Tomo 9, Oscuridades, Ciclo de Shaedra —versión del 23/05/15. Puedes encontrar la última versión en http://bardinflor.perso.aquilenet.fr/shaedra/shaedra-es
Licencia. Obra artística bajo licencia creative commons by-sa, http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0/.
Redacción realizada con frundis y Vim, por Marina Fernández de Retana (kaoseto AR bardinflor P perso P aquilenet P fr).
Proyecto iniciado en el 2012.
Tomos del Ciclo de Shaedra
La brisa mecía suavemente las copas de los árboles. En el aire cálido, flotaba un aroma de viejo verano. Y se oían los ladridos lejanos de unos perros mezclados con los golpes de guadaña. Bajo los hirientes rayos de sol, yo seguía trabajando junto a mis tres hermanos, y mientras cosechábamos cantábamos en coro la larga balada de El Caballero de Lethanán. En un momento, Umthal salió por los agudos y nos reímos todos.
—¡La próxima vez que pase el bardo por el pueblo te contratará como soprano! —exclamé, muy divertido.
—Qué más quisiera yo —replicó Umthal, dando un tajo al trigo con su guadaña. El sudor brillaba en su frente joven.
—¡Bah! —intervino Sarkmenos, quitándose el sombrero un momento para secarse la frente empapada—. A mí no me gustaría nada tener que viajar de pueblo en pueblo. Ribok, ¿me pasas tu cantimplora? Se me ha acabado el agua.
La descolgué de mi cinturón y se la lancé diciendo:
—No te la bebas toda, ¿eh? Que todavía nos quedan como dos horas de sol.
—Descuida —contestó Sarkmenos.
Puse los ojos en blanco cuando lo vi sorber dos largos tragos y, en cuanto lo vi amagar para tomar un tercero, solté mi guadaña y me abalancé hacia él.
—¡Pero qué desgraciado!
Caímos a tierra, peleándonos como dos alegres cachorros.
—¡No me la he bebido toda! —se defendió mi hermano, riendo.
—¿Que no te la has bebido toda? —repliqué. Se oyeron risas. Y entonces sentí una punzada en mi vientre y todo el mundo se desmoronó. El sol y el canto de los pájaros desaparecieron, remplazados por un grito y una luz borrosa.
No, me dije, aterrado. Otra vez caía en la misma pesadilla. Todo se balanceaba. La madera crujía. Y el cuerpo se entumecía, casi como si no existiese, hasta que, de pronto, lo atravesaba un punzante relámpago. No sabía cuánto duraban esos instantes, pero siempre me sentía aliviado cuando un dolor más agudo volvía a despertarme.
Agrandé los ojos en sueños y desperté en casa. Los pájaros cantaban y el verano había vuelto. Sonreí pensando que ese día Leeresia volvería de la ciudad.
—¡Arriba todos! —exclamé, levantándome de un bote.
Enseguida se oyeron gruñidos y bostezos. Sarkmenos se incorporó y se estiró antes de vestirse. Yloy zambulló enérgicamente su cabeza en un cubo de agua. Una vez vestidos, Sarkmenos y yo le cogimos a Umthal de un pie cada uno y empezamos a estirar entonando:
¡Levántate, dormilón,
que ya se levanta el sol!
Nuestro hermano pequeño bramó y se enderezó en la cama:
—¡Ya voy!
Desayunamos con nuestro padre y, como todos los días, salimos cuando el sol despuntaba por el horizonte.
Avanzaba con la guadaña y un saco a cuestas cuando volvió mi mente a zozobrar. ¿Qué estaba ocurriendo?, me preguntaba, confuso, mientras sentía que un cuerpo lejano y mío al mismo tiempo se convulsionaba. Aquellos saltos entre la realidad y la pesadilla no eran lógicos. Ni siquiera conseguía saber si todos mis pensamientos eran míos. Y si algunos no lo eran, ¿de quién podían ser?
—Está despierta —decía una voz—. Pero… está desvariando.
—¿Has pillado alguna palabra? —soltaba otra voz, mientras una mano fría se posaba sobre mi frente.
—Bueno… creo que ha hablado de trigo. Pero ha soltado palabras que no he entendido. Creo… que ha estado hablando en caéldrico.
Cayó el silencio y sentí una energía examinarme detenidamente. Era sryho. Y quien me examinaba era Kwayat. ¿Pero quién era Kwayat?, se preguntó una voz agitada en un rincón de mi mente.
—¿Caéldrico? —El contacto frío en mi frente desapareció y percibí un suspiro—. Al menos no parece perder el control de la Sreda. Ve a descansar, Spaw. Y antes, diles a sus hermanos que está mejor.
—Kwayat… —dudó la otra voz— ¿realmente está mejor?
Otro silencio. Y un largo suspiro.
—Ojalá lleguemos cuanto antes a Mirleria —decretó Spaw. Noté un deje preocupado en su tono.
Se oyeron pasos acercarse. Alguien me cogió la mano un breve instante como para saludarme, antes de marcharse con un paso fatigado.
—Shaedra.
Cuando oí mi nombre, una cascada de imágenes anegó mi mente. Shaedra, me repetí mentalmente. Desvié ligeramente los ojos para posarlos sobre la mirada azul de mi instructor. Este, al advertir mi movimiento, se precipitó junto a la cama.
—¿Shaedra? ¿Cómo te sientes?
Parpadeé. El rostro de Kwayat reflejaba una agitación inhabitual.
—El virote —murmuré recordando. Aquello había sido real. No había sido una pesadilla. Yo no era Ribok. Suspiré, aliviada, al entender al fin la clave de toda mi confusión. Y entonces una alegre esperanza me invadió—. Estoy viva —dije con una voz temblorosa.
Oí unos pasos precipitados y vi aparecer a Spaw en el camarote. Su pelo violeta caía liso y recto contra su rostro.
—¿Está consciente? —preguntó, mientras se acercaba. Sus ojos negros destellaban, inquietos.
—Hola… Spaw —contesté en un susurro exhausto.
Oí los suspiros aliviados de ambos.
—Descansa, pequeña demonio —murmuró Spaw. Su rostro sombrío se iluminó con una sonrisa sincera—. Que la Quinta Esfera vele sobre ti…
Apenas me enteré de cuando desembarcamos en Mirleria. En un rincón de mi mente me preguntaba qué había ocurrido en la Isla Coja. Y me hubiera gustado conocer la respuesta, pero las raras veces que me despertaba y sacaba la energía suficiente para hacer una pregunta, Kwayat o Spaw me contestaban invariablemente: “No te preocupes, todo ha salido bien y todos estamos a salvo”. Aunque, de todas formas, dado mi estado, no habría podido escuchar con atención cualquier explicación más larga.
Cuando les pregunté por Syu y Frundis, en cambio, se consultaron con la mirada y tras un breve conciliábulo dejaron entrar a Syu en el camarote. El mono gawalt se precipitó hasta mi cama.
«¡Shaedra!», exclamó.
«Syu», dije, emocionada al verlo.
Llegado a unos centímetros de distancia, el gawalt se aproximó con precaución, como temiendo que me desmayase por algún repentino ataque de dolor.
«Es curioso pero, cuando moriste, sentí lo mismo que cuando cambié de vida por primera vez», me informó, incómodo, haciendo referencia seguramente al día en que había cruzado el monolito para llegar a Dathrun.
Sonreí.
«Aún no he muerto, Syu», repliqué. «Soy una ternian dura de roer.»
«Y una gawalt», aprobó Syu. «Ya le dije a Frundis que no te perderíamos. Y mi intuición suele ser acertada.»
Enarqué una ceja, burlona. Pero enseguida tomé una expresión más seria.
«Syu, ¿qué ha ocurrido exactamente en la isla?», pregunté. «Aleria y Akín y mis hermanos…» Tragué con dificultad. «Espero que estén todos bien. Y me pregunto qué le habrá ocurrido a Driikasinwat. Todo aquello fue una matanza», susurré. Recordaba con claridad a los mineros masacrando a los ocupantes de la torre. Traté de apartar esas imágenes demasiado vívidas y añadí: «¿Cuánto tiempo ha pasado desde que ese orco…?»
No acabé la frase, sofocada por una avalancha de sentimientos.
«El tiempo, no tengo ni idea», reconoció el mono, meditando. «Unos cuantos días. Permanecimos un tiempo en la isla y luego nos fuimos todos. Aleria y Akín y nuestros hermanos están en el barco. Todos están poco habladores. Suelen venir a verte, pero normalmente siempre duermes. Como un oso lebrín», bromeó. «En cuanto a Driikasinwat…» El mono se rascó la cabeza y se encogió de hombros, dando a entender que no sabía nada sobre él.
«No sé cómo se habrá arreglado todo», medité, cerrando los ojos. «Pero por ahora me basta con saber que todos nosotros estamos bien.»
Syu se acurrucó junto a mí. Olía a sal de mar y supuse que había estado paseándose por la cubierta.
Medio dormida, sentía la presencia reconfortante de Kwayat, sentado en una silla junto a mí. Pasó poco tiempo, creo, antes de que Spaw volviera con Frundis. El joven templario sonrió.
—Aquí llega el compositor —declaró.
—Gracias, Spaw —alcancé a pronunciar, profundamente agradecida.
La bienvenida del bastón no fue menos calurosa que la del gawalt. Con Frundis y Syu, me sería más fácil impedir que los recuerdos de Jaixel obnubilasen mi mente, pensé esperanzada. ¿Acaso la filacteria había podido deshilacharse y salirse de su jaula? Sin embargo… aunque me costase reconocerlo, estaba casi segura de que era yo misma la que me había refugiado instintivamente en aquellos alegres recuerdos para huir de la realidad. Sentí un escalofrío al saber que por ello había estado a punto de olvidar mi verdadera identidad. Sonreí mentalmente, irónica. Al final, tendría que irme a Neermat para que los Hullinrots reparasen mi cabeza.
Poco a poco, el cansancio me dominó y, mecida por la música apacible de Frundis, concilié el sueño.
Cuando llegamos a Mirleria, me movieron de tal suerte que todos los dolores se despertaron y apenas me percaté de que me transportaban sobre una camilla. El trayecto fue largo, o al menos me lo pareció. La ciudad resonaba con voces, olía a sal, a pescado y a un sinfín de perfumes extraños. La carroza traqueteaba y una voz femenina se quejaba, gruñona, de que no eran condiciones para llevar a una paciente. Tendida en el banco de la carroza, me esforcé por abrir los ojos. Sentados en el banco opuesto, estaban Spaw y… Sentí una oleada de alegría al ver a Aleria. No era la primera vez que oía su voz durante el viaje, me percaté, mientras unos tenues recuerdos resurgían en mi mente.
La elfa oscura había cambiado. Su rostro se había oscurecido y alargado y sus ojos rojos, rodeados de ojeras, expresaban un dolor sordo y profundo. Por un momento, me recordó a Kwayat.
—¿Shaedra? —resopló la elfa oscura. Se apresuró a inclinarse hacia mí—. ¿Cómo te sientes?
Sonreí levemente.
—Como un dragón —le aseguré débilmente.
Aleria puso los ojos en blanco, sin creerme, pero su expresión se relajó.
—¿Dónde está Akín? —pregunté, tratando de guardar los ojos abiertos.
El rostro de mi amiga se ensombreció.
—Está… en la otra carroza.
Fruncí el ceño.
—No se ha recuperado —concluí con tristeza—. ¿Verdad?
La elfa oscura suspiró.
—Creo que nadie se ha recuperado aún —contestó tras un breve silencio.
La miré un instante. Estaba perdida en sus pensamientos. ¿Qué tan terribles momentos habría vivido, encarcelada en la Isla Coja?, me pregunté. Me estremecía con solo imaginármelo.
—Gracias… por haberme curado, Aleria —dije entonces.
Alcé una mano y lentamente me la llevé hasta el pecho para agradecérselo como se hacía en Ató. Una expresión de sorpresa pasó por su rostro. Y luego hizo una mueca, sonriente.
—Tu hermana me ayudó.
Agrandé los ojos y sonreí francamente.
—Debo de ser su primera paciente saijit… —medité. La carroza dio un bandazo y una ola de mareo, mezcla de dolor y cansancio, me invadió. Tan sólo alcancé a pronunciar algo sobre los caballos antes de callar otra vez, oscilando entre la inconsciencia y la realidad.
Tiempo después, me sacaron de la carroza procurando no mover mucho mi torso. Sólo entonces me di cuenta de que había olvidado preguntar adónde íbamos. Pero en cuanto vi desde mi camilla el palacio azul y sus torres centelleantes, quedé embelesada y casi olvidé que estaba herida.
Mientras nos acercábamos a la puerta del palacio, pude ver claramente a mis compañeros. Murri y Spaw me llevaban. Chayl, con el brazo vendado, avanzaba junto a su primo. Askaldo, con el rostro velado, cojeaba acusadamente, apoyándose en una muleta. Por lo visto, yo no era la única en haber sufrido heridas. Maoleth y Kwayat, en cambio, parecían incólumes. En cuanto a Akín…
Tuve que girar levemente la cabeza para detallar al elfo oscuro. Detrás de su larga y enmarañada melena negra, sus ojos rojos estaban apagados, indiferentes a su entorno. Aun así se tenía en pie, pensé optimista. Quizá tan sólo necesitara como yo un poco más de tiempo para recuperarse.
Busqué entonces al cuervo con la mirada, preguntándome si habría seguido a Akín hasta Mirleria… Y mis ojos toparon con un pequeño humano de ojos azules. Ya no tenía el pelo plateado; de hecho estaba totalmente calvo, pero lo reconocí: era Seyrum.
Lo sostenía Skoyena con un brazo para ayudarlo a avanzar. A pesar de su estado, el alquimista parecía completamente lúcido. Debió de notar que lo observaba porque en ese instante me miró y frunció levemente el entrecejo antes de que llamara su atención una súbita conversación: Kwayat y Askaldo hablaban con un elfo oscuro de pelo cano que acababa de salir a recibirnos.
Llegaron en ese momento unas personas vestidas elegantemente que se encargaron de guiarnos adentro. Cuando Spaw y Murri las siguieron, luché contra el mareo y me dediqué a admirar los altos techos. Eran magníficos. Tendida como estaba, tenía la mejor vista de todos. Los azulejos centelleaban dulcemente como espejos marinos, rodeados de filigranas de oro y de figuras que representaban sirenas, ninfas, peces, héroes mitológicos…
—Demonios —resopló Murri, fascinado.
Spaw, quien iba delante de la camilla, echó una ojeada hacia atrás y sonrió.
—¿Impresionante, eh?
—¿Ya habías estado aquí? —preguntó mi hermano mientras avanzaban.
—No —confesó el templario—. Pero ya había oído hablar de este palacio. Una auténtica obra de arte.
—Tiene más de dos mil años —intervino de pronto una voz serena—. Y apenas se ha tenido que restaurar.
Giré la cabeza. Junto a un balcón interno a unos dos metros de altura, había aparecido la elegante silueta de un joven faingal. Su cabello rubio caía abundante sobre sus pequeños hombros. Se acercó de un bote ágil al borde del balcón y se deslizó hasta el suelo por una fina cuerda transparente como la lluvia.
—Buenos días —dijo, inclinándose ante nuestra comitiva—. Soy Akshil Lilirays —sonrió—. Bienvenidos al Palacio del Agua.
Todos los demonios respondieron al saludo como pudieron: Chayl y Askaldo alzaron sus manos libres hacia sus hombros, saludando con una elegante reverencia y pronunciando palabras de agradecimiento; Spaw se contentó con un movimiento de cabeza; Skoyena, como demonio del Agua, se inclinó profundamente ante el Demonio Mayor aunque rápidamente volvió a proponer su apoyo a un Seyrum tambaleante.
—Es un honor teneros aquí —decía Lilirays—. Espero que permanezcáis en mi morada todo el tiempo necesario para curar vuestras heridas. Por favor, seguidme los que queráis tomar el kawsari conmigo. Sé que por el norte esta bebida es poco conocida, pero por aquí se toma cinco veces al día y os aseguro que no hay nada mejor que el kawsari después de un largo viaje. Lleváis a heridos graves, por lo que veo. Mi hermana los conducirá a los cuartos y nos ocuparemos de ellos. Por favor —repitió. Mientras Maoleth, Kwayat, Askaldo y Chayl se internaban por un corredor, el faingal volvió a inclinarse respetuosamente hacia nosotros. Su mirada se posó sobre Skoyena y sonrió.
—Skoyena Rifster —pronunció—. Un honor tenerla en mi casa. Hacía tiempo que no venía por el continente.
La felrin tuvo una media sonrisa.
—Los tiempos cambian —replicó simplemente.
El joven Demonio Mayor asintió, se giró y nuestras miradas se cruzaron.
—Los tiempos cambian, es cierto —aprobó con aire meditativo—. Descansad. Espero que dentro de unos días la joven ternian pueda unirse a nosotros para tomar el kawsari.
Le devolví una débil sonrisa y contesté:
—Será un placer.
Lilirays inclinó otra vez la cabeza y se marchó. Entonces oí una voz femenina, dulce y melodiosa que me recordó a la que había empleado Frundis en Sladeyr para imitar al Hada Huérfana del Mar.
—Seguidme, por favor —decía—. Evitaremos los pisos superiores para no subir escaleras. Por aquí.
Spaw y Murri se pusieron en marcha, junto con Laygra, Aleria, Akín, Skoyena y Seyrum. Tan sólo cuando cambiábamos de corredor alcanzaba a ver a la pequeña silueta que nos guiaba. Aun de espaldas, su parentesco con Lilirays era indudable: su largo cabello rubio brillaba como un sol cada vez que pasaba junto a una de las cristaleras.
Cansada de hacer esfuerzos para observar lo que ocurría en torno mío, volví a cerrar los ojos. Aún sentía el dolor agudo en mi espalda. Casi empezaba a habituarme. ¿Cómo había hecho Aleria para sacarme ese virote? Palidecí. Era mejor no preguntárselo nunca.
En el camino, pasamos cerca de un manantial por donde corría un agua cristalina trenzándose en un suave burbujeo. Frundis, atado a la espalda de Murri, seguramente habría hecho algún comentario elogioso, pensé, mientras el ruido del agua se alejaba. Llegamos a una galería y la hermana de Lilirays fue instalándonos en los cuartos. Primero se ocupó de mí, y Spaw y Murri me depositaron con el mayor cuidado sobre una ancha cama de sábanas muy blancas. Pese a todo, el movimiento súbito despertó el dolor de mi herida y el cuarto soleado se transformó en una imagen borrosa poblada de sombras. Antes de sumirme en un profundo sueño, sentí que Syu se acurrucaba junto a mí para velarme.
No sé cuántos días seguí delirando y confundiendo los sueños con la realidad. A veces dialogaba con Aryes, a veces con Lénisu, otras veces con Dol, y aun sabiendo en un lugar de mi mente que era imposible que estuviesen en Mirleria, preguntaba a Kwayat, y a Aleria, y a Spaw y a todos los que venían a visitarme si era real lo que había soñado. Llegó un día en que desperté sintiendo que poco a poco mi cuerpo sanaba y retomaba vigor. Con la mente lúcida, empezaba a aburrirme tumbada sola en mi hermoso cuarto. Frundis me cantaba extensas baladas y entre Syu, él y yo manteníamos largas conversaciones sobre la música, la vida y mil temas distintos. Pero no siempre podían estar haciéndome caso así que, cuando Frundis componía y Syu se marchaba a pasear por los alrededores, me dedicaba a leer. Arfa, la hermana de Lilirays, tenía apenas un año más que yo y al ver que me reponía de mi herida me propuso toda una serie de libros de la biblioteca personal del Palacio del Agua. De modo que me puse a devorar páginas hasta que mis párpados se cerraban solos.
Así, aprendí toda la historia de los Demonios Mayores del Agua. Leí un libro sobre la Guerra de la Perdición, como llamaban los demonios al mayor conflicto que jamás había existido entre ellos y los saijits. Y descubrí la existencia de un tal Aethlinris, el Rey Demonio, que había sido linchado por su pueblo una vez desvelada su naturaleza. Cuando le pregunté a Arfa si tenía libros sobre la historia reciente de los demonios, me trajo un volumen.
—Es el único libro que tenemos —me dijo al acercarse a mi cama. Sus ojos rosáceos brillaron extrañamente cuando añadió—: Lo escribió mi padre.
Agrandé los ojos mientras me lo tendía. La tapa era de cartón de dámano, lisa y dura como el metal. Grabadas en el lomo se leían unas letras doradas.
—Los esclavos de la sombra —dijo Arfa, asintiendo con la cabeza con gravedad—. Así es como se denominan muchos de los que ahora estamos obligados a esconder nuestra verdadera naturaleza. —Se mordió el labio indecisa, y añadió—: Después de siglos de cacerías, mi padre pensaba que la hora había llegado de acabar con nuestra vida en la sombra. —Se encogió de hombros y sonrió, pero su sonrisa parecía forzada—. Espero que disfrutes con la lectura. Mi padre decía que tenía una pluma de cuervo mojado pero… —meneó la cabeza, divertida— a mí siempre me gustó este libro.
—Entonces lo leeré con aún más atención y respeto —le aseguré con sinceridad. Por un instante pensé en preguntarle qué le había sucedido a su padre… pero no me atreví.
Arfa ladeó la cabeza, como pensativa.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —me dijo.
Enarqué una ceja y, recostada en mi cama, dejé el libro a un lado y asentí.
—Claro.
La faingal pareció meditar unos instantes, con las manos juntas, y entonces preguntó con una voz tímida y curiosa:
—¿Qué sentiste al transformarte en demonio por primera vez?
Su pregunta me dejó estupefacta. Arfa se sonrojó.
—Perdón, no quería…
—No —la corté, recuperándome rápidamente—. Lo cierto es que nadie me había preguntado nunca eso. Supongo… —me encogí de hombros— supongo que quieres saberlo porque tú siempre fuiste un demonio, ¿verdad? —Arfa asintió, sentándose en el borde de la cama y tomé una expresión pensativa—. Apenas recuerdo aquella noche —confesé.
En cambio recordaba muy bien la vergüenza que sentí al haber confiado en Zoria y Zalén… Inspiré, molesta, al advertir la mirada expectante de Arfa, que parecía estar detallando mi rostro como buscando alguna respuesta oculta.
—Lo que sentí —dije— fue un dolor agudo, por todas partes. Como si mi jaipú estuviese haciéndose trizas. —La faingal asentía, muy interesada, y carraspeé—. Er… Luego, sentí como si mi cuerpo me quemase por dentro. En fin, nada muy agradable —concluí.
Arfa, adivinando seguramente que aquellos recuerdos me eran fastidiosos, volvió a levantarse.
—No quería ser demasiado curiosa —me aseguró—. Simplemente es un tema que me fascina. La conversión de los saijits en demonios una vez que son mayores o casi —explicó—. Aunque… por supuesto, en mi vida haría experimentos como los que hacía Driikasinwat.
Sus palabras me dejaron atónita.
—¿Driikasinwat? Estás diciendo… ¿que quería convertir a los saijits en demonios? —Resoplé, incrédula—. ¿Por eso raptaba a alquimistas?
El rostro de Arfa se había ensombrecido.
—Era una de las razones —asintió ella, incómoda—. Pero no le salió bien el intento. Perdón. No quería sacar el tema. Sé que aún necesitas descansar y el curandero me pidió que no hablara mucho contigo.
—Espera un momento —dije con precipitación al verla abrir la puerta para salir—. Por favor. Aún nadie me ha explicado nada de lo que sucedió en la Isla Coja. ¿Qué le pasó a Driikasinwat? ¿Dónde está?
La faingal abrió la boca y la volvió a cerrar. Su expresión me bastó para conocer la verdad, pero la respuesta no dejó de sorprenderme:
—Según Askaldo Ashbinkhai, el Demonio del Oráculo se tiró por una de las ventanas de su torre.
Aún recordaba la alta torre negra de la Isla Coja. Y me fue fácil imaginar al demonio renegado defenestrándose… Palidecí.
—Diantres. ¿Pero se suicidó? —pregunté, incrédula.
Arfa desvió la mirada y suspiró, como para recordarme que se suponía que no debía estar hablándome de eso cuando aún estaba en plena convalecencia. Se encogió de hombros.
—Bueno, esa es la versión de Askaldo.
Lo que insinuaba su réplica me dejó pensativa y cuando se marchó no la retuve, resuelta sin embargo a pedir a mis compañeros que me contaran toda la historia sin tergiversar más. Sabía que los agentes de Ashbinkhai habían alentado la rebelión de muchos mineros esclavizados. Aún recordaba los gritos de Askaldo pidiéndoles que no matasen a todos los cómplices de Driikasinwat y a los Veneradores de Numren. Entonces me volvió en mente la sonrisa de aquel horrible ternian que sacaba su puñal para asesinar al hijo de Ashbinkhai… Me estremecí y posé la mirada sobre Los esclavos de la sombra.
Recogí el libro y lo abrí con precaución, tratando de no moverme demasiado. Empecé a leer… y la historia me fascinó enseguida. El principio, escrito en verso de manera sencilla y rigurosa, transcribía una curiosa conversación entre unos árboles vivos que crecían, esplendorosos, buscando la luz. Transcurrieron siglos de paz hasta que un día vinieron unas «ráfagas de acero» y estas empezaron a talar los árboles con furia, verdugos de una paz milenaria. Unos árboles caían y otros se hundían en la tierra, aterrorizados. De árboles, pasaron a ser arbustos, zarzas, musgo y hierba y, finalmente, desaparecieron bajo tierra huyendo de los filos cortantes que los amenazaban.
¡Adiós, mundo de luz, mundo feliz!
Un monstruo el viento desató en tu suelo,
y pues no me dejaron ir al cielo,
esclavo soy, no más, sombra y raíz.
El padre de Lilirays pasaba entonces a explicar los acontecimientos del siglo pasado y de principios de los 5600. Achacaba claramente las desgracias de las comunidades de los demonios a la mediocridad e ignorancia saijit pero también a la tendencia infame de muchos demonios al odio y a la crueldad. Las historias relatadas parecían tan vivas que me las pude representar con total nitidez. Y vi casi con mis propios ojos la estampida de los demonios del Hielo ante un ataque de cazademonios en las Tierras Altas, en pleno invierno, durante la cual muchos murieron de frío; contemplé el asesinato por un demonio de la Oscuridad de la mayor cazademonios de la historia, Miashi Ermakil; y asistí a la reunión de urgencia de cinco de los siete Demonios Mayores en Aefna, congregados ante la terrible traición de un demonio del Fuego que había convertido en kandak a su Demonio Mayor… Sin pretender ser objetivo, el antiguo Demonio Mayor del Agua contaba las escenas como él las había vivido: que si tal mensajero lo había avisado de tal evento, que si salía urgentemente cabalgando hacia tal lugar por un asunto importante… Aquello sí que era narrar la historia, me dije impresionada.
Estuve leyendo durante toda la tarde. En un momento hasta vi mencionado a Zaix y me quedé incrédula al saber que el Demonio Encadenado había sido un día un gran amigo de Ashbinkhai. El autor, sin embargo, apenas aludía al robo de las Cadenas de Azbhel, preocupándose más, lógicamente, por unos piratas demonios del Mar de las Agujas. Apodados los Caminantes de la Luz, estos piratas no solamente atacaban barcos y pueblos costeros, sino que además utilizaban su Sreda para transformarse y causar más terror. “Estos asesinos”, decía el autor, “masacraron el pueblo de Ildia junto a la Arboleda y aún hoy justifican sus actos deleznables con el pretexto de los daños causados por los saijits a sus antepasados. ¡Ojalá estos últimos nunca sepan el mal que sus descendientes hacen en su nombre!”
El cuarto empezó a poblarse de sombras y los rayos de fuego del sol poniente se enrojecieron hasta apagarse poco a poco. Dejé el libro a un lado con mil nombres y fechas en la cabeza y agudicé el oído hacia los ruidos del crepúsculo. Se oía el canto de las cigarras y murmuraba el agua en una fuente no muy lejana, junto a mi ventana. Reinaba una paz absoluta en el Palacio del Agua.
Estaba a punto de dormirme cuando oí el ruido de unos pasos en el pasillo y el de unas risas. Alguien empujó la puerta y aparecieron Spaw, Chayl y Maoleth.
—¿Qué tal anda la princesa herida? —soltó Maoleth, acercándose a la cama con una bandeja entre las manos. Me llegó el olor a sopa y a pan recién hecho y agrandé unos ojos ávidos.
—Podría comerme gusanos —contesté, sonriente. Hice una mueca al enderezarme sobre la cama. Antes de engullir mi primera cucharada pregunté—: ¿Qué tal el día?
—Bastante tranquilo —contestó Spaw, sentándose en una silla y jugueteando con el borde de su capa verde—. Lilirays nos ha invitado a una reunión de su comunidad y hemos conocido a gente de los alrededores. Y luego he ido a dar un paseo por los hermosos jardines del palacio. Personalmente, me gustan mucho más que esos setos feos que tiene Ashbinkhai —apuntó con una sonrisilla.
—Pff —resopló Chayl, poniendo los ojos en blanco—. No es comparable. El del Agua es más delicado y aparente, y el de la Mente enseña la esencia de las cosas.
Spaw le soltó una mirada elocuente para dar a entender que sus explicaciones no lo convencían.
—Cambiando de tema —intervine—, me gustaría que me contarais qué pasó exactamente en la Isla Coja. ¿Cómo acabó todo?
Los observé con curiosidad al verlos dudar por un instante. Spaw fue el primero en asentir con firmeza.
—Está bien… —Y al ver que el elfo oscuro fruncía al ceño, añadió—: La excusa de que estaba débil ya no vale, Maoleth, mírala: está comiendo como un nadro rojo —bromeó e insistió más serio—: Contémosle lo que pasó.
Maoleth enarcó una ceja y, al cabo, fue a cerrar la puerta en silencio, acercó un banco hasta la cama para sentarse junto con Chayl, y empezó a hablar.
—Bueno, tú sigue comiendo. No sé por qué, esto me recuerda al día en que nos conocimos en el Mausoleo de Akras —sonrió y se rascó la barbilla—. La historia es relativamente corta. Como sabes, me metí en los túneles con Kwayat y Askaldo y este nos explicó entonces su intención de levantar a todos los mineros. Todo salió bien, y fuimos liberando los prisioneros, hasta que perdimos el control sobre los mineros. Empezaron a matarse entre varios bandos para quedarse con la mina y con las piedras preciosas. Nos fue totalmente imposible hacerles entrar en razón —suspiró.
