryes. El kadaelfo abrió la boca, la cerró y buscó en sus bolsillos.
—Er… —dijo.
—Aryes, ¿no me digas que la has perdido? —se impacientó Lénisu.
—Si la has perdido, ya sé por qué hablabas de ese mayor manjar de mi vida, Lénisu —apuntó Drakvian—. A lo mejor no estabas tan lejos de la verdad…
Aryes soltó una carcajada.
—Era broma —carraspeó, sacando la llave—. Lo siento, sé que no tiene gracia. Pero mi hermana me lo hacía siempre.
Puse los ojos en blanco, divertida, mientras los demás mascullaban por lo bajo. Una vez entrados en el cuarto, sentimos otra vez el agotamiento pesar sobre nosotros y nos contentamos con comer algunas galletas que había comprado Lénisu y pan con queso antes de caer dormidos en nuestras camas como rocas.
* * *
Desperté. Abrí los ojos. El cuarto era pequeño, pero así y todo había seis camas algo mohosas donde dormían aún todos… Lénisu se agarraba a su almohada, Spaw parecía no haberse movido un centímetro en toda la noche, Drakvian dormía con las manos sobre el vientre, muy formal, Aryes parecía estar a punto de caer de la cama y… Me enderecé bruscamente. ¿Dónde estaba Kyisse? La cama estaba vacía.
Paseé otra vez la mirada por el cuarto y resoplé discretamente. Syu tampoco estaba. Cogí a Frundis.
«¡Frundis!», dije, preocupada.
El bastón apagó su dulce música adormecida.
«¿Qué ocurre? Ya no se puede dormir tranquilo», bostezó.
«Syu y Kyisse han desaparecido», declaré.
«Se habrán ido a dar una vuelta, qué quieres que te diga», masculló el bastón. «Es una cosa buena que tiene un bastón: no suele abandonar a su portador, en cambio un mono gawalt…»
«Frundis», dije pacientemente. «Que Syu esté con Kyisse es un punto bueno.»
«Mmpf. Si lo dices.»
Abrí la puerta y eché un vistazo. No vi a nadie por el corredor.
—¿Shaedra? —dijo la voz de Lénisu detrás de mí.
—Kyisse se ha ido sola con Syu —expliqué. Dumblor era una ciudad peligrosa. No podía una niña de menos de diez años dar vueltas por ahí solita acompañada por un mono gawalt.
—Maldita sea, ¡cierra esa puerta! —exclamó la vampira, tapándose con las mantas.
—Voy a buscarla —declaré, y cerré la puerta detrás de mí.
Estaba ya llegando al final del corredor cuando Lénisu y Aryes salieron precipitadamente del cuarto y me dijeron que los esperara.
—No debe de estar muy lejos —afirmó Lénisu, cuando me hubieron alcanzado.
Bajamos las escaleras hasta una de las entradas y, al no verla por ningún sitio, decidimos separarnos para recorrer todo el edificio y los alrededores. Aryes siguió bajando, Lénisu salió del albergue y yo subí hacia las plantas superiores. Llegué a la última planta… Y nada. Con un suspiro preocupado, volví a bajar y me topé con Drakvian. Desde que estábamos en Dumblor había perfeccionado su atuendo para ocultar su rostro y ahora un velo negro ocultaba todo su rostro, salvo sus ojos azules. Me recordaba a esos peregrinos provinientes de las Llanuras de Fuego que había visto subir hasta el Santuario de Aefna.
—¿Nada por ese lado? —preguntó.
Negué con la cabeza. En ese momento apareció Syu, subiendo a toda prisa las escaleras por la barandilla.
«¡Shaedra! Lénisu dice que vengas.»
Lo miré, asustada.
«¿Ha pasado algo?»
Syu me dedicó una amplia sonrisa.
«Kyisse y yo hemos ido a un parque con árboles. Echaba de menos los árboles tanto como yo», me reveló. «Y nos hemos encontrado con una cabra», añadió, con una mueca de mono. «Y parece que Kyisse le ha cogido cariño.»
—¿Kyisse se ha encariñado con una cabra? —resoplé, atónita.
Los ojos de la vampira se iluminaron y le solté una mirada de aviso.
—¿Qué? —replicó ella—. No he dicho nada.
Sin embargo, me imaginé cómo se relamía detrás de su velo, sedienta.
Fuimos en busca de Aryes y Spaw, y Syu nos guió hasta donde estaban Kyisse y Lénisu con la cabra. Sin embargo resultó que la cabra ya no estaba ahí y Kyisse parecía decepcionada tanto como Drakvian.
—Se la ha llevado el dueño —explicó Lénisu—, y créeme, seguro que está muy feliz —añadió, dándole palmaditas reconfortantes a Kyisse sobre la cabeza.
De vuelta a nuestro cuarto, intentamos explicarle a Kyisse que tenía que tener más cuidado y que en Dumblor había personas tan malas como los hobbits aquellos que vivían cerca de su torre. Pareció haber entendido la lección porque asintió varias veces y dijo que quería salir de Dumblor e ir al castillo de Klanez.
No habíamos acabado de desayunar cuando llamaron a la puerta.
—Oh, no —gruñó Lénisu, al abrir la puerta.
—Me insultas, amigo mío —replicó Asten—. Hoy no he venido a hablarte de lo que tú ya sabes.
El rostro de Lénisu se distendió de inmediato.
—Entonces pasa y desayuna con nosotros, amigo.
En cuanto vio nuestras escasas reservas de comida, Asten se contentó con picotear una galleta.
—No voy a volver a Meykadria —declaró, en un momento—. Me voy a quedar aquí, en Dumblor. He encontrado un trabajo como guardaespaldas, como me venían prometiendo los Monjes de la Luz desde hacía tiempo.
—Vaya —dijo Lénisu, sin mostrar mucha sorpresa sin embargo—. ¿Y guardaespaldas de quién?
Asten sonrió, satisfecho.
—De la mujer de un miembro del Consejo. Tiene dieciocho años y es delicada como una flor. Me da a mí que el consejero me contrata para que vigile a su esposa. No es el mejor trabajo que podía encontrar, aunque me pagan más de ciento veinte kétalos a la semana. —Agrandé los ojos. Ciento veinte kétalos era un buen sueldo—. Pero luego están los gastos. En realidad, en la práctica, le tengo que pagar a la esposa todos sus pequeños gastos. Aunque se supone que me los reembolsan —carraspeó, escéptico—. Bueno, ¿y vosotros? ¿Habéis encontrado algún trabajo?
Le miramos todos a Lénisu y este hizo una mueca, molesto.
—Estamos en ello —contestó vagamente.
Asten entornó los ojos, suspicaz.
—Eso me da mala espina. ¿No estarás haciendo algo ilegal?
—¡Mira quién habló! —exclamó riendo mi tío.
Asten se ruborizó y se encogió de hombros, levantándose.
—En cualquier caso, que sepas, Lénisu, que me ha alegrado mucho volver a verte. Y si piensas quedarte más tiempo en Dumblor, no dudes en acudir a mí si precisas algo. Ya sabes dónde está el Palacio del Consejo.
Lénisu enarcó una ceja.
—¿Duermes ahí?
—Ajá. Desde ayer. A Shelbooth, como no lo han contratado, está intentando encontrar trabajo en algún comercio.
—Lo cierto es que no le veo a tu hijo vendiendo zapatos —se burló Lénisu—. Me alegro de que al fin los Monjes de la Luz se hayan dignado a darte un trabajo.
Asten lo miró con paciencia.
—En Dumblor, si no formas parte de una de sus cofradías, no encuentras trabajo nunca —le aseguró.
Entonces nos despedimos de él y se marchó.
—Guardaespaldas. Qué ideas —dijo Lénisu. Una leve sonrisa flotaba en sus labios. Entonces se apercibió que todos estábamos como esperando algo y se levantó de un bote—. Venga, moveos. Nos queda trabajo para arreglar la querida casa del Buscanombres.
Terminamos de limpiar la casa y de recoger todos los escombros. Al día siguiente, el Buscanombres comenzó a indigar el paradero del amigo de Lénisu y, entretanto, nos dedicamos a buscar trabajo para sustentarnos: se nos habían acabado las reservas de comida y teníamos que pagar cuarenta kétalos a la semana para el cuarto. No era excesivo, era más bien increíblemente barato, pero para nosotros aquello era impagable. Teníamos que encontrar a alguien que quisiera contratarnos, fuese cual fuese la tarea. Lénisu se había negado a vender su espada y le había hecho prometer a Aryes que no se desharía de su cimitarra. Por lo demás, yo había regalado a Yelin el libro de Wigy, para que descubriese un poco la cultura de la Superficie, ya que parecía estar realmente interesado. Estaba segura de que difícilmente iba a poder vender mi cancionero y el poemario de Limisur. Y, a menos que empeñase las Trillizas, cosa que me parecía del todo indigno, no tenía nada más con lo que podía sacar dinero. Finalmente, todos habíamos llegado a una conclusión: alguien tenía que trabajar.
Me agaché, recogí un saco lleno de ramas y hojas, y lo até en una extremidad de Frundis. Luego hice lo mismo con el otro saco y me coloqué el bastón sobre los hombros. Frundis empezaba a habituarse a ese trato, aunque al principio había estado totalmente indignado.
«Jamás me habían utilizado como mula de carga», había gruñido el primer día.
«Tampoco te habían utilizado como escoba», había apuntado yo. «Y mira qué buen recuerdo te dejó.»
«Un buen gawalt se amolda a las situaciones», había aprobado Syu, con una sonrisilla.
Aunque no le gustase, lo mejor era colaborar para que su portadora no se muriese de hambre. Y así y todo, comíamos más bien poco. Aún no entendía cómo conseguía sobrevivir la gente en Dumblor si un trabajo que tomaba horas y horas apenas te daba para comprar algo de comer. Por no decir que las condiciones eran del todo execrables. Spaw había trabajado durante dos días en una taberna y lo habían echado, sin pagarle lo debido. Me habían entrado ganas de ir a hablar con el tabernero y darle mi opinión sobre su persona, pero Spaw me había asegurado que ya lo había hecho y que, encima, el maldito moroso lo había amenazado con llamar a la guardia. Aryes había encontrado un trabajo más interesante, pero pagado miserablemente: todos los días, iba a un Laboratorio celmista a ofrecerse como voluntario para que los expertos estudiasen las energías. Lénisu, por su parte, trabajaba como cargador y se le veía muy sombrío desde que el Buscanombres le había revelado que el amigo al que buscaba no se encontraba en la ciudad. En cuanto a Drakvian, de cuando en cuando salía del cuarto y de Dumblor para ir en busca de alguna “cabra” como se había acostumbrado a decir.
Llevábamos así dos semanas, y no habíamos conseguido ahorrar un sólo kétalo. Yo me recorría las calles de Dumblor de arriba para abajo y volvía al albergue hacia las seis de la tarde, agotada como todos. Y empezaba a preguntarme cómo era posible salir de Dumblor si llegabas a esa ciudad sin dinero y sin ser cofrade de nada.
Ya había acabado de cortar todas las ramas que había que cortar y tan sólo me quedaba llevar los sacos a la descarga y cobrar. De camino, siempre trataba de escoger las calles menos transitadas para no estorbar con los dos sacos. Llegué a mi destino, embolsé los cinco kétalos que me dio el capataz y Frundis, Syu y yo volvimos al Mago azul. Estaba a punto de llegar cuando vi la puerta del cuarto abierta y me quedé parada a unos metros. ¿Qué…?
Salió un ternian que nunca había visto. Con toda la tranquilidad del mundo, estaba llevándose nuestras pertenencias, entendí. Pero entonces advertí otra silueta que estaba empujando a…
—¡Demonios! —se me escapó, al entender que se estaban llevando a Aryes y a Kyisse.
En ese momento, aparecía por las escaleras uno de los que se ocupaban de alquilar los cuartos y me señaló con el dedo.
—¡Ella también es una de ellos! —soltó.
Retrocedí un paso, sin saber muy bien qué hacer. Todo aquello me superaba. ¿Tenía que huir? ¿Tenía que entregarme? ¿Aquellas personas eran guardias de la justicia de Dumblor o bien eran unos secuestradores?
—¿Qué es esto? —preguntó de pronto la voz de Lénisu, a mis espaldas.
—Ese es el hombre que alquila el cuarto —explicó el dependiente.
—Somos la Guardia Ciudadana —se presentó un hombre forzudo que vino a cogerme del brazo con una expresión severa—. Se os acusa de haber permitido la entrada de un vampiro en Dumblor y de convivir con él. Quedáis arrestados. Si intentáis huir, moriréis.
* * *
Solté un inmenso suspiro y volví a cruzar las piernas. Esposados a unas cadenas clavadas al muro, estábamos todos sentados en una especie de corredor iluminado por una linterna roja. Bueno, no todos: faltaban Spaw y Drakvian.
Cuando Kyisse nos hubo contado todo lo que sabía, empezamos a entender mejor el problema. Al parecer, como Kyisse se aburría encerrada en el cuarto, Drakvian había accedido a dar una vuelta por Dumblor. Al pasar por una calle vacía, dos hombres las habían atacado, Drakvian había defendido a la niña con Cielo y, mientras uno de los agresores salía corriendo, despavorido, el otro había sacado un cuchillo. En ese momento, Kyisse había huido y no pudo darnos más detalles. Yo dudaba, sin embargo, de que le hubiese ocurrido nada malo a Drakvian, dado que un agresor de esa calaña no podía tener mucha idea de manejar armas.
Como la pequeña había huido, aterrada, no pudimos saber a ciencia cierta si Drakvian había matado al hombre o simplemente lo había herido… Pero, de todas formas, no la buscaban por eso, sino porque era una vampira. Al menos, no parecía que la habían encontrado. Pero ¿qué destino reservaban a unos saijits que habían estado escondiendo a una vampira en su propio cuarto?
Alcé la mirada. Lénisu tamborileaba sobre su rodilla, pensativo. Aryes parecía también sumido en sus pensamientos. Y, hacía una hora, los guardias se habían llevado a Kyisse diciendo que no podían tener encerrada así, en un calabozo, a una niña. La pequeña había salido llorando y gritando nuestros nombres hasta rompernos el corazón. Para rematarlo todo, me habían quitado a Frundis y Syu no estaba conmigo ya que le había pedido que se escondiera rápido para que no lo pillaran a él también.
—Jamás deberíamos haberla introducido en Dumblor —dijo de pronto Lénisu, rompiendo un largo silencio—. Estaba claro que algún día tenía que pasar algo.
—Lo hecho hecho está —contesté con filosofía—. Ahora hay que intentar convencer a esa gente de que no porque tengamos a una amiga vampira somos malas personas.
Lénisu me echó una mirada poco esperanzada y suspiré.
—Al menos Spaw se ha librado de una buena —observó Aryes.
—Sí. Ese sí que es un demonio —masculló Lénisu.
Sonreí, divertida. Además de ser un demonio, Spaw trabajaba para Zaix y era supuestamente mi protector. Desde luego, le estaba poniendo su tarea difícil. A lo mejor ya se había hartado de ayudarme. No lo podía culpar.
Pasaron las horas. Dormimos de manera muy incómoda. El metal empezaba a escocerme las muñecas. Por no hablar del aire frío de aquel pasillo donde se alineaban en los muros, sin utilizar, las cadenas de hierro. ¿Acaso éramos los únicos prisioneros en Dumblor? ¿Dónde estaban los demás prisioneros? Antes de entrar, había podido comprobar que la cárcel de Dumblor era muy grande y sin duda tenía que haber otros pasillos. Pero en el nuestro, reinaba un silencio de muerte.
En un momento, oímos el ruido de una reja. Un hombre vino a traernos comida. ¡Y qué comida! Teníamos cada uno un pan recién salido del horno con queso fundido en medio, y un bol entero de sopa caliente. Nos reímos casi de lo contentos que estábamos.
—Llevaba dos semanas sin comer algo tan delicioso —comentó Lénisu, mientras el muchacho volvía a coger la bandeja—. Por cierto, joven, ¿no sabrás algo sobre nuestro caso? Acabamos de entrar en prisión por una equivocación…
El muchacho se encogió de hombros.
—Ni idea. Yo no soy guardia ni leguleyo. Sólo llevo comida a los prisioneros.
—Entonces, gracias de todo corazón —dije, juntando las manos en signo de agradecimiento, mientras sostenía mi pan. Mis cadenas chirriaron en el suelo de piedra y reprimí una mueca.
El joven sonrió.
—Suerte a vosotros —replicó, y se marchó.
Comimos en silencio, muy ocupados en masticar y tragar. Al acabar de comer, solté:
—Está claro que en esta cárcel se vive mejor que fuera.
—Tienes razón —aprobó Lénisu—. La comida es buena. Ahora bien, este pasillo es bastante horroroso. Nos podrían dar unas mantas.
Pasamos a charlar sobre Drakvian, los vampiros, Dumblor, los Sombríos y demás. Nos refrescamos la memoria para no aburrirnos. Yo les conté una larga historia que me había enseñado Frundis sobre la conquista de los Subterráneos por los Pueblos Unidos. Aryes habló del Laboratorio en el que había trabajado estas últimas semanas. Decía que los celmistas investigadores parecían muy interesados en su caso, aunque no tanto como en el de un ternian que emitía chispas y había inventado una manera de almacenar la electricidad en una especie de lámpara mágara que era capaz de iluminar durante días enteros.
—Ese tipo es fantástico —nos contó Aryes, entusiasmado—. Todos los profesores lo admiran. Lo llaman el Genio de la Luz. No sé por qué, el primer día tuve la sensación de que ya lo conocía de antes. Era una curiosa sensación.
A medida que hablaba, un sentimiento híbrido de alegría y asombro había ido invadiéndome.
—Aryes —lo interrumpí de pronto—. Ese Genio de la Luz… ¿estuvo en la academia de Dathrun?
El kadaelfo frunció el ceño y se encogió de hombros.
—No lo sé. He hablado varias veces con él y nunca lo ha mencionado. Es una persona simpática. Se llama Jirio Melbiriar.
Solté una risotada alegre. Era increíble.
—Jirio estuvo en mi clase, en Dathrun —solté. Aryes y Lénisu me miraron, asombrados—. ¿No os acordáis? Os comenté una vez lo raro que era y lo bien que me caía. Fue expulsado de la academia porque lo consideraban peligroso por no saber controlar sus flujos de energía. Pero… ¿cómo puede estar en Dumblor? Que yo sepa, su hermano, que es descendiente de los Reyes Locos, vive en algún lugar junto al Bosque de Hilos.
—¿Descendiente de los Reyes Locos? —resopló Lénisu.
—¡Mil demonios, por supuesto! —exclamó Aryes. Sus ojos se habían iluminado—. Ya sabía yo que esa historia me sonaba mucho. Me dijo que venía de la Superficie. Una pena que no te hubiese hablado de él antes.
—Espera, espera —dijo Lénisu, con el ceño fruncido—. ¿Has dicho “descendiente de los Reyes Locos”?
Lo miré, sorprendida.
—Sí… De hecho, su hermano Warith heredó la fortuna de los Reyes Locos por su padre. No entiendo qué demonios hace Jirio en un Laboratorio de Dumblor —añadí para mis adentros.
—Mm. Interesante —murmuró Lénisu, meditativo.
Entorné los ojos.
—Eso significa que hay algo que sabes y que no nos dices —comenté, tratando de reprimir mi tono burlón.
Lénisu puso los ojos en blanco.
—Bueno, os diré una cosa. El tema de los Reyes Locos es realmente muy polémico para algunos. A ese Warith del que hablas lo vi una vez. Está totalmente chiflado.
—Sí, pero Jirio no lo está —protesté.
—Por supuesto. Nunca he dicho lo contrario —me apaciguó pacientemente Lénisu—. Mira, ya que por el momento no parece que vayan a ahorcarnos, os explicaré la historia de los Melbiriar y de los Neyg. —Asentimos y nos preparamos para escucharlo con atención—. Hace más de un siglo, cuando murió el penúltimo Rey de Éshingra, la fortuna fue a parar a manos del hijo bastardo por una serie de maquinaciones —nos contó—. Este heredero Melbiriar perdió el trono, como sabéis, en unas revueltas, pero no perdió su patrimonio y creó un Consejo. Fue uno de los creadores de las Comunidades. Y ahora, quienes tienen el dinero son sus descendientes, es decir Warith, al que le están robando sus amigos a base de mimos. Normalmente esa fortuna, por ley, debería haber sido heredada por el hijo legítimo, Keldan Neyg —nos explicó—. Pero nació ciego, el pobre, y muchos pretextaron entonces que era intolerable tener a un Rey Ciego. Se intentó invertir la historia y probar que era Keldan Neyg el hijo bastardo. Pero la verdad no cayó en el olvido y ahora corre el rumor de que existe hoy en día, en alguna parte, un Neyg, legítimo heredero, que vendrá a restaurar el Reino de Éshingra y acabará con la situación insostenible de las Comunidades. —Sonrió al vernos tan atentos—. ¿Soy un buen narrador, eh?
—Pareces Frundis —aprobé, divertida.
—Entonces yo no lo entiendo. —Aryes meneó la cabeza—. ¿Por qué Jirio está trabajando en ese Laboratorio si es un adinerado? De verdad que no lo entiendo.
—Jirio y Warith no se querían mucho —expliqué.
—Es difícil querer a un loco —aprobó Lénisu—. Pero a lo que iba. Todo esto tiene mucha relación con una persona a la que conocéis.
Enarqué una ceja.
—¿Tú?
Lénisu soltó una carcajada.
—No. Yo no me meto en esas historias, no. Estoy hablando de Amrit Daverg Mauhilver. Y de la Gema de Loorden.
Lo contemplé fijamente. Tuve que reconocer que no esperaba que hablase del señor Mauhilver y de la Gema de Loorden.
—¿Alguien ha encontrado la gema? —pregunté. Después de todo, quizá la carta que había mandado el pasado invierno a Amrit no había sido totalmente inútil. A lo mejor aquellos cuatro viajeros humanos que habían entrado en el Ciervo alado poseían efectivamente la Gema de Loorden…
—No tan rápido —contestó Lénisu—. La Gema, como te conté, pertenecía a los Antiguos Reyes. Los Reyes Locos. Tiene un valor inestimable. Sobre todo si se la da al verdadero heredero, que lleva el nombre de Wali Neyg. —Lénisu parecía estar disfrutando de todo lo que no estaba revelando—. A juzgar por lo que he podido aprender estos últimos meses, esa gema sí que existe. —Lénisu rió, resoplando y meneando la cabeza—. La verdad es que esta historia es increíble, pero me la contó Darosh, que sobre estos temas sabe mucho.
—¿Los Sombríos también buscan la gema? —se extrañó Aryes.
A Lénisu pareció hacerle gracia la pregunta.
—Si es cierto lo que me habéis contado sobre Pflansket y los ashro-nyn, con toda probabilidad, ya tienen la gema.
Aryes y yo intercambiamos una mirada, atónitos.
—¿Quieres decir que Flan robó la gema a los ashro-nyns? —pregunté—. ¿Y por qué tenían los ashro-nyns una gema así?
—Ni idea —admitió Lénisu.
Fruncí el ceño.
—Recuerdo que los ashro-nyns buscaban el anillo de Azeshka, no la gema de Loorden.
Él enarcó una ceja.
—Con toda probabilidad, la gema de Loorden está incrustada en el anillo de Azeshka —explicó él.
Asentí con la cabeza, pensativa.
—¿Y para qué necesitan los Sombríos la Gema de Loorden? —insistió Aryes.
—Para venderla, por supuesto.
—¿A Wali Neyg? —inquirí.
Lénisu se encogió de hombros.
—Al que más interese. Como ya os he dicho, los Sombríos se han convertido en una cofradía que sólo piensa en ganar dinero. Buscan objetos de un valor inestimable y los venden. Tienen espías por todas partes y venden su información a precio de oro. No por nada nos mandaron a los Gatos Negros más allá de las Hordas a molestar a otra parte.
Enarqué una ceja.
—¿Así que los Gatos Negros os rebelasteis?
—Contra el Nohistrá de Aefna —asintió Lénisu—. Por varias jugadas que nos hizo. —Nos miró alternadamente y sonrió—. La vida de un Sombrío siempre es complicada.
—La de un demonio también —le aseguré.
La sonrisa de Lénisu se ensanchó.
—Supongo. Aquí el único que sufre inocentemente es Aryes. Hace semanas que deberíamos estar en Ató.
—Algún día llegaremos —afirmó Aryes, muy divertido.
Sin duda, algún día, si nos dejaban salir de aquella cárcel y nos permitían acompañar una caravana hacia la Superficie…
—Entonces, ¿crees que los Sombríos podrían venderle la gema a Amrit Daverg Mauhilver? —retomó Aryes—. ¿Y para qué querría éste la gema?
—Porque, precisamente, él trabaja para Wali Neyg.
—El heredero de los Reyes Locos —murmuré, pensativa.
—Exacto. El heredero —aprobó, teatral—. Es un mocoso de ocho años —especificó.
—¿Y dónde están los padres de ese Wali? —pregunté.
—Desaparecidos —contestó Lénisu misteriosamente—. Hay una enorme guerra interna entre los distintos reyes de Éshingra. Por no mencionar que hay otro miembro de la familia: Laida, la hermana de Wali. Aunque, según Amrit, no encaja como Reina de Éshingra. No sé si es tremendamente fea, si está loca o qué, pero a pesar de tener esta quince años, eligieron al pequeño Wali para atormentarlo.
Aryes suspiró ruidosamente.
—¿Realmente piensan mejorar Éshingra con esto?
Lénisu se encogió de hombros.
—No lo sé, yo siempre he tratado de permanecer alejado de las historias de Amrit. Es un buen muchacho, confía en mí, y cree que yo lo puedo ayudar en algo. Me da que realmente piensa que Wali mejorará las cosas. Y seguro que tiene dinero y apoyo para conseguir lo que quiere.
Aprobé.
—Has hecho bien en no meterte. Frundis siempre dice que las guerras entre reyes sólo merecen la pena en las leyendas.
—Ahora bien, me maravilla que, si Jirio es una persona cuerda, no aprovechen algunos la ocasión para intentar ganar apoyos en su bando y nombrarlo rey.
La idea era tan disparatada que me eché a reír.
—¿Jirio, rey de Éshingra? ¡Por Ruyalé, es lo más gracioso que he oído en mi vida! —exclamé, muerta de risa.
Al oír mis carcajadas, una sonrisa flotó sobre los labios de ambos mientras seguía brillando, en el pasillo, la linterna roja.
—¿Eres etísea?
—No.
—Entonces, ¿de qué religión?
—Eriónica —expliqué, mientras miraba con aprensión al elfo oscuro que me interrogaba detrás de un amplio escritorio.
—Está bien. ¿Juras por los dioses eriónicos que vas a decir la verdad?
Enarqué una ceja. En Ató, para los juicios, nunca se juraba por nada: se suponía que decías la verdad en todo momento. No se podía jurar al mismo tiempo por Hórojis, el dios del caos, y por Nagray, el dios del Orden. Era una incongruencia.
—Diré la verdad —asentí.
El elfo frunció el ceño y me tendió una hoja.
—Verifica que las informaciones son correctas.
—Gracias —dije, tomando la hoja. Eché un vistazo. Ahí figuraba mi nombre y apellido, escrito correctamente. También estaba mi fecha de nacimiento… y los nombres de mis padres, cada uno con sus dos apellidos. Se me aceleró el pulso—. ¿Estos son los nombres de mis padres? —pregunté, con la boca seca.
El elfo oscuro agrandó los ojos, sorprendido por la pregunta.
—Sí. Estabas inscrita en el registro, como todos los que han nacido en Dumblor.
Me quedé sin habla. El elfo oscuro tuvo que advertir mi turbación porque preguntó:
—¿Crees que ha habido un error en tu identificación? ¿Eres Shaedra Úcrinalm Háreldin, verdad?
—Sí, sí, lo soy. Simplemente… no sabía que había nacido en Dumblor. Verá, nunca conocí a mis padres y…
—Lo entiendo —me cortó amablemente el elfo oscuro—. Si los datos son correctos, podemos seguir adelante. Voy a hacerte unas preguntas y tú contestarás con la mayor claridad.
Asentí, formal. El hombre juntó sus dos manos y pareció meditar un rato. Allá, afuera, se oían las voces de los guardias charlando y bromeando. Entonces, rompió el silencio.
—¿Cómo llegaste a Dumblor?
—Con una caravana que venía de Meykadria —contesté con presteza—. En realidad, venía de más allá.
—¿De dónde?
—De la Superficie —expliqué—. Estábamos viajando, mi tío Lénisu, Aryes y… Kyisse. —Suspiré para mis adentros. Ya empezábamos con las mentiras. No iba a mencionar a Spaw. Y no iba a contarle que habíamos encontrado a Kyisse sola en una torre—. Salimos de Kaendra —proseguí—. Quisimos atajar por los Extradios pero unos trasgos nos atacaron y tuvimos que huir por el Laberinto. Ya sabe, esa zona tan peligrosa. Encontramos unas escaleras que bajaban. Atravesamos muchísimos túneles y finalmente llegamos a Meykadria.
—¿No sufristeis ataques en los túneles? —preguntó el elfo, mientras anotaba mis afirmaciones.
—No.
Él asintió, anotó varias palabras y entonces se agachó para coger algo detrás del escritorio y sacó mi saco naranja. Agrandé los ojos, contenta de volver a verlo. Sólo faltaba Frundis.
—¿Este saco es tuyo?
—Así es. Lo tengo desde hace más de cinco años.
—¿Y este cancionero? Lleva tu nombre en la primera página. ¿Qué relación tienes con Ató?
—Soy alumna de la Pagoda Azul —dije.
El elfo oscuro enarcó una ceja.
—¿Estudias artes celmistas?
—Har-kar, combate cuerpo a cuerpo —especifiqué.
—Oh. ¿Por qué razón habéis decidido ir a Dumblor desde Meykadria?
Me encogí de hombros.
—Porque dicen que salir de los Subterráneos por los Portales Funestos es muy peligroso y queríamos encontrar una caravana que nos llevara a Kaendra.
—Pero no la habéis encontrado —concluyó.
—La verdad es que ni hemos buscado. Apenas teníamos cuarenta kétalos cuando llegamos a Dumblor. Es una ciudad cara.
—¿Cuánto tiempo llevas en Dumblor?
Fruncí el ceño y conté los días.
—Cuando nos arrestaron, llevábamos quince días.
—Y, según lo que has dicho, en ningún momento os encontrasteis con un vampiro.
Palidecí.
—No.
Me maldije cien veces por no saber mentir. El elfo oscuro carraspeó para que yo entendiese bien que no estaba convencido. Nos miramos en silencio durante un momento y, aun sabiendo que estaba actuando indebidamente, perdí la paciencia.
—Somos buena gente, inspector. Tenemos buen corazón. No suponemos ningún peligro en Dumblor. Al contrario que otras personas.
—¿Como por ejemplo los vampiros?
—No lo sé, nunca he podido comprobar que un vampiro fuese peligroso —repliqué.
El elfo oscuro meneó la cabeza, suspiró y escribió en su cuaderno de notas. Su actitud me estaba sacando de los nervios. ¿Acaso cada palabra que pronunciaba me estaba incriminando cada vez más?
—Los vampiros son peligrosos —afirmó al fin, posando su lápiz en el escritorio con tranquilidad—. Tenemos una prueba tangible. El día en que os arrestamos, hubo un asesinato. Un hombre de treinta y dos años murió degollado por una daga y cuando lo encontramos no le quedaba una sola gota de sangre.
Sentí que se me humedecían los ojos e inspiré hondo. Vale, Drakvian había bebido la sangre de un saijit. Pero ese saijit había intentado matarlas a ella y a Kyisse. ¿Dónde estaba el problema? Al menos el agresor había servido para algo…
—¿No te parece un crimen abominable? —prosiguió el inspector.
—Claro —farfullé—. Espantoso. ¿Dónde está Kyisse?
La pregunta pareció sorprenderlo.
—¿La niña? No tienes por qué preocuparte por ella. En Dumblor existe toda una organización dedicada especialmente a los niños abandonados.
—¡Kyisse no es una niña abandonada! —me sublevé.
—Silencio, por favor —me conminó.
—Perdón —suspiré, exasperada.
—No sé cómo funciona el erionismo. Pero cuando un etíseo pierde toda su sangre, es imposible que su espíritu salga del cuerpo y muere encarcelado para siempre. Es un crimen terrible.
—No lo sabía —confesé.
—La familia del muerto ha perdido para siempre la protección de un espíritu y de un ser querido.
Menudo protector, pensé. ¿Acaso el resto de su familia sabía que iba despojando y robando violentamente a la gente por la calle?
—Explícame cómo conociste al vampiro.
Alcé la cabeza y sostuve los ojos amarillentos del inspector.
—¿Cuántas veces quiere que le repita que yo no tengo nada que ver con todo esto?
El elfo posó los codos sobre la mesa y me miró fijamente.
—También interrogamos a la niña de la que te ocupabas. Ella reconoció que una persona llamada Drakvian le había salvado la vida. Pero dijo que no sabía lo que era un vampiro.
Al menos Kyisse no había revelado lo peor, me dije, optimista. El problema es que ahora mi relato no se tenía en pie. Había metido la pata hasta el fondo y el inspector lo sabía.
—Quizá Drakvian haya matado a esa persona —dije, prudentemente—. Sé que tenía una daga. Pero ella no era una vampira. El vampiro debió de venir después.
—No necesito que des tus hipótesis. Tan sólo los hechos. Estás diciendo ahora que conociste a esa Drakvian.
—Pues claro que la conocí. Viajábamos con ella.
—Según nuestra información, había otra persona —aventuró él.
—Esa persona no tiene nada que ver, se marchó de Dumblor antes de que nada sucediera —contesté.
—Entonces viajabais con la vampira.
—Y con varios nakrús, muy simpáticos, que nos servían de guías —repliqué, con tono mordaz—. Y por cierto, también había un demonio y tres arpías. Se me había olvidado comentarlo, pero creí que eran detalles.
—Te ruego que mantengas la calma —me dijo el inspector, al ver que estaba perdiendo los nervios.
Inspiré hondo. Me sentía realmente mal. Ya me imaginaba la cara de decepción de Lénisu cuando le contase la conversación.
—Contesta a la pregunta —me pidió al de un rato.
—No. No viajábamos con una vampira —declaré—. Viajábamos con dos personas que encontramos en una caverna. Vivían en una torre. Nos salvaron la vida de una manada de nadros rojos y cuando quisieron viajar con nosotros no pudimos rechazar. Además, nos venía bien.
El elfo oscuro había empezado a sonreír y lo fulminé con la mirada.
—Está bien —dije—. Invéntese la historia que le apetezca. Pero le repito, yo soy una persona honrada. Y me daría muchísima rabia que una ciudad como Dumblor, con tanto prestigio, me condenara por ser honrada.
—Honrada pero mintiendo —retrucó el inspector. Suspiró y se levantó—. Bien. Creo que nos quedaremos con esta declaración.
—¿Qué ha decidido hacer? —pregunté, inquieta.
—Levantar el velo de este misterio —contestó simplemente. Llamó a un guardia y se despidió de mí con estas palabras—: Me parece increíble que una ternian tan joven como tú, y pagodista de Ajensoldra encima, tenga tratos con una vampira. Pero tu declaración me invita a pensar lo contrario —añadió.
Con un escalofrío, uní las manos y realicé un saludo.
—Una cosa más, inspector —dije—. Creo que, a mi edad, he aprendido a distinguir el bien del mal, contrariamente a otros, y no me equivoco cuando digo que soy totalmente inocente.
Con estas palabras, seguí al guardia por la sala principal del cuartel general.
* * *
—¿Por qué nunca me dijiste que había nacido en Dumblor? —pregunté, alucinada.
—Porque no lo sabía —resopló Lénisu—. Cuando tú naciste, yo estaba en la Superficie. Ocurrió durante el destierro que me impuso el Nohistrá de Dumblor.
—Mmpf. En la ficha incluso he visto el número de la casa donde vivían antiguamente. Y hasta he visto que mi padre trabajaba de ayudante de sacerdote. No puedo creerlo.
—Pues era cierto —dijo Lénisu. Y como lo miraba, incrédula, añadió—: Bueno, eso creo. Me parece que pasó a trabajar para el Templo para ayudar a los sacerdotes a adquirir productos a precio más bajo… Una historia de esas. Por eso dejó de trabajar conmigo. Zueryn, aunque me llevase más de diez años, fue siempre un buen compañero mío —añadió, con una mueca sombría, sin duda recordando que ya Zueryn no pertenecía al mundo de los vivos.
—Pero… ¿por qué os metisteis en esos líos? —solté, sin entenderlo—. ¿Tan difícil es vivir sin hacer cosas ilegales?
—En esa época yo llevaba toda la vida en ese ambiente. Tenía la impresión de que era imposible salirse de ahí. Y bueno, tampoco es que tuviese una mala vida. No hacíamos daño a nadie. Tan sólo jugábamos con la gente que tenía dinero. Pero… es cierto que no me cuestionaba lo suficiente todas las órdenes que me daba el Nohistrá. Desde entonces, he mejorado mucho —me aseguró, sonriendo—. Por algo lo dejé.
Enarqué una ceja, suspicaz.
—¿Realmente lo dejaste?
Lénisu inspiró hondo y puso los ojos en blanco.
—Vamos a ver, sobrina, ¿por qué me preguntas tantas cosas tan precipitadamente? Con la bonita prestación que hemos hecho delante del inspector, vamos a tener tiempo de hablarlo detenidamente hasta aburrirnos.
—Lo hemos hecho fatal —asintió Aryes, desanimado.
—Sí —afirmó Lénisu, meditativo—. Deberíamos haber sido más perspicaces y habernos preparado mejor. Pero que eso no nos quite los ánimos. Aún tenemos una esperanza.
Su tono me sorprendió.
—¿Cuál?
—Que el Nohistrá se entere de que estoy en la cárcel —dijo con calma—. Porque antes de ser prisionero de por vida, no me privaré de hablar de todos los secretos oscuros que tiene ese hombre. Más le vale liberarnos.
Tras sus mechones negros, una leve sonrisa vengativa surcó su rostro. Tuve que reconocer que ahí Lénisu tenía una buena carta. A menos que estuviese tratando de reconfortarnos y lo de los secretos oscuros fuese mera palabrería, añadí para mis adentros.
Pasaba el tiempo. Volví a hablar con el inspector Shimanda dos veces y luego pasó a inspeccionarnos un humano de cara alargada y sombría que, pese a su aspecto tenebroso, pareció estar a la caza de todos los indicios para exculparme. O más bien, como lo descubrí después, para exculpar a Lénisu. Llevábamos ahí quizá dos semanas, comiendo bien, pasando frío y contando historias, cuando se llevaron a Lénisu para una inspección… Y no volvió.
Al principio, me había alarmado, pero luego el joven que nos llevaba la comida, Dananbil, nos había informado a Aryes y a mí que había visto a Lénisu salir de la cárcel sin cadenas.
—Parecía algo enfadado —nos contó el joven, mientras comíamos—. Pero yo creo que es porque se esperaba a que os liberasen a vosotros también. Si es verdad que os culpan por haber metido a un vampiro y que han exculpado a vuestro compañero, deberían liberaros a vosotros también, ¿no?
Asentí y tragué.
—Esa es la teoría —aprobé.
—¿Cuánto tiempo puede uno estar en la cárcel hasta que le juzguen? —preguntó Aryes.
Los ojos grises de Dananbil sonrieron.
—Meses —contestó—. E incluso años si el asunto es grave. Pueden marearos todavía un rato. Pero si fuera vosotros me alegraría de que vuestro compañero haya sido liberado. Eso significa que tenéis aliados poderosos en algún lugar.
Ante su mirada insistente alcé los ojos al techo.
—Pues espero que esos aliados desconocidos se acuerden de nosotros.
Dananbil meneó la cabeza y se irguió.
—Os dejo. Los demás prisioneros también deben comer. Buena suerte.
El joven elfo siempre se despedía deseándonos buena suerte. Cuando lo vi desaparecer por una esquina, me giré hacia Aryes.
—Parece que el Nohistrá se ha decidido a actuar —observé.
Aryes asintió.
—A menos que sea alguna otra persona. Lénisu tiene aliados por todas partes.
—Y enemigos —añadí.
Pasaban las horas, pasaban los días, y nada parecía cambiar. Yo cada vez estaba más preocupada por Syu, preguntándome cómo podía sobrevivir en una ciudad como Dumblor. Y pensaba también en Kyisse. Y en Drakvian y Spaw. Para evitar pensar, Aryes y yo hablábamos sin cesar, de tonterías, de leyendas, de recuerdos. Nos imaginábamos qué haríamos si estuviéramos de vuelta a Ató. Y mientras hablábamos podía ver claramente el sol brillar y calentar mi piel mientras ambos descansábamos en un prado cerca de Ató, viendo pasar nubes…
—Ahora me doy cuenta de lo increíble que es una nube —dijo Aryes, soñador—. Jamás me había fijado en lo hermoso que es tener un cielo arriba de nuestras cabezas.
—A mí, de pequeña, me encantaba observar las nubes atrapadas en el reflejo del Trueno —conté, risueña—. Aún me acuerdo de cómo Galgarrios y yo íbamos corriendo hasta la orilla después de la clase del maestro Yinur y nos pasábamos horas delirando y jugando.
—Galgarrios y tú siempre fuisteis buenos amigos —observó Aryes.
—Sí. Y seguimos siéndolo. Menos en una época —recordé, algo molesta—. Cuando me puse a compararlo con Aleria y Akín. Su comportamiento me irritaba porque no era como el de todo el mundo. Antaño era menos gawalt que ahora —confesé.
Aryes sonrió.
—Supongo que uno no puede nacer gawalt, menos los propios gawalts, claro —replicó, divertido.
Ya no distinguíamos el paso del tiempo, si no era por las visitas regulares de Dananbil. El nuevo inspector dejó de interrogarnos y, pese a que, en algunos momentos, ambos notábamos la desesperación del otro, intentábamos hablar con sosiego y alegría. Al menos estábamos juntos y podíamos animarnos mutuamente. Me puse a enseñarle a Aryes har-kar, para que nuestros músculos no se quedaran tiesos en estos días de inacción. No nos podíamos levantar del todo, por las cadenas, pero así y todo el ejercicio nos vino bien y nos arrancó más de una carcajada: Aryes, a pesar de haber estado observando más de una vez las clases de har-kar del maestro Dinyú, era un verdadero desastre. Más de una vez estuvo a punto de caerse pero su habilidad órica había logrado evitarle varios encontronazos contra la piedra. Y mientras tanto, seguía brillando la linterna roja, en el pasillo, delante de nosotros. No le había visto a Dananbil cambiarla y me pregunté cuánto podía durar una linterna de esas.
Un día, vinieron dos guardias con un nuevo preso. Lo ataron a unos metros tan sólo de donde estábamos. Uno de los guardias, una humana, nos saludó con la mano, sardónica.
—Buenos días, prisioneros. Por curiosidad, ¿cuánto tiempo lleváis aquí?
Al advertir su sonrisa cruel, sentí una gran antipatía por ella.
—¿Eh? ¿Cuánto tiempo, prisioneros? —insistió ella, ensanchando su sonrisa.
Aryes y yo intercambiamos una mirada interrogante y me encogí de hombros.
—No lo sabemos.
—¡Ja! Que no lo sabéis. Pues aquí os traemos a un relojero. Que disfrutéis.
El otro guardia fulminó a su compañera con la mirada pero no comentó nada. Se alejaron en silencio.
—Que disfrutes tú también de tu estupidez —siseé entre dientes.
Me interesé entonces por el recién llegado. El presunto relojero era un ternian de rasgos poco típicos. Para empezar, tenía una piel cobriza y un cabello dorado. Sus ojos de un rosa pálido se empequeñecían por unas gafas de cristal exageradas.
—Buenos días —dije, juntando las manos—. Mi nombre es Shaedra.
—Nalpes Peristiwasta —se presentó, tras un silencio vacilante—. Soy relojero.
«Y yo soy Syu», dijo de pronto una pequeña silueta familiar, deshaciéndose de las sombras armónicas que la envolvían.
—¡Syu! —exclamamos Aryes y yo al mismo tiempo.
El relojero se sobresaltó mientras se abalanzaba el mono hacia mí y se cogió de mi cuello, imitando el abrazo de los saijits.
«Estas semanas han sido las peores de mi vida», me reveló.
«Lo siento. Jamás debería haberte pedido que huyeras», me disculpé, realmente emocionada. Gran parte de mi preocupación se había esfumado al ver al mono.
«He pasado por la puerta con esos guardias y ese hombre», me explicó. «Me manda Lénisu.»
«¿Qué?», me escandalicé. «¿Lénisu te ha pedido que te metieras en la cárcel?»
«Bueno. Lo mencionó en tono hipotético: “Ojalá pudieras decirle a Shaedra lo que está pasando”, me dijo, y poco después he averiguado dónde estabas. Y me he colado. Yo soy un gran armónico. No tanto como el Sombrío, pero bastante», afirmó, aludiendo a Daelgar.
«No sabes cuánto me alegro de verte», suspiré. «Me tenías muy preocupada. ¿Qué está pasando entonces? ¿Van a liberarnos?»
Syu se pasó la mano por encima de la cabeza.
«La verdad, creo que no lo he entendido todo. Pero básicamente, lo que pasa es que Lénisu está de malhumor porque no os liberan a Aryes y a ti. Y a Kyisse le han llevado al palacio de Dumblor porque dicen que es la última descendiente de no sé qué. Parece algo importante.»
—¿Qué? —resopló Aryes, atónito. Por lo visto, había oído perfectamente nuestro intercambio.
En ese momento advertí que nos habíamos olvidado totalmente del relojero y este nos contemplaba como si tuviera a dos dementes delante. Y desde luego, la situación era para volvernos locos. ¿Qué demonios hacía Kyisse en el palacio de Dumblor? ¿Qué historia era ésa de los descendientes? A lo mejor Syu había entendido mal. Ese “palacio” podía ser perfectamente algún orfanato. Después de todo, en Dathrun había uno llamado Palacio Infantil. Sin duda tenía que haber una equivocación.
Intenté sacar alguna información más esclarecedora. Pude saber así que aún no había ni rastro de Drakvian o de Spaw. Eso al menos era una buena noticia.
—Perdón por nuestra falta de cortesía —dijo de pronto Aryes al relojero, cuando Syu y yo empezábamos a divagar—. Es que el mono es un amigo nuestro.
—Ah —contestó simplemente Nalpes Peristiwasta. No parecía muy dispuesto a hablarnos.
—¿Así que eres relojero? ¿Podrías ser tan amable de indicarnos el día en el que estamos? —pregunté, para animar un poco la conversación.
—Estamos a último Ventisca de Amargura.
Agrandé los ojos como platos. Llevábamos más de un mes encarcelados. ¿Hasta cuándo?, me pregunté, desanimada. Tuve la sensación de que, de pronto, la noción del tiempo volvía a tener sentido.
—¿Por qué te han arrestado? —preguntó Aryes con tono amable.
—Mmpf. Por una ley totalmente injusta —replicó—. Resulta que quería ensanchar mi relojería. Llamé a un arquitecto. Le dije lo que quería, me contestó que no había problemas. Hizo el trabajo y se largó. Y luego vino un inspector y me dijo que había estado utilizando roca pública debajo de una calle principal. Y ahora me pedirán que les dé una buena cantidad de dinero, esos canallas.
De callado, había pasado a soltar todo un discurso indignado. Siguió despotricando contra las autoridades mientras nos iba aburriendo cada vez más.
—¿Es mi culpa si el arquitecto estaba haciéndolo mal? —Enarcamos una ceja—. No. Pues ya me gustaría que lo entendiesen los inspectores. Que no entienden nada.
Aryes y yo intercambiamos una mirada. Pensé que los días siguientes iban a ser menos divertidos teniendo a un desconocido al lado hablando de espacios rocosos públicos y privados. Uno de los puntos positivos es que había guardado en un bolsillo escondido un pequeño reloj con el que pudimos saber la hora en cada momento. Cuando se puso a hablarnos de sus relojes y de sus clientes, su conversación nos interesó más y pasamos el rato charlando hasta que, de pronto, unos guardias aparecieron y se llevaron al relojero. Este hasta quiso regalarnos el reloj, pero la guardiana antipática se lo quedó diciendo:
—Ellos no lo necesitan.
Cuando desaparecieron, bufé varias veces.
—Es crueldad gratuita. Y la pagará —me prometí.
Aryes hizo una mueca y asintió.
—No me gusta hablar mal de la gente, pero en este caso particular estoy totalmente de acuerdo. Esa persona es despreciable —declaró.