Mientras iba relatando los hechos, lo escuché con atención. Tras ser liberados, muchos mineros habían huido en desbandada, robando los barcos de Driikasinwat. Maoleth apenas narró la muerte del Demonio del Oráculo, arguyendo que no había sido testigo de la escena pero que había oído el último grito escalofriante del renegado al precipitarse al vacío.
—Me dediqué con Kwayat a liberar a los prisioneros —dijo—. Muchos venían de los Subterráneos. La mayoría eran ternians y humanos. —Ante mi expresión sorprendida añadió—: Al parecer Driikasinwat tenía buenas relaciones con algunos esclavistas subterranienses. Según entendí, traficaba con una importante tribu llamada Mandelkinia. Driikasinwat recibía esclavos y favores a cambio de piedras preciosas trabajadas por magaristas.
—¿Driikasinwat tenía a celmistas en la isla? —me extrañé.
—Tres —asintió Maoleth—. Dos eran prisioneros y el otro era la mano derecha de Driikasinwat. Ni siquiera era un demonio, era el jefe de un grupo sharbí que se hace llamar los Veneradores de Numren. Hablo de él en pasado pero, en realidad, ignoro si murió en esa matanza —comentó sombríamente—. Él y Driikasinwat tenían un objetivo común, además del de hacerse ricos: encontrar una forma para despertar la Sreda de los saijits.
Así que lo que decía Arfa era cierto, me dije agrandando los ojos. Driikasinwat quería convertir a los saijits en demonios…
—Un loco —gruñó Chayl.
—Sin duda —aprobó Maoleth—. Intentó convertir a los saijits por todos los medios, con rituales de todo tipo, pociones, sortilegios… Según Seyrum, primero intentó convertir directamente a sus esbirros, pero como varios de ellos murieron, decidió hacer experimentos sobre prisioneros.
—Prisioneros —repetí. Una idea me golpeó entonces con la fuerza de una flecha—. ¿Akín…?
Maoleth asintió.
—Y Aleria, entre otras personas.
Posé la cuchara en el plato con una mano temblorosa. Ahora entendía por qué no habían querido contarme todo aquello hasta ahora. Pensar que Akín o Aleria habían estado sometidos a los experimentos de aquel demente me horrorizaba. Entonces me puse lívida y exclamé:
—¡No! —Los observé a los tres alternadamente, azorada—. Pero… ¿Driikasinwat no lo ha conseguido, verdad? Akín no es un demonio… ¿verdad?
Los tres resoplaron, desconcertados por tal pregunta, y negaron con la cabeza.
—Por supuesto que no —respondió Spaw—. No es nada fácil convertir deliberadamente a alguien en un demonio. Y si Driikasinwat hubiese encontrado una fórmula que funcionase te aseguro que Askaldo no lo hubiera defenestra… Er… Ejem —carraspeó embarazado al advertir la mirada fulminante de Chayl—. Ya sabes. Simplemente hacía experimentos a ciegas sin obtener resultado alguno. Un aficionado, como dice Seyrum —sonrió. Y entonces frunció el ceño—. Pero estoy seguro de que tus amigos de Ató se repondrán con el tiempo. Hoy he pasado por el cuarto de Akín y me ha parecido que estaba más espabilado. Incluso me ha contestado cuando le he dado los buenos días. Parece ser un buen tipo.
—Lo es —asentí mordiéndome el labio mientras recordaba nostálgica los años snorís.
—¡Bueno! —soltó Maoleth incorporándose para cogerme la bandeja—. Hay que pensar que todo ha acabado bien y que todas las heridas se curan con el tiempo. Solamente querría añadir algo, Shaedra… —El elfo oscuro me miró de hito en hito para asegurarse de que lo escuchaba detenidamente. Sus ojos rojos brillaban en su rostro casi negro—. Prométeme que por mucho que Aleria y Akín sean tus amigos no les hablarás jamás de lo que eres. Ni a tus hermanos. Creo que se han llevado una muy mala impresión de los demonios en esa isla. En particular tu amiga Aleria. Menudo carácter tiene. Uno de los primeros días consiguió colarse en la biblioteca de Lilirays y desde entonces está convencida de que somos unos cazademonios. Tampoco le des la razón… Pero desde luego ni se te ocurra decirle la verdad si no quieres atraerle problemas.
Agrandé los ojos como platos.
—Que descanses —agregó él con suavidad. Y sin esperar una respuesta me dio la espalda y salió con la bandeja.
El dedrin se levantó.
—¿Qué tal el brazo, Chayl? —le pregunté, mientras este volvía a recolocar el banco en su sitio con una mano.
El joven demonio echó un vistazo a su brazo entablado y suspiró.
—Según el curandero, te quitará antes la venda a ti que a mí la tablilla —contestó—. Y todo fue por haber tropezado con un orco.
Sonreí.
—Igual que yo.
Cuando se hubo ido el dedrin, el silencio cayó. Spaw parecía ensimismado y lo dejé meditar para volver a tumbarme en la cama con cuidado. Al de unos instantes, el humano dijo con gravedad:
—Sabes, Shaedra, creo que esta vez, en la Isla Coja… te fallé. —Meneó la cabeza con el ceño fruncido—. Y fallé a la palabra que le di a Zaix. Soy un pésimo protector —concluyó, levantándose.
—Ridículo —afirmé—. No puedes salvar a quien se mete siempre en líos y tiene la mala suerte de ponerse delante de orcos enfurecidos —bromeé.
Pero el demonio no parecía escucharme.
—Te fallé, porque me capturaron como a un conejo. Y me hago la promesa de que no volverá a ocurrir —declaró.
Tras estas palabras, el templario me sonrió levemente, realizó un saludo cordial y salió del cuarto. Me quedé mirando la puerta cerrada unos instantes, sorprendida. Aún no acababa de entender muy bien la cultura de los demonios y sus promesas, suspiré. De pronto sentí el cansancio caer sobre mí como un garrotazo y posando de nuevo mi cabeza contra la almohada caí en un sueño profundo.
Pasó una semana más antes de que saliese al fin de la cama, hastiada ya de mi herida. Me daba la impresión de haber leído toda la biblioteca del Agua y de haber dormido tanto que me entraba complejo de oso lebrín. Cuando empecé a dar paseos por las galerías y los jardines, me quedé otra vez embelesada por el palacio. No era muy grande, de hecho en la lejanía se veían mansiones y palacios mucho más imponentes, pero todo en él se engarzaba con armonía y reinaba una paz casi irreal.
En mis cortos paseos, a veces me acompañaba Spaw, a veces Laygra, o Murri, o Aleria y Akín. Solíamos sentarnos en un banco a la sombra de un árbol y hablábamos largo rato o descansábamos en aquel remanso de paz. En Mirleria, el invierno parecía haber acabado ya y la primavera invadía los jardines con aromas y colores. Incluso los pájaros cantaban con una alegría nueva.
Una tarde, Aleria me contó todo lo que le había ocurrido tras haber salido de Ató con Stalius y Akín. Habló de sus razones y sus dudas y contó cómo habían sido atacados por un pueblo de orcos en el Macizo de los Extradios. Por lo que dijo, deduje que habían pasado no muy lejos de la Mazmorra de la Sabiduría, lugar altamente peligroso según Lénisu. Una vez cruzados los Extradios, habían seguido por la costa, al norte del Archipiélago de las Anarfias, y habían recorrido numerosos pueblos costeros de nurones y belarcos que se dedicaban a la pesca. Finalmente habían conseguido convencer a un nurón de que los llevase a la Isla Coja. Una vez ahí, su plan para salvar a Daian fracasó en unas horas y acabaron siendo capturados por los Veneradores de Numren. Llegada a este punto, Aleria pasó por alto muchos detalles. Habló de su trabajo como curandera en la mina, pero apenas mencionó los experimentos de Driikasinwat que había padecido. Su rostro se había convertido en una máscara fría y cada vez que pronunciaba la palabra «demonio», lo hacía con tal desdén y odio que me estremecía instintivamente. Para cambiar de tema, le pregunté por Stalius y lo lamenté: su expresión se ensombreció aún más al contestar que no había tenido noticias de él desde que los habían encarcelado. Estaba claro que no pensaba volver a verlo jamás.
Con estas largas conversaciones, empecé a darme cuenta de lo mucho que había cambiado mi amiga. Ya no era la snorí lectora inocente y soñadora de antaño. Y aunque, con el tiempo, el dolor que brillaba en sus ojos iba amainando poco a poco y reía más a menudo, yo veía claramente que su herida era mucho más profunda que la mía. La única noticia capaz de aligerar su mal había sido la de su madre. Cuando supo que Daian había conseguido escapar de la Isla Coja y que había estado buscando mercenarios para salvarla a ella, se había quedado un momento enmudecida por la sorpresa y me había alegrado al ver surgir un destello de esperanza en su mirada. Y ya me pregunté cuánto tiempo tardaría en salir a escondidas del palacio con Akín para seguir con su eterna busca…
Akín parecía mejorarse cada día. A veces se distraía y se quedaba mirando fijamente algún objeto con aire perdido; y otras veces cuando hablaba se iba totalmente por el atajo de la ciénaga; pero en general volvía a ser el de siempre y su ánimo hasta parecía menos afectado que el de Aleria por todo lo ocurrido en la isla. Aun así, cuando le preguntamos sobre su encarcelamiento, el elfo oscuro se volvió como loco y todo rastro de lucidez desapareció de su rostro. A continuación, se pasó varias horas negando con la cabeza y murmurando palabras ininteligibles. Aterrados por su reacción, ninguno volvió a mencionar el tema. No me atreví ni a preguntarle nada sobre aquel misterioso cuervo que me había salvado la vida al atacar a Draven. Tal vez hubiese encontrado una escapatoria y hubiese salido volando, olvidándose de su compañero de celda. Quién sabe.
Pasé pronto a comer con todos los demás y aunque a veces aún me daban bruscos mareos el curandero me quitó la venda al afirmar que la herida ya se había cerrado. Durante las comidas, Lilirays y Arfa siempre nos acompañaban junto a algunos de sus familiares cercanos y, acostumbrados a evitar hablar de demonios, animaban la mesa con sus conversaciones sobre Mirleria, como cualquier saijit preocupado por el precio del pescado, por los piratas, por el tiempo o por las plagas de enarposias. Así aprendí escandalizada que en Mirleria se hacían verdaderas masacres de enarposias cada vez que estas migraban desde el oeste hasta la costa. Aquellas rechonchas y enormes criaturas aladas, pacíficas aunque glotonas y enemigas de los agricultores, siempre habían sido animales sagrados en Ajensoldra y tanto a Akín como a mí nos parecía un crimen horrible matarlas. Aleria en cambio se encogió de hombros.
—También deben vivir los saijits —razonó—. Y si realmente arrasan sus campos, se entiende que las enarposias no sean muy queridas por aquí. En cambio creo recordar haber leído en algún libro que en Mirleria los caballos son sagrados, ¿verdad?
—Más o menos —asintió Lilirays, sonriente—. De hecho, si habéis ido a dar un paseo por la ciudad, habréis visto que a los caballos los tratan como a reyes. Se dice que en Mirleria sólo los críos no saben cabalgar.
—Permíteme que lo dude —replicó Maoleth con un mohín—. Esta mañana casi nos atropella un muchacho con su caballo.
—Hay salvajes por todas partes —sonrió el Demonio Mayor.
—Por desgracia, sí. Y por cierto, cualquiera diría que los perros también son sagrados por aquí —añadió Maoleth. Al oír el maullido gruñón de Lieta, cómodamente instalada sobre sus rodillas, sonreímos todos.
Animada por el Demonio Mayor del Agua, me había acostumbrado a contarles y cantarles historias durante la cena. Arfa se mostró vivamente interesada por todos los viejos cuentos que me había enseñado Frundis y, tal vez porque era una apasionada de todo lo antiguo, se emocionaba cada vez que reconocía la letra de una canción o que escuchaba una estrofa desconocida en medio de una famosa balada. Hasta me pidió ayuda varias veces para retranscribir algunas obras musicales y yo se la daba siempre, encantada de escuchar las largas historias no siempre ciertas que ella también me contaba sobre los pueblos demonios, sobre la Arboleda o las Ciudades Gemelas de Ied y Mayg.
La faingal, más reposada que su prima Asbi en apariencia, estaba en realidad siempre ocupada con mil tareas: como su padre, era una historiadora concienzuda, amaba la música y tocaba varios instrumentos con una destreza impresionante. Como buena mirleriana, le encantaba montar su pequeño caballo alazán y salía casi todas las mañanas con él a la ciudad. Según dijo, iba ahí a una especie de platiquería llamada El Garrafón para encontrarse con sus amigos saijits. A veces me preguntaba por qué tantos demonios se arriesgaban tanto viviendo entre saijits. Pero claro, como bien había dicho Zilacam Darys en Ombay, a todos no les gustaba vivir en cavernas como perpetuos fugitivos.
Así que pasaban los días, yo me reponía y, cada mañana salía de mi cuarto un poco más fortalecida. Askaldo, que se había repuesto completamente de su cojera, pasaba horas en los jardines, sentado en un banco delante del laboratorio donde se había encerrado al fin Seyrum para fabricar la poción que nos curaría a ambos. Según el alquimista, aquella poción necesitaba al menos dos semanas de continua labor y nos había hecho prometer a todos que no lo molestaríamos en lo más mínimo. Aquella espera, sin embargo, parecía ser una verdadera tortura para el elfocano. Al fin y al cabo, llevaba años buscando una manera de deshacerse de su máscara de pesadilla, y Seyrum era su última esperanza. Y la mía.
De hecho, mi mutación seguía incambiada. Habían desaparecido las cegueras momentáneas y mi Sreda parecía haber recuperado algo de estabilidad según Kwayat y Maoleth, pero evidentemente mi piel seguía tan atrapa-colores como antes. Al igual que mis hermanos, Aleria y Akín tampoco se quedaron del todo satisfechos ni convencidos por mis explicaciones sobre el asunto, pero aunque supiesen ahora con total certeza que los demonios existían de veras en la Tierra Baya, estaban lejos de imaginarse a su vieja amiga transformándose en uno de esos monstruos de ojos rojos y marcas negras que los habían atormentado tanto en la isla. En fin, eso esperaba, porque visto el odio visceral que le inspiraban ahora los demonios a Aleria más valía para mi salud que no averiguase nada. Llegué a lamentar incluso no haberle contado toda la verdad en Ató antes de que ella se marchara a buscar a su madre; tal vez entonces habría entendido que ser un demonio no significaba ser un monstruo como Driikasinwat. Sin embargo, lo hecho hecho estaba.
El primer Jabalina de primavera, desperté sobresaltada al oír un estruendo inhabitual. Me levanté y me vestí prestamente con una larga túnica blanca. La luz del alba iluminaba ya toda la estancia.
«Grmml…», masculló Syu, medio dormido. «¿Qué ocurre?»
Agudicé el oído y enarqué una ceja, curiosa, al percibir varias voces que cantaban de manera cacofónica. Agarré a Frundis y me precipité fuera de mi habitación, seguido por Syu.
«Shaedra, no me acerques a ese canto infernal», protestó el bastón mientras me asomaba a una de las ventanas de la galería. «Para la inspiración, eso es destructor. Buaj», gruñó. «¡Todo el día arruinado! No voy a ser capaz ni de componer una sonata.»
Puse los ojos en blanco y sonreí. Ahí abajo, junto a la calzada que bordeaba el palacio divisé a varios jóvenes, montados sobre caballos. Uno tocaba la guitarra mientras los demás entonaban canciones pícaras sobre la primavera y el amor interrumpidas por carcajadas y comentarios burlescos. No parecían estar muy sobrios.
«Venga, Frundis», le dije, burlona. «Al fin y al cabo, como sueles decir, la música es libre.»
Frundis resopló.
«Y tanto que es libre. ¡Ah! Parece que se alejan.»
Efectivamente, los caballeros se alejaban, seguramente en busca de otro palacio para seguir cantando y despertando a toda la gente. En ese momento se abrió una puerta en el pasillo y salió un Spaw con el pelo violeta enmarañado y el rostro soñoliento.
—¿Qué locura es esta? —preguntó, pestañeando.
Lo contemplé con una sonrisa divertida mientras se frotaba las mejillas para despertarse.
—Es la primavera —contesté.
El demonio enarcó una ceja.
—¿La primavera tiene guitarra y una voz tan escandalosa?
Solté una carcajada.
—¡Pareces Frundis! —exclamé.
Pronto salieron a la galería nuestros compañeros, desperezándose y estirándose. Les di a todos los buenos días animadamente, sintiendo que el aire primaveral tonificaba mi entusiasmo. En la lejanía se oían ladridos y músicas: parecía que toda Mirleria estaba ya despierta. Entonces, sobre el gorgoteo del agua del palacio, resonó una risa. Era Arfa, quien apareció por el pasillo vestida con una túnica colorida y una corona de flores. Detrás de ella venía Lilirays, ataviado con una ropa no menos extravagante.
—¡Buenos días! —sonrió este con tranquilidad—. Como sabéis, hoy es el Día de la Primavera, y ya que todos parecéis estar repuestos, he pensado que os gustaría venir con nosotros a la ciudad. Sería un placer y un honor para mí teneros a todos en los festejos.
Retomando, para la ocasión, su aire solemne, Askaldo se inclinó debidamente para agradecerle la invitación y su horrible rostro se iluminó con una ancha sonrisa.
—Será un placer.
* * *
Dos horas más tarde, vestidos con amplias túnicas coloridas y con coronas de flores, nos apeamos de la gran carroza de Lilirays y contemplé, asombrada, la enorme Plaza de Sil. Todo era agitación, música y movimiento. Aquí había puestos artesanales, allá se vendían bebidas frescas, y más lejos tocaba un grupo de músicos una melodía alegre con trompetas, guitarras y acordeones. Ante mis ojos, revoloteaban colores, risas y canciones y más gritos y olores que se entremezclaban en desorden…
—¿Te encuentras bien? —me preguntó Spaw, adivinando mi mareo.
Le dediqué una mueca burlona por toda respuesta.
Procurando no perdernos, Lilirays nos condujo hasta la puerta de un gran establecimiento que llevaba el nombre de La Camandreda. El edificio, de un color rojizo, era extraño; a decir verdad como muchas casas en Mirleria. Varias agujas desniveladas se alzaban sobre las cúpulas formadas por los muros cóncavos que se juntaban en la cima. Sus terrazas estaban llenas de mesas y de gente.
De todos mis compañeros, los únicos que habían declinado la oferta de Lilirays para acompañarlo a la ciudad habían sido Kwayat y Maoleth. Mi instructor, siempre estricto en sus principios, me había hecho notar claramente que festejar la primavera con los saijits le parecía una acción inútilmente temeraria e incluso reprobable. Afortunadamente, no lo dijo enfrente de Lilirays, de lo contrario nos habríamos sonrojado todos de vergüenza. En cuanto a Maoleth, sospeché que su opinión, aunque más moderada que la de Kwayat, no difería mucho.
Consciente de que sus costumbres tolerantes eran muy distintas a las de otros demonios, Lilirays optó por la sabia decisión de no darse por enterado y se contentó con desearles a ambos que pasaran en el Palacio del Agua un feliz Día de Primavera. Acto seguido se encargó de hacernos atravesar la ciudad en su gran carroza hasta el centro de las festividades.
Hacía calor en La Camandreda. Según Lilirays, se trataba de una platiquería conocida en todas las Repúblicas del Fuego por acaparar siempre los mejores músicos y artistas de todos los alrededores. Mientras avanzábamos por los salones buscando un sitio donde sentarnos, Syu se alejó para curiosear y su pequeña cara de mono desapareció por entre las vigas y los cortinajes.
«No te pierdas», lo avisé.
«¡Ja! Un gawalt nunca se pierde», replicó él, burlón.
Así como Akín, Laygra, Aleria y Chayl parecían entusiasmados y emocionados por el ambiente festivo, Skoyena, Askaldo y Murri se removían, nerviosos. Con una sonrisa, pensé que la marinera debía de estar más habituada a recorrer una cubierta de barco en medio de una tripulación disciplinada que una taberna donde reinaba el caos en medio de vestidos lujosos y joyas vistosas. En cuanto a Askaldo, empezaba a estar más que harto de su espeso velo, aunque al menos eso le permitía pasar desapercibido, ya que en Mirleria era del todo corriente llevar pañuelos de todo tipo. Yo me alegraba de haber podido prescindir del velo esta vez. De hecho, Arfa me había propuesto embadurnarme la cara con pigmentos blancos, ya que muchas jóvenes mirlerianas solían hacerlo en los días de fiesta. Pero Askaldo, con sus furúnculos abultados habría llamado la atención, y además, como bien había observado Chayl carcajeándose, su primo, como muchacha, no daba el pego.
—¡Ho, Mánider Karskil! —exclamó de pronto Lilirays con una ancha sonrisa.
Un caito regordete soltó una risotada al verlo.
—Buenos días, Lilirays, ¡qué alegría verte! Suponía que vendrías por aquí, pero con todo este gentío cualquiera distingue a una cara amiga, sobre todo con mi vista desastrosa —apuntó riendo. Vestido con una túnica de un verde claro que le llegaba hasta los talones, apoyaba sus manazas sobre un cinturón que, a todas luces, debía de costar una fortuna. Mi mirada se paró un momento sobre los numerosos collares que rodeaban su ancho cuello y me pillé intentándolos contar mientras los dos amigos de tamaños tan dispares se estrechaban la mano e intercambiaban breves comentarios.
—¡Os buscaré una mesa! —exclamó Mánider—. Creo que por aquí hay algunas que aún están vacías. Si hubieseis tardado un poco más no habría quedado sitio —aseguró, mientras nos guiaba—. No sé si lo sabréis, pero ¡hoy ha venido el mismísimo Tilon Gelih!
Agrandé los ojos y no lo pude evitar: solté una risotada, que fue rápidamente ahogada por el barullo atronador que reinaba en La Camandreda.
«¡Frundis!, ¿has oído?» Meneé la cabeza, asombrada. «¡Tilon Gelih está aquí!»
«Si te crees que se me ha olvidado la afrenta de ese gañán», suspiró el bastón.
De hecho, hacía un año, tras haberlo oído tocar la guitarra en Aefna durante la inauguración del Torneo, habíamos tratado de hablar con el célebre músico y aún recordaba cómo sus sirvientes nos habían despedido sin miramientos.
«No lo conocemos personalmente», apunté. «A lo mejor lo vuelves a escuchar tocar la guitarra y cambias de idea.»
El bastón resopló, dubitativo.
«Era un buen músico», reconoció. «Pero yo no olvido.»
Puse los ojos en blanco, divertida. A veces Frundis era tan tozudo como Wigy.
—¡Ajá! —exclamó Mánider, mientras nos instalaba en una terraza—. ¡Aquí estaréis de vicio! Tenéis unas vistas increíbles sobre la plaza. Cualquiera diría que os había reservado la mesa. Así, podréis seguir la carrera de cuádrigas como nadie.
Mientras Lilirays le daba las gracias, me di cuenta de que Mánider Karskil era nada menos que el propietario de La Camandreda.
—¿Va a haber una carrera de cuádrigas? —inquirió Laygra cuando el caito se hubo alejado para acoger a otros prestigiosos clientes.
—Todos los años, en primavera, hay una semana entera en la que se hacen carreras de carros —explicó Arfa, emocionada—. El año pasado fue especialmente entretenido. Se armaron hasta peleas entre los que apostaban por un candidato u otro. Finalmente ganó un amigo mío. Nandru Jelgon. Fue espectacular —afirmó.
Enarqué una ceja, escuchándola mientras narraba en detalle la última carrera que había dado la victoria al tal Nandru. Cuando designó los caballos ganadores por sus nombres, me quedé asombrada, y mi sorpresa fue en aumento cuando quedó evidente que Arfa dio muestras de conocer a todos los caballos y candidatos de las carreras. Finalmente, cuando Lilirays vio que su hermana seguía su discurso técnico sin pararse casi ni para respirar, intervino levantando un índice:
—Arfa, hermana, las carreras empezarán sólo después de la comida. Ya tendremos tiempo de hablar de carros y caballos más tarde —sonrió—. A lo que íbamos, decidme, ¿qué queréis comer?
Rara vez comí tanto como aquel mediodía. Entre pescados, caldos y demás platos, acabé tan empachada que Syu, al volver de sus exploraciones, se rió de mí abiertamente. Cuando le pillé robando pan de cereales sobre la mesa me dedicó una sonrisa traviesa y me enseñó discretamente unas golosinas escondidas debajo de su capa verde. Antes de alejarse comentó:
«No le digas nada a Laygra, ¿eh?»
«Descuida», me reí.
A continuación, empecé a oír una música de guitarra en el interior del establecimiento. No cabía duda: era Tilon Gelih. Con el barullo de las voces en la terraza era difícil oírlo pero observé divertida cómo Frundis se esforzaba discretamente por escuchar la música. Cuando acabó la primera canción, el bastón resopló.
«Bah, debo reconocer que tiene talento», comentó. Se oyó el tintineo de unos cascabeles y añadió con una risita: «¡Pero no tanto como yo!»
Y se puso a tocar la guitarra a una velocidad espeluznante y embriagadora. Levanté los ojos al cielo, reprimiendo una carcajada. ¡Aquello era más que orgullo gawalt!
Cuando empezó la carrera de cuádrigas, aún estábamos con el postre y Arfa lo abandonó para precipitarse hacia la barandilla de la terraza. Lilirays esbozó una sonrisa al ver a su hermana tan animada.
—Os recomiendo que os acerquéis o no veréis nada —nos dijo, mientras la gente se agolpaba a la baranda de las terrazas en una algazara de voces.
Seguimos su consejo y me dediqué a contemplar la Plaza de Sil. Habían desaparecido los tenderetes y ahora se veía claramente el recorrido, así como a las dos decenas de participantes, cada uno montado en su carro de cuatro caballos.
La carrera fue, de hecho, impresionante. La Plaza se llenó pronto de truenos de cascos y de polvaredas.
—Deben de tener buenos curanderos de animales —reflexionó mi hermana, junto a mí.
Adiviné fácilmente el resto de sus pensamientos: se preguntaba si le sería posible encontrar trabajo como curandera en Mirleria. Y vista la cantidad de caballos y perros que coexistían con los saijits en aquella ciudad, la respuesta era bastante clara.
La primera carrera acabó y se anunció una pausa de media hora para contar los puntos y volver a lanzar las apuestas.
—¡Wuaw! —exclamó Arfa, al llegar hasta nosotros—. ¿Qué os ha parecido? —Mientras nosotros nos encogíamos de hombros sin saber qué decir, volvió a recolocar su corona de flores y soltó—: Me gustaría enseñaros El Garrafón y presentaros a unos amigos míos. ¿Puedo llevarme un momento a tus invitados, Akshil? —le preguntó a Lilirays, quien se había vuelto a sentar a la mesa y charlaba tranquilamente con Askaldo.
El faingal sonrió.
—También son tus invitados, Arfa, por supuesto que te los puedes llevar si ellos quieren. Pero que no se te extravíen en camino —añadió, burlón.
—Procuraré —repuso ella y posó un fugitivo beso sobre la mejilla de su hermano antes de hacernos señas para que la siguiéramos.
Nos guió a mis hermanos, Aleria, Akín, Spaw y a mí hacia la salida. Su primera intención era hacernos visitar la ciudad, de modo que antes de llegar a la platiquería de El Garrafón, pasamos por diversas calles, cruzamos varios jardines y hasta nos enseñó el conocido Palacio del Viento, que se alzaba en el centro de la ciudad, curiosamente macabro y sepulcral en medio de tanta vida.
—Dicen que es un palacio encantado —murmuró Arfa, mirando a través de la cancela que la separaba del jardín abandonado y siniestro—. Al parecer, la familia que antaño ahí vivía desapareció de la noche a la mañana y nadie sabe qué pasó. El año pasado sin ir más lejos un muchacho entró ahí por haber perdido una apuesta y nunca volvió.
Sentí un escalofrío y Syu se estremeció. Las paredes grisáceas y viejas del misterioso palacio me parecieron súbitamente más oscuras todavía.
«Tu nota macabra le iría de maravilla a este sitio, Frundis», observé. El bastón, sin embargo, parecía sumido en sus pensamientos.
Murri se pasó una mano sobre su larga melena negra, pensativo.
—Si es tan peligroso, ¿por qué nadie lo ha destruido? —preguntó.
—Mm, obviamente… —El rostro de la faingal se iluminó con una ancha sonrisa—. Obviamente porque esos misterios atraen a la gente —contestó—. No verás ni una ciudad sin un lugar lúgubre. El Palacio del Viento es conocido y viene gente de lejos para verlo. ¡Bueno! Os he hecho dar un rodeo, espero que no tengáis pesadillas después esto. Venid, por ahí está El Garrafón. Es una platiquería de jóvenes… —Vaciló—. Os advierto, hay varios amigos míos que no soportan las carreras de cuádrigas, y que prefieren hacer lin-say, incluso el Día de Primavera. Es una especie de combate cuerpo a cuerpo —explicó—. Son un poco raros —confesó—, pero son simpáticos.
Spaw se pasó una mano por la barbilla para esconder una sonrisa.
—Seguro que nos llevaremos muy bien —aseguró.
Puse los ojos en blanco, divertida, y nos alejamos. La faingal abría la marcha dejando su larga melena rubia revolotear, ligera y vaporosa bajo la brisa primaveral.
Cuando llegamos al Garrafón, lo primero que vi fue que el edificio tenía más aspecto de barraca que de platiquería. Ante ella, vi a un grupo de cinco saijits vestidos con amplias túnicas concentrados en realizar movimientos regulares y acompasados. Y al fin, cuando me acerqué, vi a un belarco de mediana edad, con una larga túnica negra, que guiaba a sus alumnos con calma y disciplina.
Sentí que el tiempo se detenía de repente.
—¡Maestro! —exclamé sin aliento.
Dinyú Fen Arbaldi se giró sorprendido… y se quedó mirándome estupefacto por un instante. Entonces me enseñó una blanca y franca sonrisa.
—¡Dioses, Shaedra! —sonrió, acercándose con rapidez—. Este era el último lugar en el que esperaba verte. Creía que habrías vuelto a Ató.
—Es una alegría volver a verle —dije emocionada, y lo saludé a la manera de Ató, juntando las manos ante mí—. Y sí… Lo cierto es que pasé por Ató. Pero fue muy pasajero porque… Bueno, tuve que… Ya sabe. Cosas de la vida.
El maestro Dinyú hizo una mueca, sonriente.
—Entiendo. —Y entonces frunció el ceño—. Pero… ¿es acaso posible que vosotros seáis también de Ató? —preguntó, dirigiéndose a Aleria y Akín.
Sin haberlos tenido nunca como alumnos, era aun así imposible que no los hubiera visto unas cuantas veces. Mis amigos se inclinaron respetuosamente.
—Efectivamente, maestro. Soy Aleria Mireglia, hija de Daian Mireglia.
—Y yo soy Akín, hijo de Tzirun Eiben —pronunció el joven elfo oscuro con una sonrisa—. Ambos éramos pagodistas en Ató. Es una alegría verlo de nuevo, maestro Dinyú.
—¿Éramos? —repitió el maestro Dinyú. Y entonces su rostro se ensombreció—. Creo recordar vuestros nombres. Vosotros sois los que desaparecisteis de Ató sin dejar rastro, ¿no es así?
Aleria y Akín se removieron, incómodos.
—Así es —asintió Akín—. Partimos en busca de la madre de Aleria, que fue capturada por los Veneradores de…
—¡Es increíble! —lo cortó Arfa, y sospeché que intencionadamente—. Increíble —repitió—. ¡Qué coincidencia! ¿Así que fue usted también maestro en Ató y le dio clases a Shaedra?
La interrupción algo forzada pareció sorprender a Dinyú, quien bajó los ojos hacia la faingal, pensativo.
—Bueno, de hecho, estuve un año dando clases de har-kar en la Pagoda Azul.
Noté la estupefacción en los rostros de sus cinco alumnos.
—¡Maestro! —dijo uno de ellos, un tiyano rubio de mechas negras—. Eso jamás nos lo ha dicho.
—¿No? Bueno, tal vez no —admitió él tranquilamente—. Aunque, tal vez tenía una buena razón para no decirlo —añadió, echándole una mirada insistente a su alumno. Este se sonrojó pero le sostuvo la mirada.
—¿Usted no cree que el lin-say es superior al har-kar? —inquirió.
Sus compañeros se enderezaron, como desafiando al maestro para que no hablara mal del lin-say. Yo ya había oído hablar de las querellas existentes entre ambos estilos de combate, pero nunca me había parecido posible que alguien pudiese darle importancia a algo tan absurdo.
Con las manos a la espalda, el maestro Dinyú observó a sus alumnos durante unos segundos y resopló, divertido.
—Ni el lin-say ni el har-kar son superiores, Namilisú —contestó acercándose a él—. En un combate, más importa la concentración que el estilo.
El maestro Dinyú vio claramente la expresión escéptica del tiyano pero se contentó con darle unas palmadas sobre el hombro y le dio la espalda.
—Shaedra —dijo—. Ahora, no puedo hablar mucho, estoy trabajando, pero me encantaría que vinieras a tomar el kawsari a mi casa esta tarde o algún día de estos, a menos que andes con prisas.
Asentí con la cabeza, sonriente.
—Será un placer, maestro Dinyú…
—No se moleste —soltó Namilisú, crispado—. Le repetiré a mi padre sus palabras. Y hasta que no admita que el lin-say, la insignia de nuestra ciudad, es el mejor estilo de combate cuerpo a cuerpo, no volverá a tenerme como alumno y no volverá a tener la simpatía del consejo —decretó.
Y dicho esto, se dio la vuelta y se internó en una calle, alejándose a paso firme. Tras dudar un instante, otros dos alumnos echaron a correr tras él, quién sabe si porque compartían su opinión o porque pretendían hacerlo entrar en razón. Meneé la cabeza, alucinada por el comportamiento irrespetuoso del tiyano.
—Por Ruyalé, ¿qué mosca les ha picado? —preguntó Akín.
—No sabía que se tuviesen tanta inquina los har-karistas y los lin-says —comentó Laygra, sorprendida.
—Dioses —murmuró Arfa.
Resoplé, dándome cuenta de que habíamos metido la pata.
—Maestro Dinyú, realmente no pretendíamos sacar a luz el tema del har-kar…
El belarco puso los ojos en blanco.
—No importa —aseguró—. De todas formas, no todos son tan categóricos como Namilisú. Aunque es un buen muchacho. No os preocupéis —afirmó, y se giró hacia los dos alumnos que le quedaban y que lo miraban sin saber qué hacer—. Niurkol, Fargalde. La lección ha acabado por hoy. Aprovechad las festividades y volved mañana.
Ambos alumnos realizaron un saludo.
—Hasta mañana, maestro —dijeron, para dejar bien claro que volverían.
Saludaron a Arfa pero, antes de que ella intentase detenerlos para presentárnoslos, se marcharon con prisas, murmurando entre ellos.
—Er… —dije, observándolos mientras se alejaban. Carraspeé—. ¡Bueno! Maestro Dinyú, aún no le he presentado a mis compañeros. Este es Spaw, ella es Arfa…
—Nos conocemos —apuntó la faingal mientras el maestro Dinyú asentía con la cabeza.
—Y estos son mis hermanos, Laygra y Murri —terminé por decir.
—Vaya. Vosotros venís de la academia de Dathrun, ¿verdad? —interrogó Dinyú, interesado.
Murri y Laygra sonrieron de oreja a oreja y asintieron.
—Somos diplomados —contestó mi hermano.
Mi antiguo maestro se mostró sinceramente impresionado y se puso a hacerles preguntas sobre la academia. Entretanto, fuimos a sentarnos en unos bancos delante de la platiquería escuchando a mis hermanos hablar de energías asdrónicas, de caballos heridos y de los interminables deberes que aquejaban continuamente a los alumnos de la academia celmista.
Era curioso, pero me alegraba sobremanera ver de nuevo al maestro Dinyú, tan sereno como siempre y con su habitual sonrisa blanca. En un momento, se puso a contarnos sus primeros días en Mirleria y sus impresiones y Arfa se rió cuando el belarco confesó haber quedado asombrado por la cantidad de palacios… y de caballos.
—Mi hijo Relé tiene tan sólo cuatro años pero ya ha decidido que de mayor será jinete —sonrió el maestro—. Por cierto, mi mujer y él están viendo las carreras. Creía, Arfa, que eras una gran aficionada.
—¿Aficionada? —exclamó la faingal, con tono ofuscado—. Soy más que aficionada, soy una fanática de las carreras. Aunque prefiero hacerlas yo. De todos modos, había quedado aquí con mis amigos, pero me da a mí que siguen dentro del Garrafón. Ellos sí que están locos, filosofando todo el día. No sé cómo he conseguido tener a tantos amigos a los que no les gustan los caballos —suspiró, teatral—. Voy a ver qué hacen. Venid si queréis ver el interior. Así, visto de fuera parece un almacén, pero veréis que adentro hay un paisaje de ensueño. Se encargó Hijwira de decorarlo.
Se levantaron todos para seguirla y yo decidí demorarme con el maestro Dinyú.
—Maestro —dije, cuando estuvimos solos—. La verdad es que ha sido toda una sorpresa encontrarlo aquí. Aunque ahora recuerdo que en la primavera pasada me dijo usted que viajaría a Mirleria.
—Así es. Y tú me dijiste que ibas a Kaendra a reunirte con Aryes y tu tío.
Asentí con la cabeza, advirtiendo su tono interrogante.
—Y me reuní con ellos. Pero luego volvimos a separarnos —expliqué, simplificando.
El maestro Dinyú enarcó una ceja.
—Tu tío persiste en recuperar su espada, ¿verdad?
Hice una mueca.
—Sí —admití—. Y esta vez la tienen los Ashar.
Él se encogió de hombros, como diciendo que Lénisu estaba en todo su derecho a meterse en tamaños líos.
—Me pregunto cuál es la naturaleza exacta de esa reliquia —comentó—. Aunque puedes estar segura de que yo no se la voy a robar —añadió, divertido.
Meneé la cabeza, sonriente.
—Bueno, ¿así que enseñando lin-say a los jóvenes mirlerianos? —inquirí, cambiando de tema.
—Ah, sí. De alguna manera hay que ganarse la vida. Pero confieso que así como en Ajensoldra la humildad es una virtud, aquí no le tienen tanto aprecio los jóvenes. Son como pavos reales. No todos, claro está. Pero desde luego la disciplina férrea de las Pagodas está totalmente ausente.
Desde luego, Namilisú no era particularmente respetuoso, pensé.
—¿Qué es esa historia de consejo? —pregunté al fin—. ¿Cree que Namilisú le puede perjudicar en su trabajo? Parece ser el hijo de alguien importante.
El maestro Dinyú sonrió.
—Como digo, aquí todos los jóvenes parecen ser hijos de alguien importante. Namilisú es hijo de uno de los cincuenta y dos consejeros de la Cámara de Comercio de Mirleria. Mirleria está tan llena de Consejos como de palacios. Y no te preocupes, en cuanto Namilisú se dé cuenta de que no hay mejor maestro de lin-say en toda la ciudad, volverá.
Noté su tono falsamente petulante y solté una carcajada.
—¿No estará usted también olvidando la humildad, maestro Dinyú?
—En absoluto —replicó él, divertido—. Hablando en serio, me preguntaba, puesto que pasaste por Ató, ¿tienes noticias de cómo van tus compañeros har-karistas?
—Por supuesto, van de maravilla —contesté—. Sotkins y Zahg son ya cekals. Yeysa también… Y Laya, Galgarrios, Revis y Ozwil ahora deben de estar con el maestro Ew. No lo he visto nunca pero dicen que es un maestro muy bueno.
Dinyú había soltado un resoplido.
—¿El maestro Ew? —repitió—. ¿Navon Ew Skalpaï?
Enarqué las cejas, curiosa.
—¿Lo conoce?
—Por supuesto. Ambos aprendimos juntos har-kar en Kolria. Él era de Ajensoldra, pero era hijo de un representante de Neiram en Iskamangra. Hace como veinte años que no lo veo. Pero he oído hablar de sus hazañas. Creo que debe de ser el mayor cazavampiros de toda la Tierra Baya.
Palidecí levemente, esperando con fervor que Drakvian no se cruzase nunca con ese tal Ew. En ese momento, se oyeron unas risas. Giré la cabeza para ver a los demás salir del Garrafón con otras cinco personas, amigas de Arfa.
—Bueno —dijo Dinyú, levantándose—. Ya que tengo tiempo libre voy a volver con mi familia. Os deseo a todos un buen día.
—¡Buen día, maestro! —soltó una de las amigas de Arfa.
Los demás le hicieron eco y yo saludé a Dinyú como una buena pagodista y acepté cuando me invitó a ir a su casa el siguiente Garra. En silencio, lo observé alejarse en su túnica negra hacia la Plaza de Sil.
—Parece un buen maestro —me dijo Murri.
—Lo es —aprobé.
* * *
El Día de Primavera acabó con unos fuegos artificiales absolutamente espectaculares. Los pirotécnicos habían utilizado hasta barcos para que la gente pudiera ver cómodamente su obra desde el puerto y las playas circundantes. Con tanto fausto una de las naves acabó prendiendo fuego y, aunque nadie sufrió daño alguno, el pequeño barco se redujo a cenizas en pleno mar y distrajo la atención de todos los espectadores.
Cuando volvimos al Palacio del Agua, yo empezaba a estar realmente cansada y me di cuenta de que, si mi herida ya se había cerrado, todavía no había recuperado toda la energía. Así que el día siguiente me lo pasé casi entero durmiendo. Syu apenas aparecía por el cuarto, ocupado como estaba en explorar el palacio y fisgonear en la cocina. Frundis estaba curiosamente silencioso y supuse que estaría componiendo algo.
Aquella misma noche, soñé, sin grandes sorpresas, con Draven y con el orco de la ballesta. Un dolor bastante ridículo en comparación con el que había sentido hacía un mes me recorrió todo el cuerpo cuando el orco tiró el virote. Pero yo me giraba y me abalanzaba sobre él, saltando como una experta har-karista… Oí un ruido extraño y desperté, sobresaltada. Me enderecé, alerta, pero el cuarto, iluminado tenuemente por la Gema, estaba tan silencioso como siempre. Meneé la cabeza. Empezaba a caer en la paranoia creyendo que había orcos ballesteros por todas partes, me burlé. Entonces vi una sombra detrás de la ventana. Me deslicé de la cama, procurando no aplastar a Syu, y me aproximé con cautela, agarrando de paso el velo para ponérmelo. ¿Podía acaso ser algún ave nocturna?
Oí unos toques contra la ventana. Aquel ruido era el que me había despertado, entendí. Aparté las cortinas e hice una mueca de asombro. Ese tiyano rubio con mechas negras… ¿Qué demonios hacía el alumno de Dinyú detrás de mi ventana?
El tiyano me hizo un gesto como para que abriera y, considerando que no corría ningún riesgo, reajusté mi velo, giré el pomo de la ventana y abrí.
—¿Qué quieres? —pregunté, curiosa, mientras este erguía su cabeza, mirándome con altivez.
—Soy Namilisú Beyni —pronunció.
—Un placer —contesté, vacilante—. Er… Oh. Yo soy Shaedra Úcrinalm Háreldin, de Ató.
—Un honor. Vengo a hablarte… Shaedra. Por lo que sé, fuiste alumna de har-kar del maestro Dinyú, ¿verdad?
—Esto… Sí. Así es —asentí, incomodada por lo insólito de la situación—. ¿Qué buscas exactamente, Namilisú Beyni?
—Un duelo —dijo él con una rotundidad tajante—. Un duelo de lin-say contra har-kar. Os demostraré a ti y al maestro Dinyú que el lin-say no tiene parangón. El lin-say forma el espíritu, enseña lo que es el honor y el Bien. El har-kar es un arte hueco en comparación: no tiene ideales. Quiero hacer un duelo —repitió.
Lo contemplaba, atónita, mientras hablaba. ¿Un duelo? Solté una breve carcajada.
—Pero… A mí no me tienes que demostrar nada —le aseguré—. Esto es ridículo. Yo soy har-karista. Tú eres un lin-say. Y me parece estupendo. El maestro Dinyú suele decir que la variedad es buena. Estoy segura de que también te ha enseñado a ti sus ideas.
El tiyano sacudió la cabeza.
—Ningún maestro de lin-say enseña ideas: yo ya tengo mis ideales. Como los tiene mi padre y los tuvieron mis antepasados. Vosotros, los ajensoldrenses, necesitáis siempre que un maestro os enseñe a pensar. Eso sí que es ridículo —afirmó. Se mordió el labio y carraspeó, impaciente—: Bueno, entonces, ¿aceptas el duelo?
En mi vida me había visto en una situación tan inverosímil como aquella. Un lin-say viniendo a mi aposento para retarme a un duelo simplemente para demostrar que él defendía su arte de combate…
—Eres una cobarde —soltó Namilisú tras un breve silencio—. Los har-karistas son unos cobardes. Porque sencillamente temen luchar contra los lin-says. Le diré al maestro Dinyú que sus alumnos ajensoldrenses no saben salvaguardar su honor. Y también les diré a todos mis amigos que no vuelvan a hablar con tu maestro. Confieso que lo respetaba mucho. Pero no puedo seguir aprendiendo de alguien que ha sido capaz de enseñar a unos cobardes…
Siseé entre dientes, interrumpiéndolo.
—Basta. Acepto el reto —declaré.
Inmediatamente el rostro del tiyano se iluminó con una ancha sonrisa.
—Pero con una condición —agregué—. Si gano, vas a volver con el maestro Dinyú y harás todo para que tu maestro viva dignamente y que todos lo respeten.
Namilisú ladeó la cabeza, sorprendido, pero enseguida sonrió y aprobó.
—Está bien. Yo no pongo condiciones ya que voy a ganar y no quisiera humillarte más.
Puse los ojos en blanco y realicé un saludo.
—El duelo será mañana —informó el lin-say, contestando a mi saludo—. A las doce de la noche, en el Palacio del Viento. Buenas noches.
Me dio la espalda y se alejó rápidamente por el jardín.
—¿El Palacio del Viento? —murmuré, aprensiva. La imagen de aquel siniestro lugar me volvió en mente… Una brisa ligera entró en el cuarto. Suspiré y cerré la ventana. ¿Por qué demonios habría aceptado? Mascullé por lo bajo. Si se enteraba el maestro Dinyú de que intentaba ayudarlo a base de duelos estúpidos…
Desperté cuando los primeros rayos de sol iluminaban la habitación. Por primera vez me sentía lista para dar piruetas como antaño. Syu se había ido a pasear por los jardines y como todas las mañanas fui a desayunar con los demás hasta el vasto salón del palacio. Estábamos bromeando y charlando tranquilamente, cuando de pronto se oyeron unos ruidos de pasos precipitados y apareció Askaldo por la puerta. Su rostro abominable reflejaba una profunda emoción.
—Seyrum ha acabado la poción —anunció con voz trémula—. La ha acabado —repitió—. Ojalá funcione.
Nos quedamos todos suspensos al verlo tan conmovido: jamás Askaldo había enseñado tan claramente como ahora toda la esperanza que depositaba en el alquimista. Sonreí anchamente, recordando de pronto que esa poción también iba a curar mi mutación.
—Seyrum es eficaz —aprobó Maoleth con tranquilidad—. ¿Cuándo podréis beberla?
—Ahora mismo —contestó él, metiendo las manos en los bolsillos para que no viésemos que temblaban—. Seyrum quiere que la tomemos al mismo tiempo Shaedra y yo…
El elfocano, apenas hubo acabado su frase, se giró para salir al pasillo con precipitación. Vi que Chayl esbozaba una sonrisa burlona aunque se abstuvo de soltar un comentario mordaz: al fin y al cabo, sabía lo importante que era para su primo el poder al fin recuperar su fisonomía de antaño. La poción… Si dejaba de ser un atrapa-colores… Me levanté de un bote. ¡Iba a poder regresar a Ató y volver a la vida de siempre! Ser cekal, trabajar para un maestro y para los ciudadanos de Ató… Agitada, me apresuré a seguir al elfocano por los pasillos.
—Dejadlos tranquilos —oí decir a Lilirays en el interior de la sala—. No hace falta que tengan espectadores. Seyrum se ocupará de ellos.
Cuando llegué a la esquina del corredor entendí que el Demonio Mayor del Agua no pretendía más que alejar a mis hermanos y a Aleria y Akín por si nos transformábamos sin querer en demonios durante el proceso de curación. ¿Y si no funcionaba?, me pregunté, preocupada.
Alcancé a Askaldo y llegamos juntos ante la puerta del laboratorio. Intercambiamos una mirada rápida, aprensivos. Me parecía hasta oír sus fuertes latidos de corazón. Entonces el elfocano inspiró hondo y empujó el batiente.
Encontramos al alquimista calvo sentado delante de una mesilla con dos pequeñas botellas. Cuando entramos, dejó el enorme volumen que estaba leyendo, nos echó un breve vistazo y se levantó.
—Venid —dijo.
Salimos del laboratorio hacia un cuarto contiguo cerrado con una puerta maciza. Todo lo que había en él eran dos sillones, posicionados en el centro.
—Sentaos. Supongo que sabréis que estas transformaciones a veces son muy brutales así que os ataré con una cuerda para que no os mováis —explicó—. Por precaución —añadió al ver que yo lo miraba, alarmada.
Nos sentamos y Seyrum se dedicó a atarnos prestamente hasta que no pudiéramos mover ni brazos ni piernas.
—Esperad aquí —declaró—. Vuelvo enseguida.
Puse los ojos en blanco. Como si pudiéramos irnos a alguna parte atados como estábamos. Giré la cabeza hacia Askaldo. El elfocano, ensimismado, ya no temblaba, pero se lo veía profundamente inquieto.
—¿Tú crees que esto de atarnos es realmente necesario? —musité.
Él hizo una mueca.
—No es exagerado —aseguró—. Tal vez no pase nada —admitió—. Pero he conocido el caso de una persona que, al curarse de su mutación, se volvió como loca. Y los arrebatos le duraron días. Esas pociones curativas son realmente violentas.
Seyrum volvió a entrar en el cuarto con dos grandes vasos llenos de una sustancia blanca. Parecía leche.
—Por lo que contiene, esto debe de saber como veneno puro —comentó—. Pero normalmente os curará la mutación.
—¿Los dos vasos contienen lo mismo? —pregunté.
—No exactamente. Pero los ingredientes de base son los mismos —explicó el alquimista.
—No te equivoques de vaso, ¿eh? —soltó Askaldo, preocupado.
Seyrum puso los ojos en blanco y se acercó hacia él.
—Bebe de un trago.
Le acercó el vaso a los labios y Askaldo lo bebió todo. Un hilillo blanco recorrió su barbilla y fue a caer sobre su túnica verde.
—Buaj. Qué asco —masculló.
Hice una mueca de repulsión, imaginándome el sabor, y cuando Seyrum se aproximó a mí, sentí pánico. ¿Y si todo salía mal? Aquella pregunta me martillaba la mente sin descanso.
—Ánimo —gruñó el alquimista, al ver mi agitación.
Tomé un trago. No recordaba haber bebido nada igual. El líquido era realmente repugnante.
—Bej… —rumié cuando vacié el vaso hasta la última gota. Me recorrió un violento escalofrío pero apenas pude moverme por las cuerdas que me inmovilizaban.
—Exquisito, ¿verdad? —soltó Askaldo.
—Diablos. La poción de Lu sabía condenadamente mejor —repliqué—. Por no hablar de la que me convirtió en demonio.
El alquimista se limitó con fruncir el entrecejo, recordando seguramente la escena en Dathrun con cierto disgusto. Oí de pronto una lamentación gutural.
—Oh… —Askaldo se había tensado en su asiento con los ojos agrandados. Resopló—. Ya empiezo a notar el efecto. Aaah…
Lo contemplé, aterrada.
—Ahora todo depende de vosotros y de la poción —murmuró Seyrum—. Buena suerte.
Se alejó con sus dos vasos y, antes de cerrar la espesa puerta, nos echó una última mirada escrutadora. Oí sus pasos alejarse en el laboratorio. Inmóvil en mi sillón, esperaba los efectos, algo angustiada.
Apenas transcurrieron unos segundos cuando sentí una oleada de mareos apoderarse de mí. Pronto se convirtió en una batalla campal de llamaradas que surcaban mi cuerpo a la velocidad del rayo.
—Mi Sreda —jadeé.
—Aaaarg…
Como un eco, me contestaba el gemido de mi compañero de torturas. Me recorrió de arriba abajo un relámpago lancinante que me hubiera expulsado del asiento si no hubiese estado tan bien atada.
—¡Nos ha envenenado! —exclamé, sintiendo el pánico invadirme.
—No… No —farfulló Askaldo, mirando el muro de enfrente con los ojos vidriosos—. Es… absolutamente normal.
¿Normal?, me repetí, incrédula. La Sreda estaba totalmente alocada. ¿Realmente sabía Seyrum lo que podía causar su maldita poción? Si salía de esta viva, aunque fuese con furúnculos, sería un milagro, me dije. Me prometí fervientemente que no volvería a tocar en mi vida una poción. Ya podía decir Spaw que mis conocimientos sobre las plantas me predisponían a la alquimia, en mi vida volvería a tocar un solo frasco, determiné. Mi vista explotó súbitamente y todo no fue ya más que retahílas de luces de todos los colores. Era aún más impresionante que los fuegos artificiales, pensé, mientras me agarraba a los brazos del sillón.
Ignoro cuánto tiempo estuve ahí sentada, luchando para que la Sreda no me ahogase. Seguí como pude los consejos que me habían dado Kwayat y Maoleth, pero no podía evitar desanimarme al no ver el más mínimo indicio de que aquellas tremendas sacudidas amainasen tan siquiera un poco. A veces la Sreda se calmaba y luego surgía de la nada, descontrolada y furiosa, hasta que volvía a un estado terso que no había adoptado desde mi mutación. Cada vez que venía una de estas pausas, yo resoplaba exhausta, con la horrible sensación de que aquel suplicio no tendría fin.
Tras una larga crisis, abrí los ojos de nuevo, convencida de que si la Sreda volvía al ataque iba a empezar a perder el juicio. Meneé la cabeza para intentar despejar mi mente y me detuve en seco al ver mis manos blancas con las garras sacadas. Mi corazón se puso a latir más aprisa. ¡Mis manos!, pensé con alegría. Ya no tenían el color de la madera del sillón. Oí un resoplido y giré la cabeza hacia la derecha. Askaldo se contemplaba las manos, aún más blancas que las mías. Los furúnculos se habían ido despellejando y los últimos residuos caían ahora de su rostro. Lo contemplé, medio incrédula medio maravillada. Por primera vez desde que lo conocía, el hijo de Ashbinkhai parecía un elfocano además de serlo.
Askaldo desvió su mirada de sus manos regeneradas y sonrió, feliz. Tal vez por habernos pasado tanto tiempo sentados en aquellos asientos sufriendo juntos, sentimos de pronto desaparecer toda la tensión y nos echamos a reír.
—¡Mawer! —soltó el elfocano, con la voz temblorosa—. Esto es increíble. ¡Seyrum! —bramó—. Aún no me lo creo —murmuró—. ¡Seyrum!
Poco tardó el alquimista en hacer su reaparición. Nos observó con cautela desde la puerta. Askaldo gruñó.
—Seyrum, desátanos, por favor. Ya estamos curados… ¡Ya estoy curado! —exclamó de pronto, eufórico.
Soltó otra carcajada y sonreí al verlo tan contento.
—Ha funcionado —murmuró el alquimista. Se lo veía aliviado y por su expresión adiviné que no había estado tan seguro del efecto de sus pociones.
Mientras nos liberaba de las cuerdas, nos avisó:
—Estad al tanto de vuestra Sreda. Podría haber recaídas. No hasta el punto de provocar una mutación, creo, pero sed prudentes —insistió—. Y pedidles inmediatamente a los instructores que os acompañan que verifiquen la estabilidad de la Sreda…
Askaldo le dio una palmada sobre el hombro, interrumpiéndolo.
—No te preocupes, Seyrum, siento que mi Sreda va fenomenal.
Me dirigió una sonrisa radiante y salió por la puerta hacia el laboratorio silbando. Puse los ojos en blanco y me apresuré a seguirlo. El alquimista fruncía el ceño, preguntándose seguramente si alguno de los dos habíamos escuchado atentamente sus palabras.
Cuando salimos del laboratorio, nos encontramos primero con Chayl, Spaw y mis hermanos. Al parecer, el templario había tenido que intervenir para calmar a Laygra y a Murri. Askaldo les dedicó a todos una ancha sonrisa con su apuesto rostro liso y perfecto.
—¡Shaedra! —exclamó mi hermano—. ¡Creía que no ibas a salir nunca!
Mientras Murri me contemplaba y constataba que mi piel había recobrado su color normal, Laygra se precipitó hacia mí y me cogió ambas manos. Sus ojos verdes brillaban de emoción, igual que los míos seguramente. Le apreté las manos con fuerza.
—Todo está arreglado —declaré, contenta.
—Vaya —comentó Spaw, mirándonos a Askaldo y a mí alternadamente—. Interesante transformación. Aunque, francamente, voy a echar de menos al Atrapa-colores.
—Y al Furúnculos —añadió Chayl, burlón—. Ahora va a dejar de recorrer la Tierra Baya buscando remedios. Aunque apuesto a que Ademantina Darys diría que estás igualito que siempre —agregó, dedicando a su primo una sonrisa socarrona.
El elfocano rubio resopló.
—Primo, eres capaz de aguar la alegría de cualquiera. ¡Venid todos! —soltó, dándole a su primo un suave empellón—. Por lo que veo el sol ya está en el cenit y tengo un hambre voraz. ¡Os invito a comer algo en la ciudad!
Laygra y Murri intercambiaron una sonrisa al ver al elfocano tan entusiasta. En la galería, se oían ya los pasos de los demás que se acercaban aprisa, ansiosos sin duda de ver si la poción había tenido efecto. Un Syu acelerado llegó hasta mí, pasando por una de las ventanas abiertas. Se subió a mi hombro, me tocó la mejilla con un dedo como para comprobar que efectivamente todo se había arreglado, y entonces soltó:
«¿Adivina qué he hecho esta mañana?»
Enarqué una ceja al advertir su agitación.
«¿Qué has hecho?»
«He subido por un palacio rojo. Por uno de sus tejados empinados. ¿Y sabes qué he visto?»
Me encogí de hombros. El gawalt temblaba de emoción.
«¿Un cactus?», solté, burlona.
Syu negó con la cabeza.
«Un gawalt.»
Me quedé suspensa un instante y entonces resoplé.
«Vaya. Y… ¿te ha hablado?»
Syu me mostró la típica mueca que hacía cuando iba a confesar una tropelía.
«Sí… Me ha dicho algo como «Hola», pero…», carraspeó mentalmente. «No le he contestado. Me he marchado. Es que ¡me ha tomado por sorpresa!», se defendió, y suspiró. «Debería haber sido más fino. Además, según me dijiste, en Mirleria son todos muy educados.»
Parecía abochornado. Meneé la cabeza, divertida, y le acaricié afectuosamente la cabeza.
«Anda, no te preocupes. Un verdadero mono gawalt actúa bien y rápido y no se atormenta con lo que no puede hacer», cité. «Seguro que te lo vuelves a encontrar. Y cuando te lo encuentres, le haces el saludo de Ató. Seguro que te perdonará.»
El mono gawalt puso los ojos en blanco.
«No te burles.» Adelantó el labio inferior, pensativo, y declaró: «Ahora mismo voy a buscarlo para disculparme.»
Saltó de mi hombro hasta el borde de una ventana y desapareció por los jardines del palacio. En ese instante Aleria y Akín me alcanzaron.
—¡Al fin recobramos a nuestra Shaedra de toda la vida! —bromeó Akín. Sus ojos rojos sonreían, contentos.
Nos pusimos en marcha hacia la entrada del palacio. Al parecer, Lilirays había tenido que marcharse para arreglar algún asunto, así que Askaldo le preguntó a Arfa qué taberna nos recomendaba para ir a comer. Eufórico por su nueva apariencia, el elfocano caminaba ahora con más prestancia y más seguridad.
—Arfa —dije, mientras nos dirigíamos hacia la ciudad andando—. ¿Hay muchos monos gawalts por esta zona?
La faingal rió.
—¡Los hay a montones! Por aquí los llamamos los monos ladrones. No son sagrados, pero todos los tratan como a pequeños reyes aunque no paran de robar. Hace unos meses, uno se quedó con mi collar de perlas. Creo que algunos ladrones hasta los adiestran para el robo. Claro que en mi caso aquel collar no tenía casi valor. Sería un mono ladrón aficionado, seguramente. Déjame adivinarlo, tu compañero gawalt se ha encontrado con alguno de sus congéneres, ¿verdad?
Asentí y a Laygra se le iluminaron los ojos.