Así que optamos por preguntarle a Dananbil en qué día estábamos cada vez que pasaba por ahí. En esas ocasiones, Syu se ocultaba detrás de mí. Pero el tiempo pasaba y parecía que nos habían olvidado en aquel agujero. Ya estábamos poniéndonos melancólicos y tristes a fuerza de decepciones cuando un día llegaron unos guardias y, por suerte, no estaba la humana despreciable. En cambio uno de ellos llevaba el uniforme de capitán de la guardia.
—Levantaos, por favor —dijo este último.
Inesperadamente, nos liberaron de nuestras cadenas. Yo ya tenía las muñecas zaheridas de tanto llevarlas encadenadas.
—¿Nos vais a liberar? —pregunté, al mismo tiempo que me imaginaba que nos conducían a la horca.
El capitán me dedicó una sonrisa esperanzadora pero se contentó con responder:
—Os lo explicaremos todo arriba.
Cuando me levanté, Syu se había metido debajo de mi capa y se movía, incómodo, de tal suerte que yo sentía unas terribles cosquillas. Hice grandes esfuerzos por no echarme a reír y seguí a los guardias.
Una vez arriba, nos nos explicaron nada. Una mujer que llevaba una túnica roja bordeada de tiras grises nos dio los buenos días con una gran sonrisa, nos condujo afuera y nos hizo entrar en una carroza. Ahí, con cierta sorpresa, vi mi saco naranja, el saco de Aryes… pero no vi a Frundis. Aryes también había recuperado su saco, aunque no había ni rastro de su cimitarra.
La elfa oscura de túnica roja se sentó delante de mí, junto a un hombre vestido de negro y de avanzada edad que llevaba una espada y una daga a la cintura.
—Tú debes de ser Shaedra —dijo la elfa con falsa amabilidad—. Y tú Aryes.
—Así es —dijo este último—. ¿A qué se debe este cambio repentino?
—Os lo explicaré. Estáis bajo libertad condicional. Vais a ser trasladados a palacio. Con Kyisse.
—¡Kyisse! —exclamé—. ¿Cómo está?
—Nunca había estado mejor —me aseguró ella—. Ahora que todos sabemos que es la última Klanez, la leyenda se ha convertido en realidad.
La contemplé, sin entender.
—¿Qué leyenda?
—La leyenda de la última Klanez —contestó, con condescendencia—. Sé que sois de la Superficie, pero esta leyenda ha llegado a los confines del mundo. Deberíais conocerla. Los Klanez son una familia mítica. Desde que Tishamen Klanez logró hace ocho siglos manejar todas las energías a voluntad, transformó su progenitura y creó unos seres sobrenaturales. Kyisse es la última Klanez. Ella es un milagro.
Intercambié una mirada con Aryes, boquiabierta.
—Un milagro —repetí, estupefacta—. ¿No me digas que estáis mareándola con esas historias?
La elfa meneó la cabeza, con una sonrisa afectada.
—Deberías ser más respetuosa. Sé que os habéis ocupado de ella como si fuera vuestra propia hermana. Pero Kyisse no necesita familia. Lo que necesita ella son adoradores.
Reprimí un resoplido incrédulo. ¿Qué estaba pasando realmente?, me pregunté, mirando en silencio a la elfa. ¿Acaso ella creía lo que estaba diciendo?
—Bueno, ¿qué tenemos nosotros que ver con esto? —preguntó Aryes.
—Ah. Al fin una pregunta inteligente. Vosotros vais a ayudar a Kyisse. Ella no descansó hasta saber que ibais a venir. Vuestro destino es ayudarla.
—Mm —aprobé, pensativa—. La ayudaremos, no te preocupes.
Sí, la ayudaremos sacándola de ese palacio de chiflados y llevándonosla lejos de Dumblor, añadí mentalmente. Cuando bajamos de la carroza, nos encontramos delante de una puerta, de espaldas a una ancha plaza con fuentes y columnas esculpidas, desde la cual se veía un edificio lleno de terrazas, galerías y cristaleras por las que se paseaban siluetas lejanas.
—Estos son los nuevos adoradores de Kyisse, la Flor del Norte, la última Klanez —declaró con voz clara nuestra guía.
Sólo entonces advertí que varias personas se habían apostado delante de la puerta para acompañarnos dentro del palacio.
—Adelante —nos dijo la elfa. Su falsa amistad empezaba a irritarme considerablemente.
Me bastó oír algunas historias más sobre Kyisse para entender que todo aquello no era más que un engaño. Efectivamente, yo ya había oído la leyenda sobre la última Klanez. Una entre tantos mitos existentes. Y como Kyisse era bastante convincente la habían utilizado para montar todo un espectáculo entorno a ella y diseminar a los cuatro vientos que en Dumblor vivía la dulcísima Flor del Norte, la curandera de todos los males. Me costaba creer que en unas pocas semanas el gobernador o quien fuera había decidido convertir a Dumblor en el centro de atención de los Subterráneos por una simple niña.
Kyisse se alegró mucho al vernos. Y yo también. Pero la vida en aquel palacio era del todo aburrida y, aunque no hiciera frío y no hubiese cadenas ni rejas, tenía la impresión de no haber abandonado todavía la prisión. Primero, me atacaron nada menos que cinco mujeres para vestirme y peinarme. Syu, viendo el resultado, quedó escandalizado al comprobar que todas sus trenzas habían desaparecido, reemplazadas por unas más grandes y elegantes sostenidas con un aro de metal que coronaba una cabeza de ternian con mala uva.
A Aryes también lo atormentaron durante horas y, finalmente, cuando nos encontramos, en los pasillos, nos contemplamos, asombrados.
—¿Eres tú? —pregunté, impresionada.
Aryes, con su cabello blanco atado a la espalda, vestía una camisa blanca y unos pantalones negros apretados que le daban un aire de flamenco. En ese momento, se echó a reír.
—¡Mil dragones y cuatro gatos! —exclamó—. ¿Quién ha elegido ese vestido?
Suspiré, paciente, y bajé la mirada hacia mi vestido color malva. Era un tanto exagerado y lujoso, vale, pero no era para tanto, pensé ruborizada.
—Mira quién habló —repliqué—. ¿Qué son esos bordados dorados? Espera un momento. ¿Y esa capa? Ni que fueras rey.
Aryes resopló, mirando su capa dorada.
—Me han obligado hasta a quitarme a Borrasca —gruñó, sacando de su saco el pañuelo azul y poniéndoselo alrededor del cuello—. Pensándolo bien, el vestido te sienta de perlas —añadió, con una gran sonrisa.
Le devolví la sonrisa y le cogí del brazo.
—Comportémonos como deben un rey y una reina en estas circunstancias tan dramáticas —solté con solemnidad.
Nos fuimos por el pasillo y nos perdimos entre galerías y cuartos. Para orientarnos, tuvimos incluso que pedir ayuda a una anciana que encontramos en un patio interior, regando unas plantas, y que nos indicó amablemente el camino hacia el Salón de la Perla, que era una especie de Gran Sala.
En el palacio vivían muchas familias y se paseaban sus miembros por los corredores y los salones, chismorreando y riendo. A nosotros nos habían adjudicado un cuarto no muy lejos del de Kyisse. Daba a un patio interior que compartíamos entre una familia con siete hijos, un secretario del palacio y una dama muda llamada Munassa, de cabello azul brillante: una persona encantadora que desde el primer momento nos había dado la bienvenida y nos había preparado una infusión deliciosa aunque no habíamos podido adivinar con qué plantas la había hecho.
En definitiva, nos había alegrado saber que no nos iban a ahorcar por codearnos con vampiros, pero las preocupaciones seguían ahí. ¿Dónde estaba Frundis? La elfa oscura de túnica roja que nos había conducido hasta el palacio, a la que apodaban algunos discretamente “la Fogatina”, había sido incapaz de contestarme a mis preguntas. Y me hubiera gustado saber qué ocurría con Lénisu, Drakvian y Spaw.
En todo caso, por el momento no podía hacer nada más que asegurarme de que Kyisse estuviese bien y, aun así, al principio nos resultó difícil a Aryes y a mí entrar a verla porque a la pobre la estaban mareando con baños, reuniones, lecciones y demás ocupaciones y barbaridades, de suerte que una vez que la soltaba el sastre, venía el maestro de geografía o el sacerdote etíseo para atormentarla otro par de horas.
La niña hablaba cada vez mejor abrianés y, en los raros momentos en los que estábamos solos, nos confesaba, en tono muy bajo, como si tuviera miedo de que los demás la oyeran, que quería volver a ver a Spaw, a Drakvian y a Lénisu y que no le gustaba el palacio porque había gente que, aunque le hablaba dulcemente y con sonrisas, no tenía buen corazón. Me asombraba la clarividencia de la pequeña y, de cuando en cuando, me preguntaba quién era realmente. ¿Podía acaso ser la Flor del Norte, la última Klanez? Como no paraba de oír conversaciones sobre el tema, no podía evitar considerarlo. Sin embargo, que lo fuera o no lo fuera, eso carecía de importancia y no resolvía ningún problema puesto que los tres, incluida Kyisse, queríamos salir de ahí.
Llevábamos ya una semana encerrados en esa lujosa prisión cuando la Fogatina empezó a martirizarnos también a Aryes y a mí. Durante la primera semana del mes de Espina, se organizaba una importante ceremonia en la plaza delante del Palacio para festejar la victoria de la batalla de Saukras. Ya había oído hablar de la batalla, en algunos libros, pero no recordaba bien los detalles y la Fogatina nos dio toda una lección sobre el tema. Por lo que entendí, había sido una gran batalla que había marcado la derrota de una unión de pueblos de orcos negros contra los dumbloranos. La elfa, a la que desgraciadamente le habían asignado la tarea de ocuparse de nosotros, tuvo la idea de presentarnos como los Salvadores de la última Klanez. Aryes y yo, ataviados como príncipe y princesa, rezongamos tan bien que la Fogatina creyó necesario recordarnos que seguía existiendo una prisión en Dumblor.
—Antes estábamos más tranquilos —resopló Aryes por lo bajo, mientras nos arrastrábamos hacia un imponente balcón poblado de altas personalidades.
Desde esa amplia terraza, se podía contemplar parte del muro luminoso de Dumblor, el campanario dorado del Templo y la magnífica cámara de comercio de piedra roja abombada. Allá abajo, en la plaza del palacio, se extendía una marea de gente de todo tipo con sus tenderetes y puestos que formaban calles desorganizadas. Incluso vi varias tarimas con grupos de músicos, bailarines o acróbatas y, en medio, una gran plataforma con un dosel magnífico que parecía esperar la presencia del Consejo, de Kyisse y de sus Salvadores. El rumor de voces y músicas alegres ascendía de la plaza y se mezclaba con las conversaciones más cercanas de la gente de la terraza. Entre tantos rostros, reconocí a Munassa, nuestra vecina, quien, al vernos, nos dedicó una sonrisa sincera. Aún me preguntaba quién era ella realmente.
—No os quedéis atrás, por favor, queridos —nos dijo la Fogatina.
Aryes y yo intercambiamos una mirada sombría y avanzamos entre los presentes.
—¡Fladia Leymush! —exclamó alegremente un hombre de avanzada edad delante del cual la Fogatina se detuvo para saludarlo con una profunda reverencia.
—Hola, consejero Dawkman —contestó ella, con naturalidad, enderezándose. Se giró hacia nosotros, designándonos con un gesto amplio y dijo, muy satisfecha—: te presento a los Salvadores de la Última Klanez.
Un brillo de diversión apareció en los ojos del consejero al examinarnos. Toda una tropa se había formado en torno nuestro al entender que éramos los famosos Salvadores. La situación me parecía tan absurda que no sabía si burlarme de ellos o echar a correr de ahí para huir de esos aduladores.
—Aunque lo diga un poco tarde, bienvenidos —dijo el consejero, tendiéndonos la mano.
Sorprendida, le cogí la mano pensando que en algunos aspectos los dumbloranos se parecían más a los habitantes de Éshingra que a los de Ajensoldra.
Al estrechar su mano, noté el contacto frío de sus anillos. El consejero Dawkman sonrió, y al tender la mano hacia Aryes, preguntó:
—¿Qué se siente al ser conocidos de pronto por todo el mundo?
Por todo el mundo, me repetí, divertida. Por el momento me temía que el mundo se limitaba sobre todo a Dumblor.
—Oh, nos sentimos como héroes —contestó Aryes, con tranquilidad.
—¡Y tenéis toda la razón! —aprobó él, divertido—. Damas y caballeros, os presento a los Salvadores de la Flor del Norte.
Hubo unos cuantos aplausos educados que me dejaron atónita. Realmente todo aquello no era más que un espectáculo. El hombre comenzó a presentarnos otras personas influyentes que, tan pronto como nos saludaban, se desinteresaban de nosotros para ocuparse de sus asuntos.
—Consejero Dawkman —dije, en un momento—. ¿Dónde está Kyisse?
—La última Klanez —asintió él, para que todo el mundo entendiese mi pregunta—. En realidad, no sé si lo sabéis, pero “kyisse” es una palabra del tisekwa antiguo que significa “hija”. Sí, eso me explicó un amigo experto en lingüística. Así que nadie sabe su verdadero nombre porque no lo recuerda ni ella. No te preocupes —añadió—, la pequeña va a llegar dentro de poco. Saldrá a la plaza y vosotros la acompañaréis.
—Ah. —Agité la cabeza, pensativa—. ¿Puedo hacerle una pregunta?
—¡Por supuesto!
Tomé una inspiración y puse cara muy grave.
—¿Cómo sabéis que Kyisse es realmente la última Klanez?
El consejero sonrió ampliamente y los que nos escuchaban lo imitaron.
—Los expertos celmistas lo adivinaron enseguida —nos aseguró—. Tiene los mismos ojos que su abuela. Y sabe utilizar las energías. No hay posible duda. Y menos mal, porque si no lo fuera nos sentiríamos todos engañados —añadió, bromeando.
Reprimí una réplica llena de sarcasmo y suspiré mentalmente. Era mejor no ser demasiado sincera con los desconocidos.
Poco después, Aryes y yo tuvimos que bajar hasta la plaza para acompañar a Kyisse en una ronda de espectáculo para que todos pudiesen alabar a la Flor del Norte. Noté cierta incredulidad por parte de algunos, pero otros parecían dispuestos a tragar con todo y se emocionaron mucho al ver surgir a la niña ataviada con tremendos ropajes de lujo. Kyisse era muchísimo más obediente que nosotros. De hecho, al cabo de un momento, aburridos ya de tanta pantomima y acribillados a preguntas, Aryes y yo empezamos a hacer comentarios teatrales e inverosímiles sobre los peligros que nos habían acechado hasta llegar al fin a Dumblor, eso sí, guardando una seriedad inquebrantable. No se nos olvidó contar cómo nos habían acogido fantásticamente, con montañas de ropa. En ese punto, a la Fogatina se le acabó la paciencia.
—Idos en paz, Salvadores, a descansar —nos gruñó finalmente, exasperada—. Ya hablaremos de esto más tarde.
No necesitó suplicárnoslo. Nos escabullimos tan rápido como pudimos, caminando a toda prisa entre los participantes de la fiesta. Nos interpeló el hombre que protegía a la Fogatina y contuve una mueca al ver que nos quería acompañar hasta el edificio principal del palacio.
Le murmuré a Aryes:
—Y yo que quería escaquearme para ir a buscar a Frundis.
—Una mala idea —replicó él, meneando la cabeza—. Si te pillan, a lo mejor volveríamos a la cárcel. Pensemos con tranquilidad, Shaedra. ¿No es mejor encontrar un día en que a Kyisse la tengan más olvidada, para salir los tres de este atolladero? También podemos huir los dos. Buscamos a Lénisu y luego raptamos a Kyisse. En todo caso, te aseguro que yo no puedo dejarla en manos de esas personas.
Reflexioné rápidamente. Aryes tenía razón. No servía de nada huir un rato para buscar a Frundis. Y para huir definitivamente necesitábamos la ayuda de Lénisu, o cualquier rastreador sería capaz de encontrarnos en menos de una hora. ¿Pero cómo iba a poder comunicar con Lénisu sin alejarme del palacio?
Fue una casualidad que en aquel instante divisase a Asten. Sentí inmediatamente una oleada de esperanza. Asten vestía el uniforme negro de los guardias especiales y tenía al cinto una espada con una vaina bellamente adornada. La joven dama a la que seguía debía de ser aquella mujer de consejero de la que nos había hablado.
—Asten —le dije a Aryes, con un gesto discreto.
Entendió enseguida mis intenciones y nos desviamos ligeramente del camino, dirigiéndonos hacia el elfo de la tierra. Advertí que nuestro “protector” fruncía el ceño, receloso. Rodeamos un espectáculo de acrobacias y una exposición de arte y entonces Asten también nos vio. Meneó negativamente la cabeza, muy sigilosamente, y volvió a interesarse por la persona a la que protegía. Ralentizamos el ritmo. Estaba claro que ni a él ni a nosotros nos interesaba que alguien supiera que nos conocíamos. Pero con toda probabilidad, ahora que nos había visto, Asten iría a decírselo a Lénisu…
Carraspeé.
—¿Crees que debemos confiar en que le hablará a Lénisu de nuestro problema? —inquirí en un susurro, dubitativa.
Aryes reprimió difícilmente una sonrisa.
—Conociendo a Lénisu, seguramente ya está al corriente de nuestro problema desde el principio —replicó.
Puse los ojos en blanco.
—Es verdad. Pero parece que todavía no ha encontrado ninguna solución para sacarnos de aquí. A lo mejor deberíamos ayudarlo y salir nosotros solos.
—Sinceramente, será mejor que esperemos a que Lénisu tenga un plan porque, de lo contrario, dudo de que consigamos nada. Una cosa es salir del palacio. Otra cosa es salir de Dumblor sin armas ni nada y arriesgarnos a ser devorados por una manada de hawis.
—O peor, podríamos acabar siendo desangrados por un vampiro —agregué, divertida—. Tienes razón. Dada la situación, prefiero ser una Salvadora.
Volvimos al palacio, seguidos por nuestra sombra protectora. Cuando tuvimos que entrar por la puerta principal, los guardias, sin embargo, nos detuvieron.
—¿Sois del palacio? —preguntó uno de los guardias, tratando de no parecer demasiado inquisitivo.
—Son los Salvadores de la última Klanez —explicó el hombre de negro que acababa de alcanzarnos.
El guardia, sin poner en duda su afirmación, abrió mucho los ojos, se apartó de un bote para dejarnos pasar y se inclinó profundamente ante nosotros, diciendo con tono humilde:
—Disculpen las molestias.
Reprimí un inmenso suspiro. Desde luego, no sabía quién se había encargado de hacer correr la noticia sobre la Klanez y los Salvadores, pero había realizado un trabajo excelente.
En la entrada, nuestro espía se despidió de nosotros amablemente, con unas parcas palabras, y nos dejó solos. Sumidos cada uno en sus pensamientos, recorrimos los pasillos y las escaleras que llevaban a nuestro cuarto. De pronto, oí unos chasquidos y un:
«Hola, querida.»
Solté un grito ahogado de sorpresa y Aryes me cogió un brazo, alarmado.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Es… Zaix —resoplé en un murmullo.
«Seré rápido», dijo Zaix. «Simplemente venía a verificar que seguías viviendo. No te olvides de venir a visitarme, un día de estos. Por cierto, ¿qué tal te cuida tu protector? Cuídalo tú también, ¿eh?», prosiguió, sin dejarme contestar. «Ya sabes, es como si fuera mi propio hijo. Cuidaos todos.»
Su presencia desapareció y me quedé un momento en suspenso. Meneé la cabeza, preguntándome si alguna vez Zaix y yo lograríamos mantener una conversación menos relámpago. Parecía como si me hubiera soltado algún mensaje mental sin preocuparse de obtener respuesta alguna. Ni se habría enterado si yo hubiese estado rodeada de esqueletos malvados.
Aryes me soltó el brazo, viendo que no pasaba nada grave, y declaró:
—Antes de nada, entremos en el cuarto.
—Of —dije, encogiéndome de hombros—. No hay nada nuevo. Ha venido y se ha marchado.
En ese momento, Syu apareció corriendo por el pasillo a toda prisa. Lo miré, notando que algo le ocurría…
«¡Shaedra!», exclamó, con evidente alivio. «¡Me están persiguiendo!»
«¿Cómo que te están persiguiendo? ¿Quiénes?», pregunté. Miré hacia el fondo del pasillo. Nadie parecía perseguirlo. Al ver que Aryes me imitaba entendí que Syu nos había hablado a los dos.
«Los he despistado», me explicó el mono, entrando con nosotros en el cuarto. «Pero ¿no me digas que no te has dado cuenta de nada?» Lo miré y negué con la cabeza, sin entender. Syu soltó un bufido. «¡Mi capa!», declaró, con súbita rabia. «Me la han robado.»
Me quedé boquiabierta. ¡Por supuesto! Por eso me había parecido que algo le faltaba al mono.
—La recuperaremos —le prometí.
—De verdad, se parece cada vez más a Spaw con su capa —observó Aryes, con una sonrisilla, deshaciéndose de las elegantes e incómodas botas que le habían impuesto para la ceremonia—. ¿Quiénes te persiguen, Syu?
Se oyeron risas por el corredor y Syu siseó, como un gato malhumorado.
«Son esos», asintió.
Sin pensármelo dos veces, volví a abrir la puerta del cuarto para ver a cuatro chavales de unos doce años, vestidos para la ceremonia, que pasaban por ahí, bromeando con aire de traviesos. Entorné los ojos.
—¿Qué vas a hacer? —me preguntó Aryes desde el interior con tono cauteloso.
Ignoré su pregunta y me aposté delante de los cuatro ladrones con firmeza.
—¿Habéis robado la capa de un mono, recientemente? —interrogué, amenazante.
Los niños intercambiaron miradas y entonces se echaron a reír, muy divertidos. Sentí de pronto una gran ansia de educar a esos niñatos y, con un gesto rápido del que hubiera estado orgulloso el maestro Dinyú, pillé al que estaba más cerca y le cogí del brazo, más para amedrentar e imponer respeto que para hacer daño.
—No estoy bromeando, ¿entendéis? —siseé—. Ahora devolved la capa o tendréis problemas.
Los cuatro me miraban, estupefactos. Ya no tenían ganas de reír.
—¿Qué capa? —preguntó entonces uno de los niños.
La pregunta me sentó como un puñetazo en el vientre.
«¿Syu?», pronuncié, con la boca seca. «¿Estás seguro de que eran ellos?»
«Absolutamente seguro», afirmó Syu, saltando sobre mi hombro y sacando la lengua a los cuatro pequeños bandidos.
—¿El mono ha perdido su capa? —soltó el chaval al que le cogía el brazo—. ¿Es tuyo el mono?
Volvían a reír los muy malditos.
—¿Cómo os atrevéis a molestar a la Salvadora? —soltó detrás de mí la voz de Aryes—. Devolved la capa, panda de cobardes. Es una orden.
Me impresionó el ver que sus palabras cundieron mucho más que mis amenazas. Uno de los ladrones sacó la capa verde del mono, la agitó delante de nuestras narices y, con una risa tonta, echó a correr por el pasillo. Intercambié una mirada irritada con Aryes y entonces di un bote, pasé por encima de la panda oyendo las protestas de Syu, que se aferraba a mi cuello, di varias volteretas pese a mi vestido y aterricé delante de mi presa.
«Eres peor que un joven gawalt», gruñó Syu, recobrándose rápidamente sin embargo.
El chaval se quedó lívido como la muerte por la sorpresa y creí que se iba a desmayar, pero no, simplemente farfulló:
—¿Cómo… cómo…?
Sin una palabra, tendí una mano tranquila hacia la pequeña capa que yo le había regalado a Syu hacía tiempo. Como no reaccionaba, se la quité de las manos y se la pasé al mono, quien se la abrochó alrededor del cuello con un gesto orgulloso.
«Le perdono su estupidez», declaró, magnánimo. Sonreí mentalmente.
—Tienes suerte de que el mono perdone tus fechorías —dije, grandilocuente—. Y ahora lárgate.
El muchacho giró la cabeza y comprobó, aterrado, que sus amigos ya se habían ido corriendo, abandonándolo a su suerte. Puso los pies en polvorosa sin más dilaciones.
«¡Ja!», solté, entusiasmada, mientras volvía al cuarto con saltitos alegres y decía: «¿Has visto, Syu? ¿Eh? ¿Qué se dice?»
El mono y Aryes pusieron los ojos en blanco al ver mi evidente satisfacción.
—Ahora sí que podrán llamarte la Salvadora —aprobó Aryes, burlón.
Oí la risita de mono de Syu y carraspeé, divertida.
—Por algo se empieza. Hoy es una capa, mañana será el mundo —aseguré, con aires de profeta.
Aryes juntó las manos debajo de su mentón y declaró:
—Si sacásemos esa frase mañana para clausurar la ceremonia, nos cubrirían de oro. Pero antes de salvar el mundo, vayamos a cenar.
Asentí y apunté:
—Yo que tú me pondría unas botas.
Me di la vuelta, medio despierta, medio soñando. Parpadeé y abrí los ojos. No servía de nada mirar por la ventana del patio: no había sol para advertir de la llegada del alba.
Nuestro cuarto era grande y tenía una disposición que jamás había visto. Estaba dividido en dos partes y la más ancha estaba elevada, cubierta de una materia blanda a modo de colchón, dispuesta a lo largo de toda la pared. Cuando le había preguntado por esa materia a una elfa oscura que venía todos los días a regar la planta de la entrada, ella había contestado que se trataba de un invento bastante reciente que consistía en rellenar unas bolsas herméticas con polvo de rocaleón y una especie de algas llamadas talvelias, que se importaban del Lago Turrils. Me había intrigado constatar que aquella mujer parecía saber mucho de plantas y, como le hablaba todos los días, a la mañana, había acabado sabiendo que, antaño, había tenido un herbolario pero que había estado obligada a cerrarlo por un desgraciado que le había acusado de vender plantas ilegales. La historia me recordó inevitablemente a Daian y a sus experimentos de alquimia en Ató. Y eso me llevó a pensar en si Dolgy Vranc habría tenido el valor de destruir todo el laboratorio de la madre de Aleria.
Con estos pensamientos, me pregunté si Aleria y Akín seguirían buscando a Daian. Al menos ellos estaban en la Superficie, suspiré, mirando el techo en la penumbra. Tal vez algún día sabría lo que les había ocurrido. Aunque, por el momento, tenía otras preocupaciones.
No sé por qué, durante esos días, me había detenido a pensar en cómo habría sido mi vida si mis padres no me hubieran mandado a la Superficie y si hubiese crecido en aquella ciudad subterránea. Desde luego, todo habría sido distinto. ¿Qué habría sido de mí si no hubiera tenido la filacteria de Jaixel o si no me hubiese mandado Kahisso a Ató? Sonreí, imaginándome mil posibilidades, y concluí que al menos por el momento mi vida no estaba siendo tan desastrosa como hubiera podido serlo. Una de las peores imágenes que se me impusieron en la mente fue la de un lich enternecido criando a una pequeña ternian. Quién sabía lo que hubiera hecho Jaixel conmigo si hubiese caído en sus manos, pensé.
Estaba durmiéndome otra vez cuando oí un ruido contra la madera y me di cuenta de que alguien estaba detrás de la puerta. Me enderecé, alarmada y vi a Aryes y a Syu profundamente dormidos. Con sigilo, me aproximé a la puerta. Por la rendija, había sido deslizada una hoja. La recogí y me aproximé a la ventana, por donde se infiltraba una luz pálida proviniente de la gran muralla de piedra de luna de Dumblor.
La carta estaba sellada chapuceramente con cera negra bastante fresca. La abrí con precaución. Tan sólo había unas pocas palabras escritas: «No hagáis nada. La situación es complicada. Estamos negociando y llegaremos pronto a un acuerdo. Esperamos sacaros de ahí en menos de dos semanas. Repito: no intentéis nada. Estoy con vosotros. (Destruid esta carta cuando la hayáis leído.) Asten.» Releí la carta dos veces antes de golpearme la frente con el puño, atónita.
Volví a tumbarme en el inmenso colchón, tratando de sacar algo en claro. Dos semanas era mucho tiempo para llegar a un acuerdo. ¿Qué demonios estarían haciendo Asten y Lénisu? Acaso el Nohistrá había pedido a Lénisu que realizase un trabajo para él, para que le devolviese el favor por haberlo liberado. ¿Estaría negociando con ese Derkot Neebensha para liberarnos a nosotros? Me temía que con la importancia que le estaban dedicando a Kyisse los del Consejo iba a ser difícil sacarnos de ahí, y todavía más a ella. Aunque, quién sabía, a lo mejor había Sombríos entre los miembros del Consejo dispuestos a ayudar, pensé, irónica. Todo era posible y, en las horas siguientes, llegué a considerar decenas de hipótesis no del todo rocambolescas.
En un momento, oí un bostezo de mono y vi a Syu estirarse como un gato y rodar por el colchón hasta llegar junto a mí. Me contempló durante unos segundos, miró la carta y suspiró.
«¿Malas noticias?»
«Depende», contesté. «Al menos, para variar, hay noticias.»
Aryes abrió entonces sus ojos azules y se frotó las mejillas, desperezándose.
—¿Ya estás despierta? —preguntó inútilmente, sorprendido.
—Lo cierto es que llevo varias horas despierta y pensando —me lamenté. Y entonces invoqué una esfera de luz armónica y le dejé examinar la carta.
—¿Dos semanas? —leyó Aryes, silbando entre dientes.
—Eso mismo pensé —aprobé—. Pero claro, seguramente debe de ser que durante esas dos semanas van a estar negociando. Zemaï sabrá lo que pretenden.
—Yo no me fío de Asten —declaró Aryes—. Eso de decir “Estoy con vosotros” me suena a falso. No olvidemos que es un Monje de la Luz.
—No creo que tenga malas intenciones —razoné—. Pero tienes razón, pertenece a una cofradía y no puedes saber exactamente cuáles son sus objetivos.
—Su mayor objetivo parecía ser el de desvalijar al Nohistrá —comentó Aryes, burlón.
—Asten es un optimista y ese es uno de los mayores problemas —suspiré—. No sé cómo les saldrá el acuerdo pero espero que Lénisu se comporte prudentemente porque ya nos veo saliendo de Dumblor a todo correr mientras la Fogatina y sus acólitos suenan las trompetas de la venganza y organizan una expedición para buscar a la última Klanez.
Aryes sonrió a medias.
—Sería una escena digna de recordar —reconoció—. Me pregunto qué hará la Fogatina cuando decida el Consejo acabar con el cuento este de la Klanez.
—Se encontrará otra ocupación. Me temo que estas personas son todavía menos de fiar que Asten. Por cierto, habrá que destruir la carta —le recordé.
Después de pensar un poco se me ocurrió mojar la carta en un cuenco de agua y finalmente creé una masa de papel compacta. Estaba redondeándola cuando alguien llamó a la puerta.
—Adelante —dije.
Era una discípula de la Fogatina que nos pedía con una vocecita tímida que fuéramos a ver a su maestra cuanto antes para desayunar.
—Enseguida vamos —contestó Aryes antes de que ella se marchara.
Agarré uno de los vestidos más sencillos que se amontonaban en un gran armario de madera de roble blanco y deslicé la bola de papel en el bolsillo. Una vez vestidos más o menos correctamente Aryes y yo salimos del cuarto mientras Syu salía por la ventana para curiosear.
«Ten cuidado con tu capa», le dije.
«Un gawalt nunca cae dos veces en la misma trampa», replicó el mono antes de irse de explorador por las terrazas y torres del palacio.
La Fogatina vivía en un ala del palacio bastante alejado, rodeado de jardines iluminados por lámparas mágaras que emitían una luz semejante al fuego. Era la segunda vez que íbamos a verla, pero no dejaba de ser placentera la vista de ese lugar con manantiales de agua caliente bordeados de flores multicolores. Ahí, curiosamente, los paseantes procuraban hablar en voz baja y no romper la mansedumbre hogareña que se desprendía del Jardín de Elsadal. Aquel día, había menos gente que la última vez ya que muchos habían pasado toda la noche en vela para festejar el Saukras.
—Me da a mí que ayer la Fogatina se enfadó con nosotros —murmuró Aryes, mientras cruzábamos el jardín, hacia un edificio cubierto de figuras esculpidas.
—Ojalá pasase más tiempo en este jardín —contesté, alejándome a regañadientes de aquel manso lugar.
Recorrimos un pasillo y llegamos delante del cuarto de Fladia Leymush. Como Aryes no me veía con ganas de llamar a la puerta, puso los ojos en blanco, alzó una mano y dio unos toques. Enseguida, una voz melosa dijo:
—Entrad.
El interior no había cambiado: seguían las peceras, las plantas, los tapices y los cómodos cojines. La elfa oscura, en cambio, había trocado su larga túnica roja por un vestido blanco con encajes azules cuya delicadeza no pegaba para nada con su rostro hipócrita.
—Buenos días —saludé, uniendo las manos. Mientras Aryes me imitaba, la Fogatina nos hizo un gesto para que nos sentáramos a una mesa donde se había dispuesto el desayuno: galletas, pastelitos, y una cajita con hierbas para infusiones.
La discípula, que había acudido enseguida al vernos llegar, sirvió las infusiones y luego se retiró prestamente. Bajo su expresión reservada y tímida, noté una pizca de curiosidad y me pregunté cuántos conocían nuestro extraño pasaje de la cárcel al palacio. Tal vez muy pocos.
Fladia Leymush se había puesto a hablar de la vida en Dumblor y nos preguntaba lo que opinábamos sobre no sé qué impuesto, sobre el comportamiento de tal y las decisiones de tal otro. En un momento, me pilló con la mirada fija en un pez azul de la pecera y tan sólo desperté cuando Aryes me pisó el pie debajo de la mesa.
—Aaah —dije, sorprendida—. Perdón, Fladia, no he oído la pregunta.
—No estaba haciendo ninguna pregunta —replicó ésta, con cara menos cordial que antes—. Os estaba diciendo que el Consejo ha tomado varias decisiones que os conciernen y que escuchéis atentamente. —Asentí, ruborizada—. Primero, se acabó vuestro tiempo libre —declaró—. Se os ha preparado un horario fijo y estricto para habituaros a las costumbres dumbloranas. Dispondréis de dos guardias y seguiréis los consejos del capitán Calbaderca. Él os enseñará nuestra cultura y los buenos modales de nuestra ciudad ya que hemos constatado que los vuestros nos recuerdan en cada momento que sois extranjeros. Si vais a ser los Salvadores, tenéis que dar a entender que sois de Dumblor. Tú, querida, naciste en Dumblor, según me han informado. Deberías acordarte de tu cultura.
Sus ojos de ave rapaz me miraban, fijos, mientras ella me sonreía. Carraspeé.
—Lo cierto es que no recuerdo nada de Dumblor —confesé—. Pero… ¿crees que lo de los dos guardias es realmente necesario?
—Y lo del horario —completó Aryes, con tono interrogante.
—Absolutamente indispensables —zanjó la Fogatina—. Por lo que he visto, al principio, pasaréis la mayor parte del tiempo en la Tribuna del Consejo escuchando las quejas de los ciudadanos. Y también se os dará clases de retórica para que aprendáis a ser buenos oradores.
Reprimiendo un suspiro, me pregunté con cierto dolor por qué Asten nos había pedido que no hiciéramos nada. Si le hacía caso, me temía que aquellos dumbloranos no iban a dejarnos tranquilos ni un segundo.
—Y como he dicho, también tendréis lecciones de comportamiento. La expresividad está bien, pero hay que controlarla —declaró, aludiendo sin duda a mi expresión sufrida—. Vuestro comportamiento, ayer, durante la ceremonia, me decepcionó bastante. No quiero a unos Salvadores bufones, sino valientes y seguros de sí mismos.
Durante un segundo, pensé callarme, pero luego no pude resistirme.
—Dime, Fladia, ¿qué interés hay detrás de todo esto? ¿Por qué utilizarnos a nosotros de títeres cuando somos cuanto menos inútiles para estas tareas públicas…? —Me interrumpí al notar la mirada fulminante de la Fogatina.
—Nuestro pueblo está muy desanimado —dijo al fin—. Las cosechas han sido muy malas durante los últimos tres años y tan sólo hoy parece que los dioses han querido fecundar la tierra. Dumblor está en plena regeneración y necesita todo el ánimo posible, de todos sin excepción. Por eso estáis aquí. Para ayudar a la Flor del Norte.
Intercambié una mirada fruncida con Aryes. O la Fogatina nos estaba tomando por tontos o bien realmente tenía las ideas totalmente embrolladas. Y, tras las distintas conversaciones que habíamos tenido con ella, la opción más probable era la primera.
En ese momento, la elfa oscura sonrió a medias.
—De modo que vuestro objetivo principal será el de apoyar a Kyisse y actuar de portavoces, ya que por el momento ella tan sólo es una niña. Como os dije, toda esta historia coincide con la leyenda punto por punto, o casi. Normalmente los jóvenes Salvadores iban acompañados de un zahari, y resulta que en este caso el zahari ya está entre los Salvadores. —Al oírla hablar de esos semi-dioses de pelo blanco, me quedé boquiabierta, al igual que Aryes—. Y uno de los Salvadores, normalmente, era un sabio con una vara mágica —prosiguió—, y se suponía que la última Klanez iba a aparecer en todo su esplendor y no bajo la forma de una niña, pero todo eso son detalles y a la gente no le va a importar —nos aseguró con tranquilidad.
—¿Me han tomado por un zahari? —resopló Aryes, incrédulo.
—Existen muchísimas versiones de esa leyenda, pero es la que vamos a incentivar desde hoy. Por eso vuestra prestación de ayer fue lamentable y tenéis que cambiar por completo vuestra actitud —afirmó Fladia—. En realidad, quisiera que empezarais a colaborar un poco y os voy a proponer un trato.
Enarqué una ceja. Me extrañaba que, en nuestra posición algo delicada, se molestase en proponernos un trato… Su sonrisa se ensanchó al vernos tan atentos.
—Si colaboráis para convencer a toda Dumblor de que sois los Salvadores verdaderos, no solamente haré que la justicia os olvide por un buen rato, sino que os ofrezco un sueldo de cien kétalos por persona, excluyendo gastos de comida y alojamiento, además de una grata recompensa de cuatro mil kétalos.
Me quedé atónita.
—¿Cuatro mil kétalos? —repetí, anonadada.
—Lo has oído bien. La recompensa os será entregada a la vuelta de vuestra expedición.
Aryes y yo nos miramos alarmados.
—¿Qué expedición? —preguntamos.
La Fogatina juntó sus manos sobre la mesa. Parecía estar disfrutando enormemente.
—La expedición que montaremos dentro de unos meses hacia el castillo de Klanez.
Me quedé sin habla un momento y luego suspiré para mis adentros. Dentro de unos meses. Seguramente ya estaríamos todos lejos de Dumblor gracias a Lénisu y Asten, pensé. A menos que todo salga torcido. Sin embargo, en aquel instante, tan sólo cabía una respuesta. Asentí con la cabeza con firmeza y declaré:
—Yo también tengo una propuesta. Cuando me llevaron a prisión, me quitaron un bastón de viaje. Tiene un aspecto algo especial ya que parece que tiene una corona de pétalos arriba, si consiguieses recuperarlo, la leyenda se cumpliría casi por completo.
Los ojos de la elfa centellearon.
—Se cumplirá por completo —afirmó ella, con una voz emocionada. Se levantó y nos tendió una mano—. No me cabe duda de ello.
Estreché su mano mientras añadía ella:
—Recuperarás tu bastón. Pero sobre todo no os olvidéis de que vais a tener que trabajar duramente.
Ambos asentimos, resignados. Si ganábamos realmente cien kétalos a la semana, sin duda podríamos rápidamente salir de ahí a hurtadillas y unirnos anónimamente a una caravana que saliese hacia la Superficie…
—Por cierto —dijo la elfa, mirándome a los ojos—. ¿Qué es ese rumor según el cual andas por las paredes y pegas botes de cinco metros?
Agrandé los ojos como platos y luego me cubrí brevemente los ojos con la mano, sofocando una carcajada.
—Desde luego, a veces los rumores son todavía más rocambolescos que las leyendas —repliqué.
—También he oído que el mono que te acompaña es muy listo y que consigues comunicar con él —añadió la Fogatina, con una ceja enarcada.
Le dediqué una sonrisa traviesa.
—¿Acaso no soy la Salvadora sabia? ¿Qué tipo de sabia sería si no supiera comunicar con los animales? —interrogué con calma.
* * *
La Fogatina nos condujo a la Tribuna del Consejo, una sala gigantesca por cuya entrada principal se veía la ancha Calle Mayor del tercer piso de Dumblor. Ahí venían todos los dumbloranos insatisfechos a arreglar sus querellas y a pedir justicia.
En la Tribuna había dos decenas de jóvenes que aprendían derecho y que parecían venir a presenciar los casos todos los días. También había algún círculo de ancianos y acababan de entrar las dos familias de los que estaban en litigio para apoyarlos moralmente. En el fondo de la sala, sentado detrás de una impresionante mesa de madera muy blanca, vi a una humana y a un caito vestidos con una toga naranja, color que simbolizaba la Justicia tanto en Dumblor como en Ajensoldra. Dos belarcos acababan de levantarse de unos bancos al divisarnos. Ambos tenían la misma cara redondeada y joven y el mismo cabello oscuro con mechas blancas y azules. Llevaban una capa oscura y una armadura de cuero negro como la noche. Mientras la Fogatina se acercaba a ellos, pude ver cómo ambos también nos estudiaban discretamente.
—Os presento a Kaota y a Kitari —dijo la elfa oscura con tono solemne—. Serán vuestros guardias de ahora en adelante.
Los jóvenes guardias alzaron un puño, lo levantaron hasta su frente, lo bajaron hasta su pecho y se arrodillaron ante nosotros en un movimiento rápido.
—Juramos protegeros hasta la muerte —clamaron—. Por nuestro honor y por Dumblor.
Y se levantaron. Los contemplé, estupefacta. Mi turbación tuvo que notarse porque la belarca, Kaota, sonrió y explicó:
—Este es el juramento que tiene que prestar todo guardia cada vez que le ponen al servicio de una persona.
Aryes y yo asentimos, impresionados.
—Pues vaya —dijo Aryes—. Será un honor tener la compañía de unos guardias que además parecen tan entrenados.
Ciertamente, ambos belarcos, aunque jóvenes, se movían con una soltura guerrera que me recordaba a los guardias de Ató.
—Es nuestro primer servicio como guardaespaldas —admitió Kitari—. Así que, si notáis que nos equivocamos en algo, nos decís.
Solté una risita.
—Me temo que seréis vosotros los que nos aconsejaréis a nosotros —repliqué.
—Por el momento, tan sólo tenéis que escuchar —intervino Fladia Leymush—. Sentaos ahí en silencio, que la sesión va a empezar. Buena suerte, Salvadores. Ya sabéis lo que tenéis que hacer —añadió, dirigiéndose a los guardias.
Estos asintieron y los cuatro seguimos con la mirada durante unos instantes a la Fogatina que se marchaba.
Aryes y yo intercambiamos una mirada interrogante. Ambos pensábamos sin duda cuánto tiempo estarían esos guardias vigilándonos. Parecían simpáticos, pero quién sabía si no trabajaban también como espías. Tomamos asiento y nuestros guardias se sentaron unas filas más atrás, como para dejarnos una relativa intimidad. En el corredor, como lo llamaban, dos hombres se habían sentado en dos banquillos opuestos y el juez acababa de hacerles una pregunta. Resultó que ambas familias eran agricultores de las afueras que tenían un problema de reparto de tierras. Las familias clamaban, desde la tribuna, insultándose y una mujer gorda, junto a los jueces, imponía silencio de manera eficaz y se ocupaba de hacer sonar una campanilla para cambiar de caso.
Observé que las querellas, o se resolvían en un cuarto de hora, o se aplazaban para otro día por ser demasiado complicadas. Una vez hasta cambiaron de jueces para que descansaran los primeros, pero no había pausa alguna para nosotros. Eché de menos la presencia de Syu y de Frundis ya que no podía hablar mentalmente con Aryes y hubiera sido dar mala imagen charlar en medio de un juicio. Empezaba a agitarme sobre mi asiento, impaciente, e intenté practicar la táctica de Kwayat para permanecer tranquila.
—Demonios —resoplé en un murmullo—. ¿Cuántas horas llevamos?
Como Aryes no me contestaba, le di un codazo y él se sobresaltó, como despertando de un sueño profundo.
—¿Eh? —soltó.
Me carcajeé por lo bajo y declaré:
—Esto es un martirio.
De pronto, oímos unos ruidos de pasos detrás de nosotros y vimos a Kaota acercarse a nosotros.
—No quisiera molestar… —susurró—. Pero no sé si sabéis que estos juicios duran todo el día.
Agrandé los ojos.
—¿Queé? ¿Y tenemos que quedarnos aquí durante todo el día? —inquirí, con aire atormentado.
—Por supuesto que no —replicó mi guardaespaldas. Las comisuras de sus labios se habían arqueado burlonamente.
Aryes y yo nos levantamos de un bote, aliviados.
—¿Así que podemos irnos? —pregunté, esperanzada.
—Por supuesto —asintió ella.
Salimos de la sala precipitadamente, con la impresión de haber sido liberados de unas cadenas. A unos metros detrás de nosotros, nos seguían Kaota y Kitari, silenciosos como dos sombras.
Una vez en los corredores del palacio, me giré hacia ellos.
—¿Sois hermanos?
—Sí —contestaron ambos.
—¿Y desde cuándo vivís en el palacio? —pregunté, intentando entablar una conversación que acabase con esa sensación incómoda de tener a dos personas detrás de nosotros, observándonos.
Kaota y Kitari intercambiaron una mirada rápida.
—Desde los diez años —contestó Kaota—. Hace ocho años unos guardias de Dumblor nos salvaron de unos traficantes de esclavos. Y nos trajo aquí el capitán Calbaderca.
—El capitán Calbaderca —repitió Aryes, frunciendo el ceño—. La Foga… Er… quiero decir, Fladia Leymush nos habló de ese hombre. Dijo que nos daría consejos.
Kaota sonrió, burlona. Al menos ella, cuando sonreía, se veía que lo hacía con franqueza, pensé.
—Sí. Técnicamente, deberíamos haber ido a verlo hace una hora. Según las instrucciones que nos dio.
Enarqué las cejas, alarmada.
—¿Quieres decir que nos está esperando y vamos con un retraso de una hora? —pregunté, aterrada.
—Exacto —afirmó Kitari y carraspeó—. Pero, técnicamente, ahora estamos a vuestras órdenes y no a las del capitán Calbaderca y creíamos que sabíais que teníais cita con él.
—¿Y deberíamos haberlo sabido? —pregunté—.
—Técnicamente, sí —asintió Kaota.
—Técnicamente —repetí, reprimiendo una sonrisa—. Pero en la práctica, si pudierais por favor partir del principio que no sabemos nada…
—De acuerdo —respondió enseguida Kaota—. Os mantendremos al corriente de toda vuestra agenda.
Aryes y yo nos miramos vacilantes.
—¿Y dónde vive ese capitán Calbaderca? —preguntó al fin Aryes.
—Oh. —Kaota se ruborizó, como si tuviera algo de qué avergonzarse—. Os vamos a guiar hasta él. Disculpad nuestra inexperiencia, no tenemos costumbre de ocuparnos de personalidades, y menos de los Salvadores de la última Klanez, es todo un honor.
Tragué saliva, molesta. No entendía esa manía que tenían de culparse de todo.
—Perdonadnos a nosotros, que somos un desastre —dijo Aryes, divertido.
—¡Bueno! —exclamé—. Ahora que nos hemos perdonado todos, vamos a ver si ese capitán no nos descuartiza por llegar tan tarde. Si sois tan amables de guiarnos hasta él…
Kaota inclinó brevemente la cabeza y pasó delante de nosotros mientras Kitari cerraba la marcha.
El salón del capitán Calbaderca era amplio y austero. Había una mesa de madera gruesa, unas sillas, dos escudos fijados al muro y otro, muy usado, reposaba contra un armario cuyas puertas abiertas dejaban ver filas enteras de armas cortantes.
De pie, junto a una estufa, el capitán nos contemplaba con una expresión severa. En su rostro de ternian, brillaban unos ojos verdes fríos.
—Espero que tengáis una buena razón para llegar más de una hora tarde —dijo, sin darnos bienvenida alguna.
Me mordí el labio, aprensiva.
—Verá, capitán… —empezó a decir Kaota.
Pero el ternian la fulminó con la mirada.
—Guardia, no te he pedido que hables. ¿Y bien? —nos preguntó a Aryes y a mí.
Intercambié una mirada rápida con Aryes. Tomó la palabra él:
—Sentimos mucho llegar tan tarde —dijo con humildad—, y te pedimos disculpas por ello. Nos gustaría saber cómo podemos enmendar nuestro error.
A veces la diplomacia de Aryes me maravillaba. La expresión del capitán se relajó.
—Podéis empezar por sentaros.
Asentimos y tomamos asiento a la mesa, obedientes y expectantes. Kaota y Kitari, en cambio, permanecieron de pie, como dos perfectos guardias. Echándoles una ojeada curiosa, pensé que, sin duda, me iba a costar acostumbrarme a ellos.
El capitán Calbaderca, con las manos a la espalda, dio unos pasos en silencio, se detuvo delante de nosotros y declaró:
—Espero que este retraso no vuelva a ocurrir. La puntualidad es ley de vida, al menos para los viejos guardias como yo, y os aseguro que no hago ningún tipo de favoritismo sea cual sea el título que ostenten mis alumnos.
Sonreí a medias y luego enarqué una ceja.
—¿Quieres decir, capitán, que vas a ser nuestro profesor?
—Exacto. Creí que lo sabíais ya —se sorprendió.
—En cierto modo, sí. Fladia Leymush nos dijo que nos aconsejarías y que nos enseñarías a comportarnos correctamente —expliqué.
—Sí. Aunque supongo que en Ajensoldra las maneras no son tan distintas de las de aquí. Por lo que sé, la puntualidad también se considera mucho en esa región. No creo que Ató se libre. Si he entendido bien, venís de ahí, ¿verdad?
—Así es —contesté.
—Estuve ahí hace muchos años —asintió él—. Cuando aún era un Espada Negra. Si bien recuerdo, en Ajensoldra seguís una educación hasta los doce años en una Pagoda.
—Sí —aprobé—. En realidad, a partir de los doce años, la mayoría se convierten en snorís de los gremios. Nosotros, en cambio, seguimos estudiando en la Pagoda hasta… hasta que nos fuimos de Ató, hace unos meses.
El capitán ladeó la cabeza, pensativo.
—¿Qué edad tenéis?
—Quince años —contestó Aryes.
—Y ¿qué habéis estudiado en la Pagoda Azul? Supongo que muchas cosas. Las Pagodas tienen muy buena reputación —afirmó, examinándonos con curiosidad mientras se sentaba en una silla, delante de nosotros.
—Bueno, estudiamos un poco de todo —respondí—. En el último año Aryes estuvo estudiando bréjica y yo har-kar.
—Bréjica y har-kar —repitió el capitán, meneando la cabeza—. Esas son competencias muy distintas. En Dumblor, los brejistas son muy respetados, salvo los Mentistas, que siempre han tenido una extraña inquina contra los pueblos subterráneos. La bréjica es una energía muy difícil de controlar realmente. En cuanto al har-kar… —Vaciló y sonrió—. Muy pocos guardias lo toman en serio. Aquí lo llamamos el combate del artista. —Enarqué una ceja divertida y él agitó el dedo índice añadiendo—: Pero yo no creo que sea un arte tan inútil como piensan algunos. Hace unos años vi a un har-karista luchar como un demonio, y me dejó impresionado. Quizá hayas oído hablar de él, es bastante joven. Su nombre era Pyen Farkinfar.
Me eché a reír.
—¡Por supuesto que lo conozco! Hace unos meses, hubo un torneo en Aefna, y Farkinfar luchó contra Smandjí. Fue un combate absolutamente increíble. Aunque ganó Smandjí —apunté.
—Así que ha vuelto a la Superficie —dedujo, sumido en sus recuerdos—. La primera vez que lo vi, estaba luchando contra unos orquillos. Se movía a una velocidad alucinante. Incluso le propuse un puesto como profesor de jaipú. Pero al de unos meses se marchó y no había vuelto a oír hablar de él… hasta ahora. Me alegra saber que está vivo. —Golpeó la mesa con el puño, como para despertarnos—. Volvamos al tema de vuestra educación. Hoy tan sólo vamos a intentar conocernos mejor. Necesito saber cuáles son vuestras capacidades. ¿Preparados? —Ambos nos encogimos de hombros y asentimos—. Entonces, comencemos.
* * *
Salí de las habitaciones de Djowil Calbaderca con la impresión de haber hecho un veloz y brutal repaso de todo lo que había aprendido en la Pagoda Azul. El capitán había intentado sonsacarnos todos nuestros conocimientos geográficos e históricos, nos había propuesto algunos ejercicios matemáticos sencillos a los que yo ya no estaba para nada acostumbrada, nos había hecho mil preguntas sobre el jaipú y las energías para finalmente reconocer que, sobre ese tema, sabíamos más que él.
Entendí que el capitán era un apasionado de Historia. Me pilló incluso con una pregunta sobre cierto personaje histórico de Ató del que se me había olvidado hasta el nombre. Casi creí oír mentalmente el suspiro decepcionado del maestro Yinur.
Comimos con él y seguimos hablando y, durante todo ese tiempo, Kaota y Kitari no se movieron. Yo les había propuesto que se tomasen un descanso, pero el capitán Calbaderca se lo había negado, diciendo que no podían descansar el primer día en que empezaban a servir al fin a una persona. Por sus palabras, supe que el capitán Calbaderca había sido profesor de ambos belarcos y, por ser casi como un padre para ellos, no toleraría ni el más mínimo desliz de su parte.
Después de cinco horas hablando con el capitán, salimos todos con ganas de desentumecernos las piernas y de cambiarnos las ideas. En cuanto hubimos pasado la puerta, pude ver cómo las expresiones graves de Kaota y Kitari se relajaban e incluso oí un leve pero largo suspiro.
—Por Nagray —resoplé, masajeándome la cabeza—. Tengo la impresión de que están saltando fechas y ecuaciones por mi cabeza.
—Me he sorprendido a mí mismo —intervino Aryes, con entusiasmo—. Me he acordado de cosas que creía haber olvidado. A veces no tengo tan mala memoria.
—Mejor que la mía —afirmé—. Mira que yo ni me acordaba de cuándo había muerto Shílberin… —Resoplé y añadí—: Propongo que vayamos a ver a Kyisse. Espero que hoy no la atormenten con tantas clases. Er… —Me giré hacia nuestros jóvenes guardaespaldas—. ¿Puedo preguntaros algo? ¿Cuántas horas al día tenéis que trabajar?
Kitari reprimió a medias su sonrisa y contestó:
—Veinticuatro.
Lo miré, incrédula.
—Es imposible —protesté—. No tiene sentido que trabajéis tanto. En algún momento tenéis que dormir.
Kaota asintió.
—Cuando durmáis vosotros, nos turnaremos. Así es como funciona la Guardia Negra.
—¿Pero a qué se debe tanta dedicación? ¿De veras pensáis que va a venir algún dragón y que nos va a secuestrar? —pregunté, sin entender.
—Somos Espadas Negras —replicó Kaota, más seria—. Tenemos nuestras reglas. Y si servimos a alguien, lo hacemos de verdad.
—Desde luego —dije—. No quería insultaros, pero, francamente, ¿a vosotros no os parece un poco exagerado? Nadie tiene interés en matarnos. No es que no quiera que nos sigáis pero ¿no creéis que deberíais descansar un poco, después de tantas horas de pie?
—Nosotros no opinamos —retrucó la Espada Negra, lacónica—. Aplicamos nuestro juramento.
Ambos hermanos parecían algo molestos por mis palabras y no insistí.
—Está bien. Aplicad vuestro juramento como queráis —suspiré.
Aryes me soltó una mirada elocuente y nos dirigimos hacia el cuarto de Kyisse mientras Kaota y Kitari nos pisaban los talones.
Encontramos a la pequeña dibujando letras en una hoja bajo la supervisión de una tal Almesné que, sentada en una butaca, hacía costura y se concentraba en el dobladillo de un pequeño vestido.
—¡Aryes, Shaeda! —exclamó Kyisse, levantándose de un bote.
Se abalanzó hacia nosotros con una gran sonrisa. Empezaba a pronunciar la “d” con cierta soltura. Ahora sólo le faltaba añadirle la “r”, pensé, orgullosa de sus progresos.
—¿Qué tal el día? —preguntó Aryes, cogiéndole la nariz. Se trataba de una costumbre que ambos habían adoptado y Kyisse contestó con una voz nasalizada:
—¡Berfectamente!
Ambos se echaron a reír, divertidos. Puse los ojos en blanco y declaré, teatral:
—A veces no sé quién es el más niño de los dos.
—¿Si tú o yo? —replicó Aryes, alzando las cejas.
Le di un codazo, protestando, con una sonrisa traviesa y entonces Kyisse me cogió de la mano.
—Mirad, escribo —declaró, feliz.
Nos enseñó sus hojas, alabamos su escritura y los dibujos que había añadido alrededor y luego le propusimos ir a pasearnos por los jardines del palacio. Almesné, aunque reacia, accedió a que nos la lleváramos, tranquilizada sin duda por la presencia de los Espadas Negras.
Fue un paseo muy tranquilo y revitalizador. Los jardines detrás del palacio eran amplios e iluminados perpetuamente por el muro de piedra de luna. Cuando pasábamos por un camino bordeado de unas flores blancas que brillaban tenuemente como estrellas lejanas, apareció de pronto una sombra y antes de que yo pudiera decir nada, Kyisse exclamó:
—¡Syu!
El mono gawalt, muy contento de ser de pronto el centro de atención, saltó sobre el hombro de la niña y me dedicó una sonrisa de payaso.
«¿Adivina lo que he hecho?»
Enarqué una ceja, intrigada.
«¿Qué has hecho?»
Syu se cruzó de brazos y dijo:
«Si ganas la carrera hasta la fuente de dragones, te lo cuento.»
Una sonrisa empezó a flotar por mis labios.
«¿Y si no gano?»
El mono saltó del hombro de Kyisse al mío.
«Entonces tendrás que prometerme que volveremos a ver el sol.»
Lo observé un momento y luego asentí con la cabeza.
—El mono y yo vamos a hacer una carrera hasta la fuente de los dragones —informé—. ¿Quién se apunta?
Kaota y Kitari nos miraron, estupefactos, mientras Aryes, Kyisse, Syu y yo nos poníamos en línea. La fuente se situaba a unos cien metros de distancia. Había que subir una pequeña colina de hierba azul, cruzar un puente de piedra y recorrer los últimos metros hasta tocar con la mano el hocico del dragón de piedra roja.
—Preparados. Uno. Dos. ¡Tres! —grité, y salimos disparados.
El jaipú se arremolinaba en mi interior facilitándome los movimientos. Subí la colina, di una voltereta artística al ver que el mono, Aryes y Kyisse se quedaban atrás, llegué al puente y lo crucé… Syu apareció, emitiendo un grito eufórico de mono. Se dejó caer sobre la rama de un roble blanco y siguió saltando de árbol en árbol… Entonces, tendí la mano pero no frené a tiempo y, no solamente me empotré contra el dragón, sino que caí en el agua, salpicando y soltando un grito de sorpresa. La fuente era bastante profunda y volví a la superficie nadando, entre carcajadas. ¡Todo aquello me recordaba tanto a Roca Grande! Contemplé, embelesada, las caras de los distintos dragones que me rodeaban. Sobre uno de ellos, apareció de pronto Syu, y me sacó la lengua.
«Gané», solté, triunfal.
«Ha sido suerte», replicó el gawalt.
Entonces oí otro chapuzón y vi a Kyisse caer al agua, junto a mí, soltando un grito de guerra.
—¡Mil brujas sagradas! —exclamé, atrapándola con mis manos—. ¿Alguna vez has nadado?
Kyisse negó con la cabeza y resoplé, alucinada por su inconsciencia. Aunque, constaté enseguida que sabía flotar instintivamente. En ese momento, Aryes llegaba con parsimonia.
—¿Estás bien, Shaedra? —preguntó—. Te has dado un señor golpe contra ese dragón rojo.
—Estoy bien —aseguré—. ¿Sabes? Kyisse va a aprender a nadar.
Aryes se sentó en el pretil de piedra y juntó las manos con calma, apoyándose contra el dragón.
—Si os ahogáis, me dais un grito —dijo, bostezando—. Voy a descansar un poco de mientras. Esta carrera ha sido mortal.
Kyisse y yo intercambiamos una mirada y sonreímos, malignas. Nos abalanzamos las dos hacia Aryes y lo lanzamos al agua entre exclamaciones y risas.
—¡Demonios! —exclamó él, hundido—. Está bien, os lo habéis buscado. Por menores infamias se han declarado guerras.
Y empezamos a acribillarnos con olas de agua hasta que, en un momento, vi a los Espadas Negras mirarnos con expresión burlona y divertida. Entonces, me rasqué la mejilla, ruborizada, y carraspeé:
—A lo mejor los Salvadores y la última Klanez no deberían estar haciendo esto.
Aryes, que acababa de atrapar a Kyisse, ladeó la cabeza y murmuró:
—Técnicamente, no deberíamos.
Nos echamos a reír, sacamos a Kyisse y salimos de la fuente, completamente hundidos. En ese momento, Syu se tiró de la cabeza del dragón, se zambulló en el agua y reapareció, subiéndose al muro de la fuente con una ancha sonrisa de mono.
«Al final acabarás nadando como un pez», me burlé. «¿Qué tenías que decirme?»
«Bueno… No es nada excepcional. He conseguido hablar con Drakvian», me reveló, saltando a mi hombro mientras nos acercábamos a los Espadas Negras.
Traté de no inmutarme, pero me fue difícil.
«¿Has hablado con Drakvian?», exclamé mentalmente.
«Bueno, he comunicado», rectificó. «Me la he encontrado entre las columnas con telarañas, fuera de Dumblor. Y me ha dicho que estaba bien aunque bebía demasiado. Cuando me ha preguntado si tú estabas bien, yo le he dicho que sí, asintiendo con la cabeza, como hacéis los saijits normalmente. Y luego, la vampira se ha exasperado, ha repetido preguntas, ha intentado hablarme con bréjica, pero no lo ha conseguido, así que al final me he aburrido y me he marchado. Ya está», declaró.
Asimilé la escasa información rápidamente. Lo esencial, a fin de cuentas, era saber que Drakvian estaba bien. Giré una mirada inquisitiva hacia el mono y alcé una mano para rascarle la barbilla antes de preguntarle:
«Dime una cosa, Syu, si hubieses ganado la carrera, ¿no me lo habrías contado?»
El mono hizo una mueca cómica.
«Tal vez después de un par de carreras más», confesó.
Puse los ojos en blanco. En ese momento, llegábamos a la altura del puente, donde se habían parado los Espadas Negras para dejarnos cierta intimidad en nuestro juego poco serio. Aryes carraspeó.
—La verdad es que me siento algo ridículo al ser observado por dos Espadas Negras tan serios como vosotros.
Kaota tomó una expresión burlona.
—Bonita carrera —comentó.
—Y bonito chapuzón —agregó Kitari, apoyando su mano sobre la empuñadura de su espada.
Sin lugar a duda, nuestros guardaespaldas se estaban burlando de nosotros. La verdad es que no les estábamos dando una imagen muy legendaria de los Salvadores de la última Klanez.
—Er… —Carraspeé y vacilé—. Bueno. Espero que no estuviese prohibido bañarse en esa fuente.
—En absoluto —aseguró Kaota. Su voz seguía teniendo un deje burlón—. Aunque normalmente la gente no se baña con toda la ropa y se va a las fuentes calientes, que están del otro lado de ese muro de setos. Por cierto, se te ha caído esto durante la carrera —me dijo, tendiéndome el aro de metal que había sostenido mis trenzas y la bola de papel masificada que había sido carta de Asten aquella misma mañana.
Puse cara inocente y cogí ambos objetos, fijándome en que la bola de papel estaba ya haciéndose migajas.
—Gracias —dije, sonrojándome—. Deberían pagaros más por ocuparos de tres críos como nosotros. A partir de ahora tendremos que ser más serios.
Otra leve sonrisa apareció en el rostro de ambos.
—No estamos aquí para juzgaros —afirmó Kaota.
Aunque quizá sí para espiarnos, completé, pensativa.
* * *
Aquella noche, me enteré de que efectivamente nuestros guardaespaldas no solamente nos iban a seguir durante el día, sino que se quedarían a dormir en nuestra habitación. Alguien había dispuesto unas cortinas durante nuestra ausencia, pero aun así era difícil ignorar la presencia de ambos Espadas Negras. A pesar de parecer simpáticos, la idea de que eran unos posibles espías me incomodaba sumamente. No lograba entender por qué la Fogatina y sus amigos mostraban tanto interés en asegurarse de que no huiríamos. Al fin y al cabo, habíamos hecho un trato, recordé. Aunque yo, obviamente, no pensaba respetarlo: desde que Fladia nos había dicho exactamente las zonas que había que cruzar para llegar al castillo de Klanez, se me habían esfumado las ganas de acompañar a Kyisse y sus adoradores. Por no hablar de que, al parecer, el castillo no estaba habitado y atraía todos los años a varios grupos de exploradores que, sin éxito, intentaban alcanzarlo y sacar todas las presuntas riquezas que encerraba. Hasta ahora, muy poca gente había conseguido regresar con la cabeza cuerda.
En cualquier caso, esa hipotética expedición que tenía planeada la Fogatina no tendría lugar hasta pasado un tiempo y yo estaba segura de que Lénisu y Asten lograrían encontrar alguna manera de huir de Dumblor cuanto antes.
—No te preocupes —murmuró Aryes, tapándose con su manta. Parecía haber adivinado la línea de mis pensamientos—. De momento, no nos va mal la cosa.
Sí. Eso era cierto. Comíamos como reyes, dormíamos como osos lebrines e incluso teníamos guardaespaldas. Tuve una sonrisa irónica.
—Como diría Lénisu, será lo que los dioses quieran —dije, repitiendo unas palabras suyas.
Me tumbé y oí a Kaota susurrarle algo a Kitari. Sin lógica alguna, Kitari se había sentado en una silla y se quedaría ahí durante la primera mitad de la noche hasta que su hermana tomase el relevo. Ya les había explicado yo que ni nos iban a atacar espectros ni nos íbamos a ir nosotros del cuarto, pero ambos resultaron ser más tozudos que Wigy: el juramento tenía sus reglas y no había más que hablar. No discutí y supuse que con el tiempo serían más receptivos a la razón.
Un silencio tranquilo llenó el cuarto. Bostecé y me arrebujé contra mi manta. Syu vino a hacerse una bola junto a mí y cerró los ojos, cansado después de un día lleno de aventuras. Imitándolo, me sumí poco a poco en un sueño profundo.
El barullo de las conversaciones y las carcajadas se mezclaba con una música de cadencia alegre y con el tintineo de los cubiertos. Me levanté y me estiré discretamente, sintiendo que llevaba demasiado tiempo sentada. El Salón de la Perla estaba lleno de comensales que festejaban la boda de uno de los treinta y dos consejeros de Dumblor. Ya había terminado la cena propiamente dicha y mientras unos se paseaban entre los salones, saludando a conocidos, otros participaban en los bailes o cotilleaban, sentados a las mesas.
Aryes y yo, como invitados de honor, habíamos comido en las mesas altas, junto a unos cuantos consejeros con sus parejas. Y, probablemente por iniciativa de Fladia Leymush, nos habían colocado en mesas distintas. Así que llevaba dos horas enteras aburrida, escuchando una conversación sobre el maquillaje y la belleza y sobre cuánto costaba importar no sé qué producto y si era eficaz o dañino… Raramente había presenciado una conversación que me interesara tan poco y, cuando vi que unos comensales se levantaban, entendí que al fin podía huir sin ser insultante y me escabullí con rapidez, excusándome con parcas palabras.
No podía salir del Salón de la Perla hasta que la Fogatina me lo permitiese, como bien me había avisado ella. Así que empecé a caminar entre la gente, procurando no pisar los largos vestidos de las damas y tratando de salvaguardar el mío. En un momento, me crucé con la mirada de Kaota. Apostada junto a otros Espadas Negras y guardias, parecía estar mortalmente aburrida. Le eché una mirada solidaria y seguí avanzando, evitando las parejas que bailaban. Cuando llegué al fondo de la sala, me quedé contemplando un rato a los músicos. Había algún instrumento que jamás había visto y lamenté la ausencia de Frundis. Así habría encontrado otra fuente de inspiración, pensé, escuchando la rápida melodía.
Ignoraba aún que Frundis estaba tan cerca de ahí que bien hubiera podido oír esa misma música en ese mismo instante.
Alcé los ojos al oír un carraspeo. Observé que el protector de la Fogatina se había detenido junto a mí. Se llamaba Temess Gow. Tenía reputación de ser un hombre bastante tranquilo pero, como se había convertido en la sombra de Fladia Leymush, algunos lo criticaban igualmente de manera poco halagüeña tratándolo de cobarde servil.
Me giré hacia él, intrigada, preguntándome si la Fogatina había decidido al fin darnos permiso para volver a nuestro cuarto. Ya era tarde y, con el día completo que había tenido, mis párpados empezaban a caerse del sueño.
El humano llevaba su habitual traje negro. Sus ojos claros y azules se fijaron en los míos. Inclinó brevemente la cabeza y dijo:
—Salvadora, tenemos un regalo para ti. Si eres tan amable, te conduciré hasta ahí.
—¿Un regalo? —pregunté, frunciendo el ceño.
—De Fladia Leymush —asintió.
Como era consciente de que otras personas podían estar oyendo nuestra conversación, no insistí y seguí a Temess hasta una de las entradas. Por los pasillos, unos niños de la edad de Kyisse jugaban, dibujando el suelo con unas mágaras de colores y pensé con cierto respeto en las personas que al día siguiente de las fiestas lo limpiaban todo tan eficazmente.
Temess me invitó a entrar en un pequeño despacho donde, a falta de ventanas, brillaba una lámpara mágara que emitía una luz entre blanca y verdosa.
Solté un resoplido ahogado. Sobre el escritorio, en toda su longitud, se encontraba Frundis. Y delante, recién levantado de una butaca, me miraba de hito en hito un Jirio estupefacto.
—Creo que este es el bastón que andabas buscando —dijo Temess, al ver que no reaccionaba.
Con sumo esfuerzo, aparté los ojos de Jirio para posarlos en el humano… y luego en Frundis. Asentí.
—Tiene toda la pinta —murmuré. E inspiré hondo. Aryes me había avisado de que Jirio vivía en Dumblor, entonces, ¿por qué me causaba tanta sensación volver a encontrarme con el joven ternian? Su aspecto había cambiado mucho. Había crecido bastante y parecía haber pasado mucha necesidad. Tímidamente di un paso hacia delante y solté—: ¿Jirio?
Temess nos miró alternadamente, sorprendido. Jirio meneó la cabeza, aturdido.
—¿Qué es esto? —dijo, con una voz mucho más grave que la que conocía—. Shaedra… ¿Eres tú? Pero ¿y la Salvadora…?
Hice una mueca inocente.
—Soy yo —afirmé—. Aryes me dijo que estabas en la ciudad. Pero desgraciadamente no pude ir a verte al Labora… —De pronto, callé y palidecí—. ¿Frundis estaba en el Laboratorio?
Jirio agrandó los ojos.
—¿De qué estás hablando?
—Quiero decir, el bastón, ¿lo habéis encontrado en un laboratorio celmista? —pregunté, dirigiéndome también a Temess.
El humano asintió.
—Lo único que sé es que el inspector mandó el bastón a un laboratorio para que lo examinasen porque pensaba que podía tener sortilegios.
—Y efectivamente, los tiene —completó Jirio. Resopló—. Aún no acabo de creerme que estés aquí. Hace tanto tiempo…
Nos estudiamos con la mirada y al cabo sonreí anchamente.
—Me alegro de volver a verte.
—Y yo —aseguró él con calma. Me hizo un gesto hacia el bastón—. ¿Estás segura de que ese bastón es tuyo? Yo que tú no lo tocaría. ¿De dónde lo has sacado?
—El bastón no es mío, es amigo mío —lo corregí. Me avancé y cogí a Frundis. Un trueno horrísono y chirriante invadió mi mente y lo solté inmediatamente, siseando.
—Te dije que no lo tocaras —carraspeó Jirio—. Llevamos días intentando entender cómo está compuesta la mágara. Incluso he tenido que intervenir en una ocasión porque uno de los profesores casi se queda tieso del susto. Era un poco viejo y tuve que ayudar su corazón a seguir latiendo con relámpagos de electricidad. Me temo que este bastón no puede ser tuyo.
—¿Qué quieres decir? —me alarmé, preguntándome si pretendía robármelo para sus experimentos.
—Que no puedes siquiera tocarlo así que no puedes haber viajado con él. Debes de estar confundida.
Me encogí de hombros y volví a coger el bastón. De nuevo, un sonido inaguantable invadió mi mente y tuve la sensación de que me cruzaban cien lanzas vibrantes cada segundo.
«¡Frundis!», exclamé. Cogí el bastón entre mis dos manos y me puse a chillar su nombre con toda la fuerza de mi mente. «Maldita sea, ¡Frundis! Soy Shaedra. Ya estás en casa, así que cálmate. Cántame Giriara la cabezona o cualquier otra cosa, pero deja ya de atormentarte.»
La música se desvaneció poco a poco, indecisa.
«¿Shaedra?», preguntó Frundis. Parecía algo aturdido. «Shaedra, ¿estoy soñando? ¿Eres tú? Creo que he tenido una pesadilla. Hacía muchos años que no tenía una pesadilla tan larga. No he podido ni componer música. ¿Has dicho Giriara la cabezona? Pues claro que voy a cantártela. A menos que no seas Shaedra.»
«Soy Shaedra», le aseguré con dulzura, acariciándole el pétalo azul y el rojo. «Syu no está aquí, porque no le gustan las fiestas y como es más listo que yo se ha marchado a explorar. Tranquilo, supongo que estar rodeado de investigadores celmistas no debe de haber sido fácil así que no pienses más y concéntrate en la buena música.»
Había empezado a oír una melodía de laúd más alegre. Pronto una voz cristalina y burlona empezó a cantar:
Érase una vez, la planta
de un zapato, de un zapato,
que era la nariz de un pato.
Bajo una frente titánica,
unos ojos de llorona:
los del pueblo la llamaban
Giriara la cabezona.
Solté un suspiro aliviado y dejé de apretar el bastón con tanta fuerza. Frundis estaba en plena catarsis y era mejor dejarlo cantar todo lo necesario antes de hacerle cualquier pregunta seria.
Cuando alcé los ojos, vi a Jirio que me contemplaba atónito. Temess, por su parte, parecía aliviado al ver que no me había ocurrido nada malo.
—Ya está todo controlado —sonreí—. Muchísimas gracias por haberme traído a Frundis.
—¿Cómo lo has hecho? —interrogó Jirio—. Para traerlo aquí, he tenido que envolver la mágara de energía para adormecerla.
Sentí indignación al imaginarme a Jirio aturdiendo inconscientemente a Frundis. ¿Cómo había podido actuar así? No me extrañaba que Frundis estuviese todavía un poco nervioso. Claro que Jirio no podía saber que había estado friendo a electricidad a un músico compositor…
—Como he dicho, el bastón y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo —expliqué, evasiva—. Pero la situación está controlada. Ahora me está cantando una canción popular. Todo va bien —repetí al ver que Jirio seguía mirándome, incrédulo.
—Gracias, muchacho —dijo de pronto Temess—. Has cumplido con tu trabajo. Puedes volver a tu laboratorio. Aquí tienes la recompensa.
Le tendió al ternian una pequeña bolsa llena de kétalos. Fruncí el ceño.
—¿Cuánto es eso? —pregunté.
Jirio, con un gesto incómodo, cogió el dinero.
—Doscientos kétalos —contestó.
—¿Doscientos? ¿Por un bastón como Frundis? Es un insulto —afirmé.
—Verás, Shaedra… —Jirio carraspeó, echó una ojeada hacia Temess y preguntó—: ¿Puedo hablar un momento con la Salvadora? Nos conocimos en la Superficie. Somos amigos.
Temess negó con la cabeza y suspiré.
—Temess, por favor —dije con una cara implorante—. Me encantaría hablar con él en privado.
El humano nos obervó un momento en silencio.
—Sólo unos minutos —decidió.
Le sonreí.
—Gracias.
Salió de la habitación. Durante unos segundos, reinó un silencio total. Luego, Jirio se acercó a mí lentamente, como con timidez, y me cogió de los hombros.
—Todavía no salgo de mi asombro —admitió—. ¿Qué haces tú en los Subterráneos?
—Podría hacerte la misma pregunta —repliqué—. ¿Por qué no estás con tu hermano Warith?
Su rostro se ensombreció y dejó caer sus manos, apartando los ojos de mi mirada inquisitiva.
—Soy un fracasado —declaró, con un enorme suspiro—. Pero tengo mis principios. No pude soportar a Warith. Me fue totalmente imposible.
—¿Por qué? —pregunté, aun intuyendo las razones.
—Cuando me despedí de ti y volví a casa, Warith estaba luchando contra sus administradores porque decía que le estaban robando su dinero. Quiso que yo me ocupara de denunciarlos y de sanear sus cuentas. Estuve seis meses enteros intentando ayudarlo. Luego uno de los consejeros le convenció a Warith de que yo estaba falsificando las cuentas y mi hermano me encerró en su calabozo.
Palidecí, aterrada.
—¿Tu hermano te encerró en un calabozo?
—Como lo oyes —asintió—. Al de un mes vino a liberarme y se disculpó. Otro de los consejeros le había dicho que el primero le había mentido y Warith ahorcó a este en la plaza, delante de todos, sin juicio ni nada, ¿te das cuenta? Pero como tiene tanto dinero, todos los consejeros se las apañaron para que no se difundiese la noticia. Luego… hubo más historias y… finalmente huí del castillo y, por una serie de casualidades, acabé en un laboratorio celmista de Dumblor.
Agité la cabeza, pasmada.
—Vaya —dije—. Esto es… terrible.
Jirio sonrió.
—No tanto. Pero la vida en Dumblor tampoco es ideal. Y reconozco que empiezo a hartarme de tantos experimentos. Me he dado cuenta de que con todo lo que sé, podría ganarme la vida fácilmente. —Le devolví la sonrisa, aprobadora—. Tan sólo necesito un poco de dinero para empezar. Por eso he estado ahorrando durante estos últimos meses y… estos doscientos kétalos los voy a utilizar para salir de Dumblor, volver a la Superficie y emprender un negocio de lámparas mágaras de calidad.
—Es una buena iniciativa —reconocí—. Pero yo habría pensado que esos doscientos kétalos irían al laboratorio.
Jirio se sonrojó.
—Los laboratorios tan sólo venden los objetos fabricados por sus trabajadores. No venden mágaras encontradas. En realidad… me contactó una persona y me dijo que alguien estaba interesado por recuperar el bastón.
Resoplé.
—¿Así que robaste el bastón del laboratorio? ¿No es algo arriesgado?
—Lo es —confesó—. Pero todos confían en mí. Y todos piensan que soy un iluminado que en su vida tendría iniciativa como para robarles algo. Aún siento cierta vergüenza por lo que he hecho, pero necesitaba este dinero para marcharme. Shaedra, realmente, no solamente soy un ladrón, soy un maleducado: si es que no te dejo hablar. ¿Cómo es que de repente te has convertido en la Salvadora de la última Klanez? Todo el mundo en Dumblor habla del asunto. Y yo que creía que estarías estudiando en Ató.
Miré hacia la puerta. No tenía mucho tiempo para hablar con Jirio, lamenté.
—En realidad, llegamos a Dumblor un poco por accidente —admití—. Acabamos en la cárcel tontamente y cuando los guardias se dieron cuenta de que Kyisse tenía algo que ver con el castillo de Klanez, se inventaron todo este cuento de los Salvadores. Mira, si quieres, yo puedo darte parte del sueldo que nos da el Consejo. Por el momento no necesito nada, nos dan comida y vivimos como dioses —le aseguré, poniendo los ojos en blanco.
—Imposible —se negó él—. Antes le pediría dinero a Warith que a un amigo. Ya he visto con demasiada claridad los daños que puede causar el dinero en una persona.
Jirio, a pesar del tiempo transcurrido, no había cambiado, pensé. Seguía siendo una persona indecisa, pero de buen corazón. Me encogí de hombros.
—Creo que tienes una opinión equivocada. Te propongo un trato. Yo te doy cien kétalos más, que es lo único que tengo por el momento, y cuando lo necesite, tú me harás otro favor. Las cosas funcionan mucho mejor así —le expliqué, sincera.
Jirio me miró con cara sorprendida, reflexionó y luego asintió.
—Necesitaré más dinero si quiero comprar material de calidad para mis lámparas.
—Entonces trato hecho —concluí—. ¿Y cuándo piensas irte?
—Todavía tengo unas cuantas cosas que hacer pero… —Vaciló—. Quizá en un mes acabe.
—¿Acabar el qué?
—El proyecto que estoy llevando a cabo con otros especialistas. Verás, se trata de modular la materia para que ésta alcance un equilibrio energético resistente y durable. Un poco como lo que les sucede a las reliquias —explicó, entusiasmado—. Hemos hecho los cálculos y la teoría la tenemos más o menos clara. El problema es que por el momento no conseguimos aplicarla bien en los materiales que hemos elegido. —De pronto, se golpeó la frente con una mano—. ¿Ves? Este último año me he pasado tanto tiempo con estos temas que cuando empiezo a hablar, siempre tengo que sacarlos.
—Al menos parece gustarte lo que haces —comenté.
—Sí, y mucho. Pero no me acaba de convencer el funcionamiento del laboratorio.
—Lo sé. Aryes estuvo trabajando como voluntario durante unos días y me dijo que, aunque algunos investigadores parecían simpáticos, a los voluntarios los trataban como a simples cobayas.
—Aryes —repitió Jirio, frunciendo el ceño. Su cara se iluminó—. ¡Por supuesto! Ese joven kadaelfo de pelo blanco. ¿Es amigo tuyo?
—Sí. Y… él también es un Salvador ahora —lo informé con desenfado.
Jirio soltó un resoplido.
—¿Aryes, un Salvador?
Enarqué una ceja.
—¿Te parece más normal que yo sea una Salvadora?
En ese momento la puerta se abrió y apareció Temess con Kaota detrás. Por la expresión de esta última, parecía que ambos habían estado discutiendo.
—Ya está bien —declaró Temess. Estaba algo nervioso. Kaota a veces podía impacientar a cualquiera con tal de cumplir su trabajo.
—Temess —dije—. He decidido que el bastón valía más de doscientos kétalos. Quien lo ha traído debería cobrar más.
Temess me soltó una mirada agria.
—De ninguna manera —dictaminó.
—Estoy dispuesta a pagar de mi propio bolsillo, aunque el bastón sea un regalo de Fladia Leymush —repliqué, con tono enfático—. Si no te importa esperar, Jirio, voy a por el dinero.
Temess siguió mi movimiento hacia la puerta con una mirada exasperada.
—Está bien. Voy a hablar con Fladia a ver qué se puede hacer.
Me detuve y le eché a Jirio una mirada elocuente mientras Temess salía otra vez.
—Espero que no te estés atrayendo problemas —suspiró Jirio.
—Tengo ya demasiados como para que uno más me preocupe —repliqué.
Kaota, de pie junto a la puerta abierta, rezumaba un aura de reproche que no me pasaba desapercibida. Jirio sopesó la bolsa de doscientos kétalos y ladeó la cabeza.
—¿No decías que en este palacio vivías como una reina? —inquirió.
Aparté los ojos de los de Kaota y acaricié un pétalo de Frundis para calmarlo: acababa de oír una nota discordante y me preocupaba su estado de ánimo.
—Lo he dicho —concedí—. Pero las reinas también tienen problemas. Sobre todo si no quieren serlo —añadí, por lo bajo.
Jirio agrandó los ojos. Empezaba a entender que no estaba en el palacio por voluntad propia. Lo vi mirar de reojo a Kaota, receloso. Hubo un silencio.
—¿Así que no volviste a Dathrun? —preguntó.
—No. Volví a Ató. Y seguí estudiando. Hasta que…
Me mordí el labio pensativa y Jirio acabó por mí:
—Hasta que hubo problemas. Mm. Es difícil imaginar que alguien que estudia tranquilamente en una pequeña ciudad como Ató se encuentre de pronto en Dumblor encarnando una leyenda tan conocida en los Subterráneos.
—Es difícil —aprobé—. Pero no imposible si se conocen los detalles.
—Desgraciadamente, no tenemos tiempo —replicó Jirio, con una mueca apenada—. Tengo que volver rápidamente, o pensarán que de pronto me he vuelto un vago. El proyecto no espera. —Sonrió levemente pero luego frunció el ceño y añadió—: Será mejor que no comentes nada sobre lo del bastón, ¿eh?
—Yo acabo de recuperar a un amigo y tú al fin puedes tener tu propio futuro: todos ganamos —concluí, divertida.
—Qué irónico. Hace tan sólo unos días pensé en que algún día iría a Ató a visitar a una ternian con un mono gawalt. Por cierto, ¿dónde está Syu?
—Explorando la zona —contesté, contenta de que se acordara de él.
El silencio cayó sobre nosotros. Teníamos tanta cosa que decir y disponíamos de tan poco tiempo… Sentía como si ambos estuviésemos otra vez en Dathrun, repasando un pasado lejano. La imagen de Jirio andando por el Puente Frío, bajo un cielo azul e iluminado despertó en mí la nostalgia de la Superficie.
—¿Por qué elegiste los Subterráneos? —pregunté, rompiendo el silencio.
Ya se oían unos ruidos de botas por el pasillo. Jirio se encogió de hombros y sonrió.
—Si te lo contase, no me creerías.
En ese instante, Temess entró otra vez en el despacho, con otra bolsa de dinero.
—Aquí tienes, doscientos kétalos más —declaró. Lo noté impaciente de que se fuera ya el ternian y no me sorprendí de que Jirio cogiese rápidamente la bolsa y se acercase a la puerta con presteza. Pasó el umbral y la luz de fuego del pasillo iluminó sus ojos verdes cuando los giró hacia mí.
—Gracias, Shaedra. Te devolveré el favor.
Con el bastón en una mano, no podía hacerle el típico saludo de Ató, de modo que realicé el despido gestual de Dumblor: me toqué el corazón con el puño e incliné la cabeza brevemente.
Con un brillo de sorpresa en los ojos, Jirio me devolvió el saludo y, después de vacilar un segundo, se marchó.
«Pareces triste», observó Frundis, atenuando su música. «Me suena haber conocido a ese ternian. Pero no recuerdo dónde.»
Por una vez, no contesté, omitiéndole la verdad. Frundis no habría entendido que yo lamentara ver partir a quien le había estado martirizando con sortilegios.
Habían pasado más de dos semanas desde que habíamos recibido la carta de Asten y aún no teníamos noticias de nada. Algunos peregrinos de otros pueblos subterráneos habían empezado a llegar para ver a la Flor del Norte y Aryes y yo no parábamos de gastar el tiempo en apariciones públicas. Nos sentábamos en una especie de trono, rodeados de guardias con trajes estrafalarios, mientras iban desfilando por la sala personas de todo tipo. Muchos padecían de alguna enfermedad aunque otros eran simples curiosos que venían a comprobar que lo que se decía era cierto. Tres veces por semana, Kyisse pronunciaba un discurso en tisekwa que dejaba a todos muy impresionados, ya que la mayoría de los dumbloranos no sabía tisekwa. De cuando en cuando, enunciaba alguna frase en abrianés con un acento terrible. En esas ocasiones, raramente le salían bien las “d” ya que se ponía nerviosa frente a tanto público y a veces me entraban ganas de preguntarle a Fladia por qué tenía que imponerle tanto trabajo a la niña. Incluso me había propuesto yo a soltar algún discurso, pero la Fogatina insistía en que los Salvadores no eran nadie sin la Flor del Norte y que la gente quería oírla hablar a ella, no a nosotros. Me había quedado claro, muy a mi pesar, que Aryes y yo tan sólo éramos parte del decorado y que la Fogatina no confiaba aún en nosotros.
Los únicos que nos hacían caso eran Kaota y Kitari. Nos seguían a todas partes. El único momento del día en que nos dejaban tranquilos era durante la clase con el capitán Calbaderca que, satisfecho con su conducta, los mandaba a entrenarse o a descansar según quisieran. Ellos al menos tenían unas tres horas al día libres. Nosotros en cambio teníamos el día entero programado y no podíamos salirnos de ahí. Al levantarnos, teníamos que ir a bañarnos, luego a vestirnos como grandes emperadores, realizábamos una procesión hasta la recién bautizada Sala de Klanez y nos pasábamos ahí horas enteras como bellos muñecos, sentados bien rectos en nuestros tronos. Luego comíamos en las habitaciones del capitán Calbaderca y a la tarde asistíamos a clases de retórica, de tisekwa y de política. Incluso tuve que aprenderme listas enteras de frases de memoria para quedar bien en las comidas que organizaban el Consejo y las demás personas influyentes del palacio.
Era una verdadera tortura. Si no hubiese estado Aryes, seguramente habría huido en cuanto hubiera podido. No solamente Aryes tenía un don para hacer que me olvidara de todas mis contrariedades sino que además era más prudente que yo y sabía infundirme paciencia. Y lograba que a veces considerase que si Lénisu no había mostrado signos de vida quizá era porque todavía no había podido poner en práctica su plan. Sin embargo, como me gustaba pensar en todas las posibilidades, más de una vez me pregunté si Lénisu realmente tenía algún plan para sacarnos de ahí con éxito.
Por no hablar de que, teóricamente, no podíamos abandonar a Spaw y a Drakvian. Sin embargo, no sabíamos dónde estaban. Tal vez Spaw estuviera con Lénisu. Era imposible saber lo que realmente ocurría fuera de las paredes del palacio y lo peor era que a este paso, si no nos decidíamos, íbamos a quedarnos haciendo de títeres hasta que nos salieran canas y arrugas.
Había empezado ya el mes de Osuna cuando finalmente mi paciencia llegó a su límite: esto no podía durar. No podía aguantar más la manera en que nos estaban utilizando. Por eso, a la hora en que todos dormían, me envolví en armonías, puse discretamente unos cojines debajo de mi manta, cogí mi capa violeta y salí por la ventana que había dejado semiabierta a conciencia. La sombra de Kitari, velando por nosotros, no se movió. A la derecha, contra el muro, había un gran espejo y, sabiendo que cada vez que veía mi reflejo perdía la concentración, aparté la vista y me deslicé silenciosamente fuera de la habitación.
Salir del patio por los tejados no fue fácil y me hubiera sido de mucha utilidad saber levitar como Aryes. Sin embargo, yo era una gawalt, recordé. Y una har-karista. Por no hablar de que tenía garras.
«Ya sabemos que eres maravillosa», se rió Syu, saltando sobre mi hombro. «¿Te ibas sin mí?»
Le estiré la cola, juguetona.
«Ni hablar. Necesito que me guíes. Tengo que hablar con Lénisu.»
Syu apartó su cola, exasperado, y asintió.
«Entonces vayamos a hablar con Lénisu.»
Reforzando mis armonías para que no se deshicieran fácilmente, tomé impulso, di un bote y trepé por el muro hasta llegar a una terraza que pertenecía a otras habitaciones. Fui saltando de terraza en terraza, evitando los lugares donde pasaban guardias o gente trasnochada, hasta que aterricé finalmente cerca de los establos, junto a la enorme plaza que se extendía enfrente del palacio.
Me envolví con una nueva capa de armonías y empecé a recorrer una de las calles contiguas al palacio, rozando los muros con cautela. Pese a ser “de noche”, pasaban patrullas de cuando en cuando y, nada más verlas acercarse, me metía en otra calle o en algún rincón más oscuro para que no me vieran.
«Bien», dije, cuando me adentré en las calles de Dumblor. «¿Dónde viste a Lénisu por última vez?»
Sentí una onda de energías. Syu, rodeado de armonías, saltó a los adoquines y empezó a correr.
Subimos escaleras, recorrimos callejuelas y cruzamos varias plazas y jardines antes de que el mono gawalt se detuviese sobre un saliente de un muro. Puso cara pensativa.
«Creo que era por aquí», dijo, señalando con un dedo largo y negro un patio rodeado de una piedra esférica y poblado de estalagmitas. La entrada era una abertura de menos de un metro.
«Da miedo», confesé. Me escondí para ver pasar una patrulla no muy lejos y luego inspiré hondo. «Qué remedio.» Y crucé la entrada de ese extraño lugar. La única luz provenía de la calle y se difuminaba poco a poco, oscureciéndose.
Aquello no era un patio común y corriente, pensé. Las grandes columnas presentaban formas naturales fascinantes. Oí un ruido agudo y levanté la cabeza, temerosa. Entre el techo y las columnas, vi de pronto pasar una sombra volando. Oí otro chillido y desapareció la sombra voladora.
—Que los dioses te perdonen, tú, ¿qué haces aquí?
Me giré bruscamente y me encontré con que una persona acababa de entrar por la misma rendija que yo. Su rostro a contraluz apenas se veía.
—Sal de aquí —insistió.
—Oh —dije. Y eché un vistazo hacia las columnas, preguntándome si podían ayudarme en caso de huida—. Estoy buscando a una persona.
—¿Quizá me estés buscando a mí? —se burló mi interlocutor, acercándose.
Retrocedí, amedrentada.
—O a mí —dijo una voz a mis espaldas.
Me sobresalté y Syu se escondió debajo de mi cabello y mi capa, aterrado. Por si acaso, fui preparando un sortilegio armónico. A mi izquierda, había un pequeño elfo oscuro de ojos rojos y escrutadores. Y en la entrada la ternian encapuchada se cruzaba de brazos.
—¿Quién eres?
No era una buena idea contestar a esa pregunta. A lo mejor Lénisu no estaba ahí…
—Busco a Lénisu —declaré, sin responder a su pregunta.
La ternian se quitó la capucha, mostrando un rostro fino y muy pálido.
—Eso cambia las cosas —admitió—. Adentro.
Pasó delante de mí, hizo un gesto de saludo al elfo oscuro y desapareció detrás de una ancha columna. El elfo me miró, interrogante. Intenté animarme, en vano, pero seguí así y todo a la ternian y, al verla pasar por una puerta abierta de donde se desprendía una luz tenue, me dije que era más que probable que aquello fuera el antro de los Sombríos.
* * *
—¿Dónde está Lénisu?
—No puedo decírtelo —me contestó la ternian pausadamente mientras entrábamos en un pequeño salón circular—. Espérame aquí.
Me dejó en compañía del elfo oscuro, quien me invitó a sentarme en una de las butacas. Conté las puertas. En aquella habitación había nada menos que siete puertas.
—¿Eres su sobrina, verdad? —preguntó el elfo oscuro al cabo de un silencio.
Su expresión burlona me recordaba un poco a la de Nart cuando se metía con Wigy. Sus ojos sonrientes, sin embargo, me inspiraron desconfianza.
—Sí —contesté.
—Entonces, debes de ser la Salvadora —dedujo, con una leve sonrisa.
—Eso parece —asentí, incómoda. ¿Acaso todos los Sombríos se habían enterado de lo sucedido?
—Es curioso —prosiguió—. Conozco a Lénisu desde hace mucho tiempo. Jamás me mencionó que tuviera una sobrina. ¿De dónde eres?
—De Ató —contesté, lacónica—. ¿Y tú?
Él sonrió.
—De Dumblor de toda la vida.
—¿Y eres un Sombrío de toda la vida también? —inquirí.
—Casi —replicó—. Antaño era un adivino.
Se levantó, se acercó y se sentó en una butaca justo enfrente de mí. Reprimí una sonrisa.
«Un adivino, Syu, esto promete.»
El mono bufó y salió de su escondite, enseñándole los dientes al elfo oscuro. Este último mostró cierta sorpresa al ver al mono pero enseguida recobró una expresión burlona.
—Tiende la mano —me dijo.
—Has dicho que antaño eras adivino —le recordé—. Pero ahora no lo eres, ¿verdad?
—Un don no se pierde, querida —replicó él, con una sonrisa de farsante—. Tiende la mano y te diré si tu vida será larga o corta.
Puse cara aburrida y tendí la mano con las garras bien sacadas. Sonreí al ver su expresión.
—¿Tengo un futuro espinoso, verdad? —pregunté, teatral.
—No debería extrañarme que desprecies mi don —suspiró él, recostándose en su butaca—. Lénisu tampoco me tomaba en serio.
—¿Desde cuándo lo conoces exactamente? —inquirí, interesada.
—Desde que entré a trabajar como Sombrío. El chaval tenía diez años, fíjate tú. Era un muchacho muy espabilado. Y su hermana también. El Nohistrá los consideraba como a unos hijos. Hasta el día en que Lénisu lo traicionó.
Me miró con detenimiento, como intentando averiguar si sabía yo algo del asunto. ¿Cómo no iba a saber que Lénisu había trabajado en contra del Nohistrá para que dejase de estar al mando si él mismo me lo había contado?
—Me dijo que el Nohistrá lo había desterrado.
Los ojos del elfo brillaron de diversión.
—¿Desterrado? En absoluto. Lénisu lo abandonó. Y cuando volvió de la Superficie, ni siquiera se presentó ante el que lo había cuidado como un padre.