—Seguro que en esta ciudad encontrará al fin su hogar —pronunció—. No es bueno para un mono seguir las costumbres de los saijits.
En otra ocasión habría replicado que Syu era distinto, pero en ese instante me preguntaba, algo aprensiva, si no estaba mi hermana en lo cierto. Al fin y al cabo, a Syu le gustaba vivir tranquilo y más de una vez me había confesado que el tiempo que habíamos pasado en el Santuario con la Niña-Dios había sido el período más agradable de su vida. ¿Era acaso tan incompatible la vida de una ternian con la de un gawalt?, me pregunté, mordiéndome el labio. ¿Y si Syu decidía fundar una nueva familia? Me encogí de hombros. Entonces, como bien solía decir el maestro Áynorin: “Que cada cual haga su vida”.
La taberna a la que nos llevó Arfa era particularmente bulliciosa, y estaba segura de que si Askaldo no hubiese estado tan animado habría considerado aquel lugar como impropio. El hijo de Ashbinkhai nos asombró a todos con su buen humor: encargó el menú bromeando con el tabernero, se puso a hablar con los vecinos de nuestra mesa sobre cómo importaban la sal de las Ciudades Gemelas de Ied y Mayg, alabó la comida y dio hasta una propina de nada menos que tres kétalos al sirviente de turno. Chayl alucinaba.
—Primo, ¿seguro que esa poción no te ha trastornado la cabeza?
—Bah —replicó él, levantándose—. Hay que vivir con alegría. Venga, venid, dentro de poco van a empezar las carreras de caballos.
Se alejó, seguido de Arfa y Chayl. Spaw y yo intercambiamos una mirada socarrona.
—Estos primos… —bromeó el templario.
—A mí las carreras de caballos no me atraen mucho —comentó Murri—. Creo que voy a regresar al palacio.
—Tú te lo pierdes —sonrió Laygra—. Shaedra, ¿vienes?
—Le prometí al maestro Dinyú que estaría en su casa a las tres —contesté—. Al parecer es la hora para tomar el kawsari.
En cuanto a Aleria y Akín, tampoco parecían muy entusiasmados con ir a la carrera de cuádrigas. Mi hermana suspiró.
—Bah, ¡vosotros os lo perdéis!
Mientras ella se apresuraba a salir de la taberna en busca de Askaldo, Chayl y Arfa, los demás nos encaminamos de vuelta al Palacio del Agua. Cuanto más nos alejábamos de la Plaza de Sil y de los alrededores, más tranquilas se volvían las calles y más distantes se hacían las músicas. Nuestros pasos resonaban en la avenida empedrada.
—Cuando pienso que creí no volver a escuchar música en mi vida —murmuró Akín.
El sol iluminaba su rostro oscuro de elfo. Sonreí levemente y le cogí el brazo.
—La vida nos depara muchas sorpresas —solté—. ¿Quién hubiera dicho, cuando éramos nerús, que acabaríamos en un palacio magnífico en Mirleria acogidos por un elegante anfitrión?
Aleria meneó la cabeza.
—Precisamente esa es una de las cosas que más me extrañan —confesó. Sus ojos miraron alternadamente a Murri y a Spaw antes de clavarse en los míos—. Hasta ahora apenas he preguntado nada, porque estaba más preocupada por asegurarme de que Akín y tú os estabais curando. Pero me molesta no saber quién es ese elegante anfitrión y me molestan muchas cosas más. ¿Quién es Lilirays? Sé que son todas personas bondadosas que nos han salvado de la Isla de los Droskyns. Pero no me tomes por una ingenua, Shaedra. Creo que nos debes a Akín y a mí una explicación…
Observé cómo el rostro de Spaw se había ensombrecido. Toda la serenidad de aquella bella tarde acababa de esfumarse. Suspiré.
—Aleria… —pronuncié con dificultad—. Yo… Ya sabes que se me dan muy mal las mentiras.
Mi amiga resopló y sacudió la cabeza.
—Lo sé. Déjalo, no me contestes si crees que no merecemos tu confianza, al contrario que Spaw y tu hermano.
Agrandé los ojos. Ese era un ataque cruel, me dije.
—No se trata de confianza —repliqué—. Sabes de sobra, Aleria, que confío plenamente en ti. Y en Akín.
—Que conste que yo tampoco estoy al corriente de gran cosa —intervino Murri—. Aunque la teoría de Aleria de que Lilirays es así como una especie de jefe de cofradía me parece plausible. Mientras no sea una cofradía de asesinos…
—No lo es —le aseguré.
—¡Ah! —exclamó Akín—. Así que es una cofradía.
—Bueno… No exactamente.
—¿Una Orden de algo? —insistió Murri.
Gruñí. Y Aleria meneó lentamente la cabeza.
—Tiene algo que ver con tu tío Lénisu, ¿verdad?
Nerviosa como estaba, la pregunta me pareció tan ridícula que solté una carcajada.
—¿Lénisu? Qué va.
Aleria y Akín intercambiaron una mirada poco convencida y entendí que, desde que les había contado yo toda la historia de Lénisu en los Subterráneos, habían pensado que Spaw, Lilirays y los demás demonios eran Sombríos y compañeros suyos. Al fin y al cabo se decía que los kaprads de los Sombríos eran muy ricos y no era de extrañar que el Nohistrá de Mirleria tuviese un palacio como el de Lilirays…
—En un libro leí que antaño muchos Sombríos eran cazademonios —insinuó Aleria—. Y en la Isla Coja había demonios, o sea Droskyns, como los llaman ahí.
Advertí que Spaw cerraba brevemente los ojos, como atormentado.
—Por Nagray, Aleria, no todos los que matan demonios son cazademonios de profesión —solté—. De todas formas, no creo que haya tantos demonios en la Tierra Baya como para que nadie pueda vivir siendo cazademonios. Son un poco como los dragones, se esconderán en las montañas o en las islas perdidas en los mares. Qué sé yo. No merece la pena ni ir a buscarlos, a menos que vayan secuestrando a gente inocente —apunté, con una sonrisilla—. Conozco a Lilirays tanto como vosotros. Es un hombre de negocios. No vayáis a inventaros historias porque haya algunos detalles que no pueda explicaros —concluí.
Bastante satisfecha de mi discurso, me sentí así y todo algo avergonzada por la sarta de mentiras que había soltado.
—Así que Lilirays no tiene nada que ver con Lénisu —dijo Akín, con tono ligeramente interrogante.
Negué con la cabeza y sonreí con picardía.
—No, que yo sepa —contesté—. Pero conociendo a mi tío, quién sabe. Parece conocer a toda la Tierra Baya.
Se oyeron de pronto unas campanadas y agrandé los ojos.
—¡Las tres! —exclamé, aterrada. No me esperaba que fuese tan tarde…
Aleria, retomando su buen humor, sonrió, burlona.
—No sé por qué, eso me recuerda a cuando éramos snorís y llegabas tarde a las clases…
—¡Ni que llegase tarde todos los días! —repuse con una mueca—. Apenas me pasó un par de veces. Bueno, me voy o llegaré tarde.
—¡Ya llegas tarde! —me soltó Murri, divertido, mientras yo echaba a correr hacia una callejuela.
Esperaba no equivocarme con las direcciones que tomaba. Pero el caso es que me perdí y tardé como veinte minutos en encontrar la casa del maestro Dinyú. Cuando llegué, me encontré con el belarco, Saylen y Relé sentados a una mesa del patio de la casa. La mujer de Dinyú, al verme, se levantó de un bote, llevándose las manos a las caderas.
—Imperdonable, este retraso —decretó—. Te has perdido el tiempo de infusión del kawsari.
Sintiéndome culpable por mi comportamiento irrespetuoso, realicé un saludo más profundo que de costumbre.
—Perdón, Saylen. No quería…
Una carcajada me interrumpió y ella me cogió del brazo para guiarme hasta la mesa.
—Francamente, los de Ató sois muy especiales —se rió—. Aquí, en Mirleria, la gente llega tarde a todas partes. Cada vez que invitamos a un amigo, siempre se toma una hora de retraso. Por aquí la llaman la hora de cortesía. Ya ves cómo cambian las costumbres.
—¡Hola! —soltó Relé, sonriéndome, cuando me senté a su lado. Se le habían caído ya dos dientes delanteros.
—¡Vaya! —dije, divertida—. ¡Has crecido como una katipalka! Dentro de poco vas a ser más alto que yo —bromeé—. Creía que estarías viendo correr a los caballos.
Al oír la palabra «caballos», el niño enseguida se enardeció y se puso a contar la carrera de la víspera como si se hubiera tratado de alguna escena mágica con caballos alados que cruzaban la plaza sin tocar el suelo.
El maestro Dinyú, risueño, me servía una taza de kawsari. Aquella infusión de plantas tan típica de Mirleria era algo amarga pero revitalizante; hasta el curandero me había aconsejado beber kawsari durante mi convalecencia.
—Es una alegría volver a verte, Shaedra. —Saylen me miraba con franca alegría—. Mi esposo estaba algo preocupado por lo que había podido sucederte.
—Bah —relativizó Dinyú—. Un buen maestro siempre se preocupa por sus alumnos. Al menos un mínimo.
—¿Qué tal con las clases de lin-say? —pregunté.
Saylen pareció ensombrecerse pero el maestro Dinyú enseñó sus dientes blancos.
—Perfectamente. Mis alumnos aprenden más lentamente que los pagodistas, porque nunca aprendieron ningún arte de combate de niños. Tengo que enseñarles las bases. Es una experiencia nueva. Y, como te digo, todo un reto. Hay mucho joven convencido de que va a ser un gran lin-say si se entrena dos horas al día.
—¿Mucho joven? —repitió su esposa—. Si apenas tienes unos siete alumnos. Y hay tres de ellos que se han ido…
Hice una mueca, entendiendo que Namilisú, fiel a sus palabras, no había vuelto a las clases del maestro Dinyú. Mira que era tozudo… ¿Y qué sucedería si en el duelo de aquella noche perdía yo?, me pregunté. Saylen, por lo visto, parecía inquietarse por el poco éxito de Dinyú para atraer a jóvenes ansiosos de aprender lin-say…
—Creía que en Mirleria había mucha afición por el lin-say —comenté—. Seguro que encontrará más alumnos, maestro.
El maestro Dinyú asentía e iba a contestar cuando Saylen gruñó.
—Lleva casi un año diciéndome lo mismo. Pero claro, aunque es el mejor maestro de toda la ciudad, nadie quiere contratarlo porque creen que la Escuela Oficial de lin-say es mejor, y como él no quiere entrar en esa Escuela…
—Saylen —suspiró Dinyú—. No hace falta hablar de eso ahora. Hablemos de la primavera. O de los caballos. Será mucho más edificante. ¿Qué tal te parece el kawsari, Shaedra? Supongo que no será la primera vez que lo pruebas.
A partir de ese momento, empezamos a hablar de cosas banales, bromeamos y reímos, y tan sólo hacia el final acabé contándoles un poco todo lo que me había pasado en los Subterráneos. La historia de Kyisse interesó vivamente al maestro Dinyú.
—Curioso —dijo—. He oído hablar de esa leyenda. Dicen que el castillo de Klanez es imposible de alcanzar. También he oído el rumor de gente que asegura que los Klanez siguen existiendo.
Agrandé los ojos.
—¿Me está diciendo que ha oído rumores sobre los abuelos de Kyisse?
—Bueno, no exactamente —admitió—. La historia remonta a mucho tiempo. Cuando yo apenas tenía unos veinte años. Recuerdo que en la aldea donde vivía vino un día una vieja barda contando que se había cruzado en el camino con dos Espíritus Blancos. Al principio todos se rieron de ella. Los Espíritus Blancos, como entenderás, son simples invenciones para asustar a los niños. En Iskamangra tienen un papel semejante al de la Máscara en Ató —explicó—. En fin, no recuerdo muy bien cómo se extendió el rumor de que vivía en el bosque de Pang un clan de brujos de bruma.
—¿Brujos de bruma? —pregunté, sin entender.
—Bueno, en Iskamangra, o al menos en el reino de Kolria, los brujos de bruma son aventureros armónicos que se aprovechan de sus ilusiones para robar y engañar, según las creencias. ¿No me has dicho que Kyisse tiene un don para las armonías?
Asentí, meditativa, aunque algo incrédula.
—¿Qué le hace pensar que esos brujos de bruma son en realidad Nawmiria Klanez y Sib Euselys?
El maestro Dinyú se encogió de hombros.
—Empezó a correr el rumor de que esos brujos de bruma eran en realidad dos ángeles que venían de los Subterráneos —respondió—. Aún recuerdo cómo todos aquellos rumores generaron polémica en el pueblo. Y, más tarde, cuando yo me fui a Alrevid a aprender con mi maestro de har-kar, recuerdo que mi hermana más joven me habló de la historia del castillo de Klanez en una de sus cartas, haciendo referencia a esos brujos de bruma. —Agrandé los ojos, sorprendida. Ignoraba por qué, me extrañaba que el maestro Dinyú tuviese una o varias hermanas. Tardé unos segundos en entender el verdadero significado de sus palabras.
—Demonios —resoplé—. Si es cierto que los abuelos de Kyisse viven en el bosque Pang… —Meneé la cabeza, sin poder creérmelo—. Sería demasiado fácil.
—Probablemente no sea tan fácil —repuso él—. De aquello hace más de veinte años. Tal vez esos descendientes de Klanez se hayan mudado. O tal vez hayan muerto.
Suspiré.
—Tiene usted razón. Pero, aun así, debería irme dentro de poco de Mirleria para avisar al capitán Calbaderca…
—Es una buena decisión —aprobó Saylen—. No vaya a ser que el pobre subterraniense siga errando por Ajensoldra. Por cierto, Dinyú, nunca me contaste esta historia de los brujos de bruma de Pang.
—Es que jamás le di mucha importancia —se excusó Dinyú—. Las leyendas subterráneas no me llaman mucho. Aunque, por lo visto, la leyenda de Klanez tiene más verdades de lo que yo pensaba. E ignoraba totalmente que en las ciudades del Subterráneo fuese tan conocida.
El cielo empezaba a oscurecerse y una brisa fresca se había levantado. Relé se estremeció y recogí la capa que se le había caído para cubrirle los hombros con ella. Pero el niño se levantó de pronto soltando un grito que me dejó por un momento anonadada. Volvió a gritar, señalando algo, y entonces entendí.
—¡Syu! —decía el pequeño.
El mono saltó de una palmera del patio y aterrizó sobre la mesa con prestancia. Solté una carcajada.
—Vaya, te acuerdas del gawalt —constaté. Y había sido capaz de reconocerlo, añadí para mis adentros, asombrada.
«Hola, pequeño saijit», lo saludó Syu.
—Hola —dijo Relé con tranquilidad.
Mientras el niño tendía una mano hacia el mono, me entró de pronto una terrible sospecha. ¿Podía acaso ser…? No. Era impensable. Pero el caso es que no había notado ningún flujo energético de bréjica. Claro que tal vez no había estado suficientemente atenta. Tal vez fuera casualidad. O tal vez no. Pero tenía la curiosa impresión de que Relé utilizaba kershí para oír al mono.
Tras unos comentarios sobre Syu, Saylen se levantó.
—Se hace tarde y dentro de poco empezará la fiesta de las máscaras, en la Plaza de Sil. Es la primera que voy a ver y no pienso perdérmela —afirmó, risueña—. Si quieres puedes acompañarnos.
Negué con la cabeza.
—Gracias, pero voy a volver a casa de Arfa. La mañana ha sido movida y estoy algo cansada.
Era cierto, como también era cierto que empezaba a sentir mi Sreda algo incómoda, como si el cansancio la alterase ligeramente. Mientras realizaba un saludo a la manera de Ató, Dinyú preguntó:
—Por curiosidad, ¿de qué conoces a Arfa Lilirays? La veo mucho por el Garrafón y la conozco un poco. ¿Es amiga tuya?
—Bueno, la conozco desde hace muy poco, pero desde luego si no me fuera a ir de Mirleria tan pronto estoy segura de que acabaríamos siendo buenas amigas —medité—. En realidad, son unos compañeros de viaje los que nos condujeron hasta su palacio.
El maestro Dinyú pareció notar una ligera indecisión en mi voz porque no insistió y levantó dos dedos de la mano, como saludaban los maestros de Ató a sus discípulos.
—Buena suerte, Shaedra. Y espero que antes de que te marches pases por mi casa a despedirte.
Sonreí.
—Por supuesto.
Me despedí de Relé dándole un beso sobre su pequeña cabeza, Syu agitó la mano en signo de saludo y salí del patio, bajo la tenue luz de las estrellas que empezaban a aparecer en el cielo crepuscular. Aún quedaban varias horas para la medianoche, pero ya me invadía la aprensión. Namilisú… Maldito tiyano.
«De nada sirve arrepentirse por algo que aún no has hecho», intervino Syu. «Si no quieres hacer el duelo, no lo hagas.»
Meneé la cabeza mientras me encaminaba hacia el Palacio del Agua.
«Ya he aceptado.» Quién sabía por qué, añadí mentalmente. ¿Realmente Namilisú ayudaría a Dinyú a encontrar más alumnos si ganaba yo? Tanto hablar de honor, pero a lo mejor no cumplía su palabra… «En fin. Hablemos de cosas más urgentes. ¿Qué tal con tu encuentro gawalt?», pregunté. «¿Lo encontraste?»
Syu soltó una risita.
«Lo encontré. Estaba con toda una panda de gawalts. Hablé con todos ellos. Eran como una quincena. Increíble.» E hizo una mueca. «No se interesaron mucho por mí, la verdad. Son gawalts algo cerrados, o eso me ha parecido. En cambio sí que les interesó mi capa», refunfuñó con el ceño fruncido. «He tenido que defenderla de las manos fisgonas de un gawalt particularmente agobiante. Aunque también los había educados. Sobre todo el compañero con el que me encontré la primera vez. Se llama Shobur. Es un buen mono», afirmó con sinceridad. «Pero los había menos simpáticos. Algunos incluso se rieron de mí cuando les dije que intentaba convertir a una saijit en gawalt.»
Reprimí una carcajada, divertida.
«No sólo lo has intentado», le aseguré. «Lo has conseguido. A lo mejor ahora te toca convertir a los gawalts en gawalts», me burlé.
«Mmpf. Eso se supone que estaba hecho», se lamentó Syu. «Pero por lo visto esos monos no son los mismos que los que conocí en mi otra vida.»
Permanecimos en silencio durante un rato. Cuando vi aparecer tras una casa el Palacio del Agua, centelleante y azul en la noche oscura, me mordí el labio, sintiendo que iba a decir una tontería.
«Syu… ¿Seguro que no querrías volver a vivir con los gawalts? A veces tengo la impresión de que serías más feliz si…»
Una oleada de asombro pasó por el kershí y me alcanzó de pleno.
«Yo ya vivo con una gawalt», dijo pacientemente. «No empieces a pensar demasiado, Shaedra. Ya sabes que se te da mal.»
No pude evitar sonreír ante la réplica mordaz y unos minutos después entré en el Palacio del Agua.
«Tienes toda la razón», le dije.
Con Syu al hombro y Frundis a la espalda, atravesé las calles aún pobladas de gente festejando. Me crucé con varios niños montados sobre potros y hasta vi a una niña subida peligrosamente a un caballo enorme. Durante tal vez diez minutos me siguieron dos perros peludos que por lo visto se aburrían de tanto alborozo. Todas las plazas estaban abarrotadas, llenas de mesas y sillas aún ocupadas. Desde luego, la cultura mirleriana era muy diferente de la de Ató, pensé, mientras rodeaba la Plaza de Sil y tomaba la dirección del Palacio del Viento.
No había comentado a nadie mi encuentro intempestivo con Namilisú y su propuesta de duelo. Estaba convencida de que Spaw habría intentado disuadirme. Y con las pocas ganas que tenía yo de enfrentarme a Namilisú, tal vez lo hubiera conseguido. Es más, cuando llegué ante el portal del palacio, un escalofrío de temor me recorrió y vacilé en mi determinación. Sumido en las tinieblas, el edificio parecía aún más tétrico que cuando me lo había enseñado Arfa. Los árboles mecían sus ramas como arañas esqueléticas en el aire nocturno. ¿Y si era cierta aquella historia de aquel muchacho que se había perdido en aquel lugar…?
Oí unas risas en la calle. Aparecieron dos familias que volvían a sus casas alegremente. Me aparté del portal y esperé a que se alejaran para regresar a regañadientes. El paisaje era realmente lúgubre.
Syu se agitaba sobre mi hombro, incómodo. Ya me había comunicado su opinión sobre el tema: entrar ahí no era prudente. En cambio, Frundis estaba más callado que de costumbre y en ese instante se había sumido en un profundo silencio. Pero a pesar de nuestras preguntas, el bastón se negaba a decirnos qué le ocurría.
Esperé unos minutos delante del portal, hasta oír las doce campanadas. Al de un rato, empecé a removerme inquieta. ¿Y si Namilisú me esperaba ya dentro? ¿Y si no venía? Al fin y al cabo, podía haber querido tomarme el pelo. Tal vez tan sólo desease que me perdiese en aquel misterioso Palacio del Viento…
«Vayámonos de aquí», dijo Frundis con un silbido de violines. El aspecto siniestro del palacio parecía realmente perturbar su humor, me percaté, algo preocupada. Iba a asentir, harta de esperar, cuando vi aparecer por una calle a toda una comitiva guiada por Namilisú.
Los observé acercarse, perpleja. Eran como diez personas. Y entre ellas estaban los otros cuatro alumnos de Dinyú… y Arfa.
—¡Shaedra! —exclamó la faingal. Sus mejillas estaban sonrojadas y sus ojos rosáceos y algo ebrios brillaban de excitación—. No sabía que ibas a batirte en duelo con Nam. —Se acercó, ligera como un hada, y noté su inquietud antes de que añadiese por lo lo bajo—: ¿Pero seguro que estás en condiciones…?
Carraspeé, sin saber si se refería a mi herida o a mi Sreda aún recientemente estable.
—Ha sido idea suya —repliqué.
—Un gusto volver a verte —intervino Namilisú, sonriente. Apartó su melena rubia de la cara, atándosela con un lazo, al tiempo que decía—: Entremos. Amigos, vais a ver el lin-say y el har-kar en acción. Perdona por el retraso, Shaedra. La puntualidad no es una virtud mirleriana.
Puse los ojos en blanco y lo seguí adentro, con los demás.
—¿Realmente era necesario elegir este sitio para el duelo? —pregunté.
—Es nuestro lugar de encuentros —explicó Arfa, alcanzándome—. Aparte del Garrafón, claro, pero cierra a partir de las nueve. En realidad, pese a los rumores, este palacio está abandonado desde hace tiempo. Yo sigo pensando que es más prudente no intentar entrar ahí, pero el jardín es totalmente inofensivo. No he visto nunca a ningún troll… O tal vez sí, ¿verdad, Niurkol? —bromeó, dándole un codazo a un elfo oscuro grande y macizo.
Hice una mueca, no muy convencida. En el aire flotaba una energía extraña e híbrida que me recordaba mucho a la Torre del Brujo de Dathrun.
—Por cierto, Shaedra, la Orden de la Noche te da la bienvenida —pronunció Arfa, cuando nos detuvimos no muy lejos de la enorme puerta principal—. Te presento a Hijwira, Niurkol, Fargalde…
Mientras la joven demonio nombraba a cada miembro de esa «Orden de la Noche», los fui examinando rápidamente. Hijwira era una pequeña elfa de cara redonda y plácida a la que ya había visto el primer Día de la Primavera. En general, parecían todos bastante simpáticos. Me saludaron amablemente y sonrieron, como divertidos, cuando les respondí a cada uno juntando las manos. Los mirlerianos eran más dados a fórmulas rimbombantes que a la gestualidad, recordé. Charlando tranquilamente, tomaron todos asiento sobre rocas, barriles y tocones, sin duda para prepararse al espectáculo. Colgaron sus linternas en dos ramas a ambas partes del terreno que habían elegido para el duelo. Me fijé en que apenas crecía hierba en ese suelo, como si estuviese muy frecuentado.
—¿Soléis entrenar lin-say en este sitio? —pregunté, mientras dejaba a Frundis cerca de Arfa.
Namilisú, que acababa de quitarse la capa y realizaba ahora movimientos de brazos para calentarse, asintió.
—No solemos hacer duelos, pero siempre nos entrenamos aquí antes de las lecciones con el maestro Dinyú… Al menos eso hacíamos antes —rectificó con una media sonrisa—. Hoy se decidirá si el maestro Dinyú tiene razón o no al considerar el har-kar mejor que el lin-say —declaró.
Resoplé, exasperada.
—El maestro Dinyú no dijo eso. Sólo dijo que ambas maneras de combatir pueden ser buenas, pero que lo realmente decisivo es la concentración.
—Eso ya se verá —replicó él, dejando sus ejercicios y remangándose cuidadosamente la camisa.
Suspiré. Estaba claro que todos ahí habían venido a presenciar un duelo. Menos les importaba el lin-say que el espectáculo, con excepción quizá de Namilisú…
—Está bien. ¿Cuáles son las reglas? —inquirí.
El tiyano sonrió.
—Son sencillas: no matarse. El que consigue mantener al adversario más de diez segundos en el suelo, gana.
Tuve una media sonrisa, recordando mis numerosos duelos durante las clases de Ató.
—Y añado —dijo— las condiciones del duelo. Si pierdo, me comprometo a ayudar al maestro Dinyú en lo que sea para que sea considerado el mejor maestro de artes marciales de toda la ciudad —sonrió, como pensando que aquello no sucedería—. En cambio, si gano, toda la Orden de la Noche, sus amigos y finalmente toda Mirleria sabrá que el har-kar es un arte de combate anticuado.
Y dale con que el har-kar era anticuado, gruñí para mis adentros.
—Estupendo —afirmé—. ¿Cuándo empezamos?
—Cuando quieras —contestó él, tomando ya la posición de lin-say.
—¡Adelante, que empiece el duelo! —soltó Hijwira, entusiasta, coreada por sus compañeros.
«No te rompas nada», me aconsejó el mono, alejándose hasta la rama de un árbol.
«Procuraré.», prometí.
Realicé un saludo.
—Dicen que el lin-say tiene más técnicas de ataque que el har-kar… —Hice una pausa teatral—. ¿Es eso cierto?
Por toda respuesta, Namilisú se abalanzó sobre mí. Lo aguardé con tranquilidad y evité su ofensiva propinándole una patada y dando un elegante bote de dos metros hacia la derecha. Sonaron silbidos impresionados en el público. Namilisú frunció el ceño.
—¿Eso es har-kar? —preguntó.
Sonreí anchamente.
—Deberías saberlo si tanto lo criticas.
Alcé una mano a la espera del siguiente ataque. No conocía suficientemente bien el lin-say para saber a qué esperarme, y sobre todo no quería caer en la trampa de subestimar las capacidades de Namilisú. Nos evaluamos con la mirada, dando pasos de danza a varios metros de distancia. El público comentaba el combate, pero me abstraje de él y me fijé en cada uno de los movimientos del tiyano. Atacó. Apenas tomaba impulso cuando me abalancé sobre él, le asesté un par de golpes contra sus brazos, y esquivé un puñetazo… a medias. Sentí un dolor contra el hombro y siseé. Ese tiyano tozudo era rápido.
Alternaron los ataques y posiciones defensivas. Namilisú se dio cuenta, al de un rato, que hasta ahora yo sólo había estado evaluándolo y suspiró, irritado.
—¿Acaso todos los har-karistas luchan como si estuviesen jugando al escondite? —me provocó.
Puse los ojos en blanco.
—Está bien. Tú te lo has buscado.
Pensaba tener suficiente idea de lo que era capaz el tiyano como para poder ser temeraria. Así que me lancé.
No le di tregua. Atacaba por todos los lados, parando los grandes golpes y moviéndome velozmente para desorientarlo. Cuando vi venir un puñetazo, me acordé de mi accidente con Yeysa antes de apartarme bruscamente. Di un golpe contra el suelo con las botas twyms y aterricé con agilidad, salté de nuevo y me tiré contra la espalda del tiyano, quien perdió el equilibrio y cayó pesadamente al suelo. Los espectadores retenían la respiración. Como quien dice, ya había ganado, me dije, aliviada. En ese preciso instante, sin embargo, Namilisú soltó un gemido de dolor.
—¡Aaah! Se me está hincando algo puntiagudo… —jadeó.
Sorprendida, me aparté y el tiyano retrocedió precipitadamente, con las manos en el pecho. Respiraba entrecortadamente.
—¿Estás bien? —pregunté.
—¡Nam, no hagas trampas! —se indignó Fargalde, desde su asiento. Los demás protestaban, desilusionados por el comportamiento de su amigo.
—¡No he hecho trampas! —se defendió éste, apretando las manos contra el pecho—. Hay algo duro en el suelo. No es culpa mía.
No parecía muy herido, supuse, al verlo echar a Fargalde una mirada asesina. Hinqué una rodilla para examinar la tierra. Pasé una mano tanteante… y caí sobre una arista de metal. Parecía la esquina de un disco o de una caja, elucubré.
Noté de pronto algo parecido a una descarga eléctrica como las de Jirio y di un bote hacia atrás, alarmada.
—¡Es una mágara! —dejé escapar.
Y fruncí el ceño, sin estar realmente segura de lo que acababa de afirmar. A lo mejor tan sólo era energía en bruto, concentrada en ese trozo de metal… Los demás se apresuraron a cruzar el terreno, curiosos.
—¿Has dicho una mágara? —dijo uno de ellos—. ¿Un objeto mágico, quieres decir?
—Tal vez —asentí—. No estoy segura. Está repleto de energía, de eso no hay duda.
El elfo oscuro, Niurkol, le dio una patada y frunció el entrecejo.
—Suena a hueco.
—¡Traed una linterna! —soltó Hijwira. Yo, que estaba a punto de soltar un sortilegio armónico de luz, lo pensé mejor y decidí esperar la linterna: quién sabía qué opinión tendrían esos jóvenes de los “magos”.
—¡Es una caja! —se emocionó una humana.
—¿Cómo puede ser que no la viéramos antes? —se preguntó otro joven en voz alta.
—Está fuera del terreno —explicó Fargalde.
Arfa llegó con la dichosa linterna e iluminamos mejor el suelo. Escondida tras la hierba, sobresalía una esquina color tierra de algo que parecía efectivamente una caja. La observamos durante unos segundos. Entonces Fargalde declaró:
—Voy a por una rama.