De pronto, una terrible idea se infiltró en mi mente.
—Tú… ¿Eres el Nohistrá?
El elfo oscuro se carcajeó.
—Ya me gustaría. Pero no. Yo soy su mano derecha.
Una de las puertas se abrió y salió un humano demacrado cuya piel parecía resumirse a una fina capa que casi dejaba ver sus huesos. Lo envolvía una energía que bailaba entre jaipú y morjás. Sus ojos, de un rojo intenso, brillaban como una linterna. Era una imagen que me resultaba muy familiar, pensé, sintiendo que la sangre me desertaba la cara.
—El Nohistrá Derkot Neebensha —presentó el elfo oscuro con una media sonrisa, mientras se incorporaba.
El Nohistrá era un nakrús. Me levanté lentamente, sin apartar la mirada de aquella silueta escalofriante.
«Es casi como Márevor Helith», observó Syu.
Casi, aprobé. Y tuve que rectificar. El Nohistrá no era un nakrús como el maestro Helith. Pero estaba en camino de convertirse en uno.
* * *
—¿Buscas a Lénisu Háreldin? —me preguntó el nakrús con una voz mesurada.
—Al mismo —contesté, escudriñándolo detenidamente. ¿Cómo podía un ser así haberse ocupado de Lénisu y de mi madre?
—Eres Shaedra, ¿eh? —El Nohistrá empezó a avanzar por la habitación circular con un andar poco agraciado. En su mano, llevaba un pequeño bastón negro con el que se apoyaba.
—Soy su sobrina. Lénisu está aquí, ¿verdad? —pregunté. Si no lo estaba, ¿qué demonios estaba haciendo yo ahí?, añadí para mis adentros.
—Se ha marchado a cumplir su cometido —contestó el Nohistrá—. Ergert, déjanos solos.
El elfo oscuro con cara de charlatán inclinó brevemente la cabeza y salió por una de las siete puertas. Con cierta inquietud, intenté recordar por qué puerta había pasado yo al entrar. El Nohistrá dio vueltas a su bastón, pensativo.
—¿Sabes? Tu tío es una persona muy habilidosa. Es capaz de salir con éxito del mayor lío posible. Sentémonos. La casa está tranquila a estas horas y no creo que nos importunen. Me gustaría hablar contigo —dijo, sentándose en una butaca—. Cuando le pregunté por ti, Lénisu me dijo que daría su vida por la tuya. Su sinceridad me llamó la atención. El muchacho no suele ser muy franco conmigo —reconoció—. Tuve que aplacar sus iras más de una vez. Siéntate —insistió, al ver que yo permanecía de pie.
Una vez sentados, el Nohistrá de Dumblor me miró con cara paternal.
—¿Nunca habías visto a un hombre como yo, verdad? Bah, al fin y al cabo, no estoy tan lejos de los cánones de belleza, pero quizá me falten unos años para alcanzar la imagen ideal.
Sus ojos, como dos bolas de fuego rojo, fulgían en su rostro escuálido. Me encogí de hombros.
—Según tengo entendido los nakrús tienen una percepción del mundo muy diferente de la de los demás mortales.
El Nohistrá sonrió al constatar que sabía reconocer a un nakrús.
—¿Mortales? —repitió, divertido—. Los nakrús perseguimos la inmortalidad.
—Bueno. Supongo que sabrás que un buen número de nigromantes que quieren convertirse en nakrús mueren después de intentarlo durante unos cuantos años. Una cosa es perseguir la inmortalidad y otra alcanzarla. Además, poder regenerarse no significa que no seas mortal.
Cómo se notaba que aquella tarde había estado ensayando retórica, pensé con ironía. Derkot Neebensha hizo una mueca divertida.
—Se ve que te has interesado mucho por la nigromancia. ¿Por casualidad no querrás aprender artes nigrománticas? Yo mismo podría enseñarte.
—No, gracias —repliqué.
El nakrús soltó una breve carcajada.
—Y ahora me das la misma respuesta que la que me dio Lénisu en su momento.
Me vinieron de muy lejos unas palabras que había dicho Lénisu hacía un año: “Maldigo el día en que me prometí que nunca tocaría la nigromancia”. A lo mejor estaría pensando en su querido Nohistrá al decir eso, me dije.
—¿Dónde está Lénisu? —insistí—. Me gustaría hablar con él.
—Va a ser imposible, querida, no está en Dumblor. Pero volverá, no te preocupes. Simplemente necesitaba que me hiciera un favor. Y le he prometido que velaría por ti —añadió con una sonrisa horrible.
—¿Qué favor? —repliqué.
—Oh. Nada muy complicado —me aseguró—. Te prometo que volverá con vida. Jamás se me ocurriría ponerlo en peligro de muerte. Al fin y al cabo… —Me dirigió una sonrisa—. Lo crié yo.
Me recorrió un escalofrío.
—Eso me ha dicho tu mano derecha.
—¿Mi mano derecha? —se sorprendió él.
—El elfo oscuro que acaba de salir —expliqué, frunciendo el ceño.
—Ah, Ergert. ¿Te ha dicho que era mi mano derecha? —Meneó la cabeza, divertido—. Yo no necesito más manos derechas que la mía —dijo, levantando su mano cubierta de un guante negro—. Pero dime una cosa, ¿quién es esa joven Klanez de la que todos hablan? Tengo mucha información sobre el asunto… pero me gustaría tener tu opinión. ¿De veras crees que es una niña especial o crees que simplemente la han sacado de algún orfanato de Dumblor porque les convenía?
—Kyisse es una niña especial —contesté con sinceridad.
—¿Así que piensas que de veras tiene el poder de entrar en el castillo de Klanez sin que le ocurra nada?
—Puede ser. Es curioso que te interese este asunto —observé.
—Mera curiosidad —afirmó—. Pero otra cosa. No voy a acribillarte a preguntas, pero simplemente te haré dos más y te dejaré ir después de revelarte exactamente el paradero de Lénisu. A menos que no contestes.
Traté de conservar la calma bajo la mirada sobrenatural del Nohistrá.
—Contestaré a las preguntas —dije—. A menos que no pueda.
—Muy bien. Primera pregunta: ¿qué tienes que ver tú con los Hullinrots y por qué te buscan?
Tragué saliva.
—¿Qué? —resoplé, desconcertada—. ¿Los Hullinrots? ¿Qué tienen que ver los Sombríos con los Hullinrots?
—Los Sombríos, nada. Yo en cambio, soy nigromante, por si no lo has notado. Y conozco a los Hullinrots. Por consiguiente, sé que te están buscando. Y sé que hay una historia muy grave ahí escondida que no me ha querido contar Lénisu. Confío en que me la cuentes.
—Espera un segundo. —Inspiré hondo—. ¿Estás diciéndome que los Hullinrots andan buscándome? ¿De verdad? Pero… ¿tienes pruebas?
—Si te fijas, por el momento has hecho más preguntas tú que yo. Y aún no has contestado. Te he dicho que los Hullinrots te están buscando. Al menos uno de ellos. Ahora bien, hablé no hace mucho con esta persona, en esta misma sala, pero no quiso decirme por qué te buscaba. Aun así, he oído rumores. Me llegó hace tiempo la noticia de unos ternians hijos de nakrús que andaban por la Cordillera de las Hordas. Al principio no te relacioné con la historia, hasta que oí el nombre de Jaixel.
—Por lo visto, sabes más de lo que decías en un principio —observé—. Y probablemente más que yo.
—Mira, no es que tenga un gran interés en esta historia, pero podría ayudarte si supiera más del tema. Sé que eres una chica valiente, casi estás hecha una mujer, pero si en esta historia hay un lich de por medio, me da a mí que necesitarás ayuda.
—¿Así que un Hullinrot vino a tu casa expresamente en mi busca? —murmuré, aterrada. Las palabras del maestro Helith nunca habían logrado asustarme realmente e incluso me había preguntado alguna vez si los Hullinrots existían de veras… Pero que el Nohistrá de Dumblor hubiese recibido en su casa a uno en persona cambiaba las cosas. Syu, al notar mi turbación, se agitó, incómodo, y se puso a trenzarme discretamente un mechón.
—Deberías contestar a mi pregunta si realmente quieres volver a ver a Lénisu —me recordó Derkot Neebensha.
—Eso es una amenaza —me alarmé—. Dijiste que volvería sano y salvo.
—Sí. Eso dije. ¿Y bien? ¿Qué tienes que ver con los Hullinrots y Jaixel, joven ternian?
—Si Lénisu no quería contártelo, debe de tener una buena razón —decidí, fulminándolo con la mirada.
El nakrús tuvo un rictus.
—Pero a lo mejor yo consigo que tú tengas una buena razón para decírmelo.
Alzó la palma de su mano guanteada y me estremecí al advertir que los guantes vibraban de energía brúlica.
—No puedes huir de aquí sin mi permiso —me avisó cuando estuve a punto de levantarme y de echar a correr hacia la primera puerta con la que topase—. Recuerda que estás entre Sombríos y que te has buscado el problema tú solita.
El pánico empezaba a invadirme y Syu soltó un bufido amenazante. Apliqué toda la teoría sobre la concentración que me habían enseñado el maestro Dinyú y Kwayat y traté de infundirme valor.
—Liberaste a Lénisu de la cárcel. Porque, según tú, es como tu hijo. Deberías tener más respeto por su sobrina —espeté, nerviosa, la mirada fija en su guante.
—Y tú deberías respetarme y obedecerme ya que soy casi como tu abuelo —replicó, burlón—. Contesta ya, ¿qué andan buscando los Hullinrots? No creo que sea tan terrible como para no decírmelo. No sé qué te habrá contado Lénisu sobre mí, pero que sepas que yo tengo sentido del honor y de la familia.
Me mordí el labio, indecisa. La familia, me repetí, alucinada. ¿Realmente me consideraba como una especie de nieta o me estaba tomando el pelo? Por otra parte, si le contaba lo de la filacteria, ¿qué podía pasar? Nada muy grave, puesto que el Nohistrá era un nakrús. No iba a denunciarme a los Mentistas.
—Jaixel me dejó parte de sus recuerdos —revelé—. Y los Hullinrots creen erróneamente que esos recuerdos podrán ayudarlos a entender mejor a Jaixel y así destruirlo. Al menos es lo que entendí.
—¿Jaixel te inyectó una especie de filacteria en tu mente, eh? —La intensidad de la luz de sus ojos rojos disminuyó—. Interesante. No sabía que se pudiera hacer eso. Pero claro, no estamos hablando de cualquier celmista, sino de un lich. —En su tono advertí un ligero deje de respeto y admiración—. Y, por supuesto, tú no recuerdas cuando sucedió todo eso, ¿verdad? —Negué con la cabeza—. Empiezo a entender la reacción de Ayerel y Zueryn —comentó. Agrandé los ojos al oír los nombres de mis padres—. Hicieron bien en huir. Márevor Helith está detrás de todo esto, ¿verdad?
Era una pregunta trampa, entendí. En realidad, lo que quería saber era si yo conocía a Márevor Helith. Me encogí de hombros.
—¿Quién es Márevor Helith? —pregunté inocentemente.
El nakrús carraspeó, escéptico.
—Está bien. Creo que hemos hablado suficiente de este tema. Lo de la filacteria me aclara unas cuantas cosas. Mira que este Lénisu siempre anda con secretos. Segunda pregunta: ¿perteneces tú a alguna cofradía que no sea la de los Sombríos?
Enarqué una ceja.
—No —dije simplemente.
—Pero eres una Sombría.
—Tampoco —negué, pacientemente—. Hace unos meses no tenía ni idea de que mi tío fuese un Sombrío.
—Ah —soltó Derkot, reprimiendo una carcajada incrédula—. Entonces te doy mi bienvenida a la cofradía de los Sombríos. Conozco tu expediente. Har-karista. Celmista. Con historias misteriosas relacionadas con un lich. Por no mencionar tu último éxito: meterte en un palacio como Salvadora de la última Klanez. Deberías pensarlo detenidamente. Te ofrecería un buen sueldo y misiones interesantes.
Me eché a reír y me levanté.
—Creo que esta conversación ha durado lo suficiente —declaré, anhelando ya estar otra vez en mi cuarto—. Ahora te toca a ti. ¿Cuándo va a volver Lénisu? ¿Y dónde lo has mandado?
El Nohistrá se apoyó en su fino bastón negro para levantarse.
—Lo mandé en busca de mandelkinias para que escarmiente —me informó con un tono desenfadado.
—¿Mandelkinias? —repetí, sin entender.
—También las llaman perlas de dragón. Son piedras preciosas. Mandé a tu tío en compañía de un extraño say-guetrán amigo suyo que vino a Dumblor hace un buen rato en su busca y que parecía dispuesto a escarmentar con él.
—¿Srakhi? —exclamé, sintiendo que mi corazón acababa de dar un vuelco.
—Ese mismo. En cambio, no sé cuándo volverán. Pero le he prometido a Lénisu que cuando vuelva con sus perlas de dragón le daré cuatro mil kétalos. Él piensa sin duda que así podréis salir todos de Dumblor. Pero como yo soy muy previsor y sé que eso es poco probable, he ido construyendo otro plan.
Me dedicó una sonrisa blanca y esquelética. De pie, junto a la butaca, lo miré con aprensión.
—¿Qué plan?
—Todo tiene que ver con la historia ésta de los Klanez que tiene emocionado a media Dumblor. No solamente ha aniquilado el intento de sublevación que llevaban unos preparando desde hace meses, sino que además se está preparando una expedición muy interesante al castillo de Klanez para sacar todas sus riquezas. Para muchos aventureros, es un sueño que se hace realidad. Bien. Como los Salvadores no os vais a salvar de esta a menos que se mueran todos los consejeros de aquí a unas semanas, creo que lo mejor va a ser que trabajéis para mí durante esa expedición, ya que por fuerza os van a hacer participar en ella. Y cuando vuelva Lénisu de recoger mandelkinias, haré todo lo posible para que os acompañe.
—¿Quieres que participemos en esa expedición que va a un castillo lleno de trampas, de donde nadie ha conseguido jamás salir en su sano juicio? Quieres matarnos —concluí.
—Ya veremos. Pero tú misma has pensado que la Flor del Norte no es un artificio. Puede ser una verdadera Klanez. Y en ese caso, no creo que el riesgo sea tal como lo pintas. En fin, no voy a discutir más sobre esto porque todavía lo estoy planeando y a lo mejor cambio de idea según me llega la información, pero sinceramente me parece que es la manera más elegante de sacaros del círculo del palacio. Ha sido un verdadero placer conocerte, Shaedra. Será mejor que vuelvas al palacio, o empezarán a sospechar de ti. Esa es la puerta para salir —indicó, significándome que la conversación había acabado.
Junté las manos en un saludo y dije:
—Espero que tu cariño hacia Lénisu sea sincero.
—Lo es. Aunque me traicionase cinco veces, seguiría queriéndolo —afirmó—. Sé que no me odia a mí, sino al Nohistrá.
Enarqué una ceja.
—¿Acaso no es lo mismo?
Los ojos rojos del Nohistrá brillaron más intensamente durante unos segundos pero no contestó.
—Buenas noches —añadí, antes de salir por la puerta que él había indicado.
«¿Por qué Lénisu siempre tiene que conocer a gente tan rara?», le pregunté a Syu, al salir del patio del antro de la cofradía.
«Al menos se interesa por nosotros», relativizó el mono.
«Yo no le he pedido ayuda. Claro que como todo está tan embrollado, al final hasta vamos a necesitar que nos ayude. Qué vergüenza. Ayudados por un nakrús.»
«Recuerdo que una vez me dijiste que Márevor Helith también nos había ayudado», apuntó Syu.
«No es lo mismo. Márevor Helith es un nakrús redimido. Él mismo dijo que no era nigromante. Pero Derkot Neebensha es un nigromante que está intentando convertirse en un nakrús. Qué ideas. Y encima se mete en nuestros asuntos», refunfuñé.
Abrumada como estaba por mis pensamientos, me había olvidado totalmente de fundirme en las armonías y, tras recorrer varias calles, me sobresalté al ver aparecer ante mí, en la penumbra, una silueta encapuchada y armada.
—Creí que no te encontraría.
Reprimí un gemido quejumbroso y me masajeé las sienes con las manos. Lo que faltaba.
—Kaota, yo no te he pedido que me siguieras. Es increíble. Se supone que nadie debería haberme visto salir del palacio. Eres peor que mi sombra —gruñí, malhumorada.
Kaota ni se inmutó.
—Total, no debería haberme movido de la cama —suspiré, agitada—. Malditos Sombríos.
Comencé otra vez a avanzar por la calle y la Espada Negra me siguió a unos metros. Al llegar al final de la calle, me detuve en seco.
—¿Para quién estás trabajando exactamente? —le pregunté, escudriñándola con la mirada.
Kaota puso cara sorprendida.
—Para ti —contestó.
—No. Digo aparte. ¿Para quién me espías?
Por una vez vi pasar en su rostro una expresión ofendida.
—No soy una espía, Salvadora, soy una Espada Negra —replicó con tono categórico.
La observé detenidamente. ¿Acaso decía la verdad? Me costaba creerlo.
—No lo entiendo —confesé—. Yo no estoy pagando ninguna escolta. De modo que deben de ser la Fogatina o el capitán Calbaderca o el Consejo, pero alguien tiene que sacar algún beneficio por ponernos una escolta.
—Me temo que a pesar del tiempo que llevo trabajando para ti no has entendido cómo funciona la Guardia Negra —suspiró la joven belarca—. Los guardias somos independientes del Consejo desde hace más de treinta años. Fue el Tribunal quien decidió que necesitabas escolta. El capitán Calbaderca nos eligió a mi hermano y a mí y cobramos el sueldo de cualquier Espada Negra. No hay más. No rendimos cuentas a nadie. Tan sólo tenemos que protegeros a Aryes y a ti. Aunque, por lo visto, has decidido ponérmelo difícil.
Me quedé un momento en suspenso, meditativa. Kaota parecía sincera. Y lo cierto era que tendía a pensar que lo era. Aunque durante la mayor parte del día raramente cruzábamos alguna palabra, habíamos conversado más de una vez y había empezado a conocerla. Sabía que Kaota era una buena persona, sencilla y honesta en muchas cosas. Pero yo siempre había tenido mis reservas porque estaba convencida desde el principio de que ella y su hermano nos espiaban más que nos protegían.
Me sentí algo abochornada.
—Lo siento, Kaota —murmuré al cabo—. Siento haberte insultado de esa manera. Pero debes entender que en ese palacio no me puedo fiar de nadie.
—En eso estamos de acuerdo —sonrió.
Bajamos juntas unas escaleras. Cuando llegamos abajo, carraspeé.
—Entonces, no comentarás a nadie lo que ha ocurrido hoy, ¿verdad?
—Un Espada Negra ni juzga ni desvela secretos —replicó Kaota con firmeza.
Hice una mueca pensativa y confesé:
—A veces me vendría bien que compartieses tu opinión conmigo. Además, estoy segura de que desde el principio piensas que soy una estafadora tremenda.
—¿Una estafadora? —repitió Kaota, poniendo cara de incomprensión.
—Por ser la Salvadora de una leyenda en la que me cuesta creer —expliqué.
La guardia resopló.
—No pienso que seas una estafadora. Precisamente porque desde el principio no intentaste ocultar que no eras la Salvadora.
—Así que tú también piensas que es ridícula la leyenda según la cual la Flor del Norte sana a mil personas y los Salvadores a otros tantos… ¿verdad?
—Yo no he dicho eso. Al principio pensé que tan sólo eras una niña con suerte sacada de algún lugar por Fladia Leymush para montar un circo. Pero ahora he cambiado de opinión y pienso que realmente eres la Salvadora. Llevo toda mi vida entrenándome como guardia y tú has conseguido salir de un palacio sin que me enterase a tiempo. Tienes un bastón mágico y sabes hablar con los monos. Y… Bueno, seguro que hay más.
La observé con una media sonrisa divertida.
—Yo también llevo entrenándome toda la vida para servir a mi pueblo de Ató. No creo que mis habilidades para esconderme vengan de algún don especial reservado para los Salvadores —comenté, burlona—. Y, por cierto, no sé hablar con los monos. Sólo sé hablar con Syu.
«No hace falta más», me aseguró el mono, con tono convencido.
Seguimos caminando en silencio durante un rato y entonces Kaota preguntó con tono vacilante:
—¿Y adónde has ido?
Se me escapó una carcajada.
—Un Espada Negra no juzga —dije, solemnemente—. Bueno. Para serte sincera, tenía que hablar con una persona a la que quiero mucho. Pero desgraciadamente no se encontraba allá donde he ido.
La curiosidad brillaba en los ojos castaños de Kaota.
—No acostumbro ser indiscreta —confesó—, pero… esa persona ¿es un Sombrío? Antes has pronunciado la palabra “Sombríos” —dijo, para justificarse.
—¿Y qué, si lo es? —inquirí, enarcando una ceja.
La Espada Negra se encogió de hombros.
—Los Sombríos tienen mala fama.
—No te lo voy a negar —concedí—. Pero esa persona en particular es honrada y de buen corazón.
Kaota se mordió el labio y adiviné su dilema: un Espada Negra normalmente jamás interfería en los asuntos de las personas a quienes protegían, pero al mismo tiempo deseaba saber a quién estaba protegiendo exactamente. Tal vez pensase que a lo mejor yo era una Sombría también…
—No te cortes —la alenté, sonriente.
La belarca hizo una mueca cómica.
—Bueno, esto, no le digas al capitán Calbaderca que he incumplido las reglas, ¿eh?
—Ni se me ocurriría —le prometí.
Carraspeó y se lanzó:
—¿Cómo puede ser que conocieses a esa persona si nunca habías estado en Dumblor?
—Porque vine a Dumblor con ella —contesté con tranquilidad.
—Oh. —Frunció el ceño—. ¿Y por qué la Fogatina no la invitó a palacio?
—Porque cuando la Fogatina fue a buscarnos a Aryes y a mí a la cárcel, mi tío, que es la persona de la que hablamos, ya no estaba ahí.
Hice una mueca al ver que mi respuesta le había generado a Kaota muchas más dudas.
—La cárcel —murmuró—. Me temo que será mejor que no sepa más del tema.
Me encogí de hombros.
—Como quieras. La verdad es que si te contase más detalles desmitificaría ligeramente la bella leyenda de los Salvadores y de la Flor del Norte —admití.
Mi comentario pareció dejarla pensativa. Estábamos casi llegando al palacio cuando ella dijo:
—En todo caso, espero que la próxima vez que pienses salir del palacio de esa manera, me avises para que yo pueda cumplir mi trabajo correctamente.
Meneé la cabeza, impresionada.
—Realmente te tomas en serio tu trabajo. Te aseguro que el riesgo de que me pase algo malo es más bien bajo. —Entonces recordé la mano enguantada llena de energía del Nohistrá de Dumblor y añadí—: Por el momento, al menos.
Mis últimas palabras no le pasaron desapercibidas a Kaota y ésta enarcó las cejas.
—¿Entonces me prometes que no volverás a huir de mí? —me preguntó.
La observé y le dediqué una leve sonrisa.
—Procuraré.
Ella no pareció muy satisfecha con mi respuesta.
Cuando volvimos al cuarto, Aryes y Kitari estaban conversando y, al vernos entrar por la ventana, ambos se levantaron de un bote.
—Shaedra, a veces tienes cada idea —suspiró Aryes, aliviado al constatar que no me había ocurrido nada.
Percibí la leve sonrisa de Kaota.
—Kitari, creo que al fin ha entendido que no éramos espías del Consejo —comentó, burlona.
Kitari hizo una mueca teatral, impresionado.
—Vamos avanzando.
* * *
Cuando nos despertaron, al día siguiente, nos llegó la Fogatina en persona con su escolta y su túnica roja. Entró en nuestro cuarto mientras me arreglaban el pelo tres mujeres para la habitual ceremonia pública. Fladia avanzó con un andar majestuoso y declaró:
—Salvadores, ha llegado el momento para vosotros de entrar en escena. Vais a leer un papel en el que informaréis a todos los presentes que vais a organizar, con la ayuda excepcional del Consejo, la gran expedición Klanez.
Intercambié una mirada afligida con Aryes. Esto iba de mal en peor. Aunque, si el Nohistrá realmente quería ayudarnos, quizá no fuese tan mala idea salir de Dumblor, aun con pompa y rodeados de decenas de aventureros y cazatesoros. Siempre podíamos escabullirnos a mitad de camino. Claro que no sería lo que planeaba el Nohistrá.
—Este quiere unirse a la expedición para buscar la cimitarra Cobra —leí, con una carcajada ahogada—. ¿Te imaginas? ¡La legendaria espada! Ah, y también desea encontrar el polvo mágico de Abansil.
Aryes apartó su mirada de los papeles que sostenía en sus manos y sonrió.
—Un tal Elvon está en busca de la Tierra Prohibida. Y cree que existe un monolito en el castillo que lo llevará ahí.
—Está claro que en esta expedición vamos a estar rodeados de locos —suspiré.
—Bueno. ¿No dicen que los que van al castillo de Klanez se vuelven locos? Mejor que lo estén ya desde el principio, así no pierden nada —razonó.
Miré la montaña de cartas que aún debía leer y me golpeé la frente con el puño.
—Impresionante. Quién hubiera imaginado que habría tanta gente dispuesta a participar —confesé.
Sentados en nuestra habitación, llevábamos más de una hora leyendo cartas de aventureros, celmistas, guerreros, exploradores y demás valientes que deseaban participar en la expedición Klanez. La Fogatina nos había entregado las primeras cartas que le habían llegado. La mayoría eran breves y resumían las habilidades de la persona en cuestión, sus motivaciones y su ocupación actual. Sin embargo, algunos habían escrito auténticas historias. Uno de los zapateros de Dumblor argüía que era descendiente de la familia Euselys, de la cual uno de los miembros llamado Sib era el abuelo de Kyisse, y por consiguiente que estaba en su derecho de reclamar cierta cantidad de dinero por el botín que se pudiese encontrar en el castillo. Y no contento con eso, deseaba mandar a un hijo suyo de veintitrés años para cerciorarse de que le llegaría su parte. Otro, esta vez un comerciante de madera, proponía mandar a un leñador suyo por si había que talar algún árbol en Klanez, afirmando además que su hombre era un guerrero veterano. También había celmistas científicos interesados por el fenómeno energético del castillo, exploradores temerarios que deseaban ser los primeros en dibujar un mapa de la zona… En definitiva, había mucho entusiasmo por parte de los aventureros que, atrapados en Dumblor en situaciones delicadas, se querían apuntar a una empresa que prometía una repartición del botín generosa.
Kaota y Kitari, sentados en el parqué, jugaban a las cartas. Les eché una ojeada de envidia y volví a mis aburridas cartas.
—Un gran arquero que lleva veinte años sin empuñar un arco —dije, distribuyendo una a una las cartas.
—Una celmista que se autoproclama bruja y dice que sabe mucho de maldiciones —replicó Aryes, resoplando.
Íbamos comentando una a una las cartas y clasificándolas, descartando las que dejaban evidente la falta de competencias requeridas para una expedición así. De todas formas, no me habría extrañado que, llegado el momento, muchas personas se echasen para atrás. Al fin y al cabo, presentar su candidatura quedaba bien, pero cuando se trataba de aceptarla…
Al abrir una de las cartas me quedé mirándola, estupefacta.
—Un joven aventurero que sabe manejar espadas y dagas —leía Aryes—. Vaya, este parece sincero.
—Aryes —dije, recuperándome del susto poco a poco—. Ten, mira esta carta.
Intrigado por mi tono de voz, cogió la hoja y frunció el ceño.
—¿Los Leopardos? Me suena mucho ese nombre…
—Son unos cazarrecompensas. Tuve el honor de conocerlos en Aefna. Te hablé de ellos —añadí, elocuente.
Aryes hizo una mueca pensativa y asintió.
—Ahora lo recuerdo. ¿Crees que han venido a Dumblor expresamente para participar en la expedición?
—Quién sabe —contesté, meditabunda.
Y entonces Aryes soltó una risita.
—Ponen que son grandes aventureros que han cumplido misiones de alto alcance. —Enarcó una ceja—. ¿No me dijiste que eran unos chapuceros?
—De alto alcance —afirmé, riendo. Y seguimos leyendo cartas y decidiendo cuáles nos parecían serias y cuáles no. Todo aquello era más una estrategia de la Fogatina para mantenernos ocupados que para que hiciéramos algo realmente útil, pensé, mientras sobrevolaba las cartas con la mirada, aburrida. ¿Era acaso lógico que tanta gente quisiese ir al castillo de Klanez cuando los Salvadores deseaban más que nada volver a ver el sol? Me extrañaba que tuviésemos que ser nosotros los que eligiéramos a los participantes. Sin duda, la Fogatina y sus amigos harían lo que les diese la gana con nuestro trabajo.
Aryes y yo pasábamos varias horas al día leyendo cartas y clasificándolas. Y mientras a nosotros nos saturaban con la expedición, en los pasillos y los salones las conversaciones, aburridas ya de la Flor del Norte, giraban en torno a la subida de impuestos y a unos recientes contratos comerciales con la ciudad de Kurbonth. Por el padre de la familia vecina de nuestro cuarto me enteré de un ambicioso proyecto emprendido hacía décadas e ideado hacía dos siglos que pretendía cavar el primer camino seguro que ascendiese directamente hasta la Superficie y desembocase junto a Kaendra. En aquellos días, se habló mucho del asunto por un terrible desprendimiento de roca que había cobrado la vida de una decena de trabajadores. Muchos veían con malos ojos el Camino del Sol, como lo llamaban, ya que estaban convencidos de que los kaéndranos no serían capaces de proteger debidamente su entrada del túnel.
En cualquier caso, poco a poco, la gente empezaba a desinteresarse de nosotros y Aryes y yo, una vez que la Fogatina ya no nos entregaba más cartas, pudimos respirar con más tranquilidad.
La expedición estaba prevista para el primer Jabalina del mes de Vidanio. Nos quedaban aún dos semanas enteras. Y en ese tiempo Lénisu tenía que volver con sus perlas de dragón, de lo contrario me había jurado que iría a casa del Nohistrá a pedirle una explicación. Ya me imaginaba al nakrús riéndoseme a la cara por creerme lo de las perlas de dragón…
Una mañana en que nos dirigíamos hasta la Sala de Klanez arrastrando los pies y vestidos con atuendos de lo más ridículo y pomposo, vimos a Asten en los pasillos. En cuanto nos divisó, rehuyó nuestra mirada y tomó otro pasillo alejándose a grandes zancadas.
Aryes y yo compartimos una mueca pensativa. Estaba claro que el Monje de la Luz no nos ayudaría a salir de ahí, pensé. ¿Para qué se iba a poner a actuar él si Lénisu estaba fuera de la ciudad buscando mandelkinias? Al final, sus intenciones de “negociar” habían quedado en nada. No le reprochaba su prudencia, pero me hubiera gustado que al menos nos hubiera sonreído y saludado.
La verdad era que empezaba a preocuparme seriamente por mi futuro próximo. Todo indicaba que estábamos lejos de liberarnos de las cadenas que nos habían impuesto la Fogatina y el Consejo de Dumblor. Kyisse, en cambio, estaba entusiasmada con la idea de «volver a casa», convencida, por lo visto, de que iba a encontrar a sus padres.
Seguidos de Kaota y Kitari, desembocamos en la gran Sala de Klanez y nos sentamos en nuestros bellos tronos. Dejé a Frundis contra mi asiento y solté un inmenso suspiro. Aquel día nos tocaba dar la bienvenida a todos los participantes de la expedición. Como siempre cuando se trataba de ir a esa sala, Syu se había escaqueado. Reprimí la envidia que me inspiraba su libertad.
—Ánimo —murmuré entre dientes, mientras contemplaba la muchedumbre que se amontonaba a ambos lados de las puertas principales.
Aryes sonrió.
—¿Lista para hacer de Salvadora? —preguntó.
—Qué remedio.
Se abrieron las enormes puertas y entró, al ritmo de una música solemne, toda una fila de personas más extrañas las unas que las otras. Mientras éstas avanzaban por la alargada sala, una especie de heraldo clamaba un mensaje para todos los presentes. Concentrada en detallar a mis presuntos futuros compañeros de viaje, apenas presté atención a lo que decía hasta que lo oí anunciar la llegada de la Flor del Norte.
Efectivamente, en ese mismo instante aparecía, llevada sobre una litera como una pequeña emperatriz, una Kyisse iluminada por una luz antinatural que, supuse, provenía de alguna mágara colocada junto a ella para darle aires misteriosos. Curiosamente, la habían dejado ponerse su tan amado vestido blanco de siempre. En cambio a la pobre le habían atormentado el pelo colocándole una suerte de sombrero de al menos medio metro de altura lleno de sortijas de oro y piedras preciosas. Se me pasó por la cabeza que con ese sombrero se podía pagar de sobra a todo un séquito de guardias para que nos acompañaran hasta la Superficie…
Kyisse fue a sentarse en su trono, junto a nosotros, andando muy recta. Adiviné que no debía de ser fácil llevar todo ese peso sobre la cabeza.
—Buenos días, Kyisse —le dije, sonriente—. ¿Qué tal has dormido?
La niña se encogió de hombros con aire triste.
—He soñado. Estabais en el sueño. Y Lénisu, Drakvian y Spaw también —especificó.
Hice una mueca.
—Vaya. ¿Y qué has soñado?
Sus ojos nos miraron alternadamente a Aryes y a mí.
—Que vosotros abandonarme —contestó simplemente—. Como dice Fladia.
Me atraganté con mi saliva y se adelantó Aryes:
—¿Abandonarte? ¿Nosotros a ti? Kyisse, ya sabes que eso es imposible.
—Fladia… —Resoplé—. ¿Es posible que te haya dicho eso? —pregunté.
Kyisse se mordió el labio y negó con la cabeza.
—No eso exactamente. Dice que vosotros no queréis que yo veo a mis padres.
—¿Qué? —jadeé, sintiendo el enojo invadirme—. Maldita Fogatina —siseé.
Oí el carraspeo de Kaota y, extrañada, me giré hacia ella, de pie, junto a los tronos. La belarca mantenía una pose absolutamente impecable. Moviendo apenas los labios, gruñó:
—Se supone que no debería hablar pero… algunos os están mirando raro.
Eché una ojeada hacia la sala y retomé mi compostura.
—Mmpf. Esto no quedará así —afirmé.
—Debes saber, Kyisse, que lo que dice Fladia no siempre es verdad —agregó Aryes, antes de callarse.
Todos los miembros de la expedición se habían colocado en la parte delantera de la sala. Paseé mi mirada por sus rostros y enarqué una ceja. A mi derecha, de pie y vestidos con la misma ropa que la última vez, estaban los Leopardos. Reconocí primero a Sabayu, la joven humana, que por una vez no jugueteaba con su pelo pelirrojo. También estaban Lassandra, Ritli y Hawrius. A pesar de su ropa elegante, estaban más delgados y supuse que todo no les había ido bien durante los últimos meses.
Kyisse volvió a su litera y, llevada por dos portadores de túnicas doradas, levantó sus manos para tocar las frentes de todos, a modo de ritual, mientras el heraldo pronunciaba sus nombres. Así, supe que un tal Borklad, joven humano de pelo negro, formaba parte también de los Leopardos y deduje, por su prestancia, que debía de ser el jefe de la banda.
De pronto, el heraldo se giró hacia los tronos y entendimos que nos tocaba actuar. Empezamos a saludar a los participantes uno a uno, Aryes por un lado y yo por otro. Yo les ataba alrededor de sus muñecas un brazalete simbólico supuestamente bendecido por la Flor del Norte y Aryes les entregaba un pergamino oficial del Consejo.
El primero de la fila era un arquero rastreador que se inclinó profundamente ante mí con una sonrisa pícara.
—Hanor Manaelsi —se presentó, con una voz afeminada.
—Un honor —contesté—. Bienvenido a la expedición Klanez.
En total, eran unos cuarenta voluntarios, más quince Espadas Negras. Más o menos había dos tercios de guerreros aventureros y uno de exploradores más intelectuales, de los cuales tres celmistas, un cartógrafo, un geólogo, un escritor y un botánico.
Entre los guerreros, hubo unos cuantos que me intimidaron bastante, en particular un mirol anormalmente alto y forzudo que me sonrió con todos sus dientes y pronunció:
—Dabal Niwikap.
Cuando me tendió su enorme puño para que atase el brazalete di un respingo sin quererlo y me tropecé con mi maldito vestido. Su manaza me asió el brazo antes de que me cayera.
—Uh. —Molesta, me pasé una mano por la cabeza—. Gracias.
Al advertir las sonrisillas divertidas de los vecinos, carraspeé, le até el brazalete a Dabal y solté, sonriente:
—Bienvenido a la expedición Klanez.
La siguiente era una celmista sibilia de cara algo arrugada y pelo morado. Sus ojos azules me contemplaban detenidamente.
—Soy Aedyn Sholbathryns —pronunció, inclinando levemente la cabeza.
—Bienvenida a…
—¡Aaaaaah!
El grito repentino me heló la sangre en las venas.
—¿Qué demonios…? —resopló uno de los aventureros cerca de mí.
Tensa, volví los ojos hacia atrás y los alcé hacia el techo. Lo que vi me dejó un momento aterida por la sorpresa. Agarrándose a una de las estatuas incrustadas en el alto muro, colgaba Spaw sobre el vacío.
—¡Ayudadme! —suplicaba el demonio, muerto de miedo.
Se me escapó un sonido gutural.
—Oh, no… —murmuré, aterrada, cogiéndome el rostro con las dos manos.
Me precipité hacia él y solté:
—¡Traed algo! Un colchón, cojines, ¡algo! Demonios. Se va a caer.
En la sala, se había elevado un barullo de voces incrédulas que, de pronto, se incrementó. Me giré hacia el público, agitada, y me quedé boquiabierta durante unos segundos al ver a Aryes despegar del suelo.
—Spaw, ¡aguanta! —grité—. Aryes va a por ti.
—¡Pues como no se dé prisa…! —contestó él. Soltó un grito ahogado—. Maldición —juró, y soltó unas cuantas palabrotas.
Aryes se iba acercando cada vez más a Spaw, levitando con una facilidad impresionante.
—Es increíble —oí decir a alguien, a mi lado.
Era Kitari, quien se agitaba, inquieto. Le dediqué una sonrisa.
—No te preocupes, Aryes es un gran levitador. Voy a… ver dónde anda ese colchón. Por si acaso —añadí, al ver que el Espada Negra me echaba una mirada alarmada.
Aryes llegó hasta donde estaba Spaw. Soltó un resoplido.
—¡Deja de agitarte! —se quejó.
El demonio, obediente, dejó de dar patadas en los aires y se dejó coger por el kadaelfo, pero volvió a rebullirse casi enseguida, como si le estuviese atacando una pulga. Poco a poco, fueron bajando. El público retenía la respiración, expectante. Entonces, vi que Spaw se agarraba el cuello con una mano, como agitado de spasmos. Aryes tenía dificultades para sostenerlo.
—Demonios, la última vez no estabas tan nervioso —refunfuñó este último con el rostro contraído por el esfuerzo.
Spaw siseó algo que no oí y, de pronto, Aryes perdió el equilibrio energético. Ambos empezaron a caer y gritaron con toda la fuerza de sus pulmones. Unos guardias acababan de colocar unos cojines que había en la sala, pero así y todo el impacto contra el suelo me dejó lívida de espanto.
Me abalancé hacia ellos, seguida de Kaota, Kitari y otros guardias, y vi con alivio que ambos levantaban la cabeza, conscientes. Aryes gruñía contra Spaw mientras éste tiraba su collar de perlas como si se tratase de una serpiente venenosa.
—Maldita mágara —dijo con grandes ademanes, sentado entre los cojines—. Se ha estropeado su mecanismo y me estaba friendo a energías —explicó, aturdido—. “Un collar potente y durable” —pronunció, imitando una voz más grave—. Venga ya, cómo me engañó. Soy tonto —nos declaró.
—Ya, ya, ¿realmente piensas que me voy a creer esa historia del collar? —replicó Aryes, malhumorado—. Te has agitado a posta.
—Pues claro, me encantan las caídas. Por los quince rayos del Poniente, fue el collar. Quién iba a imaginar que ese condenado me daría una mágara tan desastrosa.
—No sé de quién hablas pero está claro que tu collar es una baratija —masculló el kadaelfo.
—Y que lo digas —replicó él.
Ambos estaban muy tensos e intervine para evitar cualquier discusión:
—Bueno, el caso es que estáis vivos y no parece que tengáis nada roto. Hola, Spaw.
El demonio levantó los ojos y parpadeó.
—Hola, Shaedra. Qué alegría verte. Por cierto, gracias, Aryes, por salvarme.
—Mmpf —carraspeó Aryes, burlón—. De nada, es natural.
En ese momento, ambos parecieron percatarse de que cientos de personas los estaban contemplando, curiosas y ansiosas por saber lo que estábamos diciéndonos. Aryes se levantó de un bote y le susurró a Spaw:
—Shaedra y yo tenemos que seguir con la ceremonia, pero luego tendremos tiempo para hablar.
—Odio las ceremonias —suspiró Spaw, incorporándose a su vez.
Poco a poco, se calmaron los ánimos. El heraldo soltó un discurso muy apropiado y todos aclamaron la bonita prestación de Aryes. La atmósfera de la ceremonia se cargó de una solemnidad más profunda al ver que los Salvadores parecían tener verdaderos poderes.
Mientras Spaw se arrimaba a un muro lateral, seguimos distribuyendo brazaletes. Cuando llegué a la altura de los Leopardos, la joven pelirroja se inclinó desenfadadamente y soltó:
—Sabayu.
—Encantada —contesté y añadí—: Creo que la última vez que nos conocimos no nos habíamos presentado.
La humana agrandó los ojos, sin entender. Entonces, a su lado, Hawrius, el mediano, resopló.
—A ti te conocemos, ¿verdad?
—Nos conocemos —asentí, mientras le ataba a Sabayu el brazalete—. Bienvenida a la expedición Klanez.
Cuando me detuve ante el mediano, a este pareció iluminársele la cara.
—Eres la del cuartel general de Aefna.
—Increíble —dijo Lassandra, meneando la cabeza.
—Bueno, algo increíble sí que es —reconocí, mientras les ataba las pulseras—. Yo apenas me lo creo. Pero esto es la realidad. ¿Qué hacéis por los Subterráneos? Dijisteis que os irías a las Repúblicas del Fuego.
—Of —dijo Lassandra—. Salimos de las Repúblicas hace tiempo. Hace dos meses que estamos en los Subterráneos.
—Así que habéis renunciado a la espada —deduje, divertida, mientras me adelantaba hasta llegar junto a Ritli, el caito del grupo.
—En cuanto supimos que nos habían engañado —replicó éste, tendiendo la mano—. Ritli, para servirte —añadió, alzando la voz.
—Me gustaría saber quién es el propietario de esa espada —terció el hombre de pelo negro a la derecha de Ritli. E inclinó levemente la cabeza—. Borklad, a tu servicio.
Le até la pulsera, le dediqué una amplia sonrisa y solté, sin contestar:
—Bienvenidos a la expedición Klanez.
Sentados en unos bancos, en los jardines del Palacio, Spaw nos contaba todas sus peripecias desde que nos habíamos separado.
—Veréis, me pasé un mes trabajando como picador en el Camino del Sol ése que están haciendo, pero cuando salisteis de la cárcel y supe que estabais bien aunque no saldríais de ahí fácilmente, decidí ir a visitar a… —Echó una ojeada discreta hacia Kaota y Kitari, quienes se paseaban tranquilamente por el jardín. Bajó la voz—: Zaix. —Aryes y yo intercambiamos una mirada sorprendida—. Al pasar por el Bosque de Piedra-Luna, me encontré con un amigo de mi antiguo instructor y como él no debe saber dónde se encuentra… mi padre, entonces tuve que dar ciertos rodeos para despistarlo, ¿entendéis? Hace dos días volví a Dumblor y aquí estoy.
—¿Y a qué se debe que hayas utilizado el collar, si hubieras podido venir andando? —inquirí, con el ceño fruncido.
Spaw se rascó la mejilla, molesto.
—Estuve envuelto en una pelea. Me seguían unas personas malévolas y tuve que utilizar el collar… —Carraspeó ante nuestras expresiones escépticas—. Bueno, es más complicado que eso —confesó—, se trata de un trabajo que hice hace años, con mi antiguo instructor. Nos salió algo torcido y resulta que uno de los perjudicados, un tipo exento totalmente de sentido común, se ha trasladado a vivir a Dumblor y ahora me quiere muerto. Básicamente —concluyó.
—Escalofriante —comentó Aryes, acariciando a Syu, que pasaba por sus rodillas—. Entonces te vendrá bien la expedición. Nos alejaremos de Dumblor y ya no pasará nada.
—Quedan aún dos semanas —apunté.
—En dos semanas uno puede morir unas cuantas veces —afirmó Spaw, burlón.
Syu enseñó sus dientes al demonio y sonreí.
—Syu dice que en dos semanas puedes vivir mucho más que morir —traduje.
Spaw puso cara pensativa.
—Cierto. Ese gawalt es listo como un demonio.
«No. Como un gawalt», rectificó Syu en mi mente, trepando al respaldo del banco. «Ya les cuesta entender a los saijits ese punto», suspiró.
Seguimos charlando, pasando a temas menos graves, y cuando redoblaron las campanas del Templo Aryes y yo nos levantamos.
—¿Adónde vais? —se extrañó Spaw, sorprendido por nuestro movimiento súbito.
—A la clase diaria del capitán Calbaderca —contestamos con tono aburrido.
Entonces, Spaw nos dedicó una amplia sonrisa.
—Escolta, buena comida, vestidos de lujo… No todo pueden ser ventajas —nos dijo con tono optimista—. Buena clase.
* * *
Los últimos días antes de la partida fueron mucho más tranquilos. El capitán Calbaderca dejó de darnos lecciones, dejamos de realizar ceremonias tan largas a la mañana y todos se preocuparon más de los preparativos que de los Salvadores y de la Última Klanez. Habíamos conseguido, a pesar de la Fogatina, que Spaw se instalase en nuestro cuarto. Kaota y Kitari parecían algo molestos por esa nueva presencia, pero no emitieron ninguna protesta. La mayor parte del día, Aryes, Kyisse y yo jugábamos, hablábamos y paseábamos por los jardines. Spaw, en cambio, pasaba mucho tiempo en la biblioteca del palacio. Parecía como si estuviese buscando algo. Sin embargo, en ningún momento especificó el qué.
La víspera del día fatídico, se multiplicaron mis accesos de impaciencia.
«¿Dónde estás, Lénisu?», pregunté por enésima vez al vacío mientras, tumbada en el colchón, contemplaba con aire perdido el techo del cuarto.
El mono bufó, como venía haciendo desde hacía un cuarto de hora.
«¿Qué tal si echamos una partida de cartas?», sugirió entonces.
Asentí y me senté con presteza.
«Buena idea», aprobé. Syu se sentó sobre Frundis y unas notas de guitarra invadieron mi mente a través del kershí.
Cogí el mazo de cartas que guardaba en mi mochila y comenzamos a jugar. Estábamos en la tercera partida cuando Kaota entró en el cuarto y paseó la mirada, alarmada.
—¿Dónde están Aryes y Kitari?
—Se fueron hace un rato —contesté—. A la armería. Vino la Fogatina diciendo que Aryes necesitaba elegir un arma.
Kaota, cuyo pelo goteaba aún por el baño, meneó la cabeza.
—El capitán Calbaderca me dijo que no debía dejarte sola bajo ningún concepto.
—No estoy sola, estoy con Syu —la tranquilicé.
Kaota observó al mono con curiosidad.
—¿A qué jugáis? —preguntó, acercándose.
—Al arao —respondí.
—Me suena el nombre, pero nunca he jugado —confesó.
—¿Nunca? Pues siéntate y te enseño —le dije.
Kaota se mordió el labio, sonrió, se quitó las botas, dejó su espada para estar más cómoda y se sentó sobre el amplio colchón cruzando las piernas.
—¡Bueno! —exclamó con entusiasmo—. ¿Cómo se juega?
Le expliqué las reglas del juego y añadí:
—Y ten cuidado con Syu. A veces hace trampas.
«Yo no engaño a novatos», replicó muy dignamente el mono.
Nos divertimos haciendo bromas sobre el juego y divagando como tres nerús. Al de un rato, volvieron Kitari y Aryes, este último con su nueva arma.
Al verla, me carcajeé.
—¿Una lanza? —exclamé, asombrada.
Aryes soltó un inmenso suspiro.
—La Fogatina quería darme un mandoble —replicó.
Rompí a reír, muerta de risa, imaginándome a Aryes llevando el enorme mandoble de Stalius.
—El armero la ha convencido de que era un disparate y al final me he decidido por una lanza. —Se encogió de hombros—. Al menos podré apoyarme como tú con Frundis.
—Cierto —aprobé, tratando de recuperar una respiración normal.
Aryes puso los ojos en blanco ante mi ancha sonrisa y colocó la lanza contra el muro.
—¿Así que echando una partida de cartas?
—Shaedra me ha enseñado a jugar al arao —asintió Kaota—. Aún no salgo de mi asombro al saber que estoy jugando con un mono.
«¿Está hablando de mí?», inquirió Syu, curioso.
«No creo que sea de mí», razoné, divertida.
Syu se rascó la cabeza y puso cara pensativa. Sonreí antes de cruzar la mirada inquisitiva de Aryes. Quería saber si aquella noche intentaría otra vez ir a casa del Nohistrá, entendí. Puse los ojos en blanco.
«Syu, si consigues hablarle a Aryes, dile que he reflexionado y que he decidido que, venga o no venga Lénisu, lo mejor es salir de Dumblor con la expedición.»
«Mmpf, Aryes no siempre me oye», replicó el mono. Pero, dada su expresión aprobadora, Aryes sí que pareció oír mi mensaje.
—Ya sé que siempre pierdo, pero… ¿Puedo apuntarme? —preguntó, sentándose junto a mí.
—Sí, pero no mires mis cartas —refunfuñé, ocultándolas.
Finalmente, nos pusimos todos a jugar. Al de un rato, les enseñé también el kiengó y luego Kitari sacó su propia baraja de naipes para enseñarnos un juego llamado taonán. Estábamos en plena discusión filosófica sobre las reglas del juego cuando Spaw entró, nos vio y nos dirigió una amplia sonrisa.
—Al fin lo he encontrado —declaró exultante, blandiendo una hoja.
Lo miramos, desconcertados.
—¿Encontrado el qué? —preguntó Aryes.
—Er… Esto —contestó Spaw, como volviendo a la realidad—. Digo tonterías. No os preocupéis, seguid con vuestras cartas… Se me ha olvidado algo —añadió, antes de volver a salir del cuarto precipitadamente.
Aryes y yo intercambiamos unas miradas meditativas. Entonces, sorprendentemente, Kaota se echó a reír.
—¡Qué tipo más raro! —dijo, meneando la cabeza.
—Lo es —contesté en un murmullo. Sin embargo, aparte de ser raro, estaba claro que había encontrado algo que le parecía importante. ¿Pero qué?
Aquella noche, dormí con un sueño agitado. En un momento, me atacaban unos monstruos horribles que me atrapaban cada vez que intentaba huir. Después de tanto luchar, desperté y me enderecé. Sin poder evitarlo, una sonrisa se dibujó en mi rostro al ver la lanza de Aryes contra el muro.
* * *
Con toda la pompa y el boato del mundo, salieron los participantes en la expedición desde el palacio hasta las afueras de Dumblor, escoltando por la calle principal a la Flor del Norte, sentada sobre una litera. Junto a ella, caminábamos los Salvadores, buscando con la mirada alguna cara familiar. Pero no había ni rastro de Lénisu… Suspiré, desanimada, avanzando entre la muchedumbre. Syu, muy alegre, se había colocado sobre la litera, junto a Kyisse, y atrapaba las flores al vuelo que lanzaba la gente. Incluso un padre subió a su hijo de pocos años para que Kyisse le diera un beso en la frente y lo bendijese. Tuve que reconocer que Kyisse estaba teniendo una paciencia increíble.
Al recorrer la calle, recordé las palabras de la Fogatina. “Cuatro mil kétalos.” Reprimí una sonrisa irónica. La elfa oscura nos quería dar esos cuatro mil a la vuelta de nuestra expedición. Pues que se los quedase, gruñí para mis adentros. Total, a lo mejor nunca volveríamos…
De pronto, salieron disparadas varias bengalas de luz blanca que brillaron unos instantes emitiendo chasquidos. Bajo esos pequeños fuegos artificiales que bailaban entre la piedra y la muchedumbre, dando vueltas y rodeos, avanzábamos todos con un movimiento regular. Algunos de los aventureros sonreían, triunfales, mientras que otros guardaban una expresión imperturbable y austera.
«¿Cuándo van a dejar de gritar para que pueda concentrarme?», se quejó Frundis.
«¿Vas a componer algo nuevo?», inquirí, intrigada.
«Esa era mi intención, desde que me he despertado, pero ahora no hay quien se concentre», replicó el bastón.
«Ya tendrás tiempo para concentrarte», le aseguré. «Este viaje, en teoría, va a ser largo.»
«¿Ahí donde vamos hay árboles?», me preguntó Syu, saltando sobre mi hombro, aburrido ya de dar saltos sobre la litera.
«Pues… Supongo que alguno habrá», contesté.
«No tienes ni idea», concluyó el mono, desanimado.
Hice una mueca.
«Bueno, no te preocupes, tal vez venga Lénisu en camino y nos saque a todos de esta expedición. Sería lo mejor que pudiera pasarnos», añadí, esperanzada.
«Pero no crees que va a pasar», completó Frundis, muy perspicaz.
«Bueno, tal vez Lénisu llegue con todo un ejército de Sombríos para amedrentar a todos nuestros valientes viajeros. Entonces tan sólo faltará llegar a la Superficie. Márevor Helith podría ayudarnos en eso con sus monolitos», apunté, burlona, mientras salíamos al fin a descubierto, en la inmensa caverna de Dumblor.
Cuanto más nos alejábamos de Dumblor, más tenía la impresión de que aquella expedición, como tantas otras organizadas para explorar el castillo de Klanez, iba a fracasar irremediablemente. Me bastaba con dudar de que Kyisse fuese realmente descendiente de los Klanez y de que fuese capaz de anular las energías inestables de aquel lugar.
Eché un vistazo hacia atrás. Kaota y Kitari nos seguían de cerca. Detrás, Dumblor desaparecía entre las columnas de roca. Seguimos andando durante horas. Muchos charlaban alegremente, intentando conocer a sus compañeros de viaje. Poco acostumbrados a andar en cavernas tan grandes, Aryes y yo callábamos, aprensivos. Kyisse, aburrida de ser llevada en un palanquín, sin previo aviso, se bajó y corrió hasta nosotros.
—Yo ando con Shaedra y Aryes —declaró.
—¡Oh! —exclamé, gratamente sorprendida—. Acabas de pronunciar mi nombre como los dioses mandan, Kyisse.
La niña me dedicó una gran sonrisa, me estiró de la manga y me tendió una flor azulada. Abrió la boca, la cerró y pasó a hablar en tisekwa para aclarar:
—Es una gwinalia. Es la flor de la suerte. Quiero que te la quedes.
No sé por qué, en aquel instante, al observar la bella flor y los ojos francos de Kyisse, surgió en mi mente un recuerdo, el de Sain dándome una rosa blanca antes de marcharse. “Una rosa blanca siempre te lleva por el camino correcto”, me había dicho el humano contrabandista que, más de dos años atrás había perdido la vida en un juicio injusto.
Kyisse percibió mi vacilación, pero antes de que se sorprendiera realmente por mi silencio, tendí la mano y cogí la flor, conmocionada.
—Gracias, Kyisse. Es una bella flor.
—Casi tanto como la Flor del Norte —intervino una voz.
Me giré, sorprendida, y me encontré con un muchacho de pelo negro y rostro pajizo surcado de una sonrisa muy blanca.
—¡Yelin! —exclamé, asombrada—. ¿Qué haces aquí?
—Buenas —contestó éste, con desenfado—. En realidad, no debería estar aquí, pero me he colado. A mi hermano lo ha metido en la expedición su maestro en herbología que finalmente se rajó, el muy cobarde.
—Yelin, por favor, habla con más propiedad —lo instó la alta silueta de caito que andaba junto al joven de Meykadria. Era Chamik, su hermano herborista—. En realidad —dijo, dirigiéndose a Aryes y a mí—, mi maestro no tiene nada de cobarde, simplemente no ha podido participar porque se rompió la pierna hace dos días. Y me pidió a mí que lo sustituyese. Es natural.
Recordé con cierta dificultad el rostro del herborista al que le había atado la pulsera, dos semanas antes. Era un hombre algo mayor, pero parecía enérgico y en plena forma.
—Una lástima —respondió Aryes—. Aunque me alegra veros aquí.
—Quién iba a imaginarse que vosotros seríais los Salvadores —se rió Yelin—. Y yo que pensaba que erais unos gallinas de la Superficie…
—¡Yelin! —protestó Chamik, irritado—. Es de mala educación hablar así a los Salvadores.
—No te preocupes, yo no soy ningún valiente y lo asumo perfectamente —asintió Aryes—. No por ser los Salvadores le tenemos menos aprecio a la vida.
Entonces me percaté de que Kaota y Kitari miraban a los dos nuevos interlocutores con cierto recelo e intervine:
—Kaota, Kitari, os presento a Yelin y Chamik. Yelin vino de Meykadria con nosotros. Y Chamik estudia herbología y medicina. Estos son Kaota y Kitari, nuestros guardaespaldas —les expliqué a los dos caitos—. También son hermanos.
—Un placer —contestaron todos, con leves inclinaciones de cabeza.
A partir de ahí, empezamos a hablar con más soltura. Al parecer, Chamik había querido mandar de vuelta a Yelin a Meykadria pero este se había negado en rotundo. Desde luego, había que reconocer que no le faltaba valentía a ese chaval. Estábamos hablando de los avances de la medicina y del laboratorio de Chamik cuando una voz exclamó:
—¡Alto! Hacemos una pausa.
Era el capitán Calbaderca, que lideraba la expedición. Como todos los Espadas Negras, llevaba una armadura de marfil negro, resistente y ligera. Su rostro reflejaba todo el carisma del buen dirigente. Sinceramente, sentía un gran respeto hacia aquel ternian, Capitán de las Sombras, que, por el momento, había demostrado ser una persona con grandes principios y de buen corazón.
La pausa apenas duró media hora. Comimos, descansamos unos minutos y continuamos avanzando en un paisaje de rocas, estalagmitas, estalactitas y, de cuando en cuando, matas enteras de champiñones multicolores. Los dos aventureros que se habían ofrecido para llevar a la Última Klanez iban delante de nosotros, sosteniendo el palanquín vacío.
En un momento, crucé la mirada de Aryes e hice una mueca burlona.
—Y decir que estamos aquí por un terremoto —dije, refiriéndome al que había creado el enorme precipicio en pleno monte de los Extradios, obligándonos a huir por el Laberinto y luego a los Subterráneos—. Este mundo está lleno de incógnitas y seguramente jamás alcanzaremos a entender el destino de los saijits.
—Probablemente no —coincidió Aryes—. Pero yo no le echaría la culpa al terremoto en esto del destino. La culpa de todo la tiene el troll.
—Tú la has tomado con el troll —observé, divertida.
—Me impresionó verlo tan de cerca —replicó él.
—Pero a lo mejor el troll nos enseñó el camino correcto —intervino Spaw, teatral—. En serio. Cualquier sabio se lo plantearía. Como decías, Shaedra, todo tiene que ver con el destino.
Puse los ojos en blanco.
—Ya, pero se supone que el destino tiene una meta. Siempre la hay en las historias. Y nosotros nos vemos metidos en esto simplemente por una serie de… cosas —acabé por decir, omitiendo otras palabras que me venían a la mente.
—Pero ahora tenemos una meta. ¿Acaso no estamos viviendo la leyenda de los Klanez? —replicó Spaw, con un destello extraño en los ojos.
—Y el destino sería el castillo de Klanez, ¿eh? Menuda meta —resoplé.
—No tan mala —comentó el demonio—. En realidad, quizá sea una buena meta.
Aryes y yo lo miramos con cierta sorpresa. Spaw parecía estar aceptando el viaje al castillo de Klanez con mucho optimismo.
—Bueno —dijo Aryes—. Spaw tiene razón. Hay que ver el lado positivo de lo ocurrido. Sin el troll, probablemente jamás habría tenido una lanza tan magnífica como esta.
Frundis y yo soltamos al mismo tiempo una risita burlona. No sé por qué, me hacía gracia ver a Aryes con una lanza.
Como en los Subterráneos no había albas ni atardeceres, de cuando en cuando sacaba la piedra de nashtag que había cogido en la torre de Kyisse para saber la hora. Durante la primera “noche” apenas dormí y, visto que la noche anterior tampoco había reposado mucho, desperté a la mañana siguiente agotada, bostezando cada tres minutos, a pesar de la música alentadora de Frundis.
—Tenéis una pinta horrible —observó Aryes. Agrandé los ojos y especificó—: Syu y tú.
De hecho, en aquel mismo instante, el mono abría la boca en un enorme bostezo de mono.
«No he podido dormir», reconoció Syu. «Tengo la impresión de que hay mil ojos que me espían.»
«Yo también», admití, echando un vistazo hacia los rincones más oscuros de la caverna.
—Me repondré desayunando —le aseguré a Aryes.
Miré entonces a los viajeros que se ajetreaban, formando círculos y comiendo de las provisiones. Dabal Niwikap, el enorme mirol, desayunaba a grandes mordiscos un trozo de carne asada. En Dumblor, para cocinar, se utilizaban recintos donde una roca especial absorbía todas las humaredas del fuego. Aquí, en cambio, la pequeña fogata desprendía una voluta de humo compacto que se alzaba libre hasta la oscuridad de la parte superior de la caverna.
Desayuné con hambre y dejé de bostezar.
—Mira —me dijo súbitamente Aryes.
Seguí su mirada y vi a Kaota y Kitari en plena conversación con el capitán Calbaderca, del otro lado del grupo.
—Vamos por el mismo camino que cogí yo hace un mes —comentó Spaw. Sentado junto a nosotros, llevaba un rato en silencio, pensativo.
Eché una ojeada hacia nuestro alrededor. Todos parecían muy animados con sus conversaciones.
—Spaw, tengo la impresión de que quieres decirnos algo importante —le pregunté, bajando la voz.
El demonio hizo una mueca cómica.
—Tal vez. Pero creo que no es el momento oportuno —replicó.
Suspiré y asentí para decirle que lo entendía. A pesar del ruido que hacían nuestros compañeros, seguro que alguno de ellos estaba atento a nuestras palabras.
—Además, yo siempre digo cosas importantes —añadió el demonio, levantándose—. Voy a hablar con el capitán.
Aryes carraspeó.
—A saber lo que se trae entre manos ese… esto… Spaw.
El kadaelfo calló, sonrojándose. Casi había metido la pata. En ese momento, Kyisse, sentada junto a nosotros, se echó a reír y adivinando, con mucha sagacidad, la palabra que había estado a punto de emplear Aryes, dijo:
—¿Temonio?
Sentí que mi corazón dejaba de latir durante un segundo y traté de no inmutarme.
—Kyisse, ya te dije que esa era una palabra poco elegante. No se le puede llamar así a un amigo.
—¿No?
—No.
Kyisse se mordió la mejilla, pensativa.
—Vale —aceptó al fin, tras reflexionar un rato.
«Por todos los dioses, esta niña puede provocar una catástrofe», le solté a Syu y a Frundis, aterrada.
El mono se subió al hombro de Kyisse y me dirigió una sonrisa traviesa desde su pequeña atalaya.
«Todos podemos provocarla», replicó. «Pero Kyisse es una buena gawalt. A veces hay que confiar.»
«Cierto», coincidí.
De la melodía de violines, salió la voz cantarina de Frundis sentenciando:
«Confía en quien te trata de proteger y desconfía de quien te sonríe a la cara y te apuñala por la espalda.»
Hice esfuerzos por no reír.
«Una evidencia dicha con solemnidad», aprobé, muy divertida.
«Son los versos de una canción», explicó el bastón. Y entonces entonó la misma con un tono alegre acompañado con notas precipitadas de guitarra. Una canción ideal para ponerse en marcha, pensé.
* * *
Durante los días siguientes, pasamos por túneles angostos, cavernas de todos los tamaños, e incluso, de cuando en cuando, vimos algunos bosquecillos con riachuelos que surgían de la roca y volvían a desaparecer.
Chamik conocía todas las plantas. Las nombraba y nos hablaba como si hubiese vivido con ellas. Yo escuchaba con fascinación sus anécdotas y sus explicaciones, preguntándome cuántos libros había leído y cuánto tiempo había necesitado para saber tanto. El joven caito, halagado por mi evidente admiración, contestaba a mis preguntas con verdadera pasión. Spaw, al principio, había seguido la conversación, aunque luego confesó que no entendía ni la mitad y me recomendó que Chamik, Lunawin y yo creásemos un grupo de alquimistas.
—No es tan mala idea —aprobé, teatralmente pensativa. Sin embargo, al hablar de alquimistas, no pude evitar pensar en Daïan, secuestrada los dioses sabían dónde por haber creado una poción poderosa.
Cuando Chamik y yo hablábamos de plantas, Aryes solía huir para hablar con Yelin, Kitari y con un tal Hiito Abur, que llevaba una ballesta enorme a la espalda. La mayoría de los aventureros apenas nos dirigían la palabra, pensando tal vez que nosotros éramos algo así como unas figuras legendarias. Aunque a muchos no les inspirábamos exactamente respeto, sino más bien indiferencia. Todos ellos no viajaban para llevar a Kyisse a su hogar, sino para utilizar a la niña como instrumento para penetrar en el castillo y desvalijarlo, pensaba yo, algo apenada.
Durante el viaje, tuve tiempo de contar varias veces cuántos éramos. En total, conté cincuenta y ocho personas. Los Leopardos siempre se sentaban aparte, así como otros tres que formaban un grupo de cazarrecompensas llamados los Awfith. Casi todos los aventureros tenían un aspecto temible y cuando, al cuarto día, estalló una pelea, me pregunté cuánto tiempo durarían esos cincuenta y ocho… Felizmente, en aquella ocasión, bastaron unas palabras autoritarias del capitán Calbaderca para poner fin al altercado. ¡Como si no tuviésemos otros problemas! Más de una vez nos sentimos todos rodeados de criaturas hambrientas que nos espiaban, evaluando nuestra fuerza, ocultas entre las rocas. Y Yoldi Hyeneman recurrió dos veces a sus petardos para hacerlas huir. Aquel humano tenía toda una mochila llena de artilugios, aunque, como comentó una caita por lo bajo, no muy lejos, estos tan sólo servían para criaturas asustadizas. No quería imaginarme el resultado de uno de esos petardos contra el hocico de un dragón de tierra.
Aquellos días fueron del todo novedosos para mí. Descubrí muchísimas cosas sobre los Subterráneos, no solamente por Chamik, sino también por Lemelli Trant, la geóloga, que, a sus treinta y dos años, me dio la impresión de ser una verdadera experta de rocas. Poco a poco, me daba cuenta de lo diferente que era la vida de los Subterráneos de la de la Superficie. Todas aquellas largas conversaciones, mientras andábamos, me instruyeron más que cualquier libro sobre los Subterráneos que pudiera haber leído en Ató. Lemelli me hablaba como una maestra a un alumno, sin perder jamás su tono humilde y sosegado. De cuando en cuando, me preguntaba, curiosa, sobre mi vida en la Superficie, y yo le contestaba con la misma sinceridad, aunque omitiendo ciertos detalles obviamente.
Un día, desembocamos en una pequeña caverna de la que salían otros dos túneles y donde crecían unos pocos árboles. Como Chamik me había asegurado que aquellos troncos no eran corrosivos, Syu y yo decidimos echar una carrera hasta la copa de uno de ellos.
Mientras los demás soldados se instalaban para cenar, Syu y yo nos apartamos discretamente. Llegados al pie de un árbol bastante alto, nos miramos con los ojos entornados.
—¿Listo? —pregunté.
«Pff, a mí me lo preguntas», replicó el gawalt. «A la de tres. Uno. Dos. ¡Tres!»
Nos precipitamos hacia el tronco y comenzamos a subir a toda velocidad. Con las garras rozando la corteza, me impulsaba hacia arriba, sin poder evitar sonreír ampliamente. Un sentimiento me invadió que no sentía desde hacía tiempo: el de la libertad.
Cuando llegué a la cima, Syu me esperaba agitando tranquilamente la cola, tratando de regular su respiración.
«Como siempre, gano yo», declaró. «¿Has visto?», añadió, antes de que le replicase.
Señalaba un resquicio de la caverna, no muy lejos de donde estábamos. De ese lugar, se desprendía una luz tenue.
«¿Crees que es piedra de luna?», pregunté, intrigada.
El mono se encogió de hombros y entonces se oyeron gritos abajo. Kaota, al pie del árbol, hacía grandes aspavientos para decirme que bajara. Syu y yo suspiramos.
«Que suba ella», gruñó el mono.
«Será mejor que bajemos», dije sin embargo. Como Syu hacía un mohín, apunté: «La cena está abajo.»
Enseguida se animó y bajamos más tranquilamente. Kaota, sin comentar nada, meneó la cabeza como dando a entender que mi caso era un caso perdido y me informó:
—El capitán Calbaderca quiere hablar contigo.
Enarqué las cejas, aprensiva. Djowil Calbaderca hablaba tranquilamente con Spaw y Aryes, alejados ligeramente del grupo. Mientras me dirigía hacia ellos, observé que Kaota se reunía con Kitari para cenar y en ese momento me di cuenta del hambre que tenía.
Cuando llegué a la altura del capitán, este me hizo un signo para que me sentara.
—Estamos hablando de la ruta que debemos tomar —me explicó Spaw.
El capitán asintió.
—Spaw me dijo que, según los rumores, la ruta del oeste está a rebosar de criaturas que pasan a la Superficie. Si es cierto, puede que tengamos que cambiar de planes. Por no mencionar que Lemelli Trant, la geóloga, dice que podría haber terremotos en esta época del año por algunos túneles.
Lo observé, perpleja. ¿Acaso creía que los Salvadores éramos una especie de adivinos capaces de prever los terremotos?, me pregunté, ladeando la cabeza.
—Por el momento, hemos seguido la ruta del oeste —prosiguió—, pero estoy considerando dar media vuelta para pasar por el Bosque de Piedra-Luna, el Loro, y luego dirigirnos a Kurbonth desde el norte, para recargarnos de víveres. Esto nos retrasaría de varias semanas de viaje. Espero que eso no suponga ningún problema —acabó por decir, con tono interrogante.
Parpadeé, desconcertada, Aryes se mordió el labio, confuso, y Spaw se rascó el codo, pensativo.
—¿Nos preguntas a ver si un retraso podría ser un problema para entrar en el castillo de Klanez? —preguntó este último.
—Bueno, reconozco no ser ningún experto en leyendas —dijo el capitán Calbaderca—. A lo mejor vosotros encontrabais algún inconveniente que yo no había visto.
—Yo ninguno —tercié—. Si pasamos por lugares seguros, todavía mejor.
—Sin duda —aprobó Aryes, que siempre había sido prudente como un gawalt—. Aunque reconozco que con unos guardias como Kaota y Kitari, estaremos seguros en cualquier sitio —añadió.
El capitán Calbaderca esbozó una sonrisa y movió la cabeza.
—Entonces daremos media vuelta —decidió—. Gracias por vuestra opinión.
Puse los ojos en blanco y Spaw contestó con calma:
—De nada, capitán.
El capitán pareció sumirse de nuevo en profundas cavilaciones. Lo dejamos elucubrando rutas y nos fuimos a cenar. Les hablé del objeto que habíamos visto Syu y yo, en la cima del árbol, y enseguida se interesaron varios aventureros por el hecho.
—¿Qué forma tenía? —preguntaba un ternian, llamado Dathem. Era el más joven de los aventureros, con Sabayu, y, pese a su aspecto algo tétrico, era uno de los que más hablaba con nosotros.
—No lo sé. Algo rectangular —respondí.
—Interesante —intervino entonces un belarco musculoso y pequeño—. Voy a echar un vistazo. A lo mejor se trata de oro blanco.
Enarqué una ceja escéptica y, al ver que se levantaba, decidido a averiguar lo que era, varios se rieron y le dijeron que no valía la pena. Pero el belarco, sin oír razones, se aproximó a la pared de la caverna y empezó a escalar. Nada más verlo subir lamenté haber hablado de aquella luz. ¿Y si tan sólo se trataba de una ilusión? ¿Y si el belarco se caía…?
—No te preocupes —me dijo entonces Aedyn Sholbathryns, la celmista brúlica, con tono pausado—. Es Gefiro Dorsinbergald. Es un escalador nato.
De hecho, el monje guerrero escalaba con gran elegancia. Llegó hasta donde el resquicio sin aparente dificultad. Se quedó un instante mirando algo y entonces cogió el objeto, se lo metió en el bolsillo y comenzó a bajar. Todos lo esperábamos, impacientes, pero, para hacer durar el suspense, Gefiro anduvo hasta el centro del círculo que se había formado y entonces sacó el objeto. Este era de forma irregular, con huecos y bultos, de superficie blanca y luminosa. Enseguida se levantaron murmullos impresionados.
—Una perla de dragón —declaró entonces el belarco.
Según había leído en la biblioteca de Dumblor, las perlas de dragón o mandelkinias eran una especie de roca que remodulaba las energías del entorno, generalmente para estabilizarlas. Al parecer, se vendían muy caro. Había libros enteros sobre dicha perla pero no me había interesado demasiado en ahondar en el tema. Mientras algunos comentaban el hallazgo, diciendo que aquello era una señal de buen augurio para la expedición, me acerqué con Aryes hasta los sacos de víveres. En el mismo instante en que cogía un trozo de pan, un sonido terrible retumbó por los túneles y las cavernas. Intercambié con Aryes una mirada de pavor. Los aventureros, con la presteza del que está habituado a semejantes sorpresas, desenvainaron sus armas. El capitán Calbaderca se había precipitado hacia la boca de un túnel, seguido de dos Espadas Negras.
—Felxer —dijo el capitán—. Vigila el túnel que está junto a la roca roja.
El Espada Negra enseguida obedeció, llevándose a otro Espada Negra. Kaota y Kitari se habían apostado junto a nosotros, alerta.
—¿Qué creéis que es? —preguntó el humano de la alabarda, Ácnaron Rivshel.
—¿No será un dragón? —añadió burlón Rumber Eguinbo, mientras avanzaba, envainando otra vez su espada larga al ver que la batalla no era inminente.
—No lo creo, se asemejaba más a la caída de una roca enorme —contestó Kuavors con aire de experto.
—¿Tú qué sabrás de esto, poeta? —replicó Enelk Tanshuld, el celmista perceptista, al cronista—. Dejadme a mí averiguarlo, con un sortilegio me bastaría.
—Pues adelante —gruñó Yoldi Hyeneman, el de los proyectiles explosivos.
Enelk y Yoldi parecían dispuestos a enzarzarse en una disputa y los demás aventureros suspiraban, exasperados, pero en ese momento, afortunadamente, el capitán Calbaderca volvió hacia nosotros a todo correr.
—Recoged todo. Voy a mandar a unos centinelas. En cuanto vuelvan, elegiremos el túnel más seguro.
—¿Y eludiremos la pelea? —inquirió Kelina, jugueteando con su maza. Su sangre de orco parecía estar ansiando luchar.
—Con lo que te hubiera gustado machacar a un dragón —comentó Eneliria, una sibilia cuyos ojos brillaban de malicia.
El capitán Calbaderca frunció el ceño.
—Lo que hemos oído no lo ha producido ningún dragón.
—¿Cuál es su teoría, capitán? —preguntó Ácnaron, apoyándose sobre su alabarda.
—Aún es demasiado pronto para estar seguros —replicó él—. Podría ser un desprendimiento de rocas. Apresuraos.
Todos se arremolinaron, recogiendo sus pertenencias. Entre tanto revuelo, le cogí la mano a Kyisse para que no se apartara de nosotros.
—¿Huir? —preguntó la niña.
Asentí.
—Es la mejor forma de actuar.
«La más sabia, en todo caso», afirmó Syu. «Esto me da muy mala espina.»
«Y a mí», confesé.
Los aventureros, con sus sacos a la espalda, se habían reunido en torno al capitán, preguntando y protestando que por qué tenían que ser los Espadas Negras los que fuesen elegidos centinelas y no algunos de los aventureros.
—Porque los Espadas Negras estamos muchísimos mejor preparados que vosotros, ¡es un hecho! —gruñó finalmente un ternian de nariz aguileña.
Sin soltar a Kyisse, me acerqué al grupo con Spaw, Aryes, Kaota y Kitari, y observé con atención la reacción del capitán Calbaderca. Su rostro se ensombreció y brilló un destello de irritación en sus ojos, mientras surgían exclamaciones de protestas entre los aventureros.
—Ménessif, ahórrate tus comentarios —retrucó el capitán—. No necesitamos más escisiones. Y ahora, ¡silencio, digo!
Su voz autoritaria se impuso entre los gruñidos y murmullos, que murieron, ahogados por un silencio sepulcral. Mientras el capitán nos pedía calma y serenidad, noté cómo Kyisse me apretaba más la mano, asustada. Con un súbito impulso, le di un beso en la frente tranquilizador.
—No te preocupes —le dije.
Entonces, oí un grito. Y un restallido metálico que se parecía mucho a un choque de espadas.
Enseguida, todo se le fue de las manos al capitán Calbaderca. Impulsados por una suerte de locura febril, varios aventureros vociferaron, y, blandiendo sus espadas, sus mazas y sus lanzas, se adentraron por el túnel de donde había salido el grito del Espada Negra. El capitán Calbaderca clamó y se interpuso antes de que todos se abalanzasen.
—¡Orden! —tonó.
En ese momento, uno de los que habían pasado ya, creo que Ácnaron Rivshel, el de la alabarda, gritó:
—¡Son mílfidas aladas!
Oí entonces rugidos estridentes que no podían salir de ninguna garganta saijit. Syu temblaba tanto como yo.
—Demonios —jadeé.
—Eso es peor que los demonios —replicó Spaw en un murmullo. Estaba pálido como la muerte.
—¡Retirada! —exclamó el capitán Calbaderca.
Allá, del otro lado del túnel, se oían choques de espada y gritos de todo tipo. Empezamos a correr hacia el túnel que guardaba Felxer.
—Maldita sea —gruñó Kaota, echando un vistazo hacia atrás—. ¿Por qué no se retiran?
—Deberíamos ayudarlos —dijo uno de los aventureros, mientras corríamos.
—Además, el capitán se ha quedado atrás —añadió otro—. Estaría feo perderlo tan pronto.
—Yo voy a dar media vuelta —decidió de pronto Kelina.
Tuve la impresión de que el mundo se iba a derrumbar sobre nosotros.
—¡Monstruos miserables! —gritaba la voz lejana de uno de los aventureros, entre el ruido estruendoso de las armas y los rugidos.
Es el fin, pensé, aterrada. Los Subterráneos eran un verdadero hervidero de monstruos… Según había leído, las mílfidas aladas eran criaturas inteligentes pero sanguinarias que atacaban en grupo y se nutrían de la sangre de sus presas. Frundis estaba exultante, invadiéndome con una música de tambores, flautas y choques de piedra.
«A lo mejor nos espera algo peor al final de este túnel», observó, riendo.
«¡Frundis!», me quejé, atónita. «Esto es serio.»
«Lo sé. Perdón. ¡Cuidado con la cabeza!»
Bajé la cabeza por instinto pero entonces me di cuenta de que hablaba de su cabeza. El bastón se golpeó contra una estalactita. Hice una mueca culpable.
«Lo siento», le dije.
«Ejem», se contentó con decir.
Varios aventureros habían dado ya media vuelta para ayudar a los que estaban peleando cuando Udy Elvon declaró:
—Ya no hay huida posible.
Me impresionaron sus palabras, sobre todo porque el drow no solía abrir la boca más que para decir lo justo.
Sin embargo, no entendí lo que decía hasta que vi la luz de la caverna iluminando las paredes. Habíamos elegido el túnel equivocado, me dije, consternada.
—Media vuelta —dijo precipitadamente Felxer.
De pronto, se vieron proyectadas unas sombras en el suelo, junto a la salida del túnel… El batir de las alas llenaba la cueva con un sonido atronador.
Dejé pasar a los guerreros y resoplé. Sentí mi corazón latir a toda prisa, mientras la sangre golpeaba mis sienes. Y, para rematarlo todo, Kyisse, que siempre había sido la serenidad en persona, rompió a llorar. Los únicos que quedábamos, en la mitad del túnel, éramos nosotros, con el cartógrafo, la geóloga, el poeta, Chamik y Yelin; además, por supuesto, de Kaota y Kitari, que se removían, inquietos.
—¡Escondeos! —nos gritó la joven Espada Negra por encima del trueno continuo de alas, cuando una mílfida pasó cerca de la boca del túnel. Tan sólo pude ver una sombra fulgurante pasar por la abertura antes de desaparecer. La caverna tenía toda la pinta de ser bastante grande.
Nos metimos en uno de los numerosos huecos que había, entre las rocas, y Aryes, Spaw, Lemelli y yo intentamos tranquilizar a Kyisse. Finalmente, el que lo consiguió fue Syu, quien se sentó sobre sus rodillas y empezó a hacer muecas cómicas que la hicieron sonreír y olvidar el miedo.
—Menudo contratiempo —comentó Spaw.
—Odio estar así de inactivo —gruñó Yelin. Sin embargo, el joven caito temblaba como una hoja en otoño.
—¿Cuántas mílfidas habrá? —preguntó al de un rato Durinol, el cartógrafo.
—Voy a acercarme a la entrada de la caverna —contestó Kaota, saliendo del escondite.
—No —intervine, aterrada—. Es un peligro.
Kaota me miró de hito en hito y soltó una carcajada por lo bajo.
—Lógicamente, por eso voy yo, que soy una Espada Negra. Quedaos aquí —añadió, antes de alejarse.
Kitari la alcanzó y le murmuró algo. Su hermana asintió secamente y siguió andando hacia la salida del túnel, con precaución. Desapareció entre las rocas y la vi poco después reptar, pegada contra el suelo. Reprimí un enorme suspiro y retrocedí en el escondite. Todo parecía indicar que a los Espadas Negras no se les enseñaba a utilizar las armonías para ocultarse. Recordé, sin embargo, que Lénisu tampoco sabía nada de armonías y aun así era bueno en sigilo.
—Cada vez que lo pienso —suspiró Spaw, sumido en sus pensamientos.
—Qué mala suerte —aprobó Durinol, aunque me daba que Spaw no hablaba del ataque de las mílfidas—. Y cuando pienso que le había dicho al capitán Calbaderca que era mejor pasar por el norte. Pero claro, él es el capitán y yo un cartógrafo. El día en que se reconozcan mis competencias, a lo mejor avanzamos.
Intercambié una mirada elocuente con Aryes pero no comentamos nada.
«Al final me voy a desencajar la mandíbula», masculló Syu, después de enseñarle otra mueca payasa a Kyisse.
Resoplé, divertida, y contesté:
«Gracias por calmarla, Syu. Yo soy un desastre para esas cosas.»
Entre el clamor metálico que invadía el túnel y la caverna, distinguí claramente el rugido estridente de una mílfida.
«Eso ha sonado muy cerca», observó Frundis, con aire experto.
Kitari se levantó de un bote y, al ver lo que nosotros no veíamos, se precipitó hacia delante. Me quedé helada. Eso sólo podía significar una cosa. Cogí a Yelin por el cuello para hacerlo retroceder puesto que éste se había abalanzado hacia la salida del escondite. Posé un dedo sobre los labios y me envolví en armonías. Cuando asomé la cabeza, me sentí como si me tragaba la tierra.
Una criatura azul con alas negras, acababa de posarse sobre el saliente en altura a la salida del túnel. Llevaba en una mano una espada corta y con la otra acababa de tirar un objeto contra Kaota. La belarca se tambaleó pero alzó su espada y se preparó a luchar contra la mílfida. No lo pensé dos veces: reforcé mi sortilegio armónico y eché a correr.
—¡Shaedra!
El grito de Aryes resonó a mis espaldas, aterrado.
* * *
—Shaedra, ¡atrás!
Volví a razonar cuando estuve a unos metros de la mílfida y me detuve en seco. El sortilegio armónico se había deshilachado por el miedo. Sin embargo ignoré las palabras de Kaota y agarré a Frundis con las dos manos.
—¡Largo! —le grité a la criatura.
Percibí la risa gutural de la mílfida. Fijó sus ojos amarillos en los míos y me enseñó sus dientes afilados. Me invadió un terror indecible. Entonces, el monstruo arremetió contra nosotros. Le dio a Kaota un golpe traicionero, golpeándola contra la pared, y atacó a Kitari. Este paró su arma metálica con su escudo y replicó. Aprovechando que la criatura tenía la atención centrada en el belarco, alcé el bastón. Con un movimiento rápido, le hinqué a Frundis en las costillas y me retiré tan pronto como había atacado. La criatura emitió un rugido airado y batió las alas, alejándose ligeramente del túnel mientras el bastón soltaba una risotada alegre y victoriosa.
—¡Kaota! —soltó Kitari, precipitándose hacia la belarca, que acababa de plegarse en dos.
—Estoy bien —replicó ella y alzó unos ojos furibundos hacia mí—. ¿Pero qué haces aquí? Vuelve con los demás.
Su voz era implacable y autoritaria y, por un instante, me estremecí, dándome cuenta de que la había ofendido al entrometerme en su trabajo. Meneé la cabeza e iba a dar media vuelta, sin una palabra, cuando Syu saltó de pronto sobre mi hombro. En ese momento, me fijé en que Aryes, con una mueca, se había detenido a unos metros, con una mano en su lanza y otra en su bolsillo. En cuanto a Spaw, acababa de salir del escondite para cogerle a Kyisse, que se escapaba hacia nosotros.
«¿Me he perdido algo?», preguntó el gawalt, tratando de hacerse el valiente.
Las trompetas de Frundis se calmaron un poco mientras éste contestaba:
«¡Ha sido un señor golpe! Pienso cada vez más que debo de ser algún descendiente del Gran Mayark», se rió, aludiendo al gran héroe mítico.
Reprimí una sonrisa y fruncí el ceño enseguida al ver que Kitari asomaba la cabeza por el túnel, cauteloso.
—Son decenas —murmuró el joven Espada Negra. De pronto, se incorporó de un bote y siseó entre dientes—: ¡Arqueros!
Cogió a Kaota por la talla y nos precipitamos hacia el interior del túnel.
—Qué locura —comentó Aryes, mientras echaba a correr.
—Odio los Subterráneos —agregué. Me daba una tremenda rabia estar en una situación tan crítica y recé para que el capitán Calbaderca y su tropa consiguiese aniquilar a esas criaturas sanguinarias.
Se oyó, no muy lejos, el chillido agudo de una mílfida.
«Odio los Subterráneos», repetí mentalmente, mientras desparramaba el jaipú por todo mi cuerpo.
«Mmpf», resopló Syu, divertido. «Entonces, deberíamos dejar toda esa expedición y huir a la Superficie», sugirió.
«Ahora mismo, nos están protegiendo unos cincuenta guerreros», repliqué. «Y creo que sin ellos ya nos habríamos convertido en espíritus.»
Percibí el temblor del gawalt, suspiré y añadí:
«Ojalá comiesen plátanos.»
El cartógrafo, la geóloga, el escritor, Chamik y Yelin nos siguieron y volvimos a bajar por el túnel. El estruendo de las alas se aproximaba peligrosamente detrás y delante de nosotros. Pero al menos, delante, se oían choques de espada y rugidos de mílfidas agonizantes, en cambio, a nuestras espaldas pronto se oirían tensar las cuerdas de los arcos…
Cuando llegamos a la pequeña caverna con los árboles, vimos a tres de los aventureros, junto a un tronco. Los otros estaban peleando en el túnel y en la gran caverna.
—¡Walti, Torwen! —exclamó Lemelli, precipitándose hacia el grupo.
El enano, con la mano apretándose el brazo herido, se balanceaba, soplando entre sus dientes, como para hacer huir el dolor, mientras Walti, uno de los tres miembros de los Awfith, estaba arrodillado junto a una de sus compañeras y escondía su rostro bajo su pelo rubio y contra el cuerpo de su amiga.
—¡Ushyela! —murmuré, acordándome de su nombre.
La semi-elfa yacía, inmóvil, sobre la roca. Nos precipitamos todos hacia ellos.
—Que los dioses nos ayuden —dijo Durinol, con un hilo de voz.
—¡Ushyela! —gritó Walti, agitándola por los hombros. Las lágrimas brotaban de sus ojos y corrían sobre sus mejillas—. Despierta, Ushyela. —En ese momento se le escapó un sollozo que me rompió el corazón—. Despierta —repitió, inspirando entrecortadamente.
Me quedé mirando las escena, enmudecida. La Awfith estaba muerta, me dije, sintiendo el horror invadirme. La imagen de Tanos el Borracho, aterido en la nieve, me volvió en mente en ese instante.
—Walti —dijo Lemelli, muy dulcemente, arrodillándose junto a él—. Ushyela está…
No alcanzó a decirlo y calló, sin atreverse a hablar.
—Ushyela está viva —completó entonces Spaw. Se había acercado a la semi-elfa y nos giramos todos hacia él, atónitos.
—¿Viva? —repitió Torwen, el enano—. Me extrañaría. ¿Cómo lo sabes?
El demonio se encogió de hombros y me miró al contestar:
—Entrenamiento.
Agrandé ligeramente los ojos, entendiendo. Había utilizado sryho para averiguarlo. Walti observó el rostro de Ushyela y luego fijó sus ojos en Spaw.
—¿Eres curandero? —Su voz temblaba de emoción.
El demonio hizo una mueca.
—No.
—¿Dónde está el curandero del grupo? —preguntó entonces Kuavors, el cronista, con tono gruñón.
Percibí el suspiro de Walti.
—Luchando.
—Dijo que también sabía algo de brúlica —explicó Torwen—. Y… como está la cosa, el capitán no iba a rechazar su ayuda. De todas formas, si no conseguimos matar a esas mílfidas, de poco nos servirá su arte curativo.
De pronto, oímos unas voces a nuestras espaldas. Observé la mueca de terror de Lemelli y me giré bruscamente. Desembocando por el túnel por el que habíamos llegado a la pequeña caverna, un grupo de ocho saijits encapuchados, varios vestidos de negro, caminaban rodeando cinco otros saijits que avanzaban, maniatados. Estos últimos no eran otros que Sabayu, Hawrius, Ritli, Borklad y Lassandra. Los Leopardos, pensé, meneando la cabeza. Tenían cara sombría, sobre todo Lassandra, que parecía estar a punto de explotar. La única que guardaba su habitual pose de aburrimiento era Sabayu.
—Uyuyuy —susurró Aryes—. Como vengan con malas intenciones…
Entonces, una de las siluetas de capa negra se avanzó e hizo un gesto de saludo.
—Venimos en son de paz —pronunció, mientras se entrechocaban las espadas a lo lejos—. Y os traemos a unos aventureros descarriados.
Se quitó la capucha y sus ojos violetas brillaron, sonrientes.
«¡Lénisu!», grité mentalmente. Me había quedado estupefacta. Sin embargo, no tuve mucho tiempo para hacerme a la idea de que mi tío al fin había vuelto porque en ese instante pasó volando una mílfida alada, saliendo del túnel que acabábamos de dejar. Y llevaba un arco.
—¡A cubierto! —rugió Torwen, levantándose con dificultad.
—¡Liberadnos! —gritaba Hawrius, agitando sus manos atadas.
Kaota se posicionó delante de mí, alzando su escudo.
—¡Corre! —gritó.
Aparecieron otras mílfidas, llevando una especie de palos metálicos, y se abalanzaron contra nosotros. ¿Es que la batalla no acabaría nunca? Todo indicaba que de esta no saldría con vida. Le cogí la mano a Kyisse y nos pusimos a correr. Sin embargo, una mílfida se interpuso entre Lénisu y yo. La fulminé con una mirada llena de rabia y escondí a Kyisse detrás de mí, empuñando a Frundis.
—¡Atrévete, monstruo! Kyisse, apártate y corre hasta donde está Lénisu cuando puedas.
Levantó su arma y le di un golpe contra el brazo.
«Y se atreve, la muy canalla», musité. Frundis me animaba con una música lenta y lúgubre. «Frundis, ¿acaso estás componiendo un coro para mi funeral?»
La mílfida atacó otra vez, con una fuerza que me superaba con creces, y paré el ataque con Frundis. Solté un siseo impresionado.
«¿Pero de qué material estás hecho, Frundis?»
El bastón silbó, alegre.
«De música», contestó. «Y la música jamás se rompe.»
Estaba parando los golpes de la mílfida con éxito cuando, de pronto, perdí el equilibrio y una de sus patas me propulsó hasta el suelo. Al chocar contra la piedra, Frundis se me escapó de las manos y me quedé mirando la criatura, muerta de miedo. Visto desde abajo, el monstruo parecía todavía más terrible. Me apretó el busto y las piernas contra el suelo con sus garras y yo traté de hincarle las mías en las suyas.
Oí el gemido del mono antes de que la mílfida se preparara para el golpe final. Sin poder moverme, vi un destello brillar en sus ojos amarillos. Abrió grande su hocico, soltó un rugido tremendo y se derrumbó sobre mí mientras yo la contemplaba, pasmada. Sentí la piel rugosa y el olor desagradable de la criatura antes de deshacerme de ella. En su espalda, estaba clavada una lanza.
—Aryes —resoplé, admirativa, cuando me hube repuesto un poco—. Gracias.
El kadaelfo me sonrió y luego carraspeó.
—No consigo sacarla —confesó.
Solté una risa histérica y entonces pensé en algo y me puse lívida.
—¿Kyisse? —pregunté, mirando a mi alrededor—. ¿Dónde está Kyisse?
Sólo en ese momento vi que la pequeña caverna ahora estaba llena de aventureros. Al parecer, la batalla en la gran caverna había terminado, y bien. Sin embargo, seguía habiendo demasiadas mílfidas. De pronto, vi a Spaw, arrinconado contra una pared. Sostenía su daga roja con firmeza pero parecía estar en apuros. En ese momento, la criatura, que no llevaba armas, le dio un zarpazo y el humano dio un salto atrás, golpeándose contra la roca.
—¡Demonios! —exclamé. Recogí a Frundis, eché a correr, cubrí la distancia que me separaba de él y me detuve en seco al comprobar, pasmada, que la mílfida batía las alas y se alejaba, soltando un chillido—. ¿Qué…?
Spaw, al ver mi expresión desconcertada, sonrió a medias y sus ojos relucieron con un destello rojizo.
—A veces, impongo respeto.
No acabé de entender su afirmación pero no era el mejor momento para pedir explicaciones.
—Tenemos que buscar a Kyisse —dije al fin—. No la veo por ninguna parte.
—¿Kyisse? —preguntó Kaota, alarmada, llegando a mi altura. Llevaba toda la armadura llena de sangre de mílfida—. ¿La has perdido?
Entorné los ojos.
—Es difícil estar al tanto de todo en pleno combate —protesté.
—Mmpf.
—¡Cuidado! —grité, al ver una mílfida arremeter de pronto contra Kitari, que acababa de pararse junto a nosotros. Reaccionando a la velocidad del rayo, Kitari se agachó, dio un bote, dio un tajo en la muñeca a la criatura y hundió la espada en su garganta.
Alcancé un punto supremo de tensión y estallé. Dejé caer a Frundis y me puse temblar. No podía más, me dije. Me arrimé al muro, agitada de espasmos.
—¡Shaedra! —exclamó Kaota—. ¿Qué te ocurre?
Aryes se precipitó hacia mí y me apretó las manos entre las suyas.
—Shaedra, todo está acabando. No pierdas la calma.
Crucé su mirada azul y ardiente y meneé la cabeza, sin dejar de temblar.
—No. Yo no… nooo la pierdo —tartamudeé en un susurro.
Syu se aferraba a mi cuello, más asustado por mi reacción que por las mílfidas.
—Inspira hondo y espira tranquilamente —me aconsejó Aryes.
—Estoy bien —repliqué, a pesar de que se me humedecían los ojos por la tensión.
Eché un vistazo hacia la caverna. Kaota y Kitari se habían alejado para ayudar a los demás a acabar con las últimas mílfidas. Spaw, no muy lejos de nosotros, parecía sumido en sus reflexiones, pero súbitamente se activó y giró sus ojos hacia mí.
—Bueno —dijo, aproximándose—. Esto se está complicando. Y eso que por una vez todo parecía ser fácil al principio.
—Spaw, ¿quieres decirnos de una vez por qué estás tan raro últimamente? —preguntó Aryes.
El demonio se rascó la cabeza, pensativo.
—Bueno, no sé si conviene que os lo explique ahora… De acuerdo —se resignó, al ver nuestras expresiones irritadas—. Zaix acaba de hablarme. Suele aparecer en los peores momentos —suspiró, a modo de inciso—. El caso es que ¿os acordáis cuando volví de la biblioteca y que dije algo así como que lo había encontrado? —Asentimos con la cabeza—. Pues bien. Ya sabéis que Zaix está intentando encontrar la forma de deshacerse de esas cadenas que tiene. Y yo pienso que en el castillo de Klanez podría estar el objeto que busca. —Aryes y yo intercambiamos una mirada, meditativos—. En la biblioteca, vi que, según una leyenda, había en ese castillo una reliquia que absorbía las energías. A lo mejor es cierto.