Mientras se alejaba, los demás se pusieron a hablar del combate animadamente, declarándose impresionados por mis dotes de har-karista.
—¡Y esa manera de atacar por todos los lados! —exclamaba Hijwira, absolutamente entusiasmada—. ¡Increíble!
Carraspeé, sonrojándome, al oír a los demás corroborar.
—Bueno, Namilisú también lucha bien —intervine—. De hecho, mañana me levantaré con unos cuantos moratones.
Percibí entonces el breve asentimiento del tiyano.
—El har-kar ha ganado —declaró.
Solté una carcajada.
—Te he ganado —corregí—. Un estilo de combate no puede ganar solo. Hoy he aprendido que el har-kar y el lin-say son diferentes, pero que ambos son artes de combate respetables y eficaces —añadí, sonriente—. Creo que el asunto está zanjado. Así que… —me mordí el labio— ¿le ayudarás al maestro Dinyú? No lo digo simplemente por el combate, sino porque creo que se merece nuestra consideración y todo nuestro respeto. Francamente, creo… que es el mejor maestro que he tenido en toda mi vida —dije con sinceridad.
Namilisú tuvo una media sonrisa, afable.
—Le presentaré mis disculpas al maestro Dinyú. Pero prométeme que dentro de unos años tendré la revancha —me retó, sonriente.
Resoplé, divertida.
—Cuando pases por Ató —repliqué.
Fargalde había vuelto con su rama y se dedicó a cavar alrededor del objeto para sacarlo sin tocarlo. Mientras desenterraba el objeto, volví a por Frundis: no me gustaba dejarlo solo en aquel lugar extraño.
Cuando toqué el bastón, me invadió una ráfaga de ruidos chirriantes que me dejó pasmada.
«¿Frundis?»
Su agitación era evidente. Hasta temblaba materialmente, como sacudido por escalofríos. Syu trepó sobre mi hombro, inquieto.
«¿Qué le está pasando?», preguntó.
Me encogí de hombros. No tenía ni idea. Ambos tratamos de comunicar con el bastón, le rascamos el pétalo rojo y el azul, le dedicamos palabras reconfortantes y, cuando al fin su música se suavizaba, alguien del grupo soltó una exclamación:
—¡Es un saxofón!
Un profundo suspiro alcanzó mi mente. Frundis parecía apesadumbrado.
«¿Puedo pedirte un favor, Shaedra?»
«Lo que tú quieras», afirmé con ímpetu.
«Salgamos de aquí ahora mismo», soltó.
Su tono urgente me dejó tan afectada que salí corriendo hacia el portal. Que dijesen lo que quisiesen los demás, Frundis quería salir de ahí y no podía negarme. Tan sólo era el segundo verdadero deseo que me pedía desde que me acompañaba. Llegada del otro lado del portal, resollando, solté:
—¿Pero por qué?
Frundis, eligiendo la flauta travesera entre todos los instrumentos, tocó unas notas serenas para distender su tensión antes de contestar con dificultad:
«Porque yo viví aquí, en este mismo palacio. No quería decirlo, pero los recuerdos son demasiado fuertes.»
Syu y yo nos quedamos petrificados por la inesperada noticia.
«¿Por qué no lo dijiste antes?», alcancé a preguntarle al bastón.
Frundis suspiró por toda respuesta. Supe que, en el fondo, había querido volver a entrar en su viejo hogar…
«Creía que eras de Ajensoldra», solté.
«Nací en Aefna. Pero viví mis últimos años en Mirleria», explicó él, algo tenso. «No me gusta hablar de ello.»
Asentí.
«Entonces no hablaremos de ello», le prometí.
Oí unos pasos que se acercaban corriendo hacia el portal en el instante en que sentía una oleada de cansancio invadirme. La Sreda, pensé, aterrada. Se removía, inquieta, pidiendo descanso. Después de la cena, Kwayat había insistido en verificar el estado de mi Sreda y me había aconsejado que no saliese en los días siguientes… Y yo salía como una incauta aquella misma noche, suspiré, mientras me apoyaba sobre Frundis. Al menos mis movimientos bruscos durante el duelo no habían despertado dolor alguno en mi reciente herida.
—¡Shaedra! ¿Por qué te vas tan rápido?
Era la voz de Arfa. Sentí un bandazo de mi Sreda y retrocedí precipitadamente, horrorizada. ¿Y si me transformaba en demonio en ese instante y me veían todos los amigos de la faingal?
Choqué contra el muro de la casa de enfrente. Arfa pasó el portal y se precipitó hacia mí.
—¿La Sreda? —se contentó con murmurar, inquieta.
Asentí.
—Estoy… demasiado cansada.
Ella puso cara descontenta.
—Ya te dije que no era una buena idea ese duelo. Deberías habérmelo dicho antes. Le habría convencido a Namilisú para que se dejase de duelos.
—Pero entonces no habría vuelto con el maestro Dinyú —repliqué. Y resoplé—. ¿Crees que podría transformarme sin querer?
Un destello de pánico brilló en sus ojos.
—Voy a decirles que te llevo a casa porque te encuentras mal —decidió.
—Ya puedo volver sola —aseguré.
Pero Arfa se mostró inflexible y esperé pacientemente a que volviese. Mientras tanto, la Sreda se calmó, pero me dejó un mal presentimiento. ¿Realmente la poción de Seyrum lo había arreglado todo o tan sólo se trataba de un remedio temporal?
—Volvamos a casa —declaró la mirleriana al regresar. Se detuvo a contemplarme y vaciló—. Evitemos la Plaza de Sil. Por si acaso.
* * *
En ningún momento Arfa mencionó a los demás el episodio del duelo, pero se aseguró de que a la mañana siguiente no saliese de mi cuarto más que para comer y descansase todo lo posible. Y como Frundis estaba aún algo silencioso, sumido seguramente en unos recuerdos viejos de siglos, y Syu pasaba la mayor parte de su tiempo en los tejados de las casas y palacios, hablando con Shobur o con algún otro mono gawalt, me dediqué a releer Los esclavos de la sombra, y eso durante los tres días en que mi instructor, Maoleth y Seyrum consideraron que debía descansar para que la Sreda, al fin “normal”, acabase de estabilizarse.
Askaldo no les hizo tanto caso: salía todos los días a la ciudad y no le sucedió nada. Pero en mi caso, teniendo a un instructor como Kwayat, era difícil convencerle de que me dejase en paz. Al final de mi segunda, aunque más corta, convalecencia, Arfa vino a decirme que se había informado más detalladamente sobre la historia del Palacio del Viento.
—Ese saxofón parecía enterrado ahí desde hace siglos —me dijo, con tono experto de historiadora—. Anteayer estuvimos buscando más instrumentos enterrados, de noche, para que nadie nos viese, y encontramos una armónica y una pata de metal que parecía de uno de esos grandes pianos de cola. Y como soy muy curiosa, me fui a la Biblioteca de la ciudad a buscar información sobre el Palacio del Viento —sonrió, y adiviné que su búsqueda no había sido en vano. Reprimí las ganas de echarle un vistazo a Frundis, de pie contra el muro.
—¿Qué aprendiste?
—Infinidad de cosas —exageró ella—. Al parecer, hace siglos, vivía en el palacio un famoso compositor llamado Frilder Unen Disarren. Lo cierto es que jamás había oído hablar de él —admitió—. Pero parece ser que los amantes de la música venían de toda la Tierra Baya para escuchar sus conciertos. La historia de ese músico es fascinante. Se decía que era un magarista de la música. Creaba instrumentos de todo tipo. Por lo visto, fue él quien fabricó la primera guitarra con seis cuerdas. Y él también fue el que tuvo la idea de imprimir energía armónica dentro de sus instrumentos para modular los sonidos. Bueno, explicaban algo así en el libro que leí, no me enteré muy bien de todo.
Yo la escuchaba, tratando de no parecer demasiado afectada por sus palabras. Frilder Unen Disarren. El nombre me había impactado como una bola de fuego. Frilder Unen Disarren, me repetí, turbada. Por lo visto Frundis no se había complicado mucho para buscar un nuevo nombre…
—¿Te pasa algo? —preguntó Arfa, preocupada por mi aire ausente.
—¿Mm? Oh, no —mentí. Si Frundis no quería que nadie supiese que antaño había sido aquel tal Frilder, yo no iba a traicionarlo—. Eso que me dices es muy interesante —afirmé—. Y… ¿qué le pasó a ese músico?
Vacilé, mirando a Frundis con el rabillo del ojo. Tal vez hubiera sido mejor hablar de todo eso sin que él nos oyera. Para Arfa, todo aquello era historia lejana, pero para Frundis obviamente no lo era.
—Bueno —soltó Arfa, preguntándose tal vez si su interlocutora realmente se interesaba por lo que le estaba diciendo—. Frilder Unen Disarren murió relativamente joven, a los sesenta y tantos años. Según el libro, se lo llevó una pulmonía. Y al parecer en sus últimos días negó la entrada a su palacio a sus amigos y a los curanderos y a todos, menos a su hermano, Pastrat Unen Disarren —pronunció. Noté una ligera vibración desesperada en los pétalos de Frundis y me sentí rebullir, adivinando el suplicio que estaba padeciendo el bastón al oír narrar su propia historia… y su propia muerte. Arfa proseguía, inconsciente de su agitación—: Pastrat fue quien enterró al músico en el jardín del Palacio del Viento, no sé muy bien dónde. Cuando se lo dije a mis compañeros, ¡enseguida dejaron de desenterrar instrumentos por miedo a encontrarse con su cadáver! —se rió—. Ya sabía yo que ese palacio tenía una historia oscura, pero extrañamente nunca se me había ocurrido investigar sobre ella.
Reprimí una mueca molesta.
—Creo que no volveré a pisar el jardín de ese palacio —solté, tratando de hablar con ligereza—. Por cierto, ¿sabes si Namilisú ha vuelto a las lecciones del maestro Dinyú? —pregunté, ansiando cambiar de tema.
—Claro que ha vuelto —asintió ella—. En el fondo, quería volver. Pero es tan orgulloso que necesitaba que le metieses una paliza para recapacitar un poco —bromeó.
Enarqué una ceja al advertir su expresión suavizada. Me levanté de la cama de un bote.
—Creo que ya estoy curada de todos los males —declaré—. Y todos deben de estar hartos ya de tener que venir a mi cuarto cada vez que quieren verme —argumenté agitando la mano, al ver su mueca descontenta.
Recogí mi capa, e iba a agarrar a Frundis cuando pensé que seguramente desearía estar a solas con sus pensamientos. Me dirigí hacia la puerta.
—Shaedra.
Me giré.
—¿Qué?
La faingal vaciló.
—No le digas a nadie lo de la Orden de la Noche, ¿vale? Sé que es una tontería, pero… a Lilirays no le gustaría.
Sonreí.
—¿La Orden de qué? —repliqué.
Ella puso los ojos en blanco y salimos juntas de la habitación.
Las jornadas transcurrieron, serenas y entretenidas, a partir de ese día. Frundis se repuso de su humor melancólico, Syu se enfadó con Shobur porque este le había robado su capa verde y declaró con aire desengañado que los gawalts de esa ciudad tenían aún mucho que aprender. Cuando pretendió ir en busca de su capa, lo detuve.
«No te molestes, Syu, tenía pensado hacerte una capa nueva. La otra ya estaba muy desgarrada.»
Al gawalt se le iluminaron los ojos.
«Ojalá todos fueran gawalt como tú», pronunció, agradecido.
Al enterarse de que no partiría hasta pasados varios días, el maestro Dinyú me sugirió que me apuntara a sus lecciones de lin-say y todas las mañanas me unía al pequeño grupo de alumnos que fue aumentando rápidamente hasta sumar quince personas. Dinyú, sin saber muy bien qué había pasado, se olía así y todo que algo teníamos que ver Namilisú y yo en todo eso, pero cuando nos lo preguntó nos hicimos los tontos.
—Un buen maestro siempre acaba teniendo alumnos —contestó Namilisú.
El maestro Dinyú había sonreído con todos sus dientes muy blancos y había inclinado levemente la cabeza, diciendo:
—Gracias.
Cuanto más pasaban los días, más sentía el deseo de todos mis compañeros de volver a sus casas. Sólo Aleria debía de estar pensando en seguir buscando como fuese a su madre. Los primeros en marcharse fueron Seyrum y Skoyena, la marinera, a la que Lilirays regaló un barco nuevo con la promesa de que ella trabajaría como comerciante y agente suyo. Nos despedimos todos de ellos y vi marcharse al alquimista teniendo la impresión de que aún no me había perdonado lo del zumo míldico en Dathrun. Me dejó el recuerdo de una persona algo voluble y poco habladora en las conversaciones, aunque quién sabe, tal vez su estadía en la Isla Coja hubiese transformado su carácter: en ningún momento lo había oído hablar de su encarcelamiento. Según los demás había guardado un silencio de tumba cada vez que le habían preguntado sobre el tema, lo que me dejaba suponer que Driikasinwat había hecho todo lo posible para “alentarlo” a crear la poción que buscaba. Al fin y al cabo, Seyrum había sido una de las pocas personas en siglos en conseguir convertir a una saijit en demonio… Al ver alejarse la carroza, de camino al puerto, pensé que al menos Ademantina Darys pronto volvería a ver a su sobrino extraviado. En cuanto a la felrin, se marchó, feliz de ser capitana de nuevo.
Llegó finalmente el día en que Askaldo anunció que partiría hacia Ajensoldra. En privado, en su aposento, me preguntó si deseaba viajar con ellos o con mis hermanos y Aleria y Akín; entendí que, a pesar de ser un “progresista”, como lo había llamado Spaw una vez, Askaldo no pensaba complicarse la vida viajando con saijits… al igual que Maoleth y Kwayat. Cuando les contesté que no podía dejar a mi familia y mis amigos, el rostro de mi instructor se ensombreció considerablemente.
—No —zanjó—. O viajas con nosotros, o te quedas sin instrucción.
Levanté los ojos al cielo. Otra vez estábamos con las mismas amenazas. Spaw, sentado en un sillón, apenas disimuló una leve sonrisa.
—Kwayat —suspiré—. Una cosa es ser un demonio. Y otra es ser asocial. No puedo dejar a mis hermanos y a mis amigos.
—¿Crees acaso que te necesitan? —retrucó el humano. Su tono burlón me pareció hiriente, pero entendí que tan sólo pretendía persuadirme.
—No es cuestión de necesitar o no —expliqué—. Son mi familia.
Spaw carraspeó y se levantó.
—La acompañaré —declaró—. No os preocupéis. De todas formas, Shaedra ya sabe más de sryho que otros demonios, Kwayat. No te creas que son todos unos genios como tú. Ya le enseñarás en otra ocasión, cuando… ella se decida a vivir de manera más sosegada —concluyó, divertido. Lo miré con los ojos entrecerrados—. ¿Qué? Simplemente te digo la verdad. Los saijits siempre han complicado la vida de los demonios.
—Y viceversa —intervino Askaldo, con una sonrisilla—. Está bien. Entonces nuestros caminos se separan en Mirleria. Mañana saldremos de aquí Maoleth, Kwayat y yo a caballo. Y vosotros esperaréis unos días. Lilirays os pagará unas plazas para la diligencia.
Se oyó un suspiro.
—Primo, siempre te olvidas de mí… —se quejó Chayl, tumbado sobre la cama de Askaldo.
El elfocano soltó una breve carcajada.
—Lo hago adrede, Chayl. Tranquilo, es imposible olvidarse de ti. —Nos echó una mirada a Spaw y a mí y concluyó con más seriedad—: Entonces está decidido.
Aprobé con la cabeza y salí del cuarto de Askaldo poco después. Deseaba estar ya de vuelta a Ató y volver a ver a Aryes, y a Dol, Deria, Kirlens y Wigy… Aunque no por ello iba a sentir menos pena dejando Mirleria atrás, con Lilirays, Arfa, el maestro Dinyú, Namilisú y toda aquella simpática Orden de la Noche. Y ese magnífico palacio, añadí para mis adentros, echando una ojeada fascinada a los complicados trazados del techo de la galería. Recorrí el pasillo y me detuve a contemplar los jardines a través de una cristalera. Los árboles estaban ya cubiertos de hojas. Seguramente los soredrips, en Ató, formarían como todas las primaveras una cúpula de flores blancas.
—Curioso —dijo Spaw, a mis espaldas.
Giré la cabeza y enarqué una ceja interrogante. El demonio tenía la mirada fija en el cielo del atardecer.
—¿Curioso? —repetí.
Frunció el ceño y asintió. Percibí un brillo extraño en sus ojos negros.
—Zaix acaba de hablarme —me informó.
Lo miré con curiosidad.
—¿Y qué te ha dicho?
Spaw hizo una mueca y desvió la mirada unos instantes, como molesto.
—Bueno, le he comunicado que íbamos a salir pronto de Mirleria. Y él me ha pedido que te dijera que no podías seguir viviendo indefinidamente entre saijits. Me ha dicho: tiene que decidirse.
Fruncí la nariz.
—¿Decidirme?
—Ajá. Decidirte a vivir en nuestra comunidad —asintió.
—La comunidad —repetí—. Pero si ya vivo en vuestra comunidad. Tú estás conmigo. Además… también hay demonios que viven entre saijits. Mira los Darys —argumenté en voz baja—. O los Lilirays —insistí.
—Son minoría —aseguró el demonio—. Y ellos tienen una familia. Se apoyan entre ellos. En cambio tú… En fin, estás en tu derecho de no escuchar a Zaix —añadió, antes de que yo protestase—. Simplemente te comunico lo que él quisiera verte hacer: marcharte con Kwayat, acabar tu instrucción, y luego, quién sabe, tal vez… —Me miró fijamente y sonrió al verme algo turbada—. Tal vez quiera convertirte en una templaria —bromeó, retomando un aire ligero—. Aunque, francamente, entiendo que esa vía no te parezca tan atractiva como la de ser una har-karista profesional como Farkinfar o tu maestro Duyú.
—Dinyú —lo corregí, reprimiendo difícilmente una carcajada. Y sacudí la cabeza, suspirando—. Sinceramente, meterme en un agujero en la tierra como hacen algunos, no es lo que busco yo.
Spaw hizo una mueca y me pregunté, de pronto, si Zaix no estaría escuchando nuestra conversación. Mis palabras no dejaban de ser menos ciertas, pensé, ruborizada. Según el padre de Arfa, éramos todos esclavos de la sombra, condenados a no poder vivir a la luz del día. Tal vez tuviese algo de razón, pero no había que tomarlo al pie de la letra hasta el punto de esconderse en una mazmorra como hacía Zaix.
—Quiero seguir viviendo como siempre —insistí—. ¿Acaso es tan imposible? No puedo huir de mi familia y mis amigos simplemente porque sea… —me encogí de hombros y musité—: una demonio.
—Tampoco puedes huir de lo que eres —replicó Spaw. En sus ojos destellaba un brillo burlón—. Dicho así, suena muy fatalista —reconoció—, pero tampoco lo es tanto. Lo único que tienes que hacer es romper con tu vida anterior y… —Calló y dejó escapar un suspiro—. Buaj, yo soy un inútil para estas cosas. La próxima vez le diré a Zaix que te hable directamente.
Enarqué una ceja.
—¿Y por qué no lo ha hecho?
Spaw me dedicó una mueca cómica.
—Porque, obviamente, sabía que no te iba a convencer. No hablemos más del tema —declaró—. Sabes lo que Zaix quiere que hagas. Ahora, te toca a ti decidir lo que harás.
Me crucé de brazos.
—¿Eso significa que tú haces siempre lo que Zaix quiere que hagas? —inquirí.
El templario soltó una carcajada.
—¿Yo? Puedes estar segura de que las veces en que no he seguido sus consejos pueden contarse con los dedos de una mano —contestó, divertido, levantando su mano derecha—. Y sólo dos veces tuve razón al no seguirlos. Ya te he dicho que Zaix es un sabio. A su manera —apuntó.
Sonreí. Los rayos de sol se ocultaron detrás de un enorme palacio rojo en la lejanía, sumiendo el jardín y el pasillo en la oscuridad del crepúsculo. Le eché a Spaw una mirada de soslayo. El demonio parecía sumido en sus pensamientos.
—¿Spaw?
—¿Mm?
Me rebullí, indecisa.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —Vacilé—. ¿Aunque sea un poco molesta? —insistí.
Spaw me miró con una mueca burlona.
—Mientras sólo sea un poco.
Carraspeé.
—Hace tiempo que quiero preguntártelo. Se trata de los Droskyns.
Spaw no pareció sorprenderse, pero observé cómo un velo oscurecía su expresión.
—¿Qué significa realmente esa palabra? —pregunté—. Cada vez que la oyes, parece como si vieses un espectro.
—Un espectro… Sí. Tal vez —convino él. Enarcó una ceja, sombrío, y resopló, esbozando una sonrisa forzada—. Pero ese espectro tan sólo me pertenece a mí.
Me ruboricé, sintiendo que no debería haber sacado el tema. Estaba claro que Spaw no iba a ser más explícito. Al menos por el momento. Aun así, sus reservas no hicieron más que acrecentar mi curiosidad, pero me guardé las preguntas y sonreí anchamente.
—¿Así que nos acompañarás en la diligencia?
—Evidentemente —replicó él. Y dejando a un lado sus recuerdos y su aire sombrío, esbozó una sonrisa—. Cumplo mi deber como protector.
En ese momento apareció Syu por los pasillos y levanté el dedo índice, acordándome de un detalle.
—Por cierto, Spaw. Syu quería conocer tu opinión sobre su nueva capa verde.
El demonio sonrió, con los ojos posados sobre el gawalt que trepaba prestamente hasta mi hombro.
—Mm… Veamos. Aparte del hecho de que es ridículamente más pequeña…
Syu entrecerró los ojos.
«¡Ridículo tú!»
—… y que es ligeramente más oscura que la mía, reconozco que la lleva con una prestancia de emperador iskamangrés —acabó por decir Spaw—. Apenas exagero.
Enseguida el mono mostró sus dientes, complacido. Solté una risita.
—Syu dice que tu capa tampoco está tan mal, aunque sea ridículamente grande. Y ligeramente chillona. Y asegura que tienes el porte de un gawalt de altos árboles. Y que apenas exagera.
Spaw soltó una carcajada.
—Ese gawalt es más susceptible que Zaix.
Syu hizo una mueca cómica y me eché a reír. Las sombras invadían ya el Palacio del Agua.
Me despedí del maestro Dinyú tras una larga conversación alrededor de unas tazas de kawsari. Relé le dio a Syu un plátano, Saylen me regaló una hermosa concha azul y el maestro Dinyú me hizo prometer que le enviaría noticias en cuanto llegase a Ató. La víspera de nuestra partida, llegó Asbi Srajel de Sladeyr y al verla junto a su prima Arfa sonreí, asombrándome ante la imagen irreal que ambas daban: eran como dos pequeñas hadas rubias, cada una con sus manías, pero ¡tan parecidas a fin de cuentas! Asbi nos contó que el gobernador corrupto de Sladeyr había estado a punto de abandonar la isla llevándose la mayoría de las arcas isleñas. Afortunadamente, unos marineros lo habían interceptado.
—No sé cómo, sigue gobernando la isla —resopló Asbi, levantando los ojos al cielo—. Sobre todo que ahora ya no recibe ni el apoyo de Driikasinwat.
Al oír mencionar el nombre del difunto Demonio del Oráculo, Aleria y Akín se ensombrecieron a ojos vistas.
—Pero pronto se irá —aseguró la joven faingal—. ¡Vaya…! —añadió, adoptando un tono desilusionado—, qué lástima que se hayan ido ya vuestros compañeros. Ya le dije a mi padre que si esperaba demasiado para tomar el barco no los vería.
—Nos ves a nosotros, prima —replicó Lilirays, con una sonrisa serena—. ¿Acaso no es suficiente?
—Mmpf. ¡A vosotros os veo todos los veranos!
Aquella tarde, me despedía de Namilisú y de los demás compañeros de lin-say mientras Syu se iba en busca de Shobur a exhibir su capa y a anunciarle que se iba a tomar vientos por nuevas riberas. Encontré a Namilisú en El Garrafón; el tiyano rubio de mechas negras me sonrió.
—El maestro Dinyú nos dijo que te marchabas. Ha sido un honor luchar contra ti. Sobre todo en aquel duelo —añadió.
Y, para mi asombro, levantó las manos y realizó el saludo de Ató, cuando no pocas veces se había burlado de mí cuando lo hacía.
—Espero que nos volvamos a ver un día —soltó.
Le contesté al saludo, emocionada.
—Yo también lo espero, Namilisú.
Aquella noche, apenas pude dormir de la agitación. Me imaginaba ya llegando a Ató y encontrándome de nuevo con todas mis personas queridas. Me imaginaba que viajaba al Bosque Pang con Kyisse, el capitán Calbaderca, Aryes, Kaota y los demás, y que encontrábamos a los abuelos de Kyisse y luego volvíamos todos felices a Ató. Aryes y yo nos hacíamos cekals y… En mis infinitas elucubraciones, sonreía sola, ansiando que al fin mi vida volviese a ser tan sencilla como cuando iba a jugar a Roca Grande. Sin embargo, a veces, durante mi insomnio, volvía a recordar los problemas de Lénisu. Y el acuerdo con Mártida, la Hullinrot. Pero Lénisu nunca dejaría de tener problemas, relativizaba. Era intrínseco de su persona. Y lo de Mártida se arreglaría rápido… o eso se suponía. Tan sólo necesitaría un día para examinar mi mente. Cabía esperar que no me la desquiciase.
Me sobresalté al oír unos toques ligeros contra la puerta. Fruncí el ceño y, vestida tan sólo de mi camisón blanco, fui hasta la puerta y la abrí. Era Aleria.
—¿Puedo pasar? —susurró.
Asentí y me aparté. Volví a cerrar la puerta.
—Siento despertarte…
—No conseguía dormir de todas formas —le aseguré.
—Yo tampoco puedo dormir —confesó.
La elfa oscura se sentó sobre la cama y la imité. Permanecimos en silencio unos instantes y entonces Aleria me miró y resopló, como riéndose de sí misma.
—Lo siento, últimamente estoy muy rara. Debes de estar diciéndote: la Aleria sensata se ha quedado en Ató para siempre. Ató… Me parece tan lejana.
Entendí que no hablaba de distancias sino del tiempo.
—Dentro de unas semanas estaremos en Ató —le aseguré animadamente—. Y desde ahí, el Mahir hará todo lo posible para intentar contactar con tu madre y ella volverá y todo se arreglará, te lo prometo.
Aleria se encogió de hombros.
—Tal vez. Yo ya no me atrevo a esperar. Eso es lo más terrible, Shaedra. Creo que en esa isla… perdí algo y ahora apenas me reconozco yo misma. —Hizo una mueca—. Menudos disparates estoy diciendo.
Me dolió ver su expresión contradictoria. Por lo visto, aún no había superado el trauma… Tal vez jamás lo superase, me dije, algo alarmada. Con un súbito arranque, me acerqué a ella y le cogí ambas manos.
—Deja ya de intentar recuperar la persona que fuiste. Y sé tú misma, como eres ahora. Estoy segura de que podrás superarlo.
Aleria sonrió débilmente.
—Gracias. Pero, diantres, no he venido aquí a hablarte de mis problemas —soltó entonces con el ceño fruncido—, sino a hablarte de los tuyos.
Suspiré.
—¿No estarás otra vez con lo de Lilirays y las cofradías y las órdenes y todo eso?
—No… —replicó pacientemente—. Esos compañeros tuyos, aunque no tengo ni idea de qué son, no parecen plantear ningún problema, a menos que…
—¿A menos que? —la alenté.
—A menos que todo esté ligado. Me explico: me hablaste de todo el lío que tuviste con Lénisu, Hilo y los Gatos Negros, los ashro-nyns y todo eso. En el momento no quise preguntártelo pero… necesito saber. —Sus ojos rojos chispearon cuando los levantó para mirarme con fijeza—. ¿Eres tú una Sombría?
La pregunta me hubiera hecho gracia en sí, pero al recordar que no era la primera vez que me hacían esa pregunta, no pude evitar soltar una risita.
—No soy una Sombría —afirmé, poniendo los ojos en blanco—. ¿Tengo cara de Sombría yo? Que mi tío lo sea no significa nada.
—Esa es otra cuestión —dijo Aleria. Su alivio al conocer mi respuesta era manifiesto—. Lénisu, tu tío, ¿realmente confías en él? Quiero decir… Tú misma me has dicho que era el Sangre Negra y que trabaja para los Sombríos y que fue criado por un nakrús… ¿No te parecen demasiadas cosas raras como para que…
—… haya salido normal? —acabé por ella, burlona—. De hecho, Lénisu dista mucho de ser alguien prudente, cauteloso, mesurado o sabio. Pero te aseguro que si mañana me viese en peligro, me ayudaría. Al igual que yo lo ayudaría a él —agregué con total franqueza—. No seguir la Ley al pie de la letra no significa que uno no pueda ser una buena persona —razoné, adivinando sus pensamientos.
Aleria no parecía muy convencida, pero no insistió.
—¿Y lo de la poción? —soltó, tras un breve silencio—. Sé que aquella mutación tuya no era normal. Algo grave debió de ocurrir… Pero no quieres decírmelo —adivinó.
—No es que no quiera —le aseguré—. Pero no quiero perjudicar a nadie.
Aleria entornó los ojos.
—Esa mutación… ¿fue un accidente, verdad? Alguien que conoces la provocó. Y no quieres echarle la culpa.
Su hipótesis era muy vaga pero asentí.
—Es posible. —Me tumbé en la cama con las manos detrás de la cabeza, pensativa—. Dime, Aleria, ¿qué piensas hacer cuando hayamos llegado a Ató?
Mi amiga no contestó enseguida.
—Esperar a mi madre —declaró al fin—. Como dijiste antes, si ya no está secuestrada por nadie, volverá. —Sus ojos fulgían con una nueva esperanza—. Y… yo le pediré al maestro Yinur que me vuelva a coger como alumna. Aunque sea otra vez como simple snorí. Francamente, no sé si alguna vez la Pagoda Azul habrá tenido a tantos alumnos peregrinadores en una sola promoción —sonrió.
Hice una mueca.
—Les diremos que hemos ido a salvar el mundo. A lo mejor nos perdonan nuestras largas correrías. Aunque…
Callé, pensando de pronto en algo. Aleria enarcó una ceja.
—¿Aunque? —me animó.
Carraspeé y murmuré:
—Acabo de recordar que todos en Ató me creen muerta. Y no es la primera vez —mascullé.
Mi amiga pareció apenada, como imaginándose la pesadumbre de Wigy y Kirlens y…
—Al menos Aryes y Dol saben la verdad —relativicé, sentándome en la cama, más animada—. Ya empieza a amanecer —observé entonces, al echar un vistazo por la ventana.
Aleria siguió mi mirada y asintió, levantándose.
—Será mejor que vaya a prepararme.
La vi alejarse hacia la puerta. Syu se desperezó, bostezó y yo lo imité. Aleria posó una mano sobre el pomo y se detuvo.
—Por cierto, Shaedra. ¿Destruiste lo que había en el laboratorio de mi madre, verdad?
La pregunta me pilló desprevenida y, por un momento, me quedé boquiabierta.
—¿Qué?
Se giró hacia mí.
—¿Te llegó la carta que te envié, verdad? Recuerdo que la mencionaste hace unos días.
—Oh, sí —contesté, sonrojándome—. Yo… bueno, a decir verdad no destruí nada —confesé.
Aleria se mordió el labio.
—Fue Dolgy Vranc quien te dijo que no lo hicieras, ¿verdad?
—En absoluto —negué—. Dol hasta pensó que sería una buena idea. Pero… finalmente lo pensó mejor y se lo llevó todo a su casa. Todos los frascos —especifiqué. Marqué una pausa—. ¿Realmente hay sustancias peligrosas en esas pociones? ¿Daian no tendría ahí una poción de atsina trávea? —me alarmé.
La elfa oscura se encogió de hombros.
—No tengo ni idea —admitió—. Ya sabes que a mí la alquimia nunca me ha interesado mucho. Pero Dol es, por lo general, bastante prudente. Espero que guarde esas pociones en secreto.
Sonreí al recordar unas palabras del semi-orco: “Ya tengo demasiados secretos en mi vieja cabeza y hace tiempo que he entendido que a veces es más sencillo mantener a raya la curiosidad.” Meneé la cabeza.
—Dol sabe mantener un secreto —afirmé, sonriente. De pronto mi sonrisa desapareció y agrandé los ojos—. ¡Oh, no! —exclamé—. ¡La cuerda de ithil!
¡Se me había olvidado completamente!, me dije, incrédula. Aleria me observaba sin entender.
—En Ató, Dolgy Vranc me regaló una cuerda élfica —expliqué—. Una cuerda increíblemente resistente y muy ligera. Y… la utilicé en la Isla Coja para bajar hasta la torre negra y… Por todos los dioses, la he perdido para siempre —deploré.
Aleria, al oírme, soltó una carcajada y la fulminé con la mirada.
—Era una cuerda de ithil —insistí.
La elfa oscura parecía muy divertida.
—Aún recuerdo que perdiste el amuleto de Márevor Helith —soltó, con una gran sonrisa—. Una cuerda… —rió—. Al lado del shuamir, no es nada, tranquila.
Percibí la expresión burlona del mono gawalt. Gruñí, mascullando por lo bajo.
—Está bien —repliqué—. No es un drama. Pero era un regalo de Dol.
Ya me imaginaba la fina cuerda balanceándose eternamente en el precipicio de la Isla Coja… Con una sonrisa en los labios, Aleria salió del cuarto. Me encogí de hombros y me levanté.
«Syu, ¡vamos a volver a Ató!», solté con alegría.
«Ya era hora», replicó él. «Empezaba a estar harto de soportar a esos medio gawalts robacapas.»
Resoplé, divertida.
«Asbarl, Syu.»
* * *
El primer día del viaje, pareció llegar el verano a las Repúblicas del Fuego. En Ató aún se arremolinaría el viento frío, pero aquí la primavera parecía haberse acabado antes de tiempo y los rayos de sol golpeaban duramente las tierras baldías de aquellas regiones. Pronto perdimos de vista el Palacio del Agua y la diligencia se alejó rápidamente de Mirleria. Seguimos durante largo rato la costa y luego nos internamos en el continente, rumbo hacia el Bosque Quemado, las Montañas de Acero y Aefna.
En la diligencia, tan sólo viajábamos Murri, Laygra, Aleria, Akín, Spaw, yo y un humano de tez morena y ojos muy azules que llevaba una espada corta al cinto y un collar con el símbolo de los Mentistas: un círculo atravesado con un relámpago. Era la primera vez que veía a un Mentista de tan cerca y lo cierto era que siempre había sentido una viva curiosidad por aquella discreta cofradía que decía poseer un dominio insuperable de la energía bréjica, o como la llamaban ellos, del naari. Nada más verlo, le había avisado a Syu de que probablemente íbamos a tener que moderarnos y no hablarnos mucho: quién sabía si aquel humano sería capaz de entender que viajaba con una ternian yedray. En cualquier caso, el Mentista era poco hablador: se contentó con realizar un gesto seco con la cabeza cuando nos instalamos en la diligencia y se pasó todo el día callado, contemplando el paisaje, sumido en sus pensamientos.
Al principio, no nos atrevíamos a hablar por la presencia de aquel extraño, pero poco a poco nos pusimos a debatir sobre temas generales y filosóficos. Empezamos bromeando y soltando anécdotas, y acabamos en una discusión animada en la que Laygra terminó por exaltarse y Murri y yo tratamos de calmarla, medio riéndonos medio asombrados por su terquedad. En ese momento, percibí un brillo de exasperación en los ojos del Mentista. Debía de estar lamentándose interiormente de estar viajando con seis jóvenes turbulentos como nosotros.
La primera noche paramos en una aldea perdida en medio de la nada: alrededor tan sólo había hierba seca, peñones y una brisa árida que arrastraban los vientos desde el oeste. La vida, en aquel pueblo, era de lo más tranquila. Bajo el sol poniente, vi a un pastor sentado bajo un árbol de tronco retorcido, rodeado de un rebaño de renos blancos que levantaron la cabeza al oír pasar a toda prisa el carromato. En el albergue, cenamos «sopa de leche», una especialidad de aquella aldea, según nos dijo el posadero, y mientras comía el extraño plato, me fijé en que el Mentista, sentado en una mesa aparte, sacaba un pergamino de su bolsillo y le echaba un vistazo, como para acordarse de un detalle. Meneé la cabeza, volviendo a mi sopa. Si se decía que los Sombríos tenían asuntos turbios y secretos, no se contaba menos de los Mentistas.
Dos días más tarde llegamos a los lindes del Bosque Quemado. Me produjo una extraña sensación ver aquella ancha extensión de árboles de intrincadas ramas pobladas de hojas tan negras como el carbón. Destacaba su negrura en medio de ese paisaje de tierra seca y casi blanca, bajo el cielo totalmente azul.
—¿Nunca habías visto el Bosque Quemado? —preguntó de pronto la voz del Mentista.
Me sobresalté al oír su voz, menos hostil de lo que hubiera esperado. Negué con la cabeza y él, con el rostro suavizado, levantó una mano para indicar brevemente el bosque.
—Se han contado muchas historias sobre él —pronunció.
Enarqué una ceja, sintiendo más curiosidad por hablar con él que por aprender cosas sobre el bosque.
—¿Por qué se llama el Bosque Quemado? —pregunté.
—La leyenda cuenta que ahí fue donde cayó la Piedra del Fuego y cavó un enorme agujero hasta acabar en algún sitio perdido de los Subterráneos —contó el Mentista—. Por eso el bosque está maldito y sus hojas son negras como el carbón. Existe una profecía que dice que sólo una mano amiga podrá devolver los colores al Bosque Quemado —sentenció. Por su tono, se veía que no le daba mucha credibilidad a ese presagio.
A partir de ahí, seguimos hablando con tranquilidad sobre las leyendas y las creencias, y en un momento me di cuenta de que el Mentista se había callado y que nos había dejado seguir la conversación mientras él se sumía de nuevo en un profundo silencio. Me pregunté seriamente si los Mentistas no tendrían las mismas costumbres de rezo que los say-guetranes.
Empezaba a anochecer cuando llegamos al siguiente pueblo, Galvia, que marcaba la frontera de Ajensoldra. Recordaba que en un tiempo lejano aquella aldea rodeada de murallas y de campos de cultivo había sido una ciudad activa y llena de vida. Al menos eso me había enseñado el maestro Yinur. Ahora, sin embargo, la tierra estaba seca e infértil y la mayoría de las casas estaban abandonadas, salvo las de la calle principal. El albergue al que entramos parecía un verdadero palacio, aunque, como pude comprobar, la mayoría de las salas estaban vacías o habían sido reconvertidas en grandes dormitorios para los viajeros. El propietario, un humano pelirrojo de ojos muy negros, nos dio la bienvenida y, al reconocer al cochero y no tener muchos clientes aquella noche, se sentó con nosotros para contarnos historias sobre Galvia y quejarse de los dirigentes de Aefna, que siempre dejaban la ciudad olvidada.
—Como estamos en la frontera, ¡a lo mejor creen que somos de las Repúblicas del Fuego! —bromeó, sacudiendo la cabeza.
Sonreímos y escuchamos con interés las terribles y no siempre muy creíbles anécdotas que se contaban sobre el Bosque Quemado.
—Esta misma semana pasaron unos raendays en busca de unos jóvenes aventureros que se perdieron en el bosque —nos contó en un momento el tabernero—. Aún no han vuelto los raendays, pero espero que los encuentren vivos. Al parecer los jóvenes venían de Aefna y eran de buena familia. ¡Qué manía con querer buscar aventuras peligrosas! —Suspiró—. Yo mismo traté de impedirles que fueran y les conté lo que pasó hace cinco años. ¿No sabéis lo que pasó hace cinco? —Negamos con la cabeza—. Pues veréis, un día, encontraron a una joven muerta en el bosque, desangrada hasta la última gota de sangre. —Nos estremecimos todos—. Los guardias dijeron que eran vampiros. Pero hasta que mandaran a un cazavampiros especialista, pasó un mes, y esos malditos chupasangres atacaron a Gabesh el leñador. Finalmente el cazavampiros vino y se los cargó a todos, o al menos los ahuyentó, porque no volvieron. Ew Skalpaï, se llamaba —recordó el tabernero, y agrandé los ojos al oír el nombre del que debiera ser mi maestro de har-kar en Ató—. En mi vida he visto un hombre tan terrorífico. Aunque por lo menos lo solucionó todo.
Por segunda vez recé fervientemente por que Drakvian jamás se encontrara con ese asesino de vampiros.
—¡Bueno! —declaró el cochero, posando su jarrón vacío sobre la mesa. Después de tantas historias, estaba ligeramente borracho—. Voy a irme a dormir y espero no soñar con tus historias truculentas, Rincart. Cada vez que paso por aquí hablas de vampiros, esqueletos, arpías y demás. ¡Y luego te sorprendes de que los viajeros no se detengan a visitar la región! Venga, muchachos, todos a dormir.
El tabernero nos enseñó nuestros cuartos. Por la ventana del dormitorio donde entramos Laygra, Aleria y yo, se alcanzaba a ver, sumido entre las tinieblas, el Bosque Quemado.
—¿Buscando nuevas aventuras? —me soltó mi hermana, burlona, al ver que me había detenido a contemplar las vistas.
Resoplé.
—Más bien buscando evitarlas —repliqué.
Una vez metida en la cama, me puse a pensar inconscientemente en los vampiros. Y en Drakvian. La habíamos dejado sola, ahí, en los Subterráneos, y me daba cuenta de que me hubiera gustado ver aparecer su cabellera verde y su sonrisa vampírica. Ojalá no le hubiese ocurrido nada malo. Aquella noche, estaba agitada y para tranquilizarme tendí la mano hasta Frundis para escuchar su música. Al apercibirse de mi presencia, Frundis hizo sonar una alegre melodía de piano.
«Ya he acabado la canción», declaró, contento.
«¿Cuál?», pregunté.
«Ya no sabe ni cuál, ¡tiene tantas!», intervino el mono, medio dormido.
«Bah, ¿os acordáis de esa canción épica que os prometí? ¿Esa que contaría la historia de Shaedra y la Flor de Klanez en los Subterráneos?», insistió.
«¡Ah!», solté, sorprendida. «La canción cuyo título nunca quedó resuelto. Claro que me acuerdo. ¿Le has encontrado un título?»
«Por supuesto. Si no no os la dejaría escuchar. Se llama Balada en tierras lejanas.»
Enarqué una ceja.
«Bueno, ¿por qué no?», repliqué. Expectante, el bastón fingía interesarse por unas notas de guitarra… Puse los ojos en blanco, divertida. «Oh, gran compositor, ¡enséñanos tu sublime canción!», lo engatusé.
El bastón soltó una risita satisfecha y se dispuso a enseñarnos su nueva obra maestra. Contó los hechos ocurridos en los Subterráneos con tal sencillez y realismo que hasta me emocioné. No faltaron algunas florituras algo llamativas, particularmente durante la batalla contra las mílfidas, pero eso sólo era, como explicó, “una cuestión de arte”.
* * *
En los días siguientes nos alejamos del Bosque Quemado y rodeamos las Llanuras del Fuego hasta llegar al Camino del Oribe. Los días seguían siendo cálidos pero fuimos notando cómo a la mañana soplaba un viento más frío proveniente del norte. La diligencia avanzó rápidamente hasta que un día, antes de la hora de comer, un caballo empezó a cojear y el cochero estiró inmediatamente las riendas, alarmado. Como buen mirleriano que era, hablaba al caballo herido como si se tratase de un amigo saijit. Alejó al caballo del resto y se dedicó a sacarle la piedra que se le había hincado en la pezuña a pesar de la herradura. Cuando lo hizo, soltó un gruñido.
—Oh, buen Dinadan —se lamentó—. Esto debe de dolerte.
Laygra no pudo evitar acercarse al cochero para ofrecer su ayuda. Primero, él pareció reacio a dejar su querido Dinadan en sus manos pero se animó enseguida cuando mi hermana le dijo que era una curandera y que por el momento se había dedicado sobre todo a cuidar caballos.
—Déjeme ver su pata —le pidió.
—Está bien. Pero ten cuidado, jovencita —la avisó—. Conozco a Dinadan. No le gustan los extraños. ¿Estás segura de que puedes hacerlo?
Mi hermana asintió y mientras el cochero levantaba la pata del caballo, ella se dedicó a modular su sortilegio esenciático. Aleria, quien jamás en su vida había cuidado más que a saijits, la observaba con curiosidad. Akín, Murri, Spaw y yo nos sentamos al sol, estirándonos para desentumecer nuestros músculos. Sonreí al ver a Syu curiosear entre los pequeños arbustos que poblaban la colina.
Desde donde estábamos, se veían las Llanuras del Fuego, una extensión de arena y roca rojiza, apenas interrumpida por algunos peñones que se erguían como torres. Por lo que sabía, tan sólo las atravesaban de cuando en cuando algunos nómadas en busca de karsken y no siempre salían con vida. No por nada aquella planta curativa era tan cara, pensé.
Detrás de nosotros, se alzaban las Montañas de Acero. Naura la Manzanona debía de echar de menos el Árbol de Jadán, fuese cual fuese el sitio donde Kwayat la había escondido ahora. Inevitablemente, pensé entonces que las Cárcavas de Sueño y el Laberinto no andaban muy lejos e hice una mueca recordando lo sucedido apenas un año atrás. Los trasgos, el troll, los túneles… Ya me valía de aventuras temerarias, decidí, mientras me tumbaba cómodamente sobre la hierba. Tan sólo me faltaba encontrar a los abuelos de Kyisse junto al capitán Calbaderca y Aryes. Y me prometí que, una vez hecho eso, no volvería a meterme en líos.
«Es una sabia decisión», declaró Syu, mientras agitaba la cola, respirando los olores de la primavera.
Sonreí y centré mi atención en la tarea de Laygra. Tras soltar un sortilegio esenciático, se dedicaba ahora a aplicar un ungüento sobre la parte herida.
—Yo que usted no lo volvería a poner a tirar de la diligencia —le recomendó al cochero.
Este asintió con impaciencia, dando a entender que sabía cuidar de sus caballos.
—Muchas gracias, muchacha. Siempre se agradece tener a una mag… a una celmista cerca.
—¡Ja! —nos musitó Spaw, tumbado negligentemente en la hierba seca—. Si él supiera que está rodeado de celmistas… Menos mal que hay al menos alguien normal en el grupo.
Me rasqué la barbilla.
—Estás hablando de mí, ¿verdad? —solté con desenfado, mirando el cielo.
El demonio se carcajeó y se levantó ágilmente. Sus ojos negros sonreían.
—Vamos, es hora de comer —declaró.
Habíamos retomado el viaje y llevábamos varias horas avanzando, con el caballo herido siguiéndonos a trote ligero, cuando empezamos a oír un trueno de cascos detrás de nosotros.
—¿Qué es ese ruido infernal? —pregunté y me mordí el labio al darme cuenta de que acababa de repetir las palabras de Frundis.
Laygra, junto a la ventanilla, asomó la cabeza y volvió a meterla encogiéndose de hombros.
—Jinetes. Van al galope. Deben de andar con prisas.
Cuando nos adelantaron, el Mentista pronunció:
—Raendays.
Enarqué una ceja al advertir su tono poco menos que despectivo y observé pasar con rapidez a los caballos.
—Tal vez sean los que se metieron en el Bosque Quemado en busca de los jóvenes que se perdieron —caviló Murri.
Tal vez, asentí para mis adentros. Media hora más tarde llegamos al siguiente pueblo y como apenas quedaba una hora de sol y el cochero se preocupaba por Dinadan, nos detuvimos. El albergue al que nos condujo el cochero me recordaba mucho al Ciervo alado. Tenía adornos de madera en la fachada y en el interior había el mismo ambiente… O tal vez sólo tuviese esa impresión porque deseaba volver a Ató, pensé, burlándome, mientras tomábamos asiento en una de las pocas mesas libres.
—Los raendays —me susurró Laygra, al sentarse junto a mí.
Sólo entonces me percaté de que buena parte de la taberna estaba ocupada por aquellos jinetes raendays que nos habían adelantado en el camino.
—Al parecer, no andaban con tantas prisas —comentó Spaw.
Paseé mi mirada por los rostros de los cofrades. Tenían un aspecto bastante lamentable, un poco como si hubiesen efectivamente estado vagando por un bosque durante días. Varios tenían viejas cicatrices en la cara y algunos llevaban vendajes por heridas recientes. Entonces mi mirada se detuvo en la cara vendada de un semi-elfo que en ese instante soltaba una gran carcajada al oír la broma de un compañero suyo.
—¿Qué deseáis? —lanzó la voz del tabernero, junto a nuestra mesa.
—Una sopa de puerros, por favor —soltó la voz de Spaw.
Alguien me zarandeó y solté un gruñido, apartando los ojos del semi-elfo.
—¿Qué pasa?
—¿A quién estás mirando? —me preguntó Murri, incómodo—. Ya sabes que dicen que los raendays son susceptibles. No los mires de manera tan directa.
Meneé la cabeza y al volver a mirar al semi-elfo vi cómo éste, alertado por algún sexto sentido, se giraba bruscamente hacia mí. Y se quedó boquiabierto.
—A ese raenday lo conozco —expliqué. Y sonriendo anchamente, me levanté.
—¿Qué? —soltó Laygra, incrédula.
—¡Shaedra! —soltó Kahisso, acercándose a grandes zancadas—. Dioses, ¡qué sorpresa!
Su ojo derecho estaba cubierto por el vendaje, pero el otro sonreía y brillaba de asombro. No pude evitar soltar una carcajada.
—Francamente, estás horrible —solté.
—Bah, ¿te refieres a esto? —replicó el semi-elfo, sonriente, señalando su cabeza—. Pequeños daños colaterales. En unos días estoy repuesto —aseguró.
Un raenday sentado no muy lejos soltó una carcajada al oírlo.
—El Curandero se dio de pleno contra una piedra quemante —bramó, y sus compañeros rieron.
El semi-elfo puso cara jocosa.
—Mejor pegarse contra una piedra quemante que meter el brazo en la boca de un lobo sanfuriento, Delad —replicó, mordaz.
El otro, con un mohín, echó un vistazo a su propio brazo magullado mientras los demás bromeaban, bebían y comían, haciendo caso omiso de sus heridas. Los días pasados en el Bosque Quemado no habían sido muy agradables, por lo visto, y aun así todos parecían estar alegres. Raendays, pensé, divertida.
—Bueno —dijo Kahisso, dándoles la espalda a sus compañeros—. ¿Cómo así te encuentro tan cerca de Aefna? Kirlens me dijo que te habías ido a Kaendra y que luego desapareciste.
—Desaparecí —afirmé con tranquilidad—. Pero volví a Ató tras una breve estancia por los Subterráneos.
—Y ahora volvemos a Ató, tras una breve estancia por la Isla Coja —soltó Spaw, burlón.
Kahisso apartó su ojo libre de mí para posarlo en el demonio y en mis compañeros.
—Vaya, vaya —pronunció—. ¿Son tus compañeros de viaje, Shaedra?
—Ajá —aprobé—. Este es Spaw. Y estos son Aleria, Akín, Laygra y Murri.
—Un placer —soltó el semi-elfo, saludándolos con la mano.
No era la primera vez que observaba que Kahisso parecía haber olvidado los saludos habituales de Ató, pero no dejé de pensar en aquel momento cuán diferente era la vida actual del hijo de Kirlens en comparación con su infancia pagodista. ¿Por cuántas ciudades, pueblos, desiertos y montañas habrían pasado Kahisso, Djaira y Wundail en su agitada vida? Con una vida así, era normal que se le fuese olvidando la cultura de Ató.
De pronto, Murri se levantó de un bote.
—Pero… ¡yo te conozco! —exclamó, asombrado—. Tú eres Kahisso. Te vi hace cuatro años en las Hordas cuando…
Kahisso soltó un resoplido y rió.
—¡Es verdad! Si no me lo dices, ni me acuerdo —admitió—. Shaedra me contó que estudiabais en la academia de Dathrun. Veo que toda la familia se ha reunido al fin.
—Sí, sólo falta el tío —masculló Spaw, socarrón.
Al oírlo, el semi-elfo frunció el ceño, intrigado.
—Lénisu… ¿Sigue vivo, eh?
—Seguía vivo cuando lo dejé —repuse, divertida—. Pero, con la suerte que tiene, a lo mejor ha muerto tres veces y resucitado otras tantas después de haber atravesado algún monolito.
Kahisso esbozó una sonrisa y me señaló la puerta.
—Salgamos y demos un paseo. Estoy seguro de que tenemos muchas cosas que contarnos. Y desgraciadamente mañana saldremos todos muy pronto, antes de que os levantéis seguramente.
—¿A qué tantas prisas? —pregunté, mientras saludaba a los demás y seguía al semi-elfo hacia la salida.
—Nuestra misión en el Bosque Quemado no debía durar tanto —explicó él, al tiempo que salíamos bajo el cielo del crepúsculo—. Se supone que deberíamos estar trabajando ya para otra persona y nuestra kaprad no perdona.
Lo observé, atónita.
—¿Vas a seguir trabajando aunque estés herido?
Una sombra extraña pasó por la mirada de Kahisso.
—Mi herida enseguida curará. Soy curandero, ¿recuerdas? Incluso, como habrás podido comprobar, me apodan todos el Curandero. Y necesito seguir trabajando.
Noté un deje de obstinación en su tono y fruncí el ceño.
—¿Dónde están Djaira y Wundail? —pregunté—. No los he visto en la taberna.
—Están bien —contestó Kahisso.
Se puso a andar por la calle y lo seguí. Era evidente que me escondía algo, pero respeté su silencio y me dediqué a contarle mi aventura por los Subterráneos y el rescate de Aleria y Akín. Las sombras acabaron anegando por completo la pequeña plaza del pueblo.
—Y… ahora volvemos todos a Ató —solté, sentándome sobre un pretil—. Hemos dado muchas vueltas por toda la Tierra Baya, total que no hemos matado a ningún dragón ni encontrado ningún tesoro, pero al menos hemos salido con vida —relativicé.
Kahisso se rió, meneando la cabeza.
—Vas camino de convertirte en una auténtica raenday, Shaedra —me cumplimentó.
Levanté los ojos al cielo y solté:
—¿Y tú? —Como él se encogía de hombros, sin parecer querer contar gran cosa de su vida agitada, agregué con cautela—: Me enteré de que te enfadaste con Kirlens.
Kahisso agrandó levemente su ojo sano y vi pasar por su rostro un fugitivo dolor.
—Enfadarse no es la palabra —dijo—. Y de todas formas, él nunca lo entendió.
—¿Hablas de ser un raenday? —musité—. ¿Por eso os enfadasteis?
El semi-elfo me miró a los ojos.
—No nos enfadamos —insistió—. Simplemente discutimos. Y decidimos no volver vernos.
Me quedé de piedra.
—¿Qué?
Kahisso levantó las manos para hacerme callar, aunque yo estaba tan sorprendida que no me salían ni las palabras.
—Las cosas son como son —declaró—. Él reniega de mí y yo reniego de él aunque nos sigamos queriendo. Djaira ya me advirtió que acabaría pasando. Ya sabes que Kirlens jamás soportó que su hijo… —Inspiró hondo y llevó su mano al pomo de su espada como para darse ánimos—. Soy un raenday y acepto todos los inconvenientes de este oficio. Es mi modo de vida.
Lo contemplé unos instantes, adivinando que la separación con su padre había sido más dura de lo que dejaba aparentar. Permanecimos un rato en silencio, sentados en la plaza, frente al ruidoso albergue. Las voces nos llegaban apagadas y lejanas.
Francamente, no entendía cómo Kirlens y Kahisso habían podido llegar a la conclusión de que era mejor no volver a verse, pensé, conmocionada. Ambos eran buenas personas. Pero tenían un carácter demasiado distinto y al mismo tiempo compartían la misma tozudez. Suspiré y me giré hacia Syu, sentado junto a mí en el pretil.
«Creo que jamás acabaré de entender los actos de los saijits, aunque los conozca de toda la vida», le confesé.
El mono se encogió de hombros. Para él estaba claro que los actos necios, entre saijits, no eran cosa de extrañar.
—Me gustaría pedirte un favor —dijo de pronto Kahisso, rompiendo el silencio.
Enarqué una ceja.
—¿De qué se trata?
—¿Podrías… repetir a Kirlens las palabras que voy a decirte?
—Por supuesto… trataré de no olvidarlas —sonreí.
El semi-elfo hizo una mueca divertida que pronto se volvió meditativa.
—Dile que simplemente… —Marcó una pausa mientras yo lo observaba, expectante—. Dile que lo siento.
Calló, sin añadir nada más, y sonreí pese a su expresión grave.
—Creo que me acordaré —le prometí.
Kahisso me miró e inesperadamente me devolvió la sonrisa y se llevó el puño hasta el pecho. Toda señal de sufrimiento se había desvanecido.
—Quién diría que la pequeña salvaje a la que recogí en aquel pueblo perdido se convertiría en una ternian hermosa y de tan buen corazón —pronunció.
Me sonrojé mientras él se levantaba y me revolvía el cabello afectuosamente.
—¿Nunca volverás por Ató? —pregunté, incorporándome a mi vez.
Kahisso se encogió de hombros.
—No puedo asegurarlo. Pero ancha es la Tierra Baya. Pueden pasar años hasta que nos veamos otra vez.
Puse los ojos en blanco y traté de ocultar la pena que me producían sus palabras.
—Nada nuevo bajo el sol, entonces —dije y vacilé antes de añadir—: Te echaré de menos.
El raenday sonrió.
—Un aventurero jamás echa de menos nada, salvo su espada —replicó y sonrió, añadiendo—: En teoría. —Alzó una mano teatral y pronunció como si se tratara de una bendición—: Honor, Vida y Coraje, Shaedra.
Sacudí la cabeza, conmovida, y nos encaminamos hacia el albergue. A la mañana siguiente, desperté cuando aún el cielo estaba negro como la tinta de Inán. Oí un lejano trueno de cascos y me precipité hacia la ventana en silencio. Me senté en el borde, sintiendo unas lágrimas cálidas humedecer mis ojos. Hasta la próxima, Kahisso, hijo de Kirlens, pensé. Ignoraba por qué, tenía la sensación de que no volvería a verlo jamás.
Toda la calma del viaje por el sur de las Montañas de Acero se tornó en gritos, chirridos de carretas y cascos de caballo. A ambos lados del camino, se veían campesinos labrar la tierra bajo un sol constante. Cuando llegamos a Aefna, nuestro cochero se enzarzó en una pelea verbal con un comerciante que llevaba una enorme carreta llena de verduras. Sentado en el banco de la diligencia, el Mentista tenía el semblante sombrío, quién sabe si porque el cochero no conseguía avanzar en la ancha Plaza de Laya, abarrotada de carros y tenderetes, o por alguna otra misteriosa razón.
En cuanto a los demás, nos removíamos, inquietos, ansiando ya bajar del carromato y desentumecer nuestros músculos anquilosados. Pero tan sólo pudimos apearnos cuando el cochero hizo al fin detener sus caballos en el Corral de Transportes. «Bienvenidos a Aefna» rezaba un cartel fijado en la entrada.
—Diablos, ¡señores! —exclamó el cochero, mientras tres compañeros de oficio se le acercaban—. Adivinad qué me ha ocurrido. Mi caballo está herido. ¿Recordáis que os hice caso llevando a herrar mis caballos a ese herrador de Aefna? Malditos aefnienses.
Sus compañeros aefnienses acogieron su diatriba con carcajadas y mientras uno de ellos nos señalaba la salida, preguntándonos si necesitábamos alguna ayuda o algún guía, el cochero siguió despotricando contra aquel desdichado herrador. Tras informarnos de cuándo estaba prevista la próxima diligencia hacia Ató, nos alejamos y pronto las quejas del mirleriano se perdieron en el barullo de la calle. El Mentista ya había desaparecido sin ni siquiera decirnos adiós.
—Bueno —dijo Murri—. Tendremos que esperar a mañana para salir hacia Ató. De momento, busquemos un buen albergue.
Estaba tratando de acordarme del nombre de la posada donde se habían hospedado Dolgy Vranc y Deria durante el Torneo cuando Laygra intervino:
—Tengo una idea. ¿Por qué no vamos a casa de los parientes de Rowsin y preguntamos por ella y Azmeth? Me encantaría volver a verlos. Además, seguro que nos indican un buen albergue donde dormir sin llevarnos malas sorpresas.
—¿Crees que siguen en Aefna? —preguntó nuestro hermano, no muy convencido.
—Es muy posible. Se supone que iban a montar una tienda de mágaras domésticas.