—Y a lo mejor no —replicó Aryes, resoplando—. ¿Estás diciéndonos que quieres ir al castillo de Klanez para encontrar una reliquia y liberar a un demonio?
—Eso ha sonado despectivo —observé.
El kadaelfo puso los ojos en blanco.
—No tengo nada contra los demonios, pero al mismo tiempo, todo esto se basa simplemente en una leyenda.
—En varias —lo corrigió Spaw, pensativo—. Pero ahora, como decía, la cosa está complicada, porque los aventureros han perdido a la única que les podía abrir el camino hacia el castillo… según lo que cuentan las leyendas, una vez más.
Palidecí.
—¿Dónde está Kyisse? —pregunté.
Spaw carraspeó, mirándose las uñas.
—Creo que se la ha llevado tu tío —declaró.
Solté un murmullo, incrédula. En ese instante, oí un grito feroz entre los aventureros:
—¡Se han llevado a la Flor del Norte! ¡Se han llevado a la Flor del Norte!
Después de haber perdido el rastro de los secuestradores de Kyisse, el capitán Calbaderca y sus compañeros volvieron a la caverna. Como muchos aventureros estaban heridos, el capitán anunció que nos instalaríamos ahí durante un par de horas para recobrar fuerzas antes de partir de nuevo.
Los guerreros habían hecho una matanza de mílfidas. Todos habían luchado bien… salvo los Leopardos, por supuesto. Todos habían gruñido mucho contra ellos hasta que el capitán se hubiese reunido con los cinco “traidores” y les hubiese pedido explicaciones. Mientras Borklad explicaba con claridad que ellos no estaban dispuestos a permanecer en un grupo que se precipitaba hacia el enemigo sin pensar, los demás aventureros, atentos a la conversación, clamaron y protestaron, indignados. El capitán, sombrío, no había vacilado al decirles a los Leopardos que quedaban a partir de ese momento fuera de la expedición. Estos habían tirado al suelo los brazaletes que les había puesto yo y se habían marchado con sus efectos personales sin la más mínima muestra de vergüenza. Lo cierto era que yo les entendía perfectamente. No cualquiera era capaz de abalanzarse contra unas mílfidas asesinas.
Estuvimos descansando e intenté dormir, pero no lo conseguí. Me contenté entonces con sentarme contra una roca y escuchar una música soporífica de Frundis. Durante esas dos horas, Nimos Wel, el curandero, no paró de atender a los heridos, en particular al Espada Negra Taoh Tanfis y a la semi-elfa Ushyela, cuyas vidas pendían de un hilo.
El capitán Calbaderca se levantó entonces y declaró:
—En marcha todos. Despertaos. Encontraremos un lugar seguro para los heridos —explicó, mientras todos recogían sus sacos—. Y luego iremos en busca de esos raptores.
Rodeado de sus Espadas Negras, abrió la marcha, mientras los demás lo seguían lentamente, cargando con los heridos.
—En marcha —nos dijo Kaota.
Spaw, Aryes y yo nos levantamos en un mismo movimiento. Evitando difícilmente los cadáveres de las mílfidas, salimos de la caverna y volvimos a andar lo andado. ¿Qué pretendía Lénisu?, me pregunté, por enésima vez. Impedir el viaje a Klanez, eso estaba claro, pero… ¿Por qué nos había abandonado en pleno combate? Por un lado, deseaba encontrármelo ya, pero sabía que si el capitán Calbaderca alcanzaba a los raptores, estos iban a tener graves problemas. ¿Pero quiénes eran esos compañeros de Lénisu? No había podido ni ver sus rostros. ¿Acaso eran Sombríos?
* * *
Nimos Wel, el curandero, había hecho todo lo que había podido para los heridos y caminaba delante de mí, agotado. En un momento, lo vi tambalearse y me precipité solícita para darle mi apoyo. El celmista me sonrió dulcemente, dándome las gracias.
—He utilizado mucha energía —dijo con la voz serena pero sin fuerza.
Al menos, no parecía sufrir ninguna apatía, pensé con optimismo. Aun así, al de unos minutos, Nimos Wel caminaba con Frundis en una mano, después de que yo le hubiera pedido a este permiso. A su lado, iba el palanquín de Kyisse, donde habían conseguido instalar a Taoh y a Ushyela juntos ya que eran bastante delgados. Ambos tenían muy mal aspecto. Poco a poco, avanzábamos todos, unos renqueando, otros sosteniéndose un brazo herido, y otros arrastrando los pies, agotados.
El cartógrafo, que tanto sabía de mapas y alardeaba de experto, nos guió hasta un entramado de túneles y, tras unas horas de lenta marcha, desembocamos finalmente en una caverna llena de columnas, recovecos y…
«¡Árboles!», exclamó Syu, pegando saltitos de alegría sobre mi hombro.
Las piedras de luna iluminaban amplias partes de la caverna.
—El templo no debe de estar muy lejos —masculló Durinol Milden, el cartógrafo, escudriñando la caverna con sus ojos de tiyano.
—¿Templo? —murmuró Aryes, desconcertado.
Le devolví al kadaelfo una mirada de incomprensión mientras avanzábamos todos con aprensión por aquel extraño lugar. La pared de la caverna tenía muchísimos salientes rocosos que se asemejaban a enormes setas. ¿Había acaso un templo por esa zona? Por qué no, me dije, contemplando el bosque que se extendía a nuestra izquierda, ocupando casi toda la caverna visible. Después de todo, en la Superficie también se habían construido templos en lugares apartados y peligrosos.
—¡Por ahí! —dijo de pronto Durinol, sin prestar atención a los comentarios escépticos de sus compañeros.
Lo seguimos todos, prudentes, y entonces el faingal del grupo se golpeó la frente con la mano.
—¡Por Amzis, claro! El templo. Ahora me acuerdo.
—¿Qué ocurre, Wenay? —le preguntó Torwen, el enano.
—¿Que qué ocurre? ¡Por Temenessa! Estuve aquí, en un Templo, hace muchos años, cuando era un niño —declaró—. Creo… —Paseó su mirada por su alrededor mientras nos deteníamos todos, expectantes—. Creo que Durinol nos lleva por buen camino.
Oímos todos con claridad el resoplido sarcástico del cartógrafo.
—¡Pues por supuesto que os llevo por buen camino! En marcha.
El capitán Calbaderca frunció el ceño ante su tono autoritario pero lo siguió sin una palabra.
Encontramos una rampa junto a un túnel y un poste de piedra con un triángulo dibujado dentro de un círculo: era el símbolo de la religión etísea. Lo sabía de sobra porque lo tenía el collar que la Fogatina llevaba siempre al cuello.
El ánimo del grupo subió como una flecha y comenzamos a subir la rampa. Nos faltaban unos metros para llegar arriba cuando Wenay, el faingal, con una repentina exclamación, corrió hacia delante y soltó, nervioso:
—¡Cuidado! Ahora que me acuerdo, el Templo de Igara tiene un jardín traicionero, así que cuando lleguéis arriba, tratad de no respirar los perfumes. No recuerdo muy bien, pero sé que mi padre me dijo que retuviese la respiración.
El capitán Calbaderca hizo un breve gesto con la cabeza, sin perder su serenidad.
—Está bien. Gracias por avisarnos, Wenay. —Alzó la mano—. Felxer.
Un movimiento de cabeza del capitán le bastó al Espada Negra para entender lo que le pedía. Se adelantó y subió los últimos metros de la rampa, llevando en la mano una linterna pese a las piedras de Luna que iluminaban la caverna. Tardó un buen rato y el rostro del capitán se iba ensombreciendo cada minuto que pasaba, hasta que Felxer reapareciese por la rampa.
—¡Vía libre, capitán! —soltó.
—Gracias, Felxer. Adelante, compañía —ordenó Djowil Calbaderca.
No se me escapó la mueca escéptica del faingal. Obviamente, pensaba que la vía no debía de estar tan libre como lo aseguraba Felxer.
Cuando llegamos arriba, la vista que nos esperaba nos dejó a todos pasmados. La rampa seguía en un amplio camino empedrado y a ambos lados se extendía un campo azul con plantas extrañas, de tallo retorcido y pétalos exuberantes. Y al final del camino, se alzaban unas murallas con unas puertas enormes.
—Seamos prudentes —dijo el capitán. Y se giró hacia Chamik—. Botánico, ¿conoces esas plantas? Yo jamás vi nada del estilo.
Chamik iba a contestar pero el cartógrafo se le adelantó:
—Según los libros, el Templo de Igara está rodeado de defensas de todo tipo. Pero supongo que si no nos apartamos del camino, no pasará nada.
—Gracias, Durinol Milden —replicó el capitán, y enarcó una ceja hacia Chamik.
El investigador de biología carraspeó, molesto.
—Er… Bueno. Lo cierto es que debería acercarme más para cerciorarme. No veo muy bien de lejos —confesó.
Su declaración provocó unas risas y burlas irónicas entre algunos aventureros. El capitán los fulminó con la mirada y volvió a centrar su atención en Chamik.
—Entonces, acércate para cerciorarte —exigió.
Chamik asintió con rapidez y se aproximó a las plantas. Cuando estuvo a un metro de una de ellas, se inclinó para ver mejor. Entonces se incorporó, dio media vuelta y volvió con movimientos lentos, muy lentos.
—Al parecer, esas plantas son malas para la salud mental —comentó alguien, burlón, en medio del grupo.
Observé la reacción de Yelin, pero antes de que éste pudiera replicar, Aryes posó una mano apaciguadora sobre su hombro. No era plan de que empezasen una discusión en plena rampa.
—Entonces podrás pasar sin preocuparte de perder nada, Hanor —retrucó Belika con tranquilidad. Ella sí que parecía buscar pelea, pensé.
—Te consolará saber, Belika Tathda, que eres tan fea como estúpida —le replicó el arquero.
—Cerrad la boca de una vez —gruñó Dabal Niwikap, el mirol fortachón que me había parecido simpático ya desde el día de la ceremonia. Y, además de simpático, imponía respeto.
«Sobre todo con su cara ensangrentada y su pierna herida», dijo Syu con una mueca.
Cuando Chamik regresó al fin, moviéndose con una lentitud insólita, el capitán empezaba ya a impacientarse.
—Son meodilvas —declaró el joven botánico, jadeante, como si hubiese corrido durante una hora—. Esas plantas se giran hacia el movimiento y escupen gases que, si los respiras, afectan el sistema nervioso.
Varios lo miraron con cara de no entender nada pero el capitán Calbaderca pareció sumirse en profundas reflexiones.
—Capitán —intervino un Espada Negra con voz grave—, si lo desea, puedo intentar pasar, hasta las puertas.
Pero el capitán negó con la cabeza:
—No, Tow. Iré yo. Este es un Templo etíseo. En cuanto los monjes sepan que necesitamos su ayuda, nos ayudarán. Esperad aquí.
Enseguida todos los Espadas Negras protestaron pero al capitán le bastó una mirada para acallarlos.
—Capitán —dijo Chamik con timidez—, si ve las flores girarse hacia usted, deténgase de inmediato.
—Gracias por el consejo, Chamik. Lo tendré presente.
Entonces, nos dio la espalda y, valiente como un héroe, se alejó. Observé cómo Kaota se agitaba, inquieta, mientras su capitán se avanzaba en el camino.
—Genial —masculló Zismeya—. Vamos a perder al único hombre que tiene agallas en este maldito grupo.
—Buaj —replicó Rumber—. Él no creo que haya peleado nunca contra un dragón, que yo sepa.
—Venga ya, ¿un dragón? ¿Tú peleaste contra un dragón? Sería una cría, o no me lo creo —replicó ésta.
Empezaron a lanzarse flores y los demás tuvieron que intervenir cuando ambos llegaron a retarse a un duelo, arguyendo que su honor no podía aceptar más insultos.
—Querida Zismeya —dijo Gefiro con tono burlón—. Tranquilicémonos y observemos cómo avanza nuestro amable jefe con agallas.
Aryes, Spaw y yo intercambiamos una mirada cansada.
«Acabarán matándose entre ellos si no aparecen otras mílfidas», suspiré.
«Haría falta un ejército de gawalts para calmar a esos saijits», replicó Syu.
«Y varios para cada uno», asentí, divertida.
Incliné la cabeza e intenté ver algo pese al gran Espada Negra que tenía delante de mí. Alcancé a divisar al capitán Calbaderca que seguía avanzando con una lentitud tan exagerada como la de Chamik. Sin embargo, el Espada Negra pronto se movió, tapándome otra vez la vista. En ese momento, me di cuenta de que Nimos Wel, el curandero, se me había acercado para devolverme el bastón y darme las gracias. No mencionó nada sobre Frundis y me sorprendió que este no hubiese cantado durante todo ese tiempo…
«No siempre canto para extraños, qué te crees», me gruñó el bastón, adivinando mis pensamientos. «Soy prudente.»
«Me alegra saberlo», le repliqué, divertida.
Al cabo, me resigné a esperar que el capitán alcanzase las puertas y me senté sobre la rampa, imitando a varios aventureros detrás de mí. Estaba escuchando una nueva canción de Frundis cuando la gente a mi alrededor empezó a murmurar, removiéndose, intranquila.
—¿Qué pasa? —pregunté, despertando de mi sopor y levantándome de un bote.
—Ni idea —admitió Aryes—. No veo nada. Debería levitar para saberlo.
—Acaban de abrirse las puertas —nos explicó entonces Pistu Chavolinda, el elfocano.
—¡Sale alguien! —exclamó Yelin, en primera fila, junto a Chamik.
—Es un ilfahr —resopló otra persona.
Todos parecían muy impresionados y me incliné hacia Spaw para preguntarle en voz baja:
—¿Qué es un ilfahr?
Spaw sonrió, divertido.
—Algo así como un sacerdote etíseo especial.
—¡El capitán ha entrado! —anunció Yelin. Parecía que se había convertido en el portavoz de lo que ocurría.
Esperamos como un cuarto de hora antes de que saliesen del Templo dos ilfahrs acompañados por el capitán. Ambos llevaban un velo azul que tapaba la mitad de su rostro. Cruzaron el camino, agitando unos objetos que parecían una especie de sonajeros. Observé cómo las plantas se giraban hacia ellos, balanceándose, como dormidas.
Estaban a unos metros cuando, con un movimiento repentino, los Espadas Negras pusieron una rodilla en tierra y muchos aventureros los imitaron. Miré a mi alrededor, asombrada. Incluso Kaota y Kitari se habían prosternado, con el puño en el corazón.
—Creo recordar que los eriónicos actúan de manera parecida —me hizo observar Spaw, al notar mi sorpresa.
—Cierto —admití.
El ruido de los sonajeros se interrumpió y los ilfahrs se detuvieron ante nosotros.
—Hijos de Minsawda, levantaos, el Templo de Igara os da la bienvenida —declaró uno de ellos.
Lentamente, todos los etíseos volvieron a levantarse. Al fin parecían algo calmados, pensé, mientras los ilfahrs nos guiaban hacia el Templo, haciendo sonar sus maracas.
El interior del Templo era austero y, si se quitaba la gran sala de oraciones y el refectorio, apenas había cuartos suficientes para alojar a todos. Los ilfahrs se ocuparon enseguida de los heridos, con la ayuda de Nimos Wel y, como Aryes y yo propusimos nuestra ayuda, un ilfahr nos mandó coger agua en el pequeño jardín de detrás del Templo, donde corría, fría y pura, el agua surgida de un manantial.
Kaota y Kitari, agotados, habían querido seguirnos pero, cuando les dijimos que simplemente íbamos a rellenar cántaros de agua, se dejaron convencer y se fueron a dormir.
Cuando regresamos al jardín a rellenar nuestros cántaros de agua por segunda vez, nos encontramos a Spaw balanceando tranquilamente sus piernas en el pretil natural de la fuente. Tan sólo el murmullo del agua rompía el silencio del lugar. Me di cuenta entonces de que hacía tiempo que no estábamos los tres solos y tranquilos, sin oídos indiscretos a nuestro alrededor, y decidí aprovechar la oportunidad para hablar con toda libertad.
—¡Demonios! Menudo día. Primero las mílfidas, y luego lo de Lénisu y Kyisse… —Resoplé y dejé el cántaro en el suelo—. ¿Qué pensáis que va a hacer el capitán Calbaderca ahora? —pregunté, sentándome junto a Spaw.
—Bueno. Si encuentra a Kyisse, el viaje seguirá como se había planificado —contestó Aryes, sentándose a su vez.
—¿Y si no la encuentra? —pregunté.
—Si no la encuentra, entonces no creo que sigamos hasta el castillo —reflexionó el kadaelfo—. Sería una locura, ¿no? La expedición se basaba en que Kyisse nos abriría el camino.
—Tiene que ser posible entrar en el castillo hasta sin Kyisse —dijo de pronto Spaw, meditabundo.
Lo miré con cierta sorpresa.
—De modo que… ¿sigues pensando que la mágara para quitarle las cadenas a Zaix se encuentra ahí?
—En realidad, no soy el único que piensa que es posible —replicó Spaw—. Tengo un amigo que lleva años buscando ese objeto. Aunque no está seguro de que sea el que realmente buscamos, ni que esté realmente en ese castillo.
Lo miré con fijeza, con una súbita sospecha.
—Ese amigo…
Spaw puso los ojos en blanco.
—Sí. Es uno de los seis de la comunidad. Y Zaix confía plenamente en él.
—¿Seis? —me extrañé—. ¿No dijiste que erais cinco?
—Te estaba contando a ti —replicó.
Hice una mueca y asentí.
—Está bien. Así que tú quieres ir a coger el objeto ese. Yo quiero ir a la Superficie y asegurarme de que Kyisse está bien y… ¿Y tú qué quieres, Aryes?
El kadaelfo esbozó una sonrisa.
—Sinceramente, no lo sé. Estoy tan harto de los Subterráneos como tú o más. Pero si la expedición encuentra a Kyisse, no tendremos más remedio que seguir con el viaje. Aunque… a lo mejor no es la peor de las soluciones —concluyó.
—Está bien, entonces todo está decidido —dijo Spaw, animado—. En el caso de que encontremos a Kyisse, continuamos hacia el castillo. Si no la encontramos, nos escabullimos y vamos a la Superficie. Os vais a casa y me dejáis buscar a mí a la Klanez para que pueda entrar en el castillo.
—¡Spaw! —protesté, ofendida—. ¿No estarás proponiendo que te dejemos ir solo con Kyisse al castillo de Klanez?
—No sé si es imprescindible que esté ella —confesó—, pero la Historia ha demostrado que nadie es capaz de entrar ahí sin la ayuda de los Klanez y… la verdad, prefiero no tentar la suerte… —El demonio sonrió al ver mi mueca poco convencida—. ¿Tienes una idea mejor? Yo nunca abandonaré a Zaix.
Lo contemplé, algo impresionada.
—Zaix parece ser una persona a la que admiras mucho —observé.
El humano asintió con un breve gesto de cabeza. Por una vez, su rostro se había vuelto más serio de lo habitual. Recordé en ese instante unas palabras de Zaix: “es como si fuera mi propio hijo”, me había dicho. Era de lo más normal que Spaw quisiese ayudarlo, en tal caso.
—Tu plan no me gusta —dije, sin embargo—. No dejaré que te vayas con Kyisse hasta el castillo. No solo.
—Nos estamos adelantando —intervino Aryes—. Os veo algo acelerados. Todavía puede que encontremos a Kyisse con el capitán Calbaderca. Es inútil construir planes en el aire.
—Tienes razón —aprobé—. Sin embargo, Lénisu es bastante hábil cuando se trata de huir —añadí, burlona—. Yo no veo tan remoto que consiga escapar.
—Mm. —Spaw había fruncido el ceño, meditativo—. Dime, Shaedra. ¿Qué objetivo crees que tenía Lénisu robando a Kyisse?
—No lo sé —reconocí—. Probablemente interrumpir la expedición.
—Así que… en ningún momento has pensado que él también podría querer ir al castillo, pero solito, ¿verdad? —inquirió el demonio.
Lo fulminé con la mirada.
—¿Qué insinúas? Lénisu no es un cazarrecompensas ni nada de eso. El botín de un viejo castillo le trae sin cuidado.
—Oh —soltó Spaw, fingiendo aprobación.
—Mmpf. Además, siempre me dio la impresión de que no se creía esas historias de Klanez —proseguí—. No. Lénisu está intentando impedir que el capitán nos lleve hasta el castillo. Tal vez porque precisamente no cree en las leyendas —razoné.
Callé, dubitativa. En realidad, estaba hablando sin saber. Quizá el Nohistrá de Dumblor le hubiese pedido que actuase de esa manera o… Sonreí a medias. Quizá Lénisu se hubiese vuelto de repente un gran creyente y pensase que Kyisse le iba a otorgar protección divina. Solté un suspiro, resignada.
—Esperemos que el capitán Calbaderca sea clemente con Lénisu en el caso de que lo encontremos —declaré.
—Desgraciadamente, la clemencia no es una cualidad muy común entre los Espadas Negras —replicó Spaw—. He oído más de una historia sobre esa guardia. Tienen fama de hacer pasar antes el deber que los sentimientos.
Tuve una risita irónica.
—¿Y tú? —le dije—. Acabas de decir que utilizarías a Kyisse para encontrar esa mágara absorbente.
Spaw levantó los ojos hacia el techo de la caverna.
—Kyisse quiere ir al castillo y yo también: eso no es utilizar, es colaborar —argumentó.
—Er —intervino Aryes, levantando el dedo índice, tras un silencio—. Si me permitís, creo que estamos razonando fuera del tiesto. Nosotros, dada nuestra situación, poco podemos hacer aparte de interponernos entre Lénisu y el capitán para que no ocurra nada malo. En todo caso, lo que no podemos hacer es alejarnos del capitán cuando acabamos de ser atacados por unas mílfidas sanguinarias que por poco nos matan. Tengamos planes coherentes.
Spaw y yo asentimos con la cabeza y el humano puntualizó:
—Es cierto que estamos cerca de un portal funesto y ahí normalmente siempre está todo más movido.
—Eso es lo peor. Si a fin de cuentas decidimos volver a la Superficie… lo vamos a tener muy difícil —comentó Aryes.
Spaw frunció el ceño, pasando una mano distraída por el arroyuelo del manantial.
—Resulta que hay un grave problema —dijo. Y nos miró a ambos, vacilante—. En realidad… existe un pasaje bastante seguro para salir a la Superficie. Yo normalmente paso por ahí.
—¡Eso es una buena noticia! —exclamé, con una sonrisa radiante—. Pero ¿por qué dices que es un problema?
—Porque… —Carraspeó, molesto—. Porque para llegar a esas escaleras hay que pasar por donde vive Zaix.
Fruncí el ceño.
—¿Y?
Spaw suspiró, paciente.
—Que Aryes no puede pasar por ahí. No es un demonio.
Resoplé, incrédula, y luego sonreí y repliqué:
—No veo dónde está el problema. Aryes se hace pasar por un demonio y ya está. Venga, Spaw, ¿no me digas que no vas a dejarle pasar a Aryes porque no sea un demonio? Es ridículo.
Spaw soltó una carcajada, divertido.
—¡Lo ridículo es lo que propones! —Se rió—. ¿Hacer creer a Zaix que Aryes es un demonio? ¡Por favor!
—Shaedra —intervino Aryes, alucinado, mientras Spaw sonreía anchamente—. Yo, francamente, no me metería en un antro lleno de demonios…
—¿Lleno? Pero si ya has oído a Spaw, no serían más que tres —protesté—. Más Zaix. Y… bueno, también se les podría explicar amablemente que tú no tienes nada contra los demonios y…
Spaw se cubrió la cara con una mano y Aryes negó con la cabeza categóricamente.
—No paso por eso. Lo siento.
Suspiré, paciente.
—Y entiendo perfectamente tus reservas. Pero a lo mejor es más peligroso pasar por un portal funesto lleno de mílfidas y de trolls que por unos pocos demonios que además tienen toda la pinta de ser simpáticos —argumenté.
—De hecho, lo son —asintió Spaw—. Sin embargo, son demonios. Y dos de ellos no han visto a un saijit desde hace años. Creo que aún no has entendido lo importante que es para un demonio que los saijits no sepan que lo es. Es… quizá una tradición, pero está muy bien anclada y… la verdad que bastante justificada. La Historia habla por mí.
Me encogí de hombros y me deslicé hasta el suelo para coger el cántaro.
—Está bien —dije, mientras rellenaba el cántaro de agua—. Entonces, resumiendo, seguimos al capitán Calbaderca y si encontramos a Kyisse…
Me interrumpí al oír un ruido de pasos por el corredor que llevaba a la fuente.
—Listo —declaré, sosteniendo el pesado cántaro entre mis brazos.
Aryes acababa de llenar su cántaro cuando apareció por el pasillo una Espada Negra. Se llamaba Ashli. Su rostro joven de sibilia reflejaba cierto cansancio pero su andar se asemejaba al de una bailarina. Se detuvo, se pasó la mano por la cara, apartando una mecha de su cabello gris estriado de escarlata, y declaró:
—El capitán Calbaderca quiere hablaros, antes de partir.
Me sobresalté y salpicó agua del cántaro.
—¿Cómo que antes de partir? —pregunté, con los ojos agrandados.
Ashli hizo una mueca. No parecía muy contenta.
—Se va en busca de la Flor del Norte.
—¿Ya?
—Cuanto más espere, más difícil será encontrar el rastro de los raptores —explicó Ashli.
—Demonios —resoplé.
Nos precipitamos Aryes y yo por el corredor, cargando con nuestros cántaros, mientras Spaw y Ashli nos seguían con más tranquilidad.
—Al final van a romper el cántaro —comentó el demonio, suspirando.
Me giré con los ojos entornados y advertí la sonrisa divertida de Ashli.
—No quiero que el capitán Calbaderca se vaya sin mí —repliqué.
—Pues me temo que no lo vas a convencer —respondió Ashli—. Incluso me deja a mí.
—¿Qué? —se extrañó Aryes—. Pero si eres una Espada Negra.
—Sí. Pero me quiere dejar a mí a cargo de los heridos, con Kaota y Kitari —explicó. Por su tono y su expresión, deduje que le costaba resignarse a la idea de quedarse atrás, mientras que su capitán seguía adelante.
Ya me imaginaba al capitán encontrando a Kyisse y matando a sus raptores por traidores… Si consiguiese acompañar al capitán, podría interponerme. Al fin y al cabo era la Salvadora. No me podían matar, ¿verdad?
De camino, me encontré con Syu, que salía del refectorio a toda velocidad, frenó al verme y saltó sobre mi hombro.
«¿Qué estabas haciendo?», pregunté, sospechando.
El gawalt puso cara inocente.
«Observando cómo cocinan en este lugar frío y siniestro», replicó.
Tuve una media sonrisa.
«Tienes los bigotes morados», señalé. «Será por el frío.»
«¿Qué? Oh.» Syu cogió un poco de agua del cántaro y se frotó enérgicamente los bigotes para quitar el rastro de las bayas que había comido. «Estaban riquísimas», me confesó, contento.
«¿No te las habrás comido todas?», inquirí, burlona.
«Aún quedan. Pero no sé si le convienen a un saijit», replicó, fingiendo seriedad. Enarqué una ceja, divertida.
Djowil Calbaderca estaba de pie, junto a las puertas del Templo, supervisando los últimos preparativos. A su alrededor aguardaban los Espadas Negras y los aventureros que no habían sufrido grandes heridas durante la batalla contra las mílfidas aladas.
—Salvadores —dijo el capitán, al vernos—. Venid aquí. —Posamos los cántaros junto a un muro y nos acercamos—. Quiero que recéis por nosotros para que llevemos a la Última Klanez de vuelta a este templo. Haced una plegaria mañana y noche y podéis estar seguros que volveremos.
Sus palabras me dejaron atónita. ¿Que rezásemos para que volvieran?
—Esto… Se supone que somos los Salvadores —apuntó Aryes—. Técnicamente, deberíamos acompañarte.
—Tenemos que salvar a Kyisse —apoyé, con convicción.
El capitán sonrió y negó con la cabeza.
—La pequeña estaba bajo mi protección. Es mi deber ir a buscarla. Pero vuestra misión no es menos ardua: rezad y curad a los heridos. Y no salgáis del Templo bajo ningún concepto. Ya habéis visto qué peligrosos son los Subterráneos. Y ahora deseadnos buen viaje.
Percibí su tono paternalista y reprimí un suspiro exasperado. Al verlo, parecía que estaba hablando con dos niños incapaces de hacer otra cosa que rezar para que todo fuese bien.
—Buen viaje y gracias por pedirnos nuestra opinión tantas veces —gruñí.
Mi réplica generó unos comentarios burlones por parte de algunos aventureros y los fulminé con la mirada. Los observé salir del Templo en silencio. El sonido de los sonajeros empezó a oírse en el jardín de Igara.
—Que recemos —siseé entonces—. ¡Mil brujas sagradas! ¿Qué se ha creído ese…?
Me crucé con la mirada penetrante de la ilfahr.
—Capitán —acabé por decir, controlándome. Retrocedí y di media vuelta, nerviosa. Había recorrido a grandes zancadas coléricas unos cuantos metros cuando me acordé del cántaro y di la vuelta para a ir a recogerlo bajo la mirada divertida de Aryes—. No tiene gracia —dije, con una mueca. Señalé la puerta con la mano, exasperada—. Se ha marchado sin nosotros. Y nos pide que recemos por él… Más que ridículo, es hipócrita —refunfuñé, terminante—. Los verdaderos gawalts no actúan así.
—Técnicamente, el capitán no es un mono gawalt —me hizo notar Aryes.
Aryes y yo intercambiamos una mirada y soltamos una enorme carcajada. Se me escapó el cántaro de las manos, lo recogí in extremis antes de que cayera al suelo y me hundí toda la camisa. Mi hilaridad se descontroló completamente y Aryes soltó una risa aguda mientras Syu se apartaba de nosotros, soltando un suspirito.
—¿Ya eran así cuando los conociste? —preguntó Ashli a Spaw, rascándose la mejilla.
—Oh —dijo Spaw, observándonos como a dos criaturas exóticas mientras nosotros armábamos un escándalo de risas por el pasillo—. Me temo que esto va empeorando.
Soplé varias veces, arrodillada en el suelo, mientras me sostenía las costillas dolorosas.
—Ayayay —dije, jadeante—. Esto es terriiiible.
Aryes y yo nos sonreímos pero tratamos de recobrarnos.
—Por Nagray, no reía tanto desde hace años —reconoció Aryes, levantándose y pasándose la manga de su camisa sobre sus ojos—. Desahoga, después de tanta mílfida y tanta emoción.
«Saijits», suspiró el gawalt.
Ashli carraspeó.
—Tenéis una curiosa manera de rezar —observó—. Creo saber que sois eriónicos.
Hice una mueca, tratando de recuperar mi seriedad.
—Sí. Pero normalmente los pagodistas no rezamos mucho.
—Eso es un error —dijo entonces una voz.
Giré los ojos hacia la ilfahr y me recorrió un escalofrío. De su rostro, tan sólo se veían unos grandes ojos azules que me examinaban como si pudiese leer mi mente. Se movió y pasó delante de nosotros.
—Seguidme —declaró—. Os voy a presentar a Fahr Landew, el prior del Templo.
* * *
Después de una hora entera escuchando a Fahr Landew, me preguntaba cómo una persona tan alegre y buena podía haber elegido vivir en un lugar tan apartado como el Templo de Igara.
La ilfahr nos había conducido hasta la cima de la única torre del templo, a la que llamaban kelmet, que significaba, según ella, «refugio para el espíritu» en el dialecto de los dioses. Ahí, Ashli, Spaw, Aryes y yo habíamos sido presentados a un mediano de nariz gorda y ojos sagaces y marrones que nos había dado la bienvenida al kelmet y al Templo. Nos había preguntado por los heridos y le habíamos contestado que, al parecer, ninguno estaba en riesgo de muerte, salvo Ushyela. Luego habíamos filosofado sobre la vida y sobre otros temas muy espirituales, de modo que llegué a preguntarme si los ilfahrs rezaban debatiendo tranquilamente sobre conceptos elevados. En tal caso, los sacerdotes etíseos debían de tener conversaciones animadas durante las comidas, pensé.
Y así lo comprobé poco después de que nos hubiésemos sentado a comer en el refectorio. La mesa era muy grande, con largos bancos donde tomaron asiento todos los aventureros que se sentían con ánimo de participar en el dals, como llamaban aquella comida: lo cierto era que la mayoría se habían ido a dormir y a mí me hubiera gustado imitarlos, si no fuera porque tenía curiosidad por ver cómo vivían aquellos sacerdotes.
—¡No hay nada como una buena sopa de verduras! —exclamó Fahr Landew, con una gran sonrisa, mientras se sentaba a la mesa—. Hermanos, recemos para que los dioses devuelvan la salud a nuestros huéspedes. Servíos y rindamos gracias a los dioses por esta excelente comida, sin olvidarnos de nuestro cocinero Fahr Deunal, ¡por supuesto!
Los ilfahrs nos dejaron servirnos con el cazo antes de servirse ellos mismos y advertí que alguno contemplaba con cierta consternación al mirol Dabal Niwikap mientras este engullía un plato lleno a rebosar. Pero claro, Dabal era toda una fortaleza y necesitaba energías para curarse de sus heridas, pensé, alegre de verlo comer con tantas ganas.
Cuando Fahr Landew alejó su plato, los demás ilfahrs hicieron lo mismo y los imitamos todos. El prior nos dedicó una sonrisa que ocupó toda su cara.
—Acostumbramos, en los dals, escuchar una historia de uno de nuestros compañeros. Ayer Fahr Arruchil nos habló de la leyenda de la Piedra del Fuego. —Enarqué una ceja al acordarme de la polémica de Suminaria y Aleria sobre si aquella piedra existía o no—. Hoy, para que no penséis que contamos siempre historias viejas de miles de años, os contaré yo la historia de Nawmiria Klanez, la abuela de la pequeña niña con la que habéis viajado.
Todos lo miramos con asombro. Dado el número de leyendas que se contaban sobre los Klanez, yo aún no había podido formarme una idea precisa sobre aquella mítica familia. Por eso me llamaba la atención que de pronto un ilfahr fuese a hablarnos de la abuela de Kyisse. A lo mejor hasta estaba viva, pensé, mordiéndome el labio, intrigada.
—Supongo que muchos de vosotros habréis oído decenas de leyendas sobre la familia Klanez —dijo Fahr Landew, posando con calma las manos sobre la mesa—. Algunos de vosotros sois de Dumblor y sin duda sabréis que el abuelo de la pequeña a la que protegéis fue dumblorano.
—Hasta que oyó el canto de Nawmiria y se enamoró perdidamente de ella —asintió Kuavors, el escritor.
Los aventureros mascullaron para hacerlo callar y el caito levantó las manos en signo de inocencia.
Fahr Landew sonrió.
—Esa es efectivamente una de las versiones de la historia que se convirtió en leyenda. Pero ahora, por favor, os pido que no me interrumpáis.
Bajó la cabeza, como rezando, y tras un minuto de silencio expectante, la levantó y contó:
—Nawmiria Klanez vivía feliz rodeada de sus padres en el castillo de Klanez. No había un saijit en kilómetros a la redonda. Ella tenía el cabello tan blanco como la nieve, los ojos dorados como dos kérejats y un rostro dulce y alegre. Pasaba sus días corriendo en la playa del Mar del Norte, andando sobre las almenas y el adarve de la muralla, cruzando salas repletas de objetos extraños y muy antiguos, leyendo libros, pintando… Era sin duda la máxima alegría de sus padres, que la veían crecer día tras día.
El mediano meneó la cabeza sombríamente.
—Pero un día, los padres desaparecieron y la alegría se trocó en tristeza, el amor, en desesperación y la niñez, en una lucha por la supervivencia. Nawmiria salió del castillo. Cruzó los Espejos de la Verdad, aquellos que no lograron nunca cruzar las tantísimas expediciones que se hacían ya desde entonces. Caminó durante días y entonces topó con los lindes del Bosque de Sangre.
Algunos ilfahrs se cruzaron las manos, como para protegerse de ese terrible nombre.
—Ya conocéis las historias —prosiguió Fahr Landew—. El Bosque de Sangre es inextricable y muy oscuro y viven en él criaturas horribles que no nombraré aquí. La joven Klanez entró en el bosque. Tenía hambre y había visto unas bayas que le habían devuelto la esperanza. Vivió días enteros en aquel bosque. Nadie sabe cómo lo consiguió. Tal vez con magia, como aseguran algunos. Sin embargo, un día, sus trucos de magia no le fueron de ninguna ayuda. Uno de los monstruos la vio y se abalanzó sobre ella. Nawmiria corrió y corrió, pero esta vez sabía que iba a morir. Ocurrió entonces algo con lo que no había contado. Apareció un humano. Un humano, joven, armado con dos espadas, en pleno Bosque de Sangre. Mató a la criatura y salvó a Nawmiria Klanez. Su nombre era Sib Euselys.
«Ese sí que era un Salvador», le comenté a Syu, aprobadora. El mono, en algún lugar de la sala, asintió mentalmente. Volví a centrarme en la leyenda, embelesada por la voz teatral y solemne de Fahr Landew.
Contó entonces cómo Nawmiria y Sib habían vuelto al castillo de Klanez, cómo Sib había descubierto los secretos de la familia y cómo ambos se habían enamorado el uno del otro.
—Sib le prometió a Nawmiria que verían un día el cielo de la Superficie. Nawmiria no quería ver el sol. Ella quería ver las estrellas. Esas pequeñas luces que brillan en el firmamento de la Superficie y que están a una distancia enorme del suelo —explicó—. Y un día, salieron del castillo y fueron a verlas. Y ahí se acaba la verdadera historia de Nawmiria Klanez, ya que desconozco lo que pasó después, pero os puedo asegurar que Nawmiria llegó a ver las estrellas —terminó por decir—. Os propongo, hermanos, que mañana debatamos sobre los sueños que cada individuo se asigna.
En cuanto se hubo callado, los ilfahrs juntaron las manos, dedicaron unas plegarias a los dioses y se levantaron. Fahr Landew salió del refectorio deseándonos buenas noches, sonriendo quizá al ver que nos había dejado con mil preguntas en mente.
—Curiosa historia —comentó Aryes mientras nos encaminábamos hacia los cuartos.
Asentí con la cabeza. Mis ojos se me cerraban de cansancio. Spaw carraspeó.
—Yo me pregunto: ¿qué fondo de verdad puede haber en todo esto? La Fogatina os dijo que existían decenas de versiones sobre la familia Klanez. Me extrañaría que casualidad hayamos escuchado la verdadera.
Bostecé y asentí.
—Esto es tremendo. Nadie sabe la verdad sobre nada. Pero tampoco es muy importante. —Bostecé otra vez—. Simplemente espero que Kyisse esté bien.
Aryes sonrió y realizó un saludo típico de Ató.
—Durmamos y recuperemos fuerzas —dijo—. Buenas noches, Shaedra.
—Buenas noches —contesté—. No soñéis con mílfidas.
Aryes abrió el cuarto que le habían asignado los ilfahrs a él y a Spaw junto a Kitari, Dabal, Walti, Chamik y Yelin. Se metieron Aryes y Spaw y yo seguí por el pasillo con Kaota, hasta nuestro cuarto, donde encontramos a Ashli y Helwa preparándose para irse a dormir. Contra el muro, reposaba Frundis en el mismo sitio donde lo había colocado yo hacía unas horas.
En cuanto vi mi cama, me dirigí hacia ella sin una palabra, me desabroché torpemente la capa y me metí entre las mantas, agotada. Entonces murmuré entre un bostezo:
—Buenas noches a todas.
Syu vino a hacerse una bolita entre mis brazos y me dijo:
«Yo también quiero ver las estrellas.»
«Y las verás», le prometí con convicción, antes de sumirme en un profundo sueño. No sé cómo, alcancé aún a oír las suaves palabras de Kaota:
—Que Amzis vele por ti en tus sueños, Salvadora.
Cuando desperté, no había ya nadie en el cuarto y, por la puerta entreabierta, se filtraban ruidos de voces lejanas que provenían del refectorio acompañados de una luz de tono rojizo.
Syu se desperezó y lo imité, enderezándome sobre mi cama.
«¡Buenos días, Syu!», dije alegremente, levantándome y abrochándome la capa que alguien había recogido del suelo y colocado al pie de la cama. Hacía frío y me froté las manos, estremeciéndome.
Entonces, toqué a Frundis. El bastón estaba en plena composición así que Syu y yo lo dejamos tranquilo y nos encaminamos hacia el refectorio para comer algo.
Me crucé con Aryes, en el corredor.
—Vaya, iba a ver si seguías en la Quinta Esfera, como dice Spaw —declaró, burlón—. Pero ahora que te has despertado, ven rápido o se acabarán las tortas de miel blanca con frambuesas doradas.
—¿Tortas de miel blanca con frambuesas doradas? —repetí, boquiabierta.
—Están riquísimas —afirmó él, cogiéndome la mano para que lo acompañase.
Cuando entramos en el refectorio, no había ni un sólo ilfahr, en cambio estaban Yelin, Chamik, Xiuwi, Dabal y Hiito jugando a cartas y charlando tranquilamente. Sentado en una esquina de la mesa, Spaw, con un lápiz, dibujaba sobre un cuaderno. Me acerqué a él, intrigada.
—¿Qué estás dibujando? —le pregunté, curiosa.
El demonio levantó la cabeza y sonrió.
—El sol poniente —contestó con sencillez—. El mismo que vimos justo antes de que nos atacasen los trasgos, en el monte. Fue un atardecer precioso y quisiera que en este templo hubiese al menos un dibujo del cielo.
—Es una gran idea —aprobé, devolviéndole la sonrisa—. ¿Dónde están las tortas?
—Se las ha llevado un ilfahr a la cocina —respondió Yelin, desde la otra punta de la mesa—. Consideró que si las dejaba aquí Dabal acabaría con ellas.
—Yelin… —protestó Chamik, invitándolo a ser más respetuoso.
Pero Dabal, el enorme mirol, soltó una carcajada y dijo:
—Anda, muchacho, te toca jugar.
Los dejé ahí y me fui con Aryes a la cocina. Syu ya se relamía los labios, hambriento. Desayuné como una reina, charlando tranquilamente con Aryes. Estábamos en plena conversación filosófica sobre el ciclo de la vida y sobre por qué existían carnívoros y herbívoros cuando Fahr Landew apareció por la cocina y, al vernos, se llevó las manos a la cintura, suspirando.
—Buenos días —dijo—. ¿Qué tal habéis dormido, jóvenes Salvadores?
Al pronunciar la palabra «Salvadores», noté en su voz un deje de ironía y entorné ligeramente los ojos, extrañada. ¿Acaso creía que éramos unos impostores y que Kyisse no era la verdadera Flor del Norte?
—Estupendamente, Fahr Landew —contestó Aryes.
—Como un oso lebrín —agregué—. ¿Y usted, Fahr Landew?
—Como Amzis en persona —replicó él, divertido—. Quisiera hablar contigo, joven Salvadora, si me lo permites, muchacho.
Aryes y yo intercambiamos una rápida mirada aprensiva y me levanté. Seguí al ilfahr por los pasillos y acabamos desembocando en el jardín del manantial. Era el mejor sitio para hablar sin que nadie nos oyera, observé. ¿Qué querría decirme el prior que fuese tan importante?
El mediano se giró brevemente hacia mí, me sonrió, y sin una palabra, se avanzó hacia un rincón de la roca y… corrió la superficie rocosa como una cortina, descubriendo un gran agujero.
«Demonios», resoplé.
«Demonios», asintió Syu, tan boquiabierto como yo.
—Adelante, Salvadora —me animó el prior.
—Er… Esto… ¿Qué se supone que es ese agujero? —pregunté.
—Un túnel —explicó, paciente—. Te aseguro que te llevarás una buena sorpresa.
Clavé mis ojos desconfiados en su expresión bondadosa y suspiré.
—Me alegro de que sea una buena sorpresa, ¿pero en qué consiste exactamente…?
Callé, carraspeando, y entonces se oyó hablar una voz desde el túnel.
—Shaedra, deja de parlotear y entra ya.
Me quedé paralizada de asombro. Aquella era la voz de Lénisu. Al principio, quise huir del pequeño jardín, creyendo, ilógicamente, que el ilfahr había despertado algún espíritu para engañarme… Pero no, me dije. El eco deformaba la voz, pero la que acababa de oír era la suya, sin lugar a dudas.
Solté una risita vacilante, turbada.
—Esto sí que es una buena sorpresa —aprobé, mientras me metía en el túnel, seguida de Fahr Landew.
Mil preguntas se arremolinaban en mi mente. Pero, ante todo, quería cerciorarme de que Lénisu estaba ahí… y con Kyisse. Cuando el prior hubo corrido otra vez la cortina color de piedra, todo se volvió oscuro y silencioso, como si aquella tela aislase del ruido como cinco metros de piedra. Entonces, distinguí una luz tenue: la piedra de luna de Lénisu, entendí.
—¿Lénisu? —murmuré, mientras avanzaba por el túnel.
Poco a poco, su rostro se fue delineando entre la penumbra. Sus ojos violetas me observaban, inquietos.
—Buenas otra vez, sobrina —me dijo—. Hola, Syu —añadió, mientras el mono saltaba a su hombro para saludarlo. Con su mano libre, me cogió un hombro y me dio un abrazo—. ¿Qué tal estás? Siento haberte abandonado durante la batalla, pero los demás aventureros estaban volviendo y habría sido imposible coger a Kyisse y huir si hubiésemos esperado más. Supuse que saldríais con vida. ¿Qué tal estás? —repitió.
—Bien. —Vacilé—. ¿Y tú? ¿Dónde está Kyisse?
—Más abajo, en el túnel, con los demás. —Su mirada se posó sobre el mediano de nariz gorda y realizó un breve gesto de cabeza—. Hola, Fahr Landew. Mil gracias otra vez por lo que estáis haciendo.
—De nada, joven aventurero —respondió el prior, risueño—. Tan sólo intento salvaguardar el castillo de Klanez de los curiosos.
—Y no se preocupe, mientras Kyisse esté conmigo, no iremos al castillo —le prometió mi tío.
Los observé alternadamente.
—¿Podéis explicarme algo, si no es demasiado pedir? —pregunté, mordiéndome el labio.
—Preguntar es bueno —replicó el mediano.
—Uyuyuy, amigo —dijo Lénisu con aire teatral—. Te advierto de que a veces mi sobrina hace preguntas que incomodarían hasta a un dragón.
Lo fulminé con la mirada y me lancé:
—Primero, ¿qué tiene que ver usted con el castillo de Klanez, Fahr Landew?
—Oh —sonrió el prior—. Supongo que te acordarás de la historia que conté durante el último dal. Esa historia la oí en boca de la propia Nawmiria. —Enarqué una ceja, estupefacta, y él asintió—: Sí, conocí personalmente a Nawmiria Klanez. Y a Sib Euselys. Ahora viven en la Superficie. O al menos vivían. En fin, yo creo que siguen vivos —afirmó, con fe—. Nawmiria era más joven que yo. Le he encargado a tu tío que los busque y que lleve a Kyisse a sus abuelos, ya que no se sabe qué ha ocurrido con sus padres.
—Sí —carraspeó Lénisu, al notar mi sorpresa—. No suelo meterme en ese tipo de historias, ocuparme de devolver niños no es lo mío, pero era la mejor manera de ponernos a salvo de esos Espadas Negras chiflados que nos persiguen. —Soltó una risita—. Y ahora estarán los diablos saben dónde, entre túneles y más túneles, buscando a Kyisse.
—Pues quedan cuatro Espadas Negras en el Templo, por si no lo sabías —lo informé, para consolarlo—. ¿Qué vamos a hacer ahora?
—Irnos de aquí, por supuesto —contestó Lénisu—. En cuanto Fahr Landew crea conveniente.
—Lo hemos organizado todo para las plegarias del melem —declaró este—. Saldréis del templo por un entramado de túneles secretos, guiados por Fahr Neydé.
—¿Y las plegarias del melem cuándo son exactamente? —inquirió humildemente Lénisu.
—Dentro de tres horas —especificó el mediano—. Y ahora tenemos que volver o pensarán que nos han raptado a nosotros también —bromeó.
—Entonces está decidido —concluyó Lénisu—. Vuelvo a agradecerle todo lo que hace por nosotros. No todos los días se encuentran a personas dispuestas a ayudar a los demás.
—¿No? —replicó el prior, sonriente—. Todos tenemos bondad en nuestro ser. Tan sólo haría falta que cada uno demostrase que la tiene.