Nos metimos en plena Plaza de Laya y seguimos a Laygra por la parte oeste de la capital. Akín ya había visto Aefna de pequeño, pero era la primera vez que Aleria pisaba sus calles porticadas y podía admirar lo que en Ajensoldra algunos llamaban la Villa Hermosa. La elfa oscura echaba ojeadas curiosas a su alrededor y cuando llegamos frente al cuartel general se lo señalé.
—Ahí fue donde me detuvieron —solté, con una sonrisita teatral—. Qué recuerdos.
—¿Echas de menos tu celda, eh? —me lanzó Akín, burlón.
—Me has pillado —confesé con una mueca falsamente nostálgica.
Akín y yo sonreímos de oreja a oreja y Aleria sacudió la cabeza y, fingiendo exasperación, nos sermoneó:
—Deberíais mostrar más respeto a la guardia de Aefna o acabaréis los dos metidos en esa dichosa celda.
Akín levantó el dedo índice e iba a decir algo al parecer sumamente perspicaz cuando oímos de pronto la exclamación de mi hermana:
—¡Ooh!
Se acababa de detener ante un escaparate lleno de vestidos y mi hermano y yo soltamos un resoplido aburrido mientras ella extendía excitadamente el cuello para ver mejor el interior de la tienda. Solté un gemido exagerado.
—Esto me recuerda demasiado al Áberlan de Dathrun —me quejé—. Vayámonos pronto de aquí antes de que le dé por entrar en ese antro… ¡Ah! —dije entonces, sobresaltándolos a todos—. Ahí está el albergue que buscaba: Las tres velas. —Fruncí el ceño—. No recordaba que estuviese en esta calle. Pero es un buen albergue, con precios justos. ¿Qué os parece si nos instalamos antes y luego vamos a ver a esos parientes de los que habla Laygra?
Todos parecieron estar de acuerdo. Sacamos a Laygra de su contemplación y entramos en el albergue donde enseguida nos atendió el tabernero y se apresuró a llamar a su hijo para que nos condujera hasta los cuartos. Una vez instalados, resultó que, salvo Laygra, nadie quería volver a salir. Mi hermana masculló entre dientes pero se encogió de hombros y decidió ir sola en busca de Rowsin y Azmeth. Y finalmente Murri acabó acompañándola.
Los demás nos contentamos con echar varias partidas de kiengó con una baraja de la taberna, aunque Aleria y Akín, que no eran grandes jugadores, pronto se fueron a la cama, agotados por el viaje. La taberna empezaba a estar más tranquila a estas horas.
Spaw, sentado del otro lado de la mesa, jugueteaba con la baraja de cartas. Sus ojos negros parecían pensativos.
—Voy a ir a casa de Lu —declaró.
Asentí con la cabeza. No era ninguna sorpresa.
—Dile hola de mi parte. Y dale las gracias por lo que hizo por Kyisse.
Spaw dejó de marear las cartas y sonrió con sinceridad.
—Lo haré. Supongo que estarás cansada de tanto viaje. —Tras vacilar un segundo, se levantó y la silla rechinó—. Buenas noches, Shaedra. —Sonrió de nuevo, diciéndome—: No te caigas por ningún pozo.
Le devolví la sonrisa.
—Descuida. Esta noche dormiré como el agua en un lago —le prometí.
Tan sólo unos minutos después de que viese desaparecer su capa verde por la puerta se me ocurrió que Spaw había querido invitarme a ir con él a casa de Lunawin. Suspiré. A veces las sutilidades de los demonios se me escapaban completamente, pensé, mientras recogía las cartas para devolvérselas al tabernero.
* * *
Apenas me hube metido en la cama, empecé a soñar con que me despertaba sobre una inmensa torre y que una violenta ráfaga intentaba tirarme al vacío. Y yo luchaba contra ella haciendo piruetas como si pudiese frenar mi terrible destino. Entonces, Aryes aparecía entre la bruma y me sonreía.
—No caerás —me decía y me tendía una mano. Estaba a punto de salvarme cuando un súbito remolino de aire se lo llevó lejos de mí y de la torre… Desperté de veras al oír un grito y me enderecé bruscamente.
La habitación estaba a oscuras pero un rayo de Luna traspasaba las cortinas. Aleria se había sentado sobre su cama al mismo tiempo que yo y ambas nos giramos hacia Akín, alarmadas. El elfo oscuro, acurrucado en la cama, se cogía la cabeza con ambas manos murmurando para sí con aire atormentado. Me quedé petrificada, sin saber qué hacer, mientras Aleria se precipitaba hacia él. Le cogió dulcemente las manos, tratando de calmarlo.
—Nooo… —gimió Akín. Tenía los ojos desorbitados, rodeado tal vez de terribles fantasmas que él sólo veía.
—¡Akín! —soltó Aleria. Se giró hacia mí, temblorosa—. Por favor, Shaedra… ¿puedes dejarnos un momento?
Los contemplé durante unos segundos, pasmada. Con el corazón helado, asentí en silencio. Me puse las botas twyms, cogí mi capa gris, agarré a Frundis y me dirigí hasta la puerta.
«Syu», lo llamé.
El mono se desperezó y se apresuró a subirse a mi hombro.
«¿Adónde vamos?», preguntó medio dormido.
Cerré la puerta y me alejé por el pasillo sin hacer ruido.
«No lo sé», admití. «Pero vamos a dejarlos solos un rato.»
Al no querer pasar por la puerta principal del albergue, salí por una ventana y me deslicé por el tejado hasta la calle. Spaw se había ido a ver a Lu y no volvería hasta el amanecer. En cuanto a Laygra y Murri, se habrían ido a cenar con Rowsin y Azmeth y esperé que no regresarían antes de que Akín se hubiera recuperado. Inspiré hondo el aire nocturno y comencé a caminar por las calles vacías. Y decir que había pensado que Akín había conseguido superar los recuerdos de aquella isla… Meneé la cabeza mientras observaba cómo los rayos de la Luna bañaban los tejados y adoquines con su luz fría. Lamentaba no poder ayudar a Akín y, al mismo tiempo, prefería no imaginarme todo lo que había podido padecer.
«La imaginación a veces es muy traicionera», aprobó Syu.
Sonreí al verlo bostezar e hice una mueca pícara.
«¿Qué tal si echamos una carrera?», propuse.
Enseguida el mono gawalt despertó por completo.
«El que llega primero a la cima de esa casa gana», determinó, señalando un gran edificio con muchos tejados.
Un minuto después estábamos trepando ágilmente por columnas, vigas y balcones hasta alcanzar el punto más alto. Frundis nos animaba con una melodía rápida de guitarras. Solté una exclamación mental al ver cómo Syu me ganaba por los pelos.
«¡Ja!», soltó el mono, pavoneándose en la cumbrera. «Aún tienes mucho que aprender de mí», declaró.
Entorné los ojos e iba a replicar pero al ver su mueca cómica y su prestancia de emperador iskamangrés me contenté con dejar escapar una risita y sentarme cómodamente sobre las tejas.
Permanecimos un rato ahí contemplando la Luna en silencio. La Gema apenas empezaba a despuntar sus tenues rayos azules entre las nubes del este. Aún no debía de ser medianoche. Durante unos minutos, todo lo ocurrido en los últimos meses me volvió en mente. Aunque Aleria encontrase al fin a su madre y Akín y ella regresaran a la Pagoda nunca nada podría ser ya como antes, pensé con cierta amargura. Pero, al mismo tiempo, nada podía nunca ser como antes, razoné para mis adentros. Así como yo sola era capaz de enajenarme de todas mis preocupaciones, Akín tendría que aprender a olvidar esas pesadillas. Poco a poco, mis pensamientos se fueron diluyendo y sosegando y al cabo sacudí la cabeza.
«Volvamos», declaré. Espabilé y me preparé para bajar de ahí. Syu, más afín a las subidas que a las bajadas, trepó hasta mi hombro y unos instantes más tarde aterrizábamos silenciosamente en una callejuela.
Apenas transcurrieron unos minutos antes de que me percatase de que algo no andaba bien. Alguien me seguía. Alerta, seguí avanzando hasta que oí los pasos acercarse demasiado. Entonces empuñé a Frundis y me encaré con una silueta encapuchada que se detuvo a unos metros de mí.
—Me estás siguiendo —lo acusé.
Ladeé la cabeza al ver que no sacaba ningún arma. La silueta no parecía muy agresiva. A lo mejor me estaba volviendo demasiado recelosa…
—Buenos días, Shaedra —murmuró la silueta. Agrandé los ojos, intrigada. Su voz me sonaba, pero no acababa de reconocerla. Avanzó un paso—. Si eres tan amable de bajar ese bastón…
Entorné los ojos pero obedecí y posé a Frundis contra los adoquines con un ruido seco.
—¿Quién eres? —pregunté.
La silueta alzó una mano y apartó por un breve momento su capucha. Era un saijit muy feo. Un esnamro.
—¿Néldaru? —musité.
El Sombrío asintió con la cabeza, volviendo a colocar su capucha y acercándose a mí.
—Ven conmigo y te lo explicaré todo. Te andan buscando.
Fruncí la nariz.
—¿Me andan buscando? —repetí, escéptica—. ¿Quiénes?
Los ojos humanos del esnamro me miraron fijamente.
—Otros Sombríos —explicó—. Alguien dejó sin protección una carta llena de acusaciones contra varios Nohistrás y el Djirash de los Sombríos —pronunció por lo bajo—. Esa carta, la leyó el Nohistrá de Ató y ahora andan buscando al autor por toda Ajensoldra.
Sus palabras me dejaron confusa durante unos segundos. Una carta… ¿Qué carta? Entonces lo entendí y sentí que mi corazón se ponía a latir a toda prisa. Esa carta… era la carta destinada a Néldaru y escrita por Lénisu, y que yo creía haber dejado a buen resguardo en la caja de tránmur, en manos de Kirlens… Me dio la impresión de que toda la sangre se agolpaba en mis venas, ardiendo de vergüenza. ¿Kirlens podía acaso haber desvelado la carta? A menos que fuera Wigy. O Taroshi. O cualquier otra persona. Sentía mi respiración bloquearse por intermitencias.
—Ven —dijo Néldaru Farbins—. No nos quedemos aquí.
—Dioses —susurré—. ¿Dónde está Lénisu?
—No lo diría ni al mismísimo Éladar —replicó Néldaru. Fue a estirarme del brazo para que avanzara cuando, de pronto, vimos varias sombras aparecer por la callejuela—. No —dejó escapar el esnamro. Parecía más sorprendido que yo—. No puede ser. —Me dio un empujón—. ¡Corre!
Con una velocidad espeluznante, el Sombrío desenvainó su cimitarra y dio el primer tajo a una silueta negra enmascarada que reaccionó a tiempo para parar el ataque. Consternada, aturdida, retrocedí unos pasos, preguntándome qué demonios estaba pasando. Los Sombríos andaban buscando a Lénisu y por alguna razón habían decidido también buscar a su sobrina. Ojalá no supiesen que Laygra y Murri existían, esperé. Salté sobre un barril vacío y evité el brazo estirado de uno de los enmascarados que venían por el otro lado de la calle. Di otro salto y me agarré a una viga exterior antes de impulsarme prestamente hasta el tejado.
Néldaru, pensé, girándome de golpe. ¿Por qué no huía? Me agazapé sintiendo que todo mi cuerpo temblaba de miedo y confusión. Syu se aferraba a mi cuello, alarmado. Néldaru dio una patada a un Sombrío y echó una mirada hacia el tejado.
—¡Corre! —me gritó.
Obedecí muy a mi pesar. ¿Qué le harían a Néldaru si acababan pillándolo? Prefería no pensarlo. Solté una exclamación al perder el equilibrio y resbalé por el tejado hacia el vacío. Me agarré justo a tiempo a una esquina y mascullé por lo bajo. ¿Por qué diablos había decidido huir por los tejados?, me lamenté. De este lado del edificio cuatro metros al menos me separaban del suelo. Se oyeron ruidos de pasos precipitados que se acercaban.
«¡Sé una gawalt!», me dijo el mono con tono apremiante. «¡Salta y corre!»
Tomé una inspiración y salté, impulsándome hacia el borde de una ventana. Resbalé de nuevo e hinqué las garras en el muro con desesperación para frenar mi brutal caída. Me dio la impresión de que me iba a quedar sin uñas. Me desplomé hasta el suelo pero me levanté de un bote, indemne. Quién sabía por cuánto tiempo: unas sombras aparecían ya a la vuelta de la esquina… Me paralicé al percatarme de un detalle. Estaba en un callejón sin salida. Solté una maldición y levanté la mirada hacia el edificio colindante, preguntándome si tendría tiempo de huir por ahí. No, decidí, buscando otra escapatoria. Aquel muro no tenía ni grietas ni ventanas…
—Alto ahí —me dijo una silueta, acercándose a grandes zancadas en la oscuridad del callejón.
Néldaru no estaba entre los enmascarados. ¿Acaso había conseguido huir?
—Alto —repitió el Sombrío—. De nada sirve huir de nosotros. Eres una Háreldin, sobrina de Lénisu Háreldin, ¿verdad?
Sus palabras me llegaban como de muy lejos, concentrada como estaba yo en buscar una salida. El enmascarado suspiró, exasperado ante mi silencio.
—Como sabrás, tu tío ha sido declarado traidor de la cofradía. Queremos hacerte unas preguntas sobre él y sobre tu papel en este asunto, si es que tienes uno. Yo que tú me entregaría sin resistir —insistió.
Empuñé a Frundis y acto seguido me fundí en las armonías, envolviéndome de sombras. Advertí que algún Sombrío retrocedía, sorprendido. Marqué una pausa, vacilante: ¿qué era mejor? ¿Rendirme y tratar de escapar luego o intentar huir ahora mismo? Apreté a Frundis con más fuerza y el bastón llenó mi mente con redobles de tambores.
—Mi tío no es un traidor —bramé.
Oí de pronto un ruido detrás de mí y no lo pensé dos veces antes de reaccionar. Realicé un rápido movimiento de bastón y golpeé. Resonó una exclamación de dolor en la oscuridad.
—Arrg… ¡Shaedra…!
Agrandé los ojos al reconocer la voz. ¡Wanli! Reprimí las ganas de golpearme a mí misma con el bastón.
—Gracias por facilitarnos la tarea, joven ternian —pronunció el que parecía llevar el grupo. Varios de los enmascarados se carcajearon—. Wanli San —soltó—, muy bajo has caído. Estaos atentos, muchachos. Tal vez haya otros rondando por los alrededores.
Se acercó a mí con prudencia, con la espada blandida.
—Vas a acompañarnos hasta el Nohistrá sin armar escándalo. Tú y Wanli San.
Rodeada de Sombríos armados y entrenados, ¿qué podía hacer? Con los ojos entumecidos, volví a colocar a Frundis a la espalda y me arrodillé junto a Wanli.
—Wanli, yo no quería…
—Shaedra. Creo que me has roto una costilla —gruñó la elfa de la tierra.
Sin previo aviso, estallé y las lágrimas empezaron a brotar de mis ojos.
—Soy un fraude —sollocé, inspirando ruidosamente—. Por mi culpa Lénisu ahora tiene a todos los Nohistrás en su contra. Y te he roto una costilla…
Mi voz se quebró. La elfa me dio unas palmaditas sobre el hombro y me cogió el brazo.
—Anda. Ayúdame a levantarme.
La ayudé con las mejillas ardiendo. En el instante en el que nos incorporamos oímos una detonación parecida a la causada por un fuego artificial. Unos segundos más tarde todo se convirtió en un caos. Divisé unas siluetas armadas en la boca del callejón. Wanli soltó un suspiro.
—Ya era hora. Son amigos —me murmuró al oído—. Estamos salvadas.
Yo no estaba tan segura de ello. Los Sombríos enmascarados se apresuraron a salir del callejón para acabar con sus atacantes.
—Cuatro saijits no pueden luchar contra una decena de Sombríos —mascullé. Y entonces tuve una idea fantástica: la pequeña bolsa de Ahishu con granos de humo. Aún me quedaban unos cuantos. Cogí un puñado y los arrojé con fuerza en el callejón. El enmascarado que había estado apuntándome con su espada enseguida sospechó algo pero fue demasiado tarde: en unos segundos todo el callejón se había llenado de humo.
—Vaya —soltó Wanli, incrédula.
Nos envolví en armonías con precipitación.
—Por aquí —siseé, ayudándola a avanzar.
—¡Malditos celmistas! —exclamó una voz—. Colocaos en el callejón. ¡Que no escapen!
Pero sus hombres no veían nada ni sabían dónde estábamos. Con algún que otro golpe y tanteo, nos dirigimos hacia la salida del callejón, donde nos topamos con unas sombras imprecisas que nos cortaban el paso.
«¡Al ataqueee!», exclamó Frundis, con una música caótica y triunfal.
No pude reprimir una sonrisa al ver al fin al bastón completamente repuesto de su humor sombrío. Tomé impulso y asesté dos golpes precisos contra los enmascarados antes de que nos vieran. Mientras caían con gritos ahogados, reforcé mi sortilegio armónico y sin escatimar, tiré los últimos granos de humo. Una espesa nube grisácea se desparramó pronto por la calle. Los cruces de espada se habían interrumpido pero se seguían oyendo exclamaciones y gruñidos. Avanzábamos alejándonos del centro de la nube cuando una sombra apareció ante nosotros y se detuvo en seco.
—¡Miyuki! —exclamó Wanli, inclinada por el dolor—. Diles a los demás que vayan retirándose.
La elfa oscura aprobó con la cabeza y sin una palabra desapareció entre la niebla.
—Es increíble que la guardia no haya llegado todavía —me maravillé, mientras sostenía a Wanli como podía.
—No tan increíble —replicó amargamente la elfa de la tierra—. Sólo hace falta tener a un Sombrío como capitán de la guardia. Larguémonos de aquí —declaró.
Wanli me guió por las angostas callejuelas de Aefna dando un sinfín de rodeos hasta avistar un gran edificio de varios pisos no muy lejano a la colina del Santuario. Era una pensión para peregrinos y otros viajeros, entendí.
Evitando la entrada principal, subimos por el viejo tejado de los establos. Caminamos prudentemente entre tejas faltantes y parches de metal hasta llegar frente a una ventana que acababa de abrir una silueta en el interior. Con aprensión, me metí dentro y entorné los ojos tratando de acomodarme a la oscuridad.
—Ya habéis tardado —murmuró una voz.
Wanli gruñó y cerró la ventana.
—Al principio creía que nos seguían —se excusó.
Enarqué una ceja y vi al fin perfilarse a la luz de la Luna y la Gema los rostros de Néldaru y de Keyshiem.
—Wanli… ¿qué te ocurre? —preguntó este último, viendo que la elfa avanzaba apretando el brazo contra su vientre.
Me ruboricé e iba explicar lo ocurrido cuando la elfa contestó, enderezándose:
—Me he golpeado contra algo. Nada grave —aseguró.
Estuve a punto de protestar pero Wanli posó una mano sobre mi hombro, significándome silenciosamente que callara. ¿Era acaso tan terrible que le hubiese propinado un bastonazo a una amiga?, me pregunté, roja como un dragón rojo. Afortunadamente, el cuarto estaba demasiado oscuro para ver el color de mi rostro.
—Bueno… Ya veremos si encontramos un curandero —soltó Keyshiem—. Los demás se han salvado todos con apenas un rasguño. Lo del humo ha sido un verdadero milagro. ¿Fuiste tú quien lo invocó, verdad? —me dijo, muy impresionado.
—Er… No era una invocación —confesé—. Eran unas mágaras.
—Mm. En todo caso, has evitado que esta noche derramásemos sangre por las calles —me felicitó—. Habría sido problemático. Supongo que tendrás muchas preguntas que hacernos. Como nosotros a ti.
Los miré a los tres, confusa.
—¿A mí?
Keyshiem asintió y se sentó en el suelo, invitándonos a que lo imitáramos.
—Sabemos que Lénisu trabajaba para desacreditar a los Nohistrás desde dentro. Él lo negaba pero todos sus actos apuntaban a eso. Y, de hecho, algunas pruebas que tiene contra los Nohistrás parecen realmente veraces. Incluso algunos Sombríos están empezando a dudar de la decencia de sus dirigentes. Y otros buscan a Lénisu, pero no para matarlo, como pretende el Nohistrá de Aefna, sino para aprovecharse de esas pruebas que al parecer tiene.
Tragué mal y tosí.
—¿Matarlo? —repetí débilmente.
El humano se encogió de hombros.
—Por el momento, se supone que el único que tiene esas pruebas es Lénisu. Y los hay que quieren destruirlas.
Entorné los ojos.
—¿Se supone? —repetí—. Así que vosotros también conocéis esas pruebas.
Néldaru negó con la cabeza. La Luna bañaba de luz su rostro de esnamro.
—No las conocemos. Lénisu no quiso en ningún momento revelarnos nada.
—Para protegernos, según dijo —suspiró amargamente Wanli.
Hubo un breve silencio. Así que los amigos Sombríos de Lénisu no conocían tampoco sus tan bien guardados secretos. Suspiré. No era de extrañar, viniendo de Lénisu.
Keyshiem carraspeó.
—En cambio, tenemos dudas de si tú sabes algo de todo esto —declaró.
Lo miré, perpleja.
—¿Yo?
Los tres Sombríos clavaron en mí unos ojos escrutadores.
—Yo no sé nada —me defendí—. Lénisu me dejó la carta. Pero yo no la leí.
Noté un leve gesto incrédulo por parte de Keyshiem.
—¿Dónde dejaste esa carta? —inquirió Wanli.
Sus preguntas me estaban poniendo cada vez más nerviosa.
—En… el Ciervo alado —contesté—. En la caja de Lénisu.
Un breve intercambio de miradas me hizo entender que no les revelaba nada.
—¿Cómo explicas que esa carta acabase en manos de Dansk Alguerbad? —preguntó Néldaru.
Tragué saliva con dificultad convencida de que todo lo sucedido con la carta había sido culpa de mi soberana estupidez.
«¿Quién demonios habrá sacado esa carta de la caja?», me lamenté a Syu.
El mono me cogió una mecha y se puso a trenzármela como para tranquilizarse.
—¿Cómo te las arreglaste para que el Nohistrá de Ató viese esa maldita carta? —insistió Keyshiem al ver que no contestaba.
Sus ojos humanos me fulminaban, exigiendo una respuesta. Desvié la mirada y traté de controlar mi voz.
—No lo sé —admití—. Yo… he estado fuera de Ató desde principios del mes de Saniava.
Y si me hubiese llevado la carta a lo mejor hubiera acabado al fondo del océano, completé para mis adentros. Aunque tal vez hubiera sido mejor que nadie la leyera, dado que el contenido, fuese cual fuese, había levantado tantas pasiones…
—Eso remonta a varios meses —reflexionó Néldaru, interrumpiendo mis pensamientos.
Los tres me observaban, impacientes.
—¿Qué hiciste durante todo ese tiempo? —preguntó Keyshiem.
Entendí lo que insinuaba y sacudí la cabeza.
—Mi ausencia en Ató no tiene nada que ver con los Sombríos —aseguré.
—¿Y entonces con qué? —replicó Wanli—. ¿Cómo quieres que te creamos, Shaedra? —Abrí la boca, sin saber qué decir, y ella prosiguió—: Tienes que decirnos toda la verdad. No sabemos a ciencia cierta qué contiene esa famosa carta, pero Lénisu nos aseguró que en ella ponía todas las pistas para que otra persona pudiera encontrar las pruebas con un poco de esfuerzo. También nos habló de un acuerdo secreto con cofradías asesinas. En ese caso, estaría implicado el Djirash. Y el Djirash vive en Mirleria.
Agrandé los ojos.
—No lo sabía —respondí.
Keyshiem puso los ojos en blanco.
—Tal vez —concedió.
Fruncí el ceño, exasperada por la incredulidad de los tres Sombríos.
—Preguntádselo a Lénisu. Os dirá que yo no sé nada —afirmé.
—Lénisu no está en Aefna —repuso Wanli, sombría—. Apenas tuvimos tiempo de hablar con él. Si se hubiese quedado en Aefna lo habrían encontrado hace tiempo.
Me mordí el labio.
—Creía que vosotros trabajabais con él —solté de pronto.
Un destello de diversión pasó por los ojos de Keyshiem.
—¿Nosotros? Nosotros somos los antiguos Gatos Negros, querida. Claro que trabajábamos con Lénisu: era nuestro capitán. Robamos e hicimos contrabando en las Hordas bajo sus órdenes durante años. Todos éramos jóvenes, entrenados para el robo y el espionaje. Menos Néldaru —sonrió, pero enseguida entornó los ojos—. Lo único que nos faltaban eran principios: tan sólo deseábamos hacernos ricos. Lénisu, en cambio, era diferente. —Sus ojos me miraron fijamente—. Desde que lo conozco, jamás he acabado de entender a ese hombre. Tenía otras pretensiones que iban más allá de los deseos que puede tener cualquier joven. Tal vez se debe a que creció en los Subterráneos y se hizo adulto antes de tiempo. Como digo, Lénisu tenía otras preocupaciones. Otros asuntos de los que no nos hablaba.
—Como buscar pruebas contra los Nohistrás —entendí.
—Por ejemplo —asintió el humano.
—Pero ¿qué Nohistrás? —pregunté, más para mí que para ellos—. ¿Por qué complicarse la vida acusándolos?
—Eso habrá que preguntárselo a él —respondió Wanli—. Pero, por el momento, hablemos de cosas más urgentes. El Nohistrá de Aefna te anda buscando, seguramente porque o cree que eres cómplice de los actos de Lénisu ya que la carta la encontraron en el albergue donde vivías, o cree que tu captura podría atraer a Lénisu. Debes salir de Aefna en breve.
Medité sus palabras y meneé la cabeza.
—¿Y vosotros? También os andan buscando.
—Wanli irá contigo —soltó Keyshiem—. A mí aún no me han pillado y no me pillarán. De todas formas, el Nohistrá de Aefna prefiere hacer creer a todos que Lénisu tiene pocos apoyos, y que la mayoría no son Sombríos. No le conviene excitar los ánimos. En cuanto a Néldaru… Él dirigirá la huida.
Ladeé la boca en una mueca escéptica.
—¿Realmente creéis que el Nohistrá de Aefna está tan empeñado en buscarme a mí? Debería estar más preocupado por Lénisu, ¿no creéis?
—No le cuesta nada mandar a media decena de Sombríos en tu busca —aseguró Keyshiem—. Además… El Nohistrá de Aefna sabe reconocer las habilidades y defectos de cada uno. Y conoce a Lénisu. El año pasado, cuando sucedió todo lo de la espada de Álingar y el acuerdo con los Ashar, el Nohistrá de Aefna le propuso a tu tío que…
—Keyshiem —lo cortó Wanli, con un tono de aviso—. No creo que sea el buen momento para entrar en los detalles.
—No son detalles —replicó el humano.
—¿Qué le propuso el Nohistrá a mi tío? —intervine, preguntándome si realmente quería saberlo.
La elfa de la tierra suspiró y el humano posó ambas manos sobre las rodillas.
—Le dijo que si le dejaba meterte a ti en la cofradía olvidaría todas las traiciones de tu tío contra los Sombríos. Claro que eso lo propuso antes de que se descubriera la carta —agregó con un tono ligero.
Sus palabras me habían dejado helada.
—No tiene sentido —afirmé con voz trémula—. ¿Por qué querría el Nohistrá de Aefna que yo fuese una Sombría?
—Para poder controlar mejor a Lénisu, evidentemente —contestó Néldaru—. Las actuaciones de Lénisu le han otorgado mucha riqueza y poder durante años. Irónicamente, casi podríamos decir que el Nohistrá de Aefna se mantuvo en parte en su puesto gracias a tu tío. Sin embargo, también le ha causado muchas molestias. Muchísimas. Teniéndote a ti bajo su ala, Deybris Lorent pretendía refrenar las investigaciones de Lénisu y acallarlo, por supuesto, mediante promesas.
Asentí con la cabeza, aunque no acababa de entenderlo todo.
—¿Y mis hermanos? —dejé escapar.
Wanli, Keyshiem y Néldaru se miraron, sorprendidos.
—¿Tus hermanos?
—Lénisu también haría cualquier cosa para salvarlos —razoné.
Se quedaron en suspenso unos segundos y entonces Keyshiem se carcajeó.
—Así que entre los que te acompañaban en la diligencia estaban tus hermanos también. Bueno… nada me permite afirmar que el Nohistrá esté al corriente. Por curiosidad, tus hermanos, ¿hasta qué punto conocen las actuaciones de tu tío?
Me encogí de hombros.
—No saben nada —mentí.
—Mm… Tal vez —pronunció Keyshiem, dando a entender que no acababa de creerme.
Pero yo tampoco acababa de fiarme de él.
—Esperemos que se vayan de Aefna sin que se entere el Nohistrá —dijo al fin Wanli—. En todo caso, será mejor que no vuelvas a verlos hasta que todo esto se haya arreglado. ¿No querrás que ellos también se metan en este lío? —añadió, al ver mi cara de protesta.
Resoplé.
—¿Dónde está Lénisu? —pregunté entonces por segunda vez. Y como sabía que no iban a contestarme pasé directamente a la siguiente pregunta—: Al final ¿logró recuperar a Hilo?
—Lénisu está a salvo, vivo y sano —replicó Néldaru—. Eso es todo lo que tienes que saber por el momento.
—Y la espada de Álingar está de nuevo en sus manos después de un épico rescate —completó Keyshiem—. Quién sabe por cuánto tiempo —añadió, burlón.
—Ya va siendo hora de movernos, Keyshiem —declaró Néldaru.
Hizo ademán de levantarse pero el humano lo detuvo con un simple gesto.
—Aún no nos has contado tu plan para sacarlas de Aefna.
El esnamro esbozó lentamente una sonrisa.
—Confiad en mí.
* * *
Tumbada boca arriba en el cuarto de la pensión, me lamenté interiormente durante horas, pensando en lo absurda que era la vida: apenas decidía regresar a Ató para vivir tranquilamente, se torcían las cosas. Amaneció y se fue el sol y me preguntaba de cuando en cuando qué harían Murri y Laygra y Aleria y Akín… Me preguntaba qué haría Spaw. Aún recordaba mi conversación con el templario antes de que se marchara a ver a Lunawin. “No te caigas por ningún pozo”, me había dicho, bromeando. ¿No me había afirmado en Mirleria que los saijits siempre habían complicado la vida de los demonios? Cuánta razón tenías, Spaw, pensé tristemente. Ojalá hubiese seguido mejor los consejos de Zaix.
—Esto es peor que un pozo —mascullé de pronto, suspirando por enésima vez.
—¿Has dicho algo? —preguntó Wanli, tumbada a mi lado.
—No —refunfuñé. Y suspiré de nuevo al darme cuenta de que me estaba dejando llevar por el malhumor—. ¿Qué tal van tus costillas? —pregunté.
La elfa de la tierra parpadeó, como para acabar de despertarse.
—Mejor —aseguró, aunque visto cómo Wanli mentía alegremente no pude saber si tan sólo lo decía para tranquilizarme. Mis labios temblaron.
—Realmente… Wanli…
—Shaedra —me cortó ella con impaciencia—. Ya sé que sientes haberme golpeado. No hace falta que me lo repitas. Además, no ha sido para tanto. Los entrenamientos de los Sombríos no son menos brutales, te lo aseguro.
Se levantó y caminó hasta la ventana. Al menos ahora no avanzaba inclinada por el dolor, pensé, optimista.
—Ya está haciéndose de noche —observó la elfa al apartar levemente las espesas cortinas.
—¿Crees que Néldaru nos sacará esta noche? —inquirí, sentándome sobre la cama.
La elfa de la tierra negó con la cabeza y dejó caer de nuevo las cortinas.
—Lo dudo. Pero mientras nadie sepa que estamos aquí no hay tanta prisa. Seguramente nos sacará dentro de unos días, no te preocupes. Además, dudo de que nos saque de noche. El Lobo a veces sale de día cuando nadie se lo espera —sonrió.
Ladeé la cabeza, curiosa.
—¿Por qué apodáis a Néldaru el Lobo?
Wanli se sentó lentamente sobre la cama y cruzó ambas piernas.
—Bueno. Él mismo nunca me contó la historia, pero se dice que un día, cuando era aún joven, se encontró con un lobezno herido. Lo recogió, lo cuidó y lo adoptó. Se dice que iban juntos a todas partes y que ambos se comprendían… —Marcó una pausa y concluyó—: Por eso le llaman el Lobo.
Sonreí al imaginarme al esnamro paseándose por el campo con un lobo pisándole los talones.
—¿Qué fue del lobo? —pregunté.
Wanli se encogió de hombros.
—Dicen que murió salvando la vida de Néldaru contra un esqueleto ciego. Pero ya te digo, eso sólo son rumores. Néldaru nunca habla de ello. Y será mejor que no le menciones nada al respecto —me previno.
—No lo haré —prometí.
Seguimos charlando por lo bajo, y ella me contó otras historias sobre los Sombríos. Me habló del compañerismo de la cofradía y de las distintas misiones. Por lo visto, trataba de darme una imagen menos negativa de los Sombríos de la que hasta entonces tenía.
—Mi madre fue la que encontró la Perla de Athenrión —me reveló en un momento—. Esa joya valía más de doscientos mil kétalos. El Djirash la vendió para saldar casi todas las deudas que había contraído la cofradía en aquella época. De eso hace unos veinte años. Ahora vuelve a estar tan endeudada como antes —bromeó.
—Supongo que le habrán dado una buena recompensa a tu madre —solté, enarcando las cejas.
Wanli resopló con una sonrisa.
—Y tanto. Mis padres me dejaron al cuidado del Nohistrá de Aefna para que me educara y se fueron al sur. A Ontaisul. No los he vuelto a ver desde entonces.
Agrandé los ojos, atónita.
—¿Te dejaron y se fueron?
La elfa tuvo una mueca divertida ante mi expresión indignada.
—Es casi una costumbre —explicó—. Cuando un Sombrío se hace rico y decide marcharse deja a sus hijos al cuidado del Nohistrá de su ciudad. No es ninguna obligación, claro está, pero muchos lo hacen en honor a la cofradía.
Meneé la cabeza, sin poder creerlo. ¿En honor a la cofradía?, me repetí, alucinada. Wanli soltó una carcajada ligera y se pasó una mano distraída por su pelo gris de mechas violetas.
—Entiendo tu incomprensión. A veces me doy cuenta de lo absurdas que pueden llegar a ser las reglas de los Sombríos. Pero cuando conoces las reglas de otras cofradías ves finalmente que no son tan raras. Los Mentistas son aún más cerrados. Te aseguro que ningún hijo de Mentista podrá salvarse de ser Mentista a su vez a menos de ser un completo garrulo. Así es la vida de los cofrades —sentenció.
Permanecí meditativa unos segundos.
—Los raendays son más libres —apunté.
Wanli resopló, divertida.
—Tal vez. Los raendays viven como nómadas salvajes. Siempre tienen trabajo y ganan bien, pero no creo que exista ese espíritu familiar que hay entre los Sombríos.
Reprimí una mueca. No me parecía que hubiese más espíritu familiar entre los Sombríos que entre los raendays… Carraspeé y me crucé de brazos, mirando a la elfa con sospecha.
—¿Por qué me hablas tan bien de los Sombríos cuando has decidido traicionarlos? —solté.
Wanli entornó los ojos.
—No los traiciono. Simplemente estoy ayudando a un amigo a escapar de ellos.
—Un amigo que pretende traicionarlos acusándolos de no sé qué crímenes —observé.
Ella negó con la cabeza.
—Te equivocas. Tan sólo pretende acusar a algunos Nohistrás. No a todos los Sombríos.
Desvié los ojos de su mirada insistente.
—¿No dijiste que el Nohistrá de Aefna te había educado? —murmuré.
Si el Nohistrá de Aefna era algo así como un padre para ella ¿cómo podía ser que estuviera apoyando a alguien que pretendía acusarlo?, me dije mentalmente, sin entenderlo. La elfa de la tierra no contestó enseguida.
—Yo no condeno ni acuso a ningún Sombrío —dijo al fin—. Pero no quiero que le hagan daño a Lénisu.
Junté las manos y me recosté contra la cama. ¡Qué complicada era la vida de los Sombríos!
—Lo amas, ¿verdad?
Wanli esbozó una sonrisa ante mi pregunta.
—¿Qué sabrás tú de amor? —me replicó. Y antes de que contestara, agregó—: Tal vez antes lo amara. Pero ahora me es imposible —afirmó. Y al ver que la miraba con extrañeza, añadió con dulzura—: Recuerdo que mi padre decía que las flores que se abren demasiado pronto acaban muriendo bajo las primeras ráfagas.
Enarqué una ceja, perpleja.
—¿Lo que significa?
Wanli sonrió.
—Lo que significa que un primer amor no aguanta ningún engaño.
Agrandé los ojos, incrédula.
—¿Lénisu te engañó?
Ella se tumbó en la cama con un suspiro.
—No lo hace queriendo —dijo—. No puede evitarlo.
La miré, asombrada. ¿Lénisu la engañaba pero no podía evitarlo? ¿Acaso Wanli estaba delirando? Ensimismada, parecía haberse olvidado de mí cuando murmuró:
—No puede evitarlo. Pero aun así no puedo amar a quien ama a una mujer muerta desde hace veinte años.
Y diciendo esto, alzó una mano y dibujó un símbolo armónico en el aire antes de cerrar los ojos y sumirse en un profundo sueño. Largo rato me pasé tumbada en la cama con la mirada perdida en un rayo de luna que se infiltraba entre las cortinas.
—Mawer —susurré en la penumbra.
Néldaru volvió la tercera noche para avisarnos de que saldríamos al día siguiente, muy de mañana. Durante toda aquella espera había estado tentada de salir de aquel escondrijo para asegurarme de que mis hermanos estaban bien. Incluso se me ocurrió la loca idea de ir a presentarme voluntariamente a casa del Nohistrá de Aefna y decirle que dejara a Lénisu en paz. Cuando le explicaba todas mis dudas a Wanli, ella ponía los ojos en blanco y a duras penas no se reía de mí abiertamente.
—Paciencia —me decía—. Si sigues el plan de Néldaru, todo se arreglará.
Tras pasarme tres días y tres noches aguardando, reprimiendo las ganas de hacerme las garras en las sillas y comiendo frío, la visita nocturna de Néldaru avivó mis esperanzas y me precipité hacia él con avidez, acribillándolo a preguntas. Pero el Lobo era parco en palabras cuando quería. No dijo ni adónde nos llevaría ni cómo ni nada. Tan sólo nos pidió que saliéramos antes de que amaneciera y que luego aguardáramos antes de encaminarnos hacia la Plaza de Laya.
—Dirigíos hacia el mercado de relojes —nos dictó simplemente.
Aun así, lo presioné tanto que acabé por enterarme de que mis hermanos habían salido el día anterior de Aefna para Ató. Al parecer, los había engañado Dashlari diciéndoles que debían abandonar la ciudad. Al oír a Néldaru mencionar al enano de los Subterráneos se me había pasado de pronto por la cabeza la idea de que él también era un Sombrío. Pero el esnamro enseguida me desengañó.
—Simplemente es un amigo de Lénisu —explicó—. Como Miyuki. Según nos dijo, son amigos de infancia.
Asentí con la cabeza, pensativa. Mis hermanos debían de haber recordado que al narrarles yo todo lo ocurrido en los Subterráneos les había hablado de ese enano apodado el Martillo de la Muerte. Esperé que Dash supiese calmarlos. No era plan que intentaran ayudarnos a mi tío y a mí y lo complicaran todo aún más…
Poco antes de marcharse, Néldaru me soltó:
—Por cierto, supongo que lo habrás pensado, pero tendrás que dejar ese bastón y ese mono atrás. De lo contrario, te reconocerán enseguida. Bueno, el mono a lo mejor cabe en un saco pero…
—Imposible —articulé, categórica. Casi pude sentir que Frundis, de pie contra el muro, se estremecía, tan ultrajado como yo—. No me voy sin el bastón.
Néldaru clavó su mirada en la mía.
—No juegues con el fuego, muchacha —me avisó—. Piensa que si te reconocen y te pillan, a lo mejor Lénisu muere. Por un simple palo. Si vas con ese bastón, yo me lavo las manos y te digo: adiós.
Me estremecí bajo su tono acusador pero permanecí inflexible. No podía dejar a Frundis de esa manera, sin saber cuándo podría recuperarlo. Prefería mil veces salir por mi cuenta, de noche, y sin la ayuda de los Sombríos. Si no quería decirme Néldaru adónde me llevaba ni dónde estaba Lénisu, iría a otra parte. A Ató. O adonde fuese. Pero con Syu y Frundis siempre, decidí.
—Espero que te hayan quedado claras las cosas, Shaedra —retomó Néldaru, al ver que yo no respondía—. Estaos preparadas y vestíos con esto. Así pareceréis campesinas.
Nos dejó el saco que llevaba al hombro, saludó a Wanli y se marchó.
—¿Por qué te cuesta tanto separarte de ese bastón? —preguntó la elfa de la tierra, mientras fisgoneaba en el saco—. Podrías dejarlo en algún lugar de Aefna y recuperarlo después, ¿no crees que sería más prudente?
Por lo visto, veía mi negativa ante Néldaru como un simple capricho.
Me encogí de hombros y no le contesté. Tanto Wanli como Néldaru sabían que Frundis no era un bastón cualquiera. Pero no debían de creerse realmente que allá dentro había un saijit. Tal vez pensaban que era una simple mágara que repetiría siempre las mismas canciones hasta que se le deshilachase el encantamiento… Suspiré y miré las dos túnicas usadas y el par de pantalones embarrados que sostenía la elfa de la tierra entre sus manos.
—A saber de dónde saca esto Néldaru —murmuró ésta—. En fin, aún quedan horas para que amanezca. Podemos dormir un poco más todavía —declaró.
Dejó el saco a un lado y fue a acostarse bostezando. La miré dibujar en el aire aquel extraño símbolo que siempre dibujaba antes de dormir. Solté un suspiro y me tumbé junto a ella con los pensamientos agitados. Era cierto que Frundis tenía una forma peculiar, reconocible fácilmente para quien lo hubiese visto… Pero, ¿quién, durante la batalla, se habría fijado en los pétalos del bastón? Me mordí el labio, pensativa. Si tan sólo pudiese darle un toque que lo diferenciase de su aspecto normal. Una capa, por ejemplo, pensé. Y meneé la cabeza, divertida, recordando que Frundis había envidiado más de una vez la capa verde de Syu.
La respiración de Wanli se hizo regular y tranquila. Esperé unos minutos más y entonces me levanté envolviéndome con armonías de silencio y de sombras.
«¿Vamos a huir?», preguntó el mono, curioso, mientras se acomodaba sobre mi hombro.
«Es una posibilidad», confesé. Y sonreí mentalmente. «Pero tengo una idea mejor.»
Syu ladeó la cabeza, mirándome con aire suspicaz.
* * *
Minutos después cruzaba el Anillo con sigilo y me agazapaba contra un muro, junto al camino que llevaba al Santuario. Frente a mí se alzaba una casa de dos plantas con buhardilla que llevaba el símbolo de los herreros fijado en la puerta principal. Hacía más de un año que no la veía, pero parecía no haber cambiado.
Levanté una mirada mohína hacia el cielo. La noche era silenciosa y tranquila, pero demasiado luminosa y poco propicia para los que pretendían pasar desapercibidos. La Luna y la Gema fulgían en el firmamento, como señalando acusadoras a los delincuentes temerarios.
A pesar de ello, tenía que moverme pues a este paso Wanli se despertaría antes de que volviera. Crucé la calle y salté por encima del muro hasta el jardín de la herrería. Ahí estaba el mismo gran árbol junto al que había esperado a los Comunitarios la pasada primavera. Forcejeé una cerradura y me metí en el edificio preguntándome si sería mejor despertar al herrero demonio o ir a buscar yo misma lo que necesitaba.
«Podrías explicarnos tu plan», masculló Frundis. «Sobre todo si tiene que ver conmigo.»
Hice una mueca culpable y confesé:
«Es que… sé que no te va a gustar.»
Enseguida sonaron en mi mente unas notas de contrabajo desconfiadas.
«Me estás preocupando. ¿Qué hacemos en una herrería?», inquirió el bastón.
«Pues… Mira. Todo el problema consiste en que eres demasiado visible para los Sombríos que nos andan buscando. Así que he pensado… que si te disfrazo podría llevarte sin problemas y escapar con Néldaru y Wanli», concluí.
«¿Si me disfrazas?», repitió Frundis. Y entonces lo entendió y se agitó. «Oh. No, no, no. ¿De qué quieres disfrazarme? ¿De guadaña?»
Se lo veía indignado. Syu soltó una risita y me mordí el labio.
«Yo pensaba más bien en una horca.»
«¡Una horca!», exclamó él, ofuscado.
«Frundis, no seas exagerado. Wanli y yo vamos a hacernos pasar por campesinas», dije con paciencia. «Y es de lo más común ver a un campesino salir de Aefna con una nueva horca en la mano. ¿Qué te parece?»
El bastón gruñía.
«Los gajos de la horca, hay que fijarlos. No quiero que me estropees mis pétalos.»
«Tranquilo. Lo importante es que parezca una horca. No te estropearé nada. Pero antes tengo que buscar el material.»
Me pareció que Frundis se sosegaba un poco ante mis explicaciones. Invoqué una esfera de luz armónica y me dediqué a deambular por el establecimiento, entre espadas, herraduras, cascos, machetes y un sinfín de utensilios a medio fabricar. Y al fin encontré lo que buscaba: varias piezas con tres o cuatro dientes de madera sin asta. Ansiando salir ya de la herrería, cogí lo primero que encontré y lo coloqué sobre Frundis. Se me escapó un resoplido y me tapé la boca para ahogar una carcajada.
«Muy gracioso», suspiró Frundis. «Ahora tengo pinta de compositor de campo, ¿verdad?»
Reí por la nariz e inspiré hondo para calmarme.
«Sólo falta buscar algo para fijarte los gajos. Tal vez con un poco de cuerda…»
«Buaj, encima quieres hacer una chapuza», se lamentó Frundis. «Con la cuerda se caerá enseguida.»
«Necesitaría ese líquido pegajoso que usan para las atrapadoras», medité.
De pronto, vi cómo los pétalos de Frundis, normalmente siempre abiertos, se levantaban para rodear los gajos y sostenerlos.
«¿Así será suficiente?», preguntó.
Me quedé maravillada pese a saber el esfuerzo que hacía para conseguir eso.
«Suficiente…» Resoplé. «Sí. Si puedes aguantar durante el trayecto de la pensión hasta la Plaza de Laya…»
«Pues claro que puedo», replicó el bastón.
De pronto oí un ruido metálico y me sobresalté, alerta. Syu, que se había metido debajo de un gran casco, se apresuró a saltar hasta mi hombro.
«¿Has sido tú?», pregunté, frunciendo el ceño.
«No», aseguró el gawalt.
Deshice prestamente la esfera de luz y la sala se sumió en la oscuridad… hasta que una luz más vívida la iluminó de nuevo. Un mirol alto y ágil de pelo dorado apareció por una puerta, con una antorcha en una mano y una daga en la otra.
—¿Quién anda ahí?
Solté un inmenso suspiro, dejé unos kétalos sobre la mesa más cercana y fui retrocediendo lentamente hasta una ventana. El demonio se giró bruscamente hacia mí y agrandó los ojos, amedrentado.
—Perdón por entrar en tu casa —dije, tratando de infundirle tranquilidad—. No quería molestarte. Soy Shaedra. Creo que no nos conocemos. Pero estuve aquí hace un año, en la buhardilla. Seguro que se acuerda de quién soy…
Hubo un silencio. Yo ya tendía la mano para abrir la ventana y salir de ahí cuando el herrero contestó:
—Lo recuerdo. Pero ¿qué haces hoy en mi herrería?
Parecía confuso.
—Oh… Venía a buscar esto para hacer una horca —dije con una sonrisa forzada, enseñándole la pieza—. Le he dejado todos los kétalos que tengo en esa mesa. Espero que sean suficientes. —Vacilé—. Por cierto, si me pudiera hacer el favor de darle un mensaje a…
El herrero se había acercado hasta la mesa para constatar que efectivamente había dejado ahí los pocos kétalos que tenía su mísera cliente. Alzó la mirada, intrigado.
—¿A?
Me removí, indecisa, preguntándome si debía avisarle a Spaw de lo ocurrido.
—A Spaw Tay-Shual —solté—. ¿Lo conoce?
El herrero asintió con la cabeza.
—Todo el mundo lo conoce. ¿Qué tengo que decirle?
De hecho, ¿qué quería decirle a Spaw?, me pregunté, súbitamente nerviosa. Por un lado, quería que supiese que estaba viva y decirle que no se preocupase. Y por otro, sabía que si le daba demasiadas pistas me encontraría y yo no quería atraerle más problemas… El herrero de pelo dorado me miraba con curiosidad. Carraspeé, tendí una mano hacia el pomo de la ventana y la abrí.
—Dígale que no se preocupe y que procuro no caerme en ningún pozo… —Ya en el borde de la ventana, agregué—: Y dígale que si de veras quiere ayudarme que cuide de mis hermanos.
El herrero asintió.
—Se lo diré si consigo encontrarlo.
Incliné la cabeza, agradecida y realicé el saludo de los demonios, llevándome la mano derecha al hombro izquierdo.
—“Mawsahiyn” —pronuncié, dándole las gracias en tajal.
Y con un salto desaparecí por el jardín con mi nueva horca compositora en la mano.
Cuando volví a la habitación de la pensión, Wanli acababa de despertarse y de percatarse de mi ausencia. Me acogió con las manos en jarras y una mirada asesina.
—¿Estás loca? ¿Y si te hubiesen seguido? ¿Qué demonios te pasa por la cabeza?
Me contenté con enseñarle los gajos de madera y decirle:
—Ya sé cómo hacer para llevar mi bastón.
La elfa se quedó un momento suspensa y entonces resopló.
—¿Me estás diciendo que has salido para robar un trozo de horca y poder llevar a tu bastón? Dioses, Shaedra. Realmente no pensaba que fueses tan irresponsable. ¿Y si te han visto? Todo lo que hemos hecho no habrá servido de nada. ¿Te das cuenta?
—He sido discreta —retruqué, algo exasperada por su reacción.
—Discreta, por supuesto. —Me lanzó el pantalón y la túnica de campesinos—. Vístete y salgamos de aquí.
Por lo visto, esperaba que en cualquier momento apareciesen varios Sombríos por la ventana para llevarnos hasta el Nohistrá… Me encogí de hombros y me dediqué a vestir la amplia túnica por encima de la mía. De paso, comprobé que aún guardaba las Trillizas y la concha azul, regalo de Saylen. Cuando estuvimos disfrazadas y hubimos dejado el cuarto como nuevo, empuñé a Frundis, cogí la horca, Wanli agarró el saco de comida y salimos por la ventana en silencio. Unos minutos más tarde aterrizamos en una especie de patio totalmente desierto.
La elfa se sentó en un bordecillo de piedra y echó una mirada al cielo que empezaba a azularse. Acto seguido, me soltó otra mirada exasperada.
—Nadie me ha visto —insistí, irritada—. O eso creo —añadí.
—Mmpf. Un Sombrío no puede basarse en una impresión —me espetó.
Puse los ojos en blanco.
—No soy una Sombría.
—Pues espérate a que te coja el Nohistrá y ya verás como acabarás siéndolo —siseó.
Parecía tan convencida de que alguien me había visto que empecé a dudar seriamente. No podía estar segura de nada, me dije. Pero no me arrepentía de lo que había hecho. Y menos de haber podido avisar a Spaw.
—¿Y cómo piensas fijar ese cacharro encima del bastón? —preguntó Wanli al cabo de un rato.
—Oh. No te preocupes por eso. Lo tengo todo preparado —le aseguré con una sonrisa inocente.
La elfa enarcó una ceja pero no insistió. Ladeó su viejo sombrero de ala ancha y echó otra ojeada impaciente hacia el cielo que clareaba.
—¿Adónde nos lleva Néldaru? —murmuré.
Wanli se encogió de hombros.
—No sé adónde te llevará. Seguramente a algún lugar donde nadie pueda encontrarte hasta que se aclare todo esto.
Fruncí el ceño.
—¿Tú no vienes conmigo?
Wanli negó con la cabeza.
—Tengo asuntos que atender fuera de Aefna.
Por supuesto. Reprimí una sonrisa. ¿Había acaso algún Sombrío sin asuntos a los que atender en algún sitio? Esperamos unos minutos más antes de que Wanli declarase que era hora de movernos.
«Ánimo, Frundis», solté.
Le coloqué los gajos y el bastón las agarró curvando los pétalos con cierta resignación.
«¿No tienes ninguna canción sobre una horca?», inquirió Syu, como si de nada.
Una ráfaga de violines nos atacó la mente y el mono soltó un gruñido antes de esconderse en la capucha de mi túnica.
«¡No seas tan susceptible!», se quejó.
Frundis se contentó con calmar sus violines dándoles un compás lento y agobiante.
Cuando alcé los ojos, vi a Wanli que miraba el bastón con cierto asombro. Pero en vez de preguntar nada sobre el extraño fenómeno, me señaló la salida del corral.
—Adelante.
Nos internamos en las calles más anchas. Los rayos de sol ya iluminaban los tejados de las casas y las tiendas abrían una tras otra, animando la ciudad. Nos dirigimos hacia la Plaza de Laya. Cuando llegamos al lugar acordado, Wanli saludó a un pequeño humano negro al que yo nunca había visto. Hicieron un poco de teatro antes de que el Sombrío nos hiciera montar en una vieja carreta tirada por un poni robusto. Nos instalamos entre dos barriles vacíos y posé a un Frundis exhausto junto a mí.
—¿Preparadas para el viaje? —soltó el humano negro con una sonrisa.
Asentí con la cabeza y, sin más dilaciones, él arreó el caballo. Todo parecía desarrollarse como previsto, pensé, aliviada. Sin embargo…
—No me convence para nada esto de salir así, de día —mascullé por lo bajo.
Wanli levantó los ojos al cielo.
—Te aseguro que de noche están más atentos.
—Si lo dices…
Bajé la mirada hacia mis botas, escondiéndome mejor bajo mi sombrero. Y fruncí el ceño al percatarme de un detalle.
—¿Vamos a salir de Aefna por la ruta norte? —susurré, mientras el poni avanzaba por el medio del mercado.
—Mm —asintió Wanli.
No parecía extrañarse, lo cual significaba que, aunque tal vez no conociera mi destino exacto, sabía que Néldaru quería mandarme al norte. ¿A Neiram, tal vez? ¿O a algún lugar escondido entre los campos y las colinas que poblaban aquella región? Quién podía saberlo. En aquel momento me volví a preguntar si no hubiera sido mejor idea huir por mi cuenta en vez de escuchar a unos Sombríos a los que apenas conocía.
Nos cruzamos con varias carretas y pasamos delante de un imponente albergue antes de salir de la ciudad. Sobre nosotros, tan sólo se deslizaban algunas amables nubes blancas pero por el norte se acercaban cúmulos grisáceos.
—Dahey —soltó de pronto Wanli, mientras la capital iba perdiéndose entre las colinas. Se levantó y fue a sentarse en el banco, junto al Sombrío—. ¿Tienes noticias de Lénisu?
El Sombrío giró levemente su rostro y negó con la cabeza. Bajé la mirada, desilusionada, aunque escuché con atención sus palabras.
—¿Cómo quieres que tenga noticias suyas? Néldaru no me dijo nada. Pero… supongo que estará bien. De lo contrario, no estaríamos complicándonos la vida.
—¿Crees de veras… que lo matarían si lo encontrasen? —preguntó Wanli tras un silencio.
Dahey se encogió de hombros.
—No lo creo. Es decir, no lo sé, pero supongo que si Lénisu se encontrase en posición de elegir entre morir o revelar dónde se encuentra esa caja… elegiría la segunda opción.
Levanté bruscamente la cabeza.
—¿De qué caja habláis? —pregunté.
Dahey me echó un vistazo y volvió a mirar el camino.
—¿De qué caja hablo? —Pareció divertirle mi pregunta—. Pues de la que contiene todas las pruebas que ha ido acumulando Lénisu, evidentemente. De cuál, si no. La que andan buscando los Nohistrás de Agrilia, Neiram y Aefna con tanto anhelo.
Lo miré, confusa. Lo único que me había quedado claro es que no estaba hablando de la caja de tránmur que me había dejado Lénisu, sino de otra caja. Wanli suspiró.
—La carta que descubrió Dansk Alguerbad, el Nohistrá de Ató, iba dirigida a una persona que Lénisu asegura no haber nombrado. A esa persona, también la andan buscando, porque al parecer es la única aparte de Lénisu en conocer el paradero de esa caja.
—Al parecer —añadió Dahey y nos dedicó una sonrisilla—. ¿Eso significa que ninguna de las dos sabéis dónde está?
Me rasqué la mejilla, aturdida por la pregunta.
—¿Esa persona de la que habla la carta eres tú? —le repliqué.
Dahey enarcó una ceja y soltó una carcajada, volviendo a posar los ojos en su caballo.
—No —respondió—. Me temo que el asunto es más complicado de lo que parece. Nadie sabe quién es esa persona aunque todos sospechamos que es alguien al que conocemos. Y vista tu buena relación con él, Wanli, pensé que serías tú.
Wanli giró su rostro hacia él y lo fulminó con la mirada.
—¿Dada mi buena relación con él? ¿Qué insinúas? —gruñó.
Dahey resopló, burlón.
—¿No me digas que aún sigues sin haberle…?
Wanli le dio un empujón, hundiéndole el sombrero en la cabeza. Dahey rió pero ante la mirada asesina de la elfa enseguida se puso serio.
—Francamente, no sé dónde estará esa caja —admitió—. Y al parecer su propia sobrina lo ignora —añadió, echándome una ojeada interrogante.
Sacudí la cabeza.
—Lénisu guarda muy bien sus secretos —prosiguió Dahey.
—Y tú los tuyos —retrucó Wanli.
El Sombrío aprobó con la cabeza y agitó las riendas para alentar al caballo.
—Y yo los míos.
Apenas unos minutos después empezó a llover.
—Esas nubes tienen mala pinta —me lamenté en voz alta.
No me equivoqué. La lluvia fue arreciando y acabó retumbando contra la ruta empedrada como una inmensa manada de antílopes despavoridos… El camino se convirtió pronto en un verdadero río.
En un momento en que cruzábamos una zona algo boscosa, Syu asomó su cabeza mojada de mi capucha. Sus bigotes caían sobre los lados, descontentos.
«Ya no hay manera de escapar del agua», se quejó.
De hecho, yo estaba completamente empapada y la capucha en la que se había metido Syu parecía un trapo hundido.
«Seamos positivos», solté. «Wanli dijo que lo que nos viene ahora no es un Ciclo del Pantano, sino un Ciclo del Ruido. Recuerdo algún tiempo no muy lejano en que te gustaba chapotear en los cubos de agua», apunté, sonriente.
El mono, posando la barbilla sobre sus manos, resopló, harto de la lluvia, y le di unas palmaditas sobre la cabeza para animarlo. Apenas transcurrieron unos instantes cuando Dahey soltó un repentino:
—¡So!
El caballo y la carreta frenaron bruscamente y me así al borde con todas las garras sacadas. ¿Qué demonios…? Como un relámpago, divisé a unas figuras armadas.
—¡Bajad de la carreta! —tronó una voz en medio del aguacero.
Instintivamente, me agazapé. Syu soltó un gemido de dolor cuando le aplasté la cola.
«Lo siento…», solté, con los ojos dilatados. Atrapé a Frundis y, tras un instante de vacilación, cogí también los gajos con la otra mano. Siempre podían servirme de proyectil…
Vi apearse primero a Dahey y luego a Wanli y entonces entendí que no iba a arreglar nada quedándome en la carreta: en cuestión de segundos vendría alguien a sacarme de ahí.
«Agárrate bien, Syu», lo previne.
Desparramando mi jaipú por todo el cuerpo, tomé impulso y realicé un salto que me llevó fuera del camino. Me incorporé con una voltereta apoyándome en Frundis y, sin darme la vuelta, eché a correr entre los árboles.
Corrí hasta reventar. Crucé varias colinas y bosquecillos bajo una lluvia que parecía siempre recrudecer. Más de una vez resbalé en medio del barro y tuve que rehacer incontables veces mis sortilegios armónicos de sigilo, pero seguía, imperturbable, sin apenas detenerme, apartando cualquier pensamiento de mi mente que no fuera huir lo más lejos posible del camino.
E, increíblemente, conseguí distanciar a mis perseguidores en cuestión de minutos. Pese a haber abandonado a Wanli y Dahey a su suerte, me sentía bastante satisfecha de mi huida, pero no podía negar que aquella región no era la mejor zona para esconderse: había granjas un poco por todas partes, pocos bosques y mucho campo cultivado en el que apenas empezaban a crecer las plantas.
Debía de ser mediodía cuando