Se inclinó solemnemente, dio media vuelta y se alejó.
—Shaedra —me dijo Lénisu, con un suspiro teatral—. Hay que ver en qué líos te metes.
—¿Qué? —me indigné—. Yo no les he pedido que me nombren Salvadora. Y mira quién habló. No eres precisamente un ejemplo para llevar una vida sosegada y tranquila.
Lénisu puso los ojos en blanco y, mientras Syu volvía a instalarse sobre mi hombro, me hizo un gesto con la cabeza.
—Creo que Fahr Landew está deseando salir de aquí. Sé prudente y sigue sus órdenes a rajatabla, ¿vale? A ver si por una vez nos sale algo bien y conseguimos llegar a la Superficie sin percances.
Le sonreí.
—Estaría bien que así fuera —contesté con esperanza, antes de seguir al prior hasta el manantial.
* * *
Tres horas después, los ilfahrs empezaron las plegarias del melem, en las que participaron todos los aventureros etíseos que podían levantarse, Kaota y Kitari incluidos, aunque yo los vi algo molestos al dejarnos en el cuarto, solos. Durante el cuarto de hora de que disponía antes de que viniesen a buscarnos, les expliqué a Spaw y a Aryes nuestra inminente evasión.
—Ya os notaba a Syu y a ti como más nerviosos —observó Aryes, pasándose la mano por la barbilla, divertido—. Tu tío no dejará nunca de sorprenderme.
—Tendré que dejar mi dibujo inacabado —suspiró Spaw, algo fastidiado—. Y eso que me estaba quedando bien. Supongo que son cosas que pasan.
—Y entre los mejores artistas —le aseguré con aire grandilocuente—. Ahora que lo pienso, una vez Frundis me cantó una balada bastante graciosa sobre la vida de un pintor itinerante. El caso es que este pintor iba dando pinceladas a su cuadro mientras andaba y vendía sus obras de pueblo en pueblo. Y un día alguien le regalaba unas botas mágicas de celeridad y el pobre pintor llegaba a los pueblos antes de hora, con la obra sin acabar. Total que al final el pintor le regalaba las botas a una liebre que pasaba, huyendo de un cazador, y volvía a su vida de siempre. Si bien recuerdo, los últimos versos eran estos:
¡Oh, tiempo de ilusiones!
¿quién quiso acelerar tus movimientos?
Mal pese a aquel que no oye tus relojes
y ve pasar la vida como el viento.
—Le pediré a Frundis que me cante esa canción para que me quite las penas —dijo Spaw, burlón.
Poco después, alguien llamó a la puerta y fui a abrir. Una tiyana, Fahr Neydé, en toda lógica, nos saludó en silencio.
—¿Estáis todos? —preguntó en voz baja.
Asentí, fui a coger mi saco y agarré a Frundis. Una vez listos, Spaw, Aryes y yo seguimos a Fahr Neydé. Entramos en el pequeño jardín, nos metimos en el túnel y la ilfahr recogió una linterna que alguien había dejado ahí para la ocasión y la encendió.
Nos adentramos en el túnel, que empezó a bajar, y finalmente, Fahr Neydé se detuvo en pleno camino y llamó a una pequeña puerta que se confundía muy bien con la roca pero que sonaba a madera. De pronto, se oyó un leve chirrido cuando la puerta se abrió, dejando ver la cara de Lénisu.
—Pasad —nos dijo.
—¡Shaeda, Aryes, Spaw! —gritó Kyisse al vernos, y se abalanzó hacia nosotros, riendo, feliz de vernos otra vez.
Le desordoné el cabello, sonriendo, y miré a los demás presentes. La sala, pequeña, tenía unos jergones, una silla y una especie de estufa que calentaba el ambiente. De pie, con una capa clara con capucha, estaba Shelbooth, el hijo de Asten, que nos miraba, expectante. ¿Qué hacía él ahí?, me pregunté, asombrada. A su lado, nos contemplaba con expresión prudente una elfocana de ojos muy verdes a la que no conocía. En cambio, sí conocía a aquel gnomo de capa parda y ojos claros.
—¡Srakhi! —resopló Aryes—. Menuda sorpresa.
«El que nos robó la bolsa de dinero», observé, divertida, contenta de verlo sin embargo.
«Bah», dijo Syu. «Como dice Frundis, el dinero vale menos que una nota de música.»
Frundis bajó un poco el tono de su melodía de piano para comentar:
«Syu, no sabes cuánto me alegra que cites uno de los mejores proverbios que existen y que sea además de mi propia cosecha.» Se rió.
El gnomo nos saludó calurosamente, pero no comentó en ningún momento el día en que nos había abandonado en Kaendra.
Lénisu nos presentó entonces a Manchow Lorent, el hijo del Nohistrá de Aefna, a quien Aryes ya conocía. Era un joven humano de pelo largo, castaño y rizado, que nos saludó con mucho entusiasmo. La elfocana de ojos verdes se llamaba Mártida, el enano se llamaba Dashlari, la elfa oscura era una tal Miyuki y… cuando Lénisu se giró hacia la última silueta, carraspeó.
—A esta ya la conocéis.
Su rostro estaba casi todo tapado por un velo negro, salvo sus ojos azules… Y salía de su capucha un mechón verde rebelde.
—¡Mil demonios enjaulados! —exclamé—. ¿Drakvian?
La vampira soltó su risita característica detrás de su velo.
—Cuánto tiempo. Ya pensaba que no volvería a veros y que tendría que abandonaros para buscar mi propio camino. Pero lo cierto es que esto se está poniendo muy interesante. No se encuentran todos los días Flores del Norte.
En ese instante me pregunté si los demás sabían que tenían a una vampira tan cerca.
—¡Bueno! —exclamó Lénisu—. Ahora que todos nos conocemos, no hay razón para quedarnos aquí más tiempo.
Con estas palabras, salimos de la habitación y seguimos a Fahr Neydé. Caminamos durante quizá otro cuarto de hora antes de que la ilfahr señalase unas escaleras y una trampilla.
—Desembocaréis en una pequeña caverna. A partir de aquí no puedo ayudaros más, sino rezar a los dioses que guíen vuestros pasos hacia el camino correcto.
—Gracias por todo —aseguró Lénisu.
Le dimos las gracias los demás también y la tiyana añadió, antes de dar media vuelta:
—No olvidéis cumplir vuestra palabra.
—Descuida —replicó Lénisu, posando ya el primer pie en la escalera de piedra—. Lénisu Háreldin siempre cumple con su palabra.
En cuanto pasamos por la trampilla, empecé a darme cuenta de que, a pesar de saber que no había otra mejor forma de actuar, me dolía tener que dejar a Kaota y a Kitari sin haberlos avisado. Pero claro, si los hubiésemos avisado, en aquel momento estarían cubriéndonos las espaldas o quizá atándonos las manos para que no se nos ocurriese huir del capitán antes de que este volviera.
Anduvimos mucho tiempo en silencio, alerta a lo que nos rodeaba. Lénisu caminaba delante y pensé alcanzarlo para preguntarle qué le había ocurrido durante todo ese tiempo. ¿Habría encontrado las mandelkinias que le había mandado buscar el Nohistrá? ¿Cómo nos había encontrado? ¿Desde cuándo nos estaba siguiendo, esperando una oportunidad para interrumpir la expedición? Y, por último, ¿cómo pensaba salir de los Subterráneos?
Al de unas horas, desembocamos en un espacio más amplio y Lénisu se giró hacia el enano.
—Estamos llegando a la caverna del Bosque de Piedra-Luna, ¿no, Dash?
—Sí. Un poco más al este está la Ruta del Arzli. Yo propongo que la evitemos por el momento.
Lénisu asintió.
—Deberías pasar el primero —le pidió—. Conoces mil veces mejor este lugar que yo.
Ambos parecían conocerse bien, observé, mientras seguíamos, subiendo y bajando entre las rocas irregulares. Estábamos pasando entre dos enormes rocas cuando Shelbooth soltó:
—¿Cuántos días créeis que faltan para salir a la Superficie?
—Días —replicó Mártida, la elfocana—. ¿Puedo preguntarte algo? ¿Por qué te apetece tanto ir a la Superficie?
El joven se encogió de hombros, vaciló y contestó:
—Dicen que la vida ahí es más fácil.
—¡Ah! —dijo Lénisu, burlón, parándose un momento al final del estrecho pasaje—. Así que el valiente Shelbooth ha decidido que no valía la pena ser un héroe, ¿eh?
—Tú mismo dijiste un día que los héroes solían serlo por casualidad —intervino Manchow Lorent, con un tono cómico.
Reprimí una sonrisa. El hijo del Nohistrá de Aefna por el momento no había demostrado más que entusiasmo con todo lo que sucedía. A pesar de tener veintiún años, según me había contado Lénisu, era un imprudente y un completo desastre cuando se le asignaba una misión. Me preguntaba cómo había acabado en los Subterráneos cuando Lénisu me había afirmado que lo había dejado con el Nohistrá de Dumblor. Quién sabía todo lo que les había podido pasar mientras Aryes y yo dábamos día tras día ceremonias aburridas sobre la Última Klanez.
Sin embargo, aquel no era momento para largas charlas así que guardaba silencio pacientemente, al igual que Aryes. Anduvimos todavía largo rato, oyendo ruidos extraños de criaturas entre las rocas y en los túneles. Vimos hasta a una forma alada pasar muy arriba, entre las sombras, que soltó un grito agudo muy desagradable y que me recordó a algo que en el momento no logré identificar.
—Una arpía —explicó Shelbooth en un murmullo, al notar mi sobresalto.
Hice una mueca de desagrado y Miyuki, la elfa oscura, escupió:
—Odio las arpías.
El enano, en ese momento, se giró hacia nosotros.
—Vamos a entrar en una zona de rocarreinas. Cualquier mínimo ruido resuena como un martillo. A partir de ahí, tendremos que guardar un silencio absoluto.
—¿No se puede pasar por otro sitio? —preguntó Srakhi.
Dashlari meneó negativamente la cabeza.
—Deberíamos dar un rodeo de un día de marcha para evitarlo.
Cuando entramos en la zona de rocarreinas, el enano nos lo hizo saber levantando una mano. Nos lanzó una mirada de advertencia y empezó a bajar por la cuesta muy lentamente.
Era una larguísima cuesta poblada de rocas de un color azulado. No crecía entre ellas ni el más mínimo arbusto subterráneo. Nada más empezar la bajada, Dash pisó demasiado fuerte y resonó un ruido semejante al de un martillo chocando contra la hoja de una espada. Nos detuvimos todos, reteniendo la respiración. El enano puso cara de disculpa y continuamos.
Estábamos por la mitad de la bajada cuando, de pronto, se oyó una ráfaga de martilleos. Kyisse acababa de tropezarse a pesar de que Aryes la cogiese de la mano. Consciente de que acababa de meter la pata, estuvo a punto de llorar y la miré, agitando las manos, y sonriéndole con aire aterrado. Entonces, Manchow Lorent soltó una carcajada y, aunque se tapó enseguida la boca, resonó su risa por toda la bajada, confundiéndose casi con el chillido de una arpïeta.
Vi a los demás esforzarse para reprimir cualquier tipo de comentario. En cambio, Frundis no se privó.
«¡Shaedra!», exclamó, entusiasmado. «Imagínate un concierto en este lugar. Llenaría la caverna entera de sonidos de violines, trompetas, guitarras, pianos…»
«Has olvidado las flautas», le repliqué, socarrona.
«Y el arpa», apuntó Syu, sentado sobre mi hombro.
«Seguro que en un lugar con rocarreina como esta tu composición sonaría como un concierto celestial acompasado con gritos de arpías», aprobé.
«¡La rocarreina!», exultó el bastón, muy feliz, soltando sonidos de violines triunfales en mi cabeza. «Creo que esto va a ser un gran invento. A menos que exista ya. ¿Te imaginas? Yo, Frundis, el inventor de la orquesta rocarreina, ¡qué gran idea!»
Syu y yo reímos mentalmente, divertidos por tanto entusiasmo.
Tardamos quizá media hora en llegar al lugar donde la rocarreina dejaba paso a unas rocas negras menos traicioneras. Nos encontrábamos en una pequeña explanada muy en altura con respecto al resto de la caverna y se se extendía ahora delante de nuestros ojos un vasto panorama de la inmensa cueva, iluminada por las piedras de luna. Era una vista impresionante.
—El Bosque de Piedra-Luna —dijo Lénisu, señalándomelo con el dedo índice.
En la lejanía, se delineaba la forma intrincada de un bosque de donde centelleaban luces como estrellas atrapadas entre los árboles.
—Esperemos que nadie se haya fijado en el estruendo que hemos metido —comentó Dash, mirando con precaución a su alrededor—. Adelante.
Seguimos bajando, esta vez por una especie de rampa que me recordó a la del Acantilado de Acaraus, en más salvaje. Acabamos todos agotados por la bajada y, al ver que Dash pretendía seguir, me atreví a soltar:
—Esto… ¿No creéis que estaría bien hacer una pausa? —sugerí.
—Excelente idea —aprobó Aryes.
—Sí —asintió Kyisse, sobre los hombros de éste, y bostezó ruidosamente.
Enseguida Spaw, Shelbooth, Manchow, Miyuki y Mártida apoyaron la propuesta y Lénisu sonrió, con las manos en los bolsillos.
—Dash, ya sabemos que tú continuarías así durante horas, pero creo que estamos todos agotados. La verdad es que yo no me atrevía a decirlo, porque parecíais estar todos con ganas de seguir menos yo. Gracias, Shaedra —añadió, guiñándome un ojo.
Enarqué una ceja, burlona. Al ver bostezar a Kyisse, Lénisu la imitó y todos nos pusimos a bostezar. Nos instalamos en un pequeño recoveco donde la roca era bastante lisa y comimos tranquilamente unas galletas de fruta seca, regalo de Fahr Deunal. A pesar de tener ganas de cerrar los ojos y dormir, mi curiosidad me empujaba a hacer preguntas. ¿Pero cómo hacerlas si no sabía de qué estaban al corriente Manchow, Shelbooth y los demás? Tampoco quería meter la pata.
Crucé la mirada de Drakvian e hice una mueca, meditativa. Esta soltó un ruido parecido al de un carraspeo.
—Lénisu, creo que habría que explicarles todo lo ocurrido a Shaedra, Aryes y Spaw —dijo entonces—. Yo, desde luego, no me habría aguantado tanto.
Mi tío suspiró y asintió.
—Sí.
Calló y le eché una mirada exasperada.
—¿Y bien? —dije—. Como dice Drakvian, hemos sido pacientes. Ahora te toca a ti explicar qué es todo esto… quiénes son las personas con las que viajamos y por qué nos ayudan y…
—Vale —me cortó Lénisu, rascándose una ceja con una mano distraída. Paseó una mirada por nuestros rostros, acabó por clavar sus ojos en los míos e inspiró—. Por una vez, vayamos por orden cronológico. Cuando el Nohistrá me liberó de la prisión, me encontré con Srakhi, que esperaba pacientemente mi llegada, ansiando verme ya en peligro de muerte. —Le echó una mirada burlona al gnomo y levantó una mano para hacerlo callar—. Lo sé, no debería burlarme de un say-guetrán, retiro lo dicho. Bien. Mientras que vosotros pasabais a palacio y os cubrían de regalos, yo pasaba mis días aburriéndome con conversaciones contraproducentes, aunque también estuve buscando a Dash, el mismo al que andaba buscando desde que llegamos a Dumblor. Resulta que al final lo encontré —dijo, haciendo un leve gesto hacia el enano—. Y tan activo y enérgico como antaño. Un amigo de los de verdad —aseguró, dándole un puñetazo contra el hombro a Dash. Retiró su mano con una mueca—. Y resistente como la piedra —añadió, mientras el enano ponía los ojos en blanco y sonreía—. Luego, me encontré con Manchow Lorent, que acababa de llegar de la Superficie huyendo de su malvado padre.
—Jamás dije que mi padre era malvado —intervino pausadamente el joven humano con la voz distraída.
—Y finalmente —contó Lénisu—, me encontré con Miyuki. —Señaló la elfa oscura de rostro amigable—. A la que conozco también desde hace tiempo. A decir verdad, desde hace más tiempo todavía que a Dash, que ya es decir. Y entonces me mandó llamar el Nohistrá —suspiró, teatral—. Desde siempre me ha estado atormentando con misiones descabelladas. —Meneó la cabeza, como pensativo.
—Según me dijo Shaedra, fuiste a buscar perlas de dragón —dijo Aryes, para animarlo a continuar.
Lénisu soltó un breve resoplido que se asemejaba a una risa.
—Sí. Perlas de dragón, pero no de las verdaderas —replicó—. Dash, Miyuki, Srakhi y Manchow me acompañaron. Y fuimos hacia el sur, siguiendo una ruta de traficantes de esclavos.
—Sí —se rió Manchow—. Y Dash aprovechó para arrasar un pueblo entero de esclavistas. Bueno, casi. Me dejó espantado. Aunque desde luego no voy a sentir lástima por…
Lénisu y Miyuki carraspearon ruidosamente.
—Manchow, ¿cuántas veces te he explicado que ese tema es delicado para nuestro amigo Dash? —le preguntó mi tío.
De hecho, el rostro del enano se había ensombrecido y brillaba en sus ojos un destello inquietante.
—Retomemos —propuso Lénisu—. ¿Dónde me había quedado?
—En tu misión con el Nohistrá —le recordé.
—¡Ah! Sí. La misión consistía en sustraer unos objetos en el clan de unos fanáticos totalmente pirados que viven no muy lejos de la Superficie y de paso tenía que intentar averiguar sus actuaciones. No sacamos nada muy interesante, pero nos llevó mucho tiempo salir de ahí sin que nos viesen. Y luego, para colmo, cuando regresé, el Nohistrá no pudo recibirme y me quedé sin los cuatro mil kétalos porque, en cuanto me enteré de que te habías ido al castillo de Klanez, me marché de Dumblor. No iba a esperar a que ese sinvergüenza me pagase.
—Que se quede con su maldito dinero —aprobó Shelbooth—. Ese hombre es un avaro malnacido.
Lénisu esbozó una sonrisa.
—Y por cierto, me iba a olvidar de ti, Shelbooth. Cuando fui a ver a Asten, me contó más o menos todo lo que había ocurrido durante mi ausencia. Fue entonces cuando supe que Spaw estaba con vosotros. Asten me consiguió la ruta que seguiría la expedición y decidí partir de inmediato. Y Shelbooth quiso acompañarnos. Os ahorro la bronca entre padre e hijo —añadió, dedicándole al joven elfo una amplia sonrisa que lo puso molesto.
—¿Y Drakvian? —inquirí, curiosa—. ¿Cómo la encontrasteis?
—Buaj. Fácilmente —replicó la vampira—. Me dejé encontrar. Estuve siguiendo la expedición y luego, cuando vi a Lénisu que os seguía…
—Venga ya —la interrumpió Lénisu, irónico—. Te pillamos por sorpresa, admítelo. No esperabas encontrarme. Además, Dash casi te confunde con una gacela blanca —añadió, con una risita sarcástica.
Drakvian gruñó.
—Bah, bah. No seas exagerado. Dash no me habría atrapado.
—¿Que no? —replicó el enano, con una ceja enarcada—. Si estabas arrinconada contra el muro.
—Ya, pero…
—Admítelo, no te mueves tan silenciosamente como creías —la cortó Lénisu, divertido.
La vampira soltó un gran suspiro y se encogió de hombros, recolocando su velo que se había deslizado ligeramente.
—Decid lo que queráis, pero yo sé que habría sido capaz de huir. Bueno, ¿ya has acabado tu historia, Lénisu?
—Sí, y aunque no estuviese acabada, creo que lo mejor va a ser que descansemos y pronto retomemos la marcha antes de que nos encuentren los Espadas Negras.
—Haré el primer turno de guardia —propuso Miyuki, levantándose—. Descansad todos.
Me envolví dentro de mi capa y me tumbé, cogiendo a Frundis entre mis manos. Con los ojos cerrados, los ruidos inquietantes de la caverna se percibían todavía mejor. Sin embargo, estaba tan agotada que, mientras Frundis componía en secreto su orquesta rocarreina, concilié muy rápidamente el sueño.
* * *
Subía y subía una escalera muy oscura. Los demás iban muy por delante de mí y yo avanzaba como si estuviese arrastrando un saco de piedras. Oía a Kyisse llamarme a lo lejos y vi que una criatura horrible la perseguía. Echaba a correr y entonces todo cambió: la escalera se abrió y un cielo azul y primaveral apareció sobre mi cabeza. Pasó volando un dragón que resultó ser Naura… Oí unos chasquidos de lengua y una risa que fue haciéndose cada vez más real.
«Hola.»
Desperté, sobresaltada.
«¿Zaix?»
«El mismo», contestó el Demonio Encadenado. «Estás muy cerca. Me alegra saberlo. Mm… podrías venir a visitarme. Te daremos una acogida fenomenal», añadió alegremente.
«Gracias y… lo siento, pero no puedo», dije, incómoda. «Estoy con varios compañeros saijits. Y Spaw me dijo que era una mala idea pasar a verte con ellos…»
«¡Naturalmente que es una mala idea!», exclamó Zaix, con un deje de sorpresa. «¿A qué esperáis Spaw y tú para dejar a esos saijits? De verdad que no lo entiendo. Es arriesgarse para nada. Deberías huir de esas criaturas.»
«¿Esas criaturas?», repetí. «Mi tío no es una criatura, es mi tío.»
«Lo que temía», suspiró Zaix. «Le pido a Kwayat que no te saque bruscamente de tu vida saijit y ahora compruebo que sigues metida plenamente en ella. No es un problema mayor, pero deberías aprender a ser más precavida con los saijits. Debes hacerte a la idea de que son diferentes.»
Emití un resoplido mental.
«¿Y Spaw? También está con saijits.»
«Te está protegiendo», replicó el demonio. Ese día parecía estar más cuerdo que otras veces, noté. «Y además, yo no digo que no vivas entre saijits. Simplemente digo que no te forjes demasiados vínculos con ellos. A Spaw una vez se lo tuve que recordar. Bueno, ¿vas a venir o no? Al fin y al cabo perteneces a la comunidad desde hace más de dos años y todavía no has venido», añadió, con tono de reproche.
«Er…» Vacilé. «Bueno. Tal vez», dije, poco convencida sin embargo.
Oí el gruñido de Zaix.
«Parece que Spaw te ha pegado sus tal veces y quizases. Bueno. Procura mantenerte en vida, pequeña demonio.»
Estaba casi yéndose cuando le pregunté:
«¿Vives en el Bosque de Piedra-Luna?»
Percibí la sonrisa mental de Zaix.
«Quizá.»
Cuando dejé de notar la presencia del demonio abrí los ojos y me enderecé. Dashlari, sentado sobre una roca, vigilaba los alrededores. Lénisu, con la piedra luna en su regazo, trataba de coser un desgarrón de su pantalón. Kyisse, Miyuki, Aryes, Shelbooth y Manchow dormían profundamente. Mártida estaba comiendo unas galletas y Srakhi estaba en plena meditación con la Paz. Recostado contra una piedra, Spaw acababa de alzar los ojos al verme despierta y me soltó una mirada elocuente, dándome a entender que sabía que Zaix me había hablado.
Hice una mueca y paseé la mirada a mi alrededor.
—¿Dónde está Drakvian? —pregunté en un murmullo, para no despertar a los demás.
—Cazando —contestó Lénisu. Estiró la aguja y siseó—. Ya está… —gruñó.
Se le había escapado el hilo del ojo de la aguja. Reprimí una risa burlona y mi tío me miró con los ojos entornados antes de intentar enhebrar la aguja aproximándola a la piedra de luna para ver bien.
Se me había escapado Frundis mientras dormía y lo rocé con la mano para ver cómo estaba. Oí un canto de flautas traveseras y un gruñido de desagrado seguido de otras notas de flautas. Estaba en plena composición y parecía abstraerse totalmente de lo que ocurría a su alrededor. De pronto, Syu aterrizó ante mí, cayendo de alguna roca con ligereza.
«Frundis ahora se enfada contra sus flautas», se rió el mono.
«Y tú pareces haberte familiarizado con las rocas más que con los árboles», observé.
«Bah, entre una roca y un árbol no hay comparación», suspiró Syu, y subió a la roca donde estaba sentado Dashlari, sin duda para contemplar el Bosque de Piedra-Luna con ojos curiosos.
Entonces, Manchow se incorporó, me miró, sonrió y exclamó:
—¡Buenos días! ¿Qué tal habéis dormido?
Oí el suspiro de Lénisu mientras conseguía al fin enhebrar su aguja. Manchow no era precisamente muy discreto, pensé, esbozando una sonrisa. Los demás despertaron enseguida y no tardamos en ponernos en marcha. Cruzamos un paisaje de roca bastante desértico antes de llegar a un terreno irregular de colinas llenas de hierba azul y trozos de roca.
Estábamos subiendo una de esas colinas cuando apareció Drakvian dando saltos muy contentos.
—¡He cazado dos animales que se parecen a liebres! —exclamó, agarrando en ambas manos unas liebres por las orejas. Nos dedicó una gran sonrisa llena de sangre y posó sus presas ante nosotros.
Me quedé helada, intercambié una mirada aterrada con Aryes y me giré hacia los demás para ver sus reacciones… En el instante en que Drakvian soltaba un «ups», Shelbooth siseaba entre dientes.
—Al menos podrías intentar disimular un poco —soltó el elfo.
Drakvian, que se estaba limpiando la boca con el dorso de la mano, lo fulminó con la mirada. Ambos se lanzaron ojeadas asesinas y Lénisu intervino:
—¡Ey! ¿Otra vez estáis con las mismas? Creía que habíais llegado a un acuerdo.
—Yo no hago acuerdos con vampiros —escupió Shelbooth.
Drakvian soltó de pronto un ruido gutural y tiró al suelo el velo que pendía alrededor de su cuello.
—Y yo ya estoy harta de ese acuerdo absurdo —declaró—. No veo por qué debería esconderme.
El elfo hizo una mueca de desagrado, con la mirada fija en los dientes de la vampira.
—Arreglaos entre vosotros —masculló Lénisu, alejándose ya mientras se tapaba la nariz. Lo vi tambalearse ligeramente y me precipité hacia él.
—¿Lénisu? ¿Estás bien?
—Es el olor a sangre lo que lo marea —explicó Miyuki con calma al llegar junto a nosotros—. Siempre le ha ocurrido, no te preocupes.
Lénisu meneó la cabeza como para recuperarse y se giró hacia el enano, soltando:
—Por todos los dioses, no nos detengamos. Cualquiera podría vernos en este lugar. Ah, por cierto, Drakvian, recoge ese velo. Ya dejamos bastantes rastros como para ir dejando muestras más vistosas.
—Ya —gruñó Drakvian, siguiendo su consejo—. Pero no me lo pondré más. Que Shelbooth me denuncie, si quiere, o que me mire mal, no me importa.
—Que conste que lo del velo no ha sido idea mía —apuntó Lénisu—. En marcha.
—Gracias por las liebres, Drakvian —añadió Mártida, recogiéndolos. La elfocana por poco no se relamía los labios.
Continuamos andando durante un buen rato. Según Lénisu, íbamos a rodear el bosque para dirigirnos luego hacia el oeste, en dirección del portal funesto. En un momento, me encontré andando junto a Mártida y, empujada por la curiosidad, me decidí a hablarle.
—Ayer, cuando Lénisu contó lo de su misión, no te mencionó —dije—. ¿Tú también eres una antigua amiga de mi tío?
La elfocana sonrió.
—No. Lo conozco desde apenas unas semanas —contestó—. Le propuse ayudarlo en su empresa y aquí estoy.
Fruncí el ceño.
—Eso significa, supongo, que te ha prometido algo en contrapartida.
Mártida rió.
—Cierto —admitió—. Pero él sólo me devolverá el favor cuando lleguemos a la Superficie.
—Mm —dije, pensativa. No insistí más en aquel tema pero seguimos hablando de otros y me di cuenta de que la elfocana era una persona agradable y llena de ingenio. Hablaba con soltura y amenidad y me impresionó todo lo que sabía sobre la Superficie. Sin embargo, cuando le pregunté de dónde era, eludió la pregunta, mostrándome una faceta más misteriosa que me intrigó. Pero no era lo suficientemente entrometida como para preguntarle nada que no quisiera desvelar y traté de evitar todas las preguntas que pudieran incomodarla.
Drakvian había recuperado su buen humor y hablaba animadamente con Spaw y Aryes mientras Shelbooth cerraba la marcha con Manchow, el uno sombrío y el otro admirando la caverna como si estuviese en algún palacio lleno de maravillas.
Rodeamos el Bosque de Piedra-Luna sin adentrarnos en él. En una pausa Syu y yo hicimos una carrera hasta la cima de una colina y finalmente el mono tuvo que reconocer:
«Estas carreras de suelo son injustas. Un gawalt no debería correr en estas condiciones», pronunció.
Reí suavemente y me tumbé sobre la hierba, viendo a un lado el bosque iluminado de luces azules y al otro al grupo que charlaba tranquilamente y descansaba mientras se asaban las liebres en un pequeño fuego. Cerré los ojos y agudicé el oído.
«¡Syu!», exclamé después de un momento, abriendo los ojos, emocionada. «¿Oyes los cantos de los pájaros?»
El mono se puso sobre dos patas durante unos segundos y luego asintió con la cabeza.
«Los oigo. Si hay pájaros, tal vez también haya plátanos», reflexionó.
Solté una risita burlona.
«Ya te expliqué que los plátanos venían de las flores y las plantas, no de los pájaros. Qué ideas tienes.»
El gawalt me dedicó una mueca escéptica.
«Pues yo recuerdo muy bien, en la otra vida, lo que me explicaban los demás gawalts. Sin pájaros no habría frutas», me aseguró.
Puse los ojos en blanco pero no repliqué. En ese momento me di cuenta de que Spaw había subido la colina y recorría los últimos metros.
—¿Puedo? —preguntó. Asentí con la cabeza y se sentó junto a mí.
Contemplamos un instante el bosque y entonces rompí el silencio.
—Zaix me despertó pidiéndome que lo visitase. —Hice una pausa y pregunté—: ¿Dónde vive exactamente?
Spaw esbozó una sonrisa.
—No puedo decírtelo.
Enarqué una ceja.
—Y entonces, ¿cómo quieres que vaya a visitarlo?
—No puedo decírtelo, pero puedo enseñártelo —explicó sencillamente el demonio.
Inspiré, imaginándome entrar en alguna cueva secreta donde se escondía Zaix. Siempre me lo había representado como un ser sobrenatural, con unas enormes cadenas, sentado en algún trono de roca y pasando sus días conversando mentalmente con sus conocidos.
—Es ridículo estar tan cerca de su hogar y no ir a verlo —reconocí.
Spaw no contestó, como esperando la respuesta a una pregunta que no había formulado pero que flotaba pendiente entre nosotros dos.
—Pero no puedo ir ahí con Lénisu, Aryes y lo demás —añadí—. Y francamente no voy a abandonarlos mientras yo subo a la Superficie tranquilamente por el pasaje del que hablaste.
Spaw seguía mirando el Bosque de Piedra-Luna, esperando con paciencia. Suspiré.
—Siempre podríamos volver otro día, por la entrada de la Superficie —concluí.
El demonio, al fin, perdió su aire grave y me sonrió.
—Podríamos —concedió—. Es curioso, pero creo que Zaix no te ha contado todo. Kwayat está con él. Al parecer, te andaba buscando.
Me quedé un momento suspensa y luego agité la cabeza.
—Kwayat es tremendo. Me deja tirada por una dragona y luego me abandona antes incluso de la reunión con los Comunitarios porque tiene otros asuntos más importantes. —Me eché a reír por lo bajo—. Pensándolo bien, me sorprende el simple hecho de que me esté buscando. —Hubo un silencio y entonces me maldije cien veces antes de decir—: Le pediré a Lénisu un día para ir a ver a Zaix. ¿Será suficiente, no? Todos me van a odiar porque no lo van a entender pero… siento que le debo esto a Zaix.
Spaw pareció alegrarse de mi súbita decisión.
—Puedes estar segura de que Zaix estará muy contento de verte.
Acaricié distraídamente al mono, que empezó a ronronear como Frundis cuando le rascaba el pétalo azul.
—Spaw —dije entonces—. Es curioso pero… Zaix no me ha mencionado en ningún momento aquel objeto que podría liberarlo de sus cadenas. Me parece extraño que no lo haya comentado, ¿no crees?
Spaw hizo una mueca.
—Él no sabe lo de la mágara absorbente del castillo de Klanez. Mejor no se lo menciones o nos pediría que fuésemos todos directamente al castillo sin reflexionar. Y a lo mejor se llevaría otra enorme decepción.
¿Otra?, me dije, mientras oía a Lénisu que nos llamaba desde abajo de la colina diciéndonos que nos íbamos a perder las liebres si no nos dábamos prisa. Nos levantamos y comenzamos a bajar.
—¿Cómo se llama ese amigo que descubrió la mágara absorbente? —pregunté.
Spaw me miró de reojo y pareció pensarlo antes de contestar:
—Modori. Es un docto.
—¿Y quiénes son los otros dos?
—Bueno. Te hablaré de ellos cuando vayamos a verlos, ¿qué te parece? —replicó, con una sonrisilla.
Carraspeé, asentí e hice una mueca nerviosa.
—Ahora sólo falta convencer a Lénisu de que me dé un día.
Las hojas desprendían una luz bella y centelleante. Los troncos se ramificaban y se engarzaban entre ellos como fantasmas grises. Disponíamos sin embargo de un ancho espacio para desplazarnos cómodamente bajo las cúpulas luminosas.
“Como tardes más de seis horas, voy a buscarte”, me había recordado Lénisu varias veces. Me había alejado, siguiendo a Spaw, consciente de que los demás, salvo Drakvian, Lénisu y Aryes, no entendían qué íbamos a hacer en medio del Bosque de Piedra-Luna, que además tenía fama de ser un bosque extraño lleno de misterios.
Entre las ramas, se oían pájaros revolotear y trinar dulcemente.
—¿Qué tipo de animales viven aquí exactamente? —pregunté, aprensiva pese al paisaje ideal que nos rodeaba.
—Pájaros, conejos, ranas, algún que otro animal extraño que no sé ni cómo se llama… —Sonrió—. Nada que sea muy peligroso para nosotros, no te preocupes.
—¿Y entonces por qué tiene tan mala fama este bosque?
—Er… Bueno. Primero, porque es fácil perderse entre tanta rama. Y segundo, porque no todo el bosque es inofensivo. Pero allá donde vamos lo es, no te preocupes —repitió—. Venga, aceleremos el paso o cuando lleguemos tendremos que despedirnos.
«No me gusta mucho este bosque», me dijo Syu, con el tono de quien llevaba reflexionando sobre el tema desde hacía un tiempo. «Es demasiado luminoso.»
«Cierto», coincidí. Hasta me dolían los ojos a pesar de tener la mirada clavada en el suelo.
—¡Bueno! —dijo alegremente Spaw, cuando nos hubimos adentrado en las profundidades del bosque—. Como te decía, Modori es uno de la Comunidad de Zaix. Nos llamamos en broma la Comunidad Encadenada. Cuando conozcas a Modori, te va a parecer una persona poco comunicativa, pero si te quedases para conocerlo mejor, te aseguro que lo considerarías como a un amigo tanto como yo. Además de él están Sakuni y Nidako. Nidako no suele estar por aquí. Es un nurón, y hace años que está viviendo en los mares de la Superficie. Creo que ahora está viviendo en el archipiélago de las Anarfias. Pero Zaix y él siguen manteniendo una estrecha relación.
—¿Y Sakuni? —pregunté, escuchándolo con sumo interés.
—Sakuni es la máxima representación de la bondad y de la paciencia —contestó Spaw, animado—. En serio.
—¿Es joven?
—No especialmente. Tiene setenta y muchos años. Es la esposa de Zaix. —Agrandé los ojos, sorprendida, mientras él añadía con desenfado—: Los dos se soportan desde hace muchos años. Pero más aguanta Sakuni que Zaix —me aseguró—. Con decir que a mí incluso me cuesta aguantarlo por vía mental lo digo todo —bromeó—. Por lo demás, no creo que vayas a llevarte grandes sorpresas…
En ese momento oímos unos gritos y nos detuvimos en seco. Giré sobre mí misma, creyendo que iba suceder alguna catástrofe… Pero ningún monstruo apareció por entre las ramas. Aun así, ya no se oía ningún cantar de pájaros.
—¿Qué ha sido eso? —jadeé.
Spaw vigilaba los alrededores, alerta.
—Ni idea —confesó—. Sigamos.
Me vino una idea repentina y un miedo terrible me atenazó.
—No —murmuré—. ¿Crees que esos gritos han podido ser los de…?
Callé, sin atreverme a acabar de formular mi pensamiento. Spaw negó con la cabeza.
—No provenían exactamente de ahí —dijo. Sin embargo, su tono no sonaba del todo convencido.
Siguiendo por una vez el ejemplo de Stalius y el consejo del capitán Calbaderca, recé por que nuestro grupo estuviese a salvo.
—Démonos prisa, no hace falta que nos quedemos ahí mucho tiempo —dijo Spaw, reanudando la marcha y acelerando el paso—. Simplemente lo suficiente para que charles un poco con ellos.
Se oían ruidos nuevos en la caverna, me fijé. Se parecían a… De pronto resonó algo parecido a un trueno.
—Mil brujas sagradas —siseé—. Alguien está pasando por alguna zona de rocarreina.
Spaw se pasó una mano por la cabeza, sin parar de andar.
—De hecho, eso sólo puede ser un saijit. Los animales normales no pasan por ahí.
—Los Espadas Negras —pronuncié.
—Tal vez —replicó Spaw.
Otro trueno resonó, pero esta vez me invadió la cabeza.
«¡Frundis!», protesté.
Oí el silbido burlón del bastón.
«¿Buena imitación, eh? Pero enseguida me callo. Por el momento mi concierto está a medio terminar. Pero va a ser una de mis mejores composiciones», aseguró con un tono alegre. «Todavía mejor que la que me salió después de haber oído el rugido de aquel atroshás.»
Agrandé los ojos, impresionada.
«¿Una vez viste un atroshás?»
«Sí, o al menos lo oí. Fue espectacular. Pero ahora tengo más práctica y creo que este concierto me saldrá mejor. Y claro, cuando lo tenga acabado, os enseñaré el del atroshás y el nuevo y os dejaré a Syu y a ti decidir cuál de los dos preferís.»
«Sería un honor», repliqué, divertida, mientras seguía a Spaw.
Caminaba un poco a tientas, cegada por la luz de las hojas, y me empotré contra el demonio cuando éste se detuvo.
—Hemos llegado —declaró.
Pestañeé, paseé la mirada a mi alrededor y junté las manos, carraspeando.
—Ahora lo entiendo. Se trata de una casa encantada visible sólo para los que saben verla, ¿eh?
Spaw puso los ojos en blanco, se agachó, apartó unas ramas con hojas luminosas y me hizo un gesto para que lo siguiera bajo la cúpula. Spaw volvió a recolocar las ramas en su sitio y me guió hacia las ramas del lado opuesto. Estas ocultaban una pequeña sala más o menos triangular.
—Curioso —dije, asombrada.
Pasamos por el estrecho pasaje y desembocamos en la sala. En ese instante Spaw señaló unas escaleras que subían.
—Por ahí.
—¿Quién vivía aquí, antes de Zaix? —pregunté, viendo figuras de todo tipo esculpidas en la roca.
—Una vez investigué sobre el tema —contestó, mientras subíamos—. Aquí vivía antes el pueblo de los Uzykantas. Pero sé poca cosa más. Sigamos, eso de los gritos no me ha dado buena espina. Cuanto menos tiempo estemos aquí, mejor será.
Enarqué una ceja, burlona.
—¿No eras tú el que tanto quería que fuese a ver a Zaix?
—¿Yo? Bah. Simplemente porque Zaix me lo repetía desde hacía meses —replicó el demonio, dedicándome una mirada cómica antes de seguir subiendo.
Pronto llegamos a una sala lujosamente empedrada con columnas esculpidas y viejas. Estaba totalmente vacía. Es decir, no había nadie ni nada. Tan sólo unos adoquines de colores apagados que formaban espirales y figuras de animales.
—Impresionante —dije—. ¿Esta era alguna sala importante?
—No sé si lo era, pero en todo caso hoy no lo es. Las habitaciones de Zaix están por ahí —señaló.
Cruzamos la sala y Syu y yo nos rezagamos, curioseando y admirando las figuras del suelo. Había un dragón rojo frente a una gacela, un puercoespín junto a una mantícora y un caito casi desnudo rodeado de mariposas multicolores. Todo era tan realista…
—¿Shaedra? —me llamó el demonio. Se giró y al ver mi expresión maravillada no pudo evitar sonreír—. A la vuelta te dejo curiosear mejor el lugar, si quieres.
Asentí y me reuní con él rápidamente. Pasamos a una pequeña sala oscura llena de cestas grandes y pequeñas. Al fondo, en la penumbra, se delineaba el marco de una puerta.
Spaw se acercó y, en vez de abrirla, alzó la mano y dio varios toques. Enseguida sentí el nerviosismo invadirme, imaginándome a Zaix o a Sakuni o a Modori abrir la puerta… Spaw soltó un suspiro y volvió a llamar, esta vez con más fuerza.
—Siempre me pasa esto —dijo—. Deben de estar en otra habitación y no me oyen.
De pronto, como si hubiese pasado un fantasma, se me cayó una gran cesta encima y extendí las manos para volver a colocarla en su sitio.
—¿Qué demonios…?
«¡Shaedra!», exclamó Syu, con una voz llena de pánico. Me di cuenta entonces de que el gawalt no estaba a mi alrededor y me asusté.
«Syu, ¿dónde estás?»
«Er… Ayúdame. Me he… me he caído en la cesta», admitió.
Solté una gran carcajada y Spaw, que esperaba tranquilamente junto a la puerta entre la oscuridad, me dedicó una mirada interrogante.
—Es Syu —expliqué, posando lentamente la alta cesta donde se había metido. El mono salió con los bigotes algo caídos y cara de profunda vergüenza.
«No digas nada», me advirtió.
«¿Y yo puedo decir algo?», intervino Frundis con tono inocente. Oí su risita burlona cuando el mono contestó con un rotundo «no».
En ese momento, para alivio de Syu, se abría la puerta. La salita se bañó de una luz fulgente y entorné los ojos para intentar ver mejor…
—Hola, Spaw. Hola, Shaedra.
Reconocí la voz serena enseguida y, con una gran sonrisa, avancé hacia la puerta.
—Cuánto tiempo, Kwayat.
—Sí —reconoció mi instructor—. Lo cierto es que no pensaba que iba a ser tanto. Y tampoco pensaba que vendríais.
Spaw sonrió.
—Yo tampoco —contestó.
Pasamos por la puerta y, mientras Kwayat y yo hablábamos de Naura la Manzanona, cruzamos una sala llena de cojines hasta un pasillo.
—La he cambiado de sitio —decía Kwayat, con aire grave—. No estaba del todo segura en las Montañas de Acero. Me costó convencerla, así y todo, no quería apartarse de un determinado árbol. Un árbol muy extraño. Se le caía la savia por la corteza y ardía como el fuego. Lo pude comprobar yo mismo desgraciadamente —añadió y cuando enseñó su mano quemada solté un resoplido de sorpresa—. La dragona dormía siempre bajo ese árbol. Hace unos días Modori me explicó que sin lugar a dudas ese era el Árbol de Jadán. Ni siquiera sabía que existía realmente.
El Árbol de Jadán, me repetí. Conocía leyendas sobre aquel árbol, y recordaba alguna anécdota contada por el maestro Yinur.
—¡Spaw! —exclamó de pronto una voz.
En el fondo del pasillo había aparecido la silueta pequeña de una mirol que enseñaba sus dientes puntiagudos, feliz. Se avanzó hacia el humano, lo miró con una sonrisa y le dio un abrazo.
—Siempre te vas, pero afortunadamente siempre vuelves sano y salvo —le dijo.
Spaw correspondió a su abrazo, emocionado. No sé por qué, en ese instante sentí nostalgia de Ató y del Ciervo alado. Cuando los ojos risueños de Sakuni se posaron sobre mí, la saludé con la cabeza pero ella se adelantó y cogió mi mano libre para apretarla con dulzura.
—Bienvenida, Shaedra. —Se puso de puntillas y posó un beso en mi frente como una madre bendiciendo a su hija—. Soy Sakuni. Hacía tiempo que quería conocerte. Ven, Zaix está impaciente por verte.
Nos guió hasta el final del pasillo y a cada paso que daba me sentía cada vez más insegura.
«¿Estás asustada?», me preguntó Syu, aprensivo.
Negué levemente la cabeza.
«No…», contesté. Frundis empezó a tocar una música tranquila con el amable objetivo de sosegarme.
Sentado sobre un sofá, aguardando pacientemente nuestra llegada, estaba el Demonio Encadenado. Me quedé plantada, detallándolo con la mirada. Estaba transformado en demonio y sus ojos, rojos, brillaban en su rostro levemente azulado marcado con rayas negras. Se levantó al vernos y se oyó un terrible sonido metálico: sus manos arrastraban unas pesadas cadenas grisáceas que vibraban de una energía extraña y muy densa.
—¡Ah! —exclamaba, con una sonrisa—. ¡Qué agradable sorpresa! Creía que al final no vendríais y pensaba pedirle a Kwayat que nos echase una mano para convencerte de que nos visitases, Shaedra. Vaya, vaya —se rió—. ¡Spaw, chico! ¿Qué tal te va la vida? Y tú, Shaedra, ¿qué nos cuentas? Pero sentaos, sentaos. Yo al menos vuelvo a sentarme: estas malditas cadenas pesan una tonelada —se disculpó—. ¿Queréis tomar algo? ¿Cuánto tiempo vais a quedaros aquí?
Frente al aluvión de preguntas, eché una mirada incómoda a Spaw, quien carraspeó y tomó asiento sobre una butaca después de hacerme un gesto para que me sentase yo también.
—Er… Bueno, que qué tal me va la vida —empezó a decir—, pues fenomenal. Cuando me pediste que me convirtiese en el protector de Shaedra, pensé que iba a aburrirme como una ostra, pero es más bien todo lo contrario. Shaedra tiene un don para no aburrir a nadie. En cuanto a lo de cuánto tiempo nos vamos a quedar…
—Lo sabía, tan sólo venís aquí a saludarnos, ¿eh? —replicó Zaix, con un ruidoso suspiro.
—Es que hemos dejado a nuestros compañeros de viaje en los lindes del bosque —explicó Spaw—. Y el tío de Shaedra nos ha dado menos de seis horas para volver.
Zaix soltó una ojeada elocuente hacia Sakuni, quien se había sentado junto a él.
—¿No te lo dije? Los saijits siempre están con sus limitaciones de tiempo. —Giró hacia mí sus ojos—. Todavía no has dicho ni una palabra —observó.
Me mordí el labio, nerviosa.
—Esto… La verdad, no sé qué decir.
—Por ejemplo podrías empezar diciendo «buenos días» —me sugirió el Demonio Encadenado con una sonrisa.
Me sonrojé.
—Buenos días —dije educadamente—. Bonita casa.
Zaix me observó mientras su sonrisa se ensanchaba.
—¿Verdad? Hasta tenemos una bellísima biblioteca. ¡Tiene más de tres mil volúmenes! Impresionante, tienes que verlo, Shaedra. Yo una vez los conté todos. Por cierto, le acabo de decir a Modori que habéis llegado pero está muy metido en su lectura. Es un tipo terriblemente huraño, no se lo tengáis en cuenta.
—Descuida, pasaré a molestarlo cuando nos vayamos, si no viene antes —le aseguró Spaw—. Hace un mes, cuando vine, tuve que sacudirlo de su silla para que se despegase de ella —bromeó.
—El Doctor Modori —dijo Zaix, levantando los ojos hacia el techo—. Trabaja como un saijit.
Empezaron a conversar tranquilamente y Spaw les contó todo lo ocurrido desde la última vez que los había visto. Habló de Dumblor y entonces yo narré mi estadía como Salvadora en el palacio del Consejo. Cuando Spaw habló de nuestro viaje en la expedición, no mencionó en ningún momento la batalla de las mílfidas. ¿Acaso no quería alarmarlos?, me pregunté, intrigada.
Kwayat, sentado sobre una silla, con manos y pies cruzados, guardaba un silencio profundo y ni siquiera parecía estar escuchándonos. Sakuni, en cambio, escuchaba con interés y soltaba proverbios, expresiones y anécdotas curiosas. Zaix, por su parte, era una persona amena aunque extraña, que cambiaba de temas con facilidad y a veces no pillaba siempre el significado de sus observaciones. En un momento, Sakuni nos trajo unas infusiones a todos y seguimos charlando. Hablamos del mundo de los demonios, de la Sreda y del sryho. Cuando supo Zaix que Kwayat no me había enseñado aún todo lo debido, una chispa de contrariedad destelló en sus ojos rojos.
—Kwayat, ¿qué es esto? ¿Cómo es que no sabe aún utilizar el sryho? ¿Mm?
Mi instructor, sin perder su calma, tomó un sorbo de su infusión, volvió a posar su bol y sólo entonces contestó con firmeza:
—Una instrucción exhaustiva se hace con tiempo y voluntad. No hago milagros.
—El milagro es que yo siga considerándote instructor de Shaedra cuando hace meses que no la veías —replicó Zaix, entornando los ojos y haciendo chirriar sus cadenas—. ¿Qué tanto has estado haciendo, Kwayat? Tan sólo te preocupas de Shaedra ahora, después de tanto tiempo. ¿Acaso actúan así los instructores de las demás comunidades?
El rostro de Kwayat se endureció.
—No eres quien para darme lecciones, Zaix. Pero que sepas que tengo aún la intención de seguir con la instrucción si tú sigues dispuesto a respetar nuestro acuerdo inicial. Yo no pertenezco a ninguna comunidad, no tengo respaldo alguno, pero sé velar por mis intereses y no pienso gastar tiempo instruyendo a nadie con vagas promesas.
—El acuerdo inicial —repitió Zaix, con aire burlesco—. Ya te he dicho que no he sido capaz de encontrar a ese tal Safrow. Soy un buen brejista pero no un dios. Si no me das una pista…
Kwayat, sombrío, negó con la cabeza.
—Entonces no hay acuerdo. Seguiré buscando por mi lado.
—¿De qué acuerdo estáis hablando? —pregunté—. ¿Quién es ese Safrow?
—Ese asunto no te concierne —afirmó Kwayat.
Resoplé, asombrada.
—¿Estáis hablando de si vas a seguir instruyéndome o no y dices que no me concierne?
A Zaix se le escapó una risa irónica.
—Yo le pregunté lo mismo. ¿Quién es Safrow? Pero tu instructor es más tozudo que un anubo.
—Un anobo —lo corrigió amablemente Sakuni.
—Eso —aprobó Zaix.
Reprimí una sonrisa. El anobo era un animal pacífico de cuatro patas terminadas en garras al que la gente de los Subterráneos solía utilizar como a los caballos en la Superficie. Sin embargo, Kwayat no se inmutó al verse comparado con un anobo.
—Safrow fue… —Calló. Un extraño brillo pasó brevemente por sus ojos—. Un amigo —dijo finalmente, clavando sus ojos en los míos—. Y Zaix me prometió que lo encontraría por vía bréjica pero no lo ha hecho.
El Demonio Encadenado agitó furiosamente la cabeza.
—¡Kwayat! —bramó—. No te prometí nada. Te dije que lo intentaría. Buaj. Cambiemos de conversación. Ya le pediré a Spaw que le enseñe sryho.
La consternación se reflejó en el rostro de Kwayat al oírlo.
—Imposible —replicó—. Spaw no es un instructor. El sryho es algo muy difícil de enseñar.
—Ya, ya, eso es lo que dicen los instructores. Pero el chico es muy capaz, ¿verdad, hijo?
Spaw se había quedado azorado.
—¿Yo, instructor de Shaedra? —articuló—. Er…
—Ya —lo interrumpió Zaix, poniendo los ojos en blanco—. Es demasiado pedirte, lo sé. Encontraré a otro instructor. ¡No pasa nada!
Spaw carraspeó.
—Zaix, yo…
—Cambiemos de tema —lo cortó, impaciente—. Mira, retomemos la conversación que tenía hace unas horas con Kwayat. Era una conversación muy interesante. Hablábamos sobre el concepto de la libertad.
Y entonces nos soltó todo un discurso y nos olvidamos del tema de Safrow y del extraño trato al que habían llegado Kwayat y Zaix para instruirme. Lo cierto era que Zaix, además de ser entusiasta, inestable y no siempre muy correcto, era una persona entrañable. Sakuni rezumaba tanta bondad como me había dicho Spaw y me reí varias veces con sus inocentes bromas. Mientras hablaban, me imaginaba a un Spaw niño viviendo y creciendo junto a esos dos demonios. Su infancia no debía de haber sido mala, pensé, aunque extraña sin duda.
Tiempo después, Zaix se levantó y nos guió hasta la biblioteca, arrastrando sus enormes cadenas, que tenía atadas a una especie de carrito con ruedas para que no metiera tanto ruido y no le pesara tanto. La biblioteca me dejó boquiabierta en cuanto entré. La sala era circular, y en medio, había otros círculos con estanterías llenas de libros y objetos curiosos.
—Cada vez que veo esto se me humedecen los ojos —admitió Zaix.
—Por el polvo, sin duda —dijo Sakuni, con la nariz fruncida—. Modori y yo tendríamos que limpiar otra vez todas estas mesas.
—Ni que fuese el polvo una maldición —gruñó Zaix—. Peor son mis cadenas, creo que voy a volver al sofá.
Mientras Zaix y Sakuni salían de la sala, miré a mi alrededor y no vi a Kwayat por ningún sitio.
—¿Dónde se ha metido Kwayat?
Syu estornudó y Spaw se encogió de hombros.
—Creo que se quedó en la otra sala. ¿Quieres echar un vistazo a la biblioteca? ¿O quieres que te presente ya a Modori?
Me mordí el labio, busqué en mi bolsillo y saqué la piedra del Nashtag. Evalué la hora…
—Deberíamos volver cuanto antes —dije, molesta—. Preséntame a Modori. Y luego nos vamos.
Spaw asintió con la cabeza.
—Está bien. Entonces sígueme.
Me condujo hasta el fondo de la sala y frunció el entrecejo.
—Normalmente debería estar ahí —dijo, señalando una mesa llena de pergaminos y de libros iluminados por una gran lámpara. Nos acercamos y Spaw echó una ojeada a los pergaminos—. Vaya. Una extraña máquina —observó, cogiendo un pergamino con esquemas y cálculos varios.
—No es una máquina —replicó una voz, a nuestra derecha.
Me giré y vi a un humano junto a una estantería, de pie sobre un barril. En ese momento saltaba ágilmente hasta el suelo con un libro azul entre las manos.
—Es un ofjarve, una especie de catalejo —explicó, acercándose.
Pese a su cabello negro canoso, tenía un rostro con rasgos aún infantiles, y me resultó imposible darle una edad. Llevaba una túnica negra y una bufanda roja.
—Pero un catalejo muy potente —añadió—. Para contemplar las estrellas y los planetas del universo.
Spaw enarcó una ceja.
—¿Ahora investigas sobre el cielo? Pero si hace años que no lo ves.
Modori le quitó el pergamino de las manos y lo dejó en el mismo lugar donde lo había cogido Spaw.
—Se trata de una investigación especial que tiene que ver con las rocas —replicó, con aire grave—. Por cierto, bienvenido a casa.
Spaw sonrió.
—Desgraciadamente, no nos quedaremos mucho tiempo. Te presento a Shaedra. Mi protegida —especificó.
Modori puso los ojos en blanco mientras rodeaba su escritorio para ir a sentarse.
—Lo suponía —contestó simplemente.
Me sorprendió su comportamiento pero Spaw, con una simple mirada, me hizo entender que en Modori eso era totalmente normal.
—Spaw, si vas a la Superficie, ¿podrías hacerme un favor? —retomó Modori, abriendo su libro azul—. ¿Podrías traerme un libro titulado Cremdel-elmin nárajath?
—Será un placer —replicó Spaw—. Por curiosidad, ¿tiene algo que ver con tu ofjarve y tus estrellas?
—En cierto modo, sí. Tiene que ver con el culto al cielo de algunas tribus de los Reinos de la Noche.
—Oh. Pareces muy atareado últimamente —observó.
Modori alzó su mirada del libro y nos miró a ambos.
—Siempre lo estoy —dijo con sencillez.
Spaw soltó un suspiro exagerado.
—Entonces te dejaremos en paz. Ah, y espero que no hayas olvidado que le prometiste a Lunawin un estudio en profundidad sobre las propiedades de la kefurda.
Modori, por primera vez, esbozó una sonrisa.
—Sí. Lo tengo casi acabado. Ha sido un trabajo interesante.
Abstrayéndose entonces de nosotros, clavó su mirada sobre el libro y Spaw me hizo un gesto para que nos fuéramos de ahí. Realicé un saludo hacia el Doctor Modori.
—Un placer —dije, antes de alejarme.
Estábamos yéndonos cuando Spaw se detuvo, dio media vuelta y preguntó:
—¿Cremdel qué?
—Cremdel-elmin nárajath —dijo Modori; alzó una mano para detenernos, cogió el borde de un pergamino, escribió las palabras y se lo tendió a Spaw—. Así no se te olvidará.
Spaw hizo una mueca y asintió.
—¿Me llevo el pergamino entero? —preguntó—. Pero si tiene cálculos y cosas.
Modori se encogió de hombros.
—Es simplemente uno de tantos borradores que tengo. Puedes llevártelo. ¿Te marchas ya? —Spaw asintió—. Entonces, buen viaje.
Y diciendo esto, volvió a su concienzudo estudio.
—Es algo raro —me confesó Spaw, mientras cruzábamos el pasillo, hacia el salón—, pero en realidad tiene buen corazón. Y tiene varias bibliotecas dentro de su cabeza. Un tipo impresionante.
Cuando desembocamos en el salón, Zaix estaba perorando contra un pueblo que vivía junto al Bosque de Piedra-Luna.
—No hacen más que incordiar. Rompen piedras. Cortan árboles. Menos mal que la naturaleza se rebela de vez en cuando y les enseña que el bosque no es tan inocente. —Alzó los ojos al vernos aparecer y sonrió—. ¡Ah! ¿Hermosa biblioteca, eh?
—Maravillosa —asentí.
—¿Habéis visto a Modori? —preguntó Sakuni.
—Tan acogedor como siempre —contestó Spaw, y cogió su capa verde de la butaca—. Nos vamos, padre. No podemos hacerles esperar más.
—No sabes cuánto lo siento —gruñó Zaix, levantándose—. ¡Sed prudentes! Y no os creáis todo lo que os cuentan —añadió, con una ancha sonrisa.
Spaw y él se dieron un torpe abrazo, mientras chirriaban las cadenas, y Sakuni me volvió a coger la mano con las suyas.
—Te deseo suerte, Shaedra. Y vuelve a visitarnos cuando puedas.
—Lo haré —le prometí.
«¿En serio?», preguntó Syu, rascándose la cabeza, escéptico.
«Yo cuando hago promesas normalmente las cumplo», repliqué. «Para que no las cumpla o se me tienen que olvidar o me tiene que pasar por encima una manada de dragones de tierra.»
«Pues a mí me prometiste que volveríamos a ver el sol y todavía no lo hemos visto», replicó el mono con tono mordaz.
«No. Pero hemos visto árboles luminosos», lo consolé.
Syu meneó la cabeza y acabó por aceptar mi argumento. Me crucé entonces con los ojos rojos de Zaix. Me miraba con aire grave.
—Ahora que te conozco mejor, creo que no me equivoqué eligiéndote y estoy seguro de que mereces estar con nosotros. —Sonrió, burlón, abandonando su aire solemne—. Que las apariencias no te engañen: yo soy una persona muy inteligente y sé elegir a mis hijos.
—Sólo falta saber educarlos —intervino Kwayat, aparte.
Zaix soltó un inmenso suspiro.
—Hay una tremenda diferencia entre educar y enseñar —replicó, girándose hacia él—. Y yo no puedo enseñarle a Shaedra cómo controlar el sryho por vía mental. Por no mencionar que yo nunca he enseñado sryho a nadie.
—Entonces Spaw tampoco sabrá hacerlo —dijo Kwayat, con total serenidad.
Zaix se encogió de hombros.
—No me eches en cara algo que tú podrías solucionar muy fácilmente. —Nos miró a Spaw y a mí y realizó un saludo con la cabeza—. Kwayat, si eres tan amable de acompañarlos hasta la puerta…
Spaw me cogió del brazo para que lo siguiese y nos adentramos en el pasillo que llevaba a la sala con las cestas.
«Hasta la próxima.» Oí resonar las palabras de Zaix en mi mente. Spaw me sonrió.
—Siempre se despide así.
Una vez en la puerta, nos despedimos de Kwayat y por un momento creí que este no iba a contestar nada. Sin embargo, cuando Spaw ya estaba dándole la espalda, me soltó con tono pausado:
—No quiero que te sientas herida por lo que le he dicho a Zaix. No se trata de querer instruirte o no. Eres una buena alumna, de hecho una de las mejores que he tenido. Pero yo siempre he instruido a cambio de algo. Así me gano la vida. Sin embargo… he decidido hacer una excepción. Si un día te decides a abandonar a tu familia saijit, te prometo que te enseñaré todo lo que sé sobre la energía de los demonios. Incluso más de lo que saben muchos.
Lo contemplé, sin poder pronunciar palabra, y luego asentí.
—Lo tendré en cuenta. Gracias… por decir que soy una buena alumna. No suelo oírlo muy a menudo —expliqué con una media sonrisa.
Estuve a punto de preguntarle otra vez quién era ese Safrow y por qué parecía tan importante para él, pero el respeto que le tenía me lo impidió.
—Buen viaje —me dijo.
Realicé un viejo saludo de los demonios que me había enseñado Kwayat. Este sonrió y cerró la puerta. Una música de flautas sonaba, apacible, en mi cabeza. Frundis parecía haber decidido hacer una pausa después de tantas horas componiendo y gruñendo contra sus instrumentos.
Spaw y yo cruzamos la sala con las figuras de animales pero no nos detuvimos para admirarlas. Bajamos las escaleras, salimos de la sala triangular y aparecimos otra vez en el Bosque de Piedra-Luna.
Ignoraba por qué, pero tenía un mal presentimiento. Spaw me guiaba entre el laberíntico bosque, hasta los lindes. Cuando estábamos casi llegando, oímos un choque de espadas y unos gritos muy lejanos. Aryes, pensé. Un súbito terror me paralizó de golpe.
¿Por qué demonios habría decidido ir a ver a Zaix?, me pregunté, rabiando por dentro. Envueltos en una esfera armónica que podía fallar en cualquier momento, Spaw y yo observábamos la terrible escena que se desarrollaba a unos metros tan sólo de donde nos escondíamos.
Dash, Mártida, Lénisu, Manchow, Srakhi y Shelbooth, de pie, fulminaban a sus atacantes con miradas hostiles, cautelosas o desconfiadas. A sus pies, acababan de tirar sus armas, rendidos.
La expedición Klanez había acabado por alcanzarnos. Los más eran Espadas Negras y entre ellos estaba el capitán Calbaderca… junto a Kaota y Kitari. Todos, armas en mano, cercaban amenazantes a sus seis rivales.
Seis… Fruncí el ceño, inmóvil, detrás de unas ramas luminosas. ¿Dónde estaban Aryes, Drakvian, Miyuki y Kyisse…?
—En nombre de Dumblor y de los dioses etíseos, ¿quiénes sois? —les espetó el capitán Calbaderca con voz sonora.
—¿No iréis a matar a unos humildes aventureros? —replicó Lénisu con una sonrisa vacilante—. ¿Verdad?
—No sois unos humildes aventureros —retrucó el capitán—. Sabemos que habéis raptado a la niña.
—Ya la están buscando. No debe de andar muy lejos —comentó Felxer, a su lado.
—¿Para quiénes trabajáis? —prosiguió Djowil Calbaderca, al ver que los derrotados no contestaban.
—Yo nunca he raptado a nadie —aseguró Lénisu. A pesar de su desenfado, se notaba que pensaba frenéticamente en una manera de salir de esta.
—¿Para quiénes trabajáis? —insistió el capitán, acercándose a Lénisu y apuntándolo con la punta de la espada, para aumentar el nerviosismo.
—Esa es una pregunta fácil —dijo mi tío, sin inmutarse—. No trabajo para nadie. Al menos de momento.
El capitán siseó, impaciente.
—Mentiras.
—Por una vez que dice la verdad —gruñó Dashlari.
El enano taladraba a sus adversarios con sus ojos oscuros. Él también había tenido que tirar su hacha y, a juzgar por su expresión, eso le había herido profundamente el orgullo.
Durante unos segundos, el capitán escudriñó el rostro de cada uno. Entonces, bajó la espada.
—Atadlos —ordenó—. Ya nos encargaremos de ellos más tarde. Vayamos a buscar a la Flor del Norte.
Intercambié una mirada aterrada con Spaw. El demonio, con el ceño fruncido, permanecía inmóvil y en silencio, de cuclillas sobre la hierba azul.
Estaban maniatando a Shelbooth, Mártida, Dash, Manchow, Srakhi y Lénisu, cuando se oyó un ruido precipitado de botas. El capitán, que estaba eligiendo un grupo para rastrear el bosque en busca de Kyisse, se detuvo en seco.
—¡Capitán! —dijo una voz.
Aparecieron cuatro aventureros alocados de entre las ramas de un árbol, pisando fuerte contra la tierra mullida.
—Capitán —jadeó quien había gritado—. Hemos encontrado a la Última Klanez.
—Pero no está con vosotros —observó el capitán.
—No —dijo otro, con la respiración entrecortada por haber corrido—. Había una vampira —farfulló—. Hemos conseguido coger a dos de los que corrían, pero no a la niña. La niña…
—La niña está muerta —declaró otro aventurero, muy sombrío.
Al oír tal aseveración, se me cortó la respiración.
—No lo está —replicó otra voz, más tenue. Era la voz de Aryes. Volví a respirar. Por un momento había temido que mi corazón dejase de latir.
El capitán Calbaderca, de espaldas a mí, se acercó a grandes zancadas a Aryes y me estremecí. Los ojos de Aryes brillaron de aprensión.
—Salvador —tronó el capitán—. Más vale que tengas razón. Xiuwi, llévanos hasta la niña.
Enseguida, todos se pusieron en marcha, los Espadas Negras empujando a sus prisioneros sin miramientos.
—¿Qué es esa historia de vampiros? —le preguntó Ashli a Hiito Abur, el primero que había gritado.
—La estaba apuntando con mi ballesta —explicó el joven caito, algo conmocionado—. Estaba inclinada sobre Kyisse, como si le estuviese bebiendo la sangre… Pero en el momento en que iba a disparar, el Salvador se interpuso y cuando los demás lo apartaron la vampira ya había desaparecido y, además… Dejó un olor fétido insoportable —dijo.
—Saliva de vampiro —siseó Ácnaron, con asco. Sus palabras se perdieron en la lejanía y entre los murmullos de los demás.
Me giré hacia Spaw.
—¿Qué hacemos? —susurré.
Spaw inspiró, espiró y agitó la cabeza.
—Primero, dejar de temblar como lo haces —dijo—. No vaya a ser que me pegues un bastonazo por los nervios.
Sonreí y asentí, incorporándome.
—¿Y lo segundo? —lo animé.
—Lo segundo… Seguirlos y observar en silencio.
Volví a asentir.
—Pues adelante.
Volví a reforzar el sortilegio armónico y salimos de nuestro escondite. Como Spaw conocía el bosque, pasó delante y traté de proyectar el sortilegio para envolverlo, pero me pregunté si realmente era eficaz. Rodeamos ligeramente a los aventureros y entonces oí a Spaw sisear entre dientes. Por suerte, había mucho ruido de voces para que alguien lo oyese.
Olí antes de ver. El olor era francamente inaguantable. Lo reconocí sin dificultad: era el mismo que había olido cuando Drakvian me había querido enseñar lo bien que sabía escupir un líquido apestoso, como buena vampira que era. Olía a muerte y descomposición. Tapándonos la nariz y la boca, Spaw y yo rodeamos el lugar para buscar un escondite apropiado por el que se pudiera ver algo. Oíamos las voces del capitán, de Nimos Wel y de otros… Cuando al fin nos apostamos debajo de uno de los árboles más frondosos, logré ver a Kyisse. La niña estaba tumbada sobre la hierba azul, en medio de una avenida natural. Sus ojos estaban cerrados y parecía estar sumida en un sueño profundo. Demasiado profundo. Mi primer impulso fue levantarme y precipitarme hacia ella… Pero me contuve.
El capitán cogió a Kyisse en brazos con suma delicadeza y se alejó del círculo fétido que había dejado Drakvian para protegerla.
—Su respiración es muy débil —declaró Nimos Wel, tomándole el pulso.
Íbamos a seguir a los aventureros, que se alejaban del lugar con cierta precipitación, cuando oí el ruido quedo de unos pasos rozando la hierba y me giré bruscamente, lívida de espanto. Entonces vislumbré a Drakvian, entre los árboles, avanzando con sigilo.
Le cogí la manga a Spaw y le señalé a la vampira. Nos acercamos a ella.
—Drakvian —murmuré.
La vampira dio un brinco y soltó un resoplido de alivio al vernos.
—Shaedra, Spaw, ¿habéis visto? —susurró. Asentimos tristemente con la cabeza—. Odio tener que reconocerlo pero he sido tonta. Me despisté y le dejé a Kyisse un momento sola… Se comió una baya extraña. Y ahora está muriéndose —se lamentó, con el rostro deformado por la culpabilidad y la pena.
Sentí mis ojos humedecerse. Muriéndose, me repetí, sintiéndome impotente.
—¿Has dicho una baya? —preguntó Spaw. Enseguida se le habían iluminado los ojos—. ¿Qué tipo de baya?
—Una baya azul —contestó la vampira, estirándose, distraída, un tirabuzón verde—. No tengo ni idea de qué es. Cómo iba a pensar que Kyisse se iba a comer una baya…
—Llévanos adonde están esas bayas —dije, con esperanza, viendo que Spaw parecía menos desanimado al conocer la razón del estado de Kyisse.
La vampira inspiró hondo.
—Seguidme.
* * *
En los lindes del bosque, el capitán Calbaderca con su expedición se dirigía sin duda hacia Dumblor, en busca de algún remedio para salvar a la Última Klanez. Todos tenían unos rostros sombríos, convencidos de que la pequeña iba a morir. Sin embargo, la pena dejó paso al asombro cuando nos vieron a Spaw y a mí salir del bosque con un andar presto y decidido.
Unos murmullos se elevaron entre los aventureros. El capitán Calbaderca, que abría la marcha, se dio la vuelta y observó cómo nos acercábamos desde lo alto de la colina.
—¡Sabemos cómo salvar a Kyisse! —exclamé, para que nos oyeran. Una melodía rápida de violines acompañó mentalmente mis palabras.
Seguimos avanzando y, cuando llegamos ante el capitán, este preguntó gravemente:
—¿Cómo?
Me giré hacia Spaw y este explicó con total franqueza:
—Kyisse ha comido una seydramuerte. Esas bayas te sumen en un sueño del que nunca vuelves a despertar. Pero conozco a una persona que sería capaz de salvarla. Déjenme a Kyisse, la llevaré a esa persona y será curada. Lo juro por mis antepasados.
A nadie, creo, se le pasó por la cabeza que estuviese mintiendo: todo, en el tono y los gestos de Spaw, reflejaba sinceridad.
—Si lo que dices es verdad —dijo sin embargo Nimos Wel con tono pausado—, entonces dudo mucho de que alguien sea capaz de salvarla. No existe ningún antídoto contra el veneno de la seydramuerte.
—Sí que existe —afirmó Spaw.
—¿Quién es esa persona de la que hablas? —inquirió el capitán Calbaderca—. Ignoro cuánto tiempo puede sobrevivir en ese estado, pero no creo que mucho tiempo. Esa persona, ¿vive lejos?
—Algo —confesó—. Pero pienso que es factible si dejáis que me la lleve ya. De lo contrario, morirá.
Una sombra de duda veló los ojos del capitán por un instante.
—No pienso dejarla en tus manos. Llévanos adonde vive esa persona —sugirió.
—Imposible —rechazó Spaw categóricamente—. Es necesario que vaya solo.
El capitán Calbaderca lo escudriñó con la mirada, pasó a mirarme a mí y entonces negó con la cabeza y pronunció claramente un:
—No.
* * *
—Deja ya de mirarlo así, al pobre —suspiró Lénisu—. Su conciencia ya tiene suficiente con tener que soportar la muerte de una niña. No lo atosigues más.
Llevaba una hora echando miradas fulminantes al capitán Calbaderca pero mi rabia no se apaciguaba. El capitán sabía que Kyisse iba a morir. ¿Por qué rechazaba la oferta de Spaw? ¿Por orgullo? ¿Por desconfianza? No tenía nada que perder y era la única esperanza que nos quedaba.
—Asesino —siseé entre dientes.
A mi lado, Aryes avanzaba lentamente, maniatado como yo, con la cabeza gacha, apesadumbrado. Kaota y Kitari andaban no muy lejos. Aún no nos habían dirigido la palabra y cuando cruzaba la mirada de uno de ellos, leía en su expresión decepción, cólera y tristeza.
Estábamos llegando a las rocas cuando, de pronto, Kaota dio unas zancadas y se plantó delante de mí.
—Shaedra. Dime, ¿es cierto lo que dice Spaw? ¿Puede salvarla?
Me asombré al notar la emoción con que vibraba su voz. Lentamente, asentí.
—Es cierto.
—¿Y también es cierto que no podemos acompañarlo?
Asentí.
—Sí.
Los demás se habían parado, aguzando el oído.
—¿Por qué? —insistió la Espada Negra.
—Porque si fuéramos todos tendríamos que optar por un camino más largo —explicó Spaw, con tono misterioso, antes de que yo pudiera decir nada.
Kaota nos miró alternadamente y sus labios formaron una línea firme.
—Entonces, no hay más que hablar. Capitán Calbaderca —dijo la joven belarca—, no podemos dar la espalda a la última esperanza que nos queda para salvar a la Flor del Norte. Dejemos que Spaw se la lleve.
El capitán, que se había detenido y había escuchado la conversación en silencio, permaneció pensativo un largo rato.
—¿Capitán? —lo interpeló Nimos Wel, posando una mano sobre el brazo del ternian—. Su Espada Negra tiene razón. No sé cómo se las va a arreglar ese joven… pero parece sincero y es la única solución que nos queda.
El capitán asintió con la expresión sombría.
—Entonces, que así sea. Liberadlo.
Kitari se encargó de quitarle la cuerda a Spaw y este inclinó la cabeza hacia el capitán.
—Salvaré a la niña —prometió.
Se acercó a Dabal, quien llevaba a Kyisse. La cogió en sus brazos y retrocedió. El capitán soltó:
—¿Adónde la llevarás?
Spaw sonrió.
—A casa de mi abuela.
Mientras se alejaba, me vinieron unas palabras que me había dirigido Kyisse en tisekwa, durante la última noche que habíamos pasado en Meykadria: “He visto tu corazón y sé que me quieres. La gente no se atreverá a hacerte daño”. Se me humedecieron los ojos y deseé con toda la fuerza de mi corazón que Spaw llegase a tiempo a Aefna para que Lunawin salvara a la pequeña.
En ese instante, crucé la mirada de Kaota y, a falta de manos, realicé un gesto de profundo agradecimiento con la cabeza.
Poco después de que Spaw desapareciese detrás de una colina, el capitán ordenó a dos Espadas Negras que lo siguiesen, pese a nuestras protestas. Uno tenía que volver al de dos horas, el otro seguirlo hasta donde pudiese. Los esperamos durante horas enteras, sentados entre las rocas, y el capitán tuvo tiempo de interrogarnos y sermonearnos a saciedad. Mientras Kaota y Kitari callaban, discretos, el capitán nos recordó a Aryes y a mí todo lo que se suponía que representábamos y todos los errores imperdonables que habíamos cometido.
Fue entonces cuando Lénisu le explicó, sin mencionar en ningún momento a Fahr Landew, que era probable que existiesen aún los abuelos de Kyisse en algún lugar de la Superficie y que consideraba más importante encontrarlos a ellos que viajar hasta un castillo abandonado y peligroso en el que seguramente Kyisse no sabría entrar y quizá nunca había estado en su corta vida.
Los argumentos razonables de Lénisu hicieron reflexionar a más de un aventurero sobre las intenciones iniciales de la expedición. Obsesionados con la idea de realizar grandes hazañas o hacerse de oro entrando por primera vez en un lugar abrasado de energías, muchos se habían olvidado completamente de que la Flor del Norte era también una niña real.
Finalmente, como no volvía ninguno de los Espadas Negras, nos empezamos a preocupar y el capitán Calbaderca se marchó con otros Espadas Negras para averiguar lo sucedido.
Me fijé entonces en que no éramos muchos.
—¿Dónde están los demás aventureros? —le pregunté a Kaota.
La belarca, que había permanecido callada desde la partida de Spaw, se encogió de hombros.
—Hubo otra batalla. El capitán pensó que quien había raptado a la Flor del Norte se dirigiría a Kurbonth. Cayeron en una pista equivocada y… toparon con dos mantícoras. —Me quedé boquiabierta. ¡Mantícoras!—. Hubo varios heridos graves, pero ningún muerto —se apresuró a decir, al verme palidecer—. Ahora hay más de veinte heridos esperándonos en el Templo. Hemos tenido mala suerte.
«Y tanto», mascullé. «Entre unas mílfidas y unas mantícoras, es difícil elegir.»
Syu agitaba la cola. Se estiró y bostezó.
«Al menos no estábamos ahí», se consoló.
Cuando, al fin, el capitán Calbaderca regresó, supimos que los dos Espadas Negras no solamente habían perdido totalmente el rastro de Spaw, sino que se habían perdido ellos mismos en el bosque. El aspecto de ambos era inquietante, pero lo era aún más su estado de ánimo. Al parecer, se habían perdido en una zona muy extraña del bosque, poblada de ilusiones, y ambos se mostraban afectados. Alem se sobresaltaba a veces, asegurándonos que oía voces, y el otro, Jetaldo, se quejaba de un dolor de cabeza terrible que no se atenuó pese a las infusiones tranquilizantes y los cuidados que le proporcionó Nimos Wel.
Al fin decidieron soltarnos las manos mientras andábamos. Tras una pausa y después de unas cortas horas de sueño, salimos de la caverna. Mientras caminábamos, Zaix pasó a decirme que Spaw ya estaba subiendo las escaleras hacia la Superficie.
«Y por cierto», añadió, cuando ya estaba por irse. «Voy a tratar de encontrarte un nuevo instructor.»
Se había marchado antes de que yo pudiera opinar sobre el asunto. De todas formas, aquel tema era la menor de mis preocupaciones en aquellos momentos. En cambio, saber que Spaw pronto llegaría a la Superficie reavivaba en mí la esperanza y la alegría.
Apretamos el paso cuando estuvimos andando por los túneles y llegamos al Templo dos días más tarde. Fahr Landew ocultó perfectamente su sorpresa al volver a vernos. Nadie hubiera dicho que nos había ayudado a escapar, pensé, irónica.
En cuanto llegó, el capitán Calbaderca fue a visitar a todos los heridos y luego se reunió con sus Espadas Negras. Lénisu, Manchow, Dashlari, Mártida, Shelbooth, Aryes y yo estábamos sentados en la mesa de la cocina, bastante silenciosos. Algunos pensábamos, sin duda, en volver a huir del Templo como la última vez. Shelbooth parecía bastante desanimado, Mártida, pensativa, el enano contemplaba desde hacía un buen rato el fondo de su jarra vacía y Lénisu se ocupaba, ayudando a Fahr Deunal a preparar la comida. Srakhi y Miyuki, en cambio, habían ido al kelmet a rezar por Kyisse o a la Paz o lo que fuera.
Ante mí, Manchow Lorent jugaba a las cartas con Syu después de que yo le hubiese asegurado que el gawalt era un maestro jugador. Soltaba comentarios burlones al mono y reía por lo bajo, sobre todo cuando perdía. Un tipo curioso, pensé, con una leve sonrisa. No entendía por qué Lénisu lo había llamado imbécil hacía unos meses. Manchow no era tonto, simplemente parecía vivir en el paraíso de la Tierra Prohibida.
En un momento, crucé la mirada de Aryes. Ambos nos levantamos de un común acuerdo.
—Vamos a por agua fresca —dije, al ver las caras interrogantes.
Nos dirigimos en silencio hasta el manantial. Evité mirar el lugar donde se encontraba la cortina que escondía el corredor secreto. El murmullo del agua era agradable y tranquilizante. Me acerqué al manantial, puse las manos en copa y bebí. Estaba helada, me di cuenta.
De repente, recibí agua fría en toda la cara y solté una exclamación que se transformó rápidamente en risa. Le tiré agua a Aryes y este se apartó de un bote, riendo, divertido.
—¡Está helada! —resoplé, agitando las manos para secarlas.
Aryes se sentó sobre una piedra y lo imité, pensativa.
—Después de estos meses, he decidido que los Subterráneos no me gustan —declaré—. Hay demasiados cambios con respecto a Ató.
Aryes asintió.
—Es verdad. Aunque —sonrió— al menos no he tenido que preocuparme de ponerme la capucha últimamente.
—¿Crees que aún te afectará el sol? —le pregunté, frunciendo el ceño.
Él se encogió de hombros.
—Me extrañaría que haya cambiado algo.
—¿No dijiste que el maestro Pi pensaba que se arreglaría?
Sonrió.
—El maestro Pi es muy optimista. No lo puedo asegurar, pero… si no se me ha vuelto a colorear el pelo, supongo que la piel seguirá igual de sensible a la luz del sol.
—Tal vez —coincidí. Me mordí el labio y lo miré de reojo.
Aryes enarcó una ceja.
—¿Qué pasa?
—Bueno… Verás. Siempre me ha extrañado el hecho de que no pasaras por Ató para visitar a tu familia antes de ir a Aefna.
Aryes se quedó un momento suspenso y luego asintió con la cabeza.
—Lo sé.
Tras un silencio, se le escapó una risita nerviosa.
—Es… ridículo —confesó—. Pensé… —Carraspeó—. Me imaginé la cara que pondrían mis padres al verme. Fui un cobarde —concluyó.
Me quedé sobrecogida al verlo tan afectado y me aproximé para apretarle una mano e infundirle confianza.
—No veo por qué te iban a mirar más raro que los padres de Iharath al ver que se había convertido en una sombra —solté.
Enseguida me di cuenta de que mis palabras eran poco apropiadas pero Aryes pareció recobrarse.
—Tienes razón. Eso es lo que me dije luego. Pero en el momento… Ya sabes cómo es mi padre.
Negué con la cabeza suavemente.
—Apenas lo conozco. Pero parece simpático.
Reprimí una mueca, sin embargo, al recordar a su padre entrando desesperado en la taberna del Ciervo alado anunciando que ya había construido el ataúd de su hijo desaparecido… Más valía no mencionarlo.
—Claro. Pero también tiene ideas fijas. —Sonrió, recuperando su humor—. Primero, quiso que aprendiese carpintería, como él, y mi abuelo y mi bisabuelo… Total, que el primer día se me cayó un tablón encima y perdí el conocimiento durante un día entero. Aún recuerdo al maestro Yinur diciéndome que había tenido suerte de salir con vida.
Reprimí torpemente la risa y pregunté:
—¿Por eso te hiciste snorí?
—Sí. Mis padres decidieron que me iría mejor el estudio de las energías. Creían que no podría ganarme la vida de otra forma.
—Bueno, pero supongo que cambiarían de opinión después de nuestra épica travesía por las Comunidades de Éshingra —observé, con una mueca cómica.
Aryes negó con la cabeza.
—Qué va. Mi padre jamás se creyó la historia del dragón y todo eso. Y mi madre no quería oír ni una palabra de tan rocambolesca historia. —Se encogió de hombros—. Es cierto que tampoco insistí, ya que mi hermana sí que me creía. —Puso cara más seria—. Ahora me doy cuenta de lo estúpido que he sido al no volver a casa para decirles al menos que estaba bien.
Esbocé una sonrisa.
—No te atosigues, el maestro Dinyú se encargó de decírselo —le recordé—. Mira. Frundis y Syu una vez crearon una especie de proverbio que decía así: “Los posibles del pasado, si no son presente, hay que olvidarlos” —sentencié.
Aryes resopló, divertido.
—Un buen proverbio. Deberías sacar más del estilo. Quedas como una gran sabia cuando los dices —me aseguró, burlón.
Le di un codazo, juguetona, contenta de verlo más animado.
—Es que Syu a veces me dice que voy camino de convertirme en una sabia —le confesé, como si fuera algún gran secreto.
Sólo entonces me percaté de los ruidos de botas en el pasillo. Asomaron la cabeza Kaota y Kitari. Parecieron aliviados al vernos. Me levanté y, antes de que pudieran decir nada, tomé la palabra:
—Kaota, Kitari, quería deciros que sentimos haberos tratado de esta forma tan… desconsiderada.
Ambos Espadas Negras me miraron como sorprendidos. Proseguí:
—Yo nunca he querido ir al castillo de Klanez. La única razón por la que accedí, además de porque estaba obligada, fue porque Kyisse quería ir. Pero desde que pensé en todos los peligros que suponía entrar ahí…
El carraspeo de Kaota me interrumpió. La miré con cara contrita y su sonrisa se ensanchó.
—Un Espada Negra no juzga —me recordó simplemente—. Venid, el capitán Calbaderca va a hablar en la gran sala.
Aryes, de pie junto a mí, enarcó una ceja.
—¿Ha decidido al fin lo que va a hacer con nosotros?
Kitari y Kaota intercambiaron una mirada.
—Ha decidido más que eso, creo —contestó el hermano—. En realidad, vamos a mandar a todos los heridos con una escolta a Dumblor y los demás nos vamos a ir a la Superficie, a buscar a Kyisse y a Nawmiria Klanez.
Su declaración me dejó atónita.
—¿Qué?
—Lo que oís —asintió Kaota con tranquilidad. Sus ojos se le iluminaban de excitación—. Vamos a la Superficie. El capitán Calbaderca dice que no puede volver a Dumblor tan pronto y con esa sensación de derrota. Aún está en pie la expedición Klanez —afirmó.
Sus palabras me sumieron en la perplejidad y los seguí por el pasillo, meditabunda. Kaota y Kitari parecían bastante animados y advertí que, a pesar de lo que dijeran, un bloque de hielo se había derretido entre nosotros.
Avanzaba, exhausta, apoyándome en Frundis a cada paso. La música del bastón se había serenado, después de que este último me enseñase su orquesta rocarreina por enésima vez. Era una composición magnífica, pero larguísima y algo monótona para quienes no sabíamos “apreciar la música verdadera”.
—¡Luz! —exclamó Ashli.
Gruñí. Era la tercera vez que Ashli decía que veía luz.
—¡Luz! —repitió entonces Lénisu en un murmullo.
Alcé la mirada, extrañada, y se me iluminó el rostro. Efectivamente, en un recoveco de la roca, se reflejaba una luz que no tenía nada que ver con la luz de las piedras de luna.
—¡Eso es luz! —dije, como para confirmármelo a mí misma. Mi corazón dio un vuelco de alegría.
—Ese ruido… —empezó a decir Dash, con un resoplido gruñón que denotaba su cansancio.
—¡Es el viento! —exclamó Manchow. Sus ojos brillaban, encantados.
De hecho, era el viento. Y pronto lo comprobamos cuando empezamos a notar las corrientes de aire glacial que entraban por el túnel. La luz provenía de una brecha demasiada estrecha por la que no podíamos pasar, y eso desanimó un poco al grupo, pero Shelbooth afirmó:
—Estamos cerca, sin duda.
En total, habíamos sido catorce los que habíamos decidido seguir hasta la Superficie. Dash se había propuesto para guiarnos “hasta donde brillan las estrellas”, como había dicho Ashli, y el capitán Calbaderca, tras algunas reticencias, había aceptado. Al fin y al cabo, el capitán no era tan terco como lo parecía.
—¡Por Vedecasia! —exclamó delante Ashli—. ¿Qué es eso?
El capitán la alcanzó y sonrió como un niño.
—Nieve.
Agrandé los ojos. Su palabra había bastado para que todos nos precipitásemos hasta ellos. Había varios túneles, seguramente creados por un dragón de tierra, pero uno de ellos, en particular, estaba tapado casi por completo de hielo.
—¿Nieve? O más bien hielo —dijo Dash, como sorprendido. Y entonces se golpeó la frente—. ¡Pues claro! Se me había olvidado que en la Superficie el invierno tiene nieve y hielo.
Lénisu, Shaedra, Srakhi y yo sonreímos, divertidos, aunque todos estábamos temblando de frío. Era invierno, me dije. Pero ¿dónde estábamos exactamente para que hubiese tanto hielo?, me pregunté. Según el enano, teníamos que estar bastante cerca de Kaendra.
—¿Qué hacemos? —preguntó Ashli, apartando su mirada fascinada del hielo—. ¿Buscamos otra salida?
—No hace falta. Dash el Martillo de la Muerte está aquí —pronunció el enano, blandiendo su hacha con una sonrisa llena de sorna.
Syu soltó una carcajada de mono y Manchow y yo soltamos una risita. Lénisu me miró con una ceja enarcada y asintió para sí.
—Va a resultar que Manchow y tú no sois tan diferentes —soltó, con aires de científico.
Puse los ojos en blanco y entonces oímos un estallido tremendo. Dash acababa de plantar su hacha dentro del hielo.
—¿Puedes retirarla, amigo? —inquirió Lénisu, burlón.
Dash forcejeó y la retiró.
—Pues claro —replicó.
Como el túnel no era especialmente ancho, los demás le dejamos al enano romper el hielo y nos sentamos entre las rocas, tratando de cobijarnos del aire frío. Shelbooth y Kitari se alejaron para explorar otros dos túneles, por si encontraban alguna entrada menos bloqueada.
—Dash —le dijo Lénisu, al de un rato, mientras el enano resoplaba y trabajaba sin descanso—, ¿por qué no me dijiste que nos conducías en plena montaña? Podríamos haber previsto más mantas.
—Porque… no había pensado… en el invierno —contestó Dashlari, respirando entrecortadamente. Otro restallido de hielo resonó dentro del túnel.
Volvieron Shelbooth y Kitari sin haber encontrado nada mejor y esperamos entonces pacientemente a que el enano se cansase para que otro lo sustituyera trabajando… pero no. Dash seguía y seguía. Cuando, al fin, se quedó sin resuello, Aedyn, la celmista brúlica, se levantó, se acercó al hielo y aplicó sus manos sobre el bloque. Se concentró y poco a poco fue cayendo un chorro de agua. Continuó así durante un buen rato hasta que, exhausta de energías, se retiró.
—Un poco más y salimos —dijo sin embargo el capitán Calbaderca, animado—. Ya estamos en la Superficie.
—Y tanto, que Dash se ha pasado y nos ha llevado a una montaña. Por poco nos lleva al cielo —comentó Lénisu, con un suspiro.
Nos hizo falta una hora más antes de que, por fin, entre todos, consiguiéramos salir de ahí. Unos lo consiguieron agarrándose al hielo como podían, pero la salida más original fue la de Aryes, que se puso a levitar y se posó sobre el glaciar con elegancia, plantando su lanza sobre el hielo con una sonrisa satisfecha.
Miré a mi alrededor. Estábamos rodeados de montañas. Tuve un escalofrío y me puse la capucha, sintiendo un viento cortante contra mi rostro. Syu se había puesto a castañetear y se metió debajo de mi pelo, aferrándose a su capa verde. Todo a nuestro alrededor era de un blanco inmaculado.
Kaota y Kitari se habían quedado sin habla por la estupefacción. Shelbooth sonreía, oteando hacia el cielo azul. Y Ashli reía, canturreando para ella misma. Los ojos del capitán Calbaderca se habían iluminado, como recordando algún remoto pasado.
—Vaya —acabó por decir Kaota—. Esto no tiene nada que ver con los dibujos de los libros.
—¿Dónde está la hierba verde? —inquirió Shelbooth, al de un rato.
—Debajo de la nieve —explicó Lénisu—. Esto es hielo. Pero eso que ves ahí, blanco, en las montañas, es nieve.
—Salgamos de este glaciar —nos apremió el capitán Calbaderca.
—Eso mismo iba a decir —aprobó Lénisu—. No vaya a ser que nos pille alguna avalancha y quedemos sepultados bajo la nieve después de haber sobrevivido a tantas adversidades.
Ashli lo miró con cara alarmada.
—¿Hablas en serio?
Lénisu parpadeó.
—Sí, hablo en serio. ¿Vamos?
—Es curioso —dijo Dash. Llevaba un tiempo con el ceño fruncido, pensativo—. No recuerdo que el túnel desembocase aquí. Tal vez me haya equivocado… —Lo miramos con las cejas enarcadas pero no hicimos ningún comentario.
A pesar de nuestro cansancio, seguimos andando, con la ropa mojada y tiritando de frío. Por el cielo diáfano, pasaban volando unas aves grandes, dando vueltas en los altos picos como carroñeros en busca de una presa. De cuando en cuando, sus chillidos rasgaban el aire del valle congelado.
Estábamos subiendo una especie de montículo glaciar irregular cuando Djowil Calbaderca se detuvo. Las ráfagas azotaban su larga capa negra como un látigo. Giró sus ojos verdes hacia nosotros mientras lo alcanzábamos.
—Esto me da mala espina —declaró.
Contemplé, sobrecogida, el paisaje que se extendía ante nosotros. Nos hallábamos entre dos montes escarpados y rocosos, de pie sobre un amplio glaciar rodeado de un agua cristalina. En ese mismo instante, el sol desapareció tras el monte, dejándonos en la sombra.
—¿Un lago? —soltó Manchow, aproximándose al borde.
—Definitivamente, me he equivocado —suspiró Dash.
—Esto debe de ser el Glaciar de las Tinieblas —comentó Lénisu, y tendió una mano para retener a Manchow por la manga cuando lo vio inclinarse demasiado—. Si seguimos todo recto, alcanzaremos la Insarida.
—Claro, sólo toca esperar que un pez gordo venga a recogernos para llevarnos hasta la orilla —replicó Srakhi.
Lénisu carraspeó y añadió, dando la espalda al lago:
—Y detrás de nosotros, está el Tilzeño, el monte más alto de toda la Tierra Baya. ¿No es maravilloso?
El capitán Calbaderca había adoptado una expresión sombría.
—Este lugar no me gusta. Deberíamos haber pasado por el portal funesto.
—Tal vez —reconoció Miyuki—. Pero seamos positivos: al menos nuestro viaje ha sido bastante tranquilo.
—¿Tranquilo? —repetí, alucinada—. Primero las arpietas, luego el dragón de dardos…
—Y hace apenas dos días nos cruzamos con una manada de nadros rojos —completó Aryes.
Miyuki puso los ojos en blanco.
—Vale, no ha sido tan tranquilo —confesó.
—¡Mirad! —exclamó de pronto Shelbooth, señalando algo entre las sombras del valle.
Acababan de encenderse unas antorchas en la orilla. Difuminadas por la distancia, se movían unas siluetas entre las rocas y la nieve. Nos habían visto ya que hacían ademanes, como para saludarnos. Shelbooth, Miyuki y el capitán los imitaron, agitando los brazos.
—Sólo falta que sean orcos —soltó Lénisu con una risa nasalizada e irónica.
Los uniformes, me di cuenta entonces. Aquellas siluetas llevaban unas túnicas doradas con una forma roja como blasón… Sentí que se aceleraban los latidos de mi corazón.
—No son orcos —afirmé lentamente—. Son Centinelas de Ató.
Quisiera en primer lugar dar las gracias al mundo del software libre y de la cultura libre en general, en particular a los desarrolladores y contribuidores de los programas que me han facilitado la escritura gracias a herramientas de trabajo como Vim, frundis, Xmonad, Bépo, LaTeX, Gimp, y por supuesto la distribución Gentoo Linux y OpenBSD, así como a tuxfamily por el alojamiento de ficheros del proyecto.
Asimismo, a todos los que han contribuido y contribuirán al proyecto del Ciclo de Shaedra, en especial a mi familia.
No olvidaré tampoco a los escritores de fantasía que me han llevado, desde pequeña, a imitarlos y a escribir mis propias sagas.
Contribuciones En la lista siguiente figuran los nombres o apodos de las personas que han contribuido a esta saga y que han querido ser mencionados:
Catherine (Tenisejo), Iñaki, Marina (Kaoseto), Yon (Anaseto)
¿Quieres contribuir al proyecto? Te recomiendo que pases por la sección dedicada al desarrollo en la página del proyecto: http://bardinflor.perso.aquilenet.fr/shaedra/participer-es.
Imágenes Se pueden encontrar imágenes de la saga (mapas, personajes, etc.) en la página del proyecto: http://bardinflor.perso.aquilenet.fr/shaedra/galeria-es.
Esto es un glosario de algunas palabras clave de la historia para ayudar a la comprensión del mundo. Es un simple memorándum y no es para nada imprescindible conocerlo. Y es que incluso la autora, a veces, olvida cuáles son los días de la semana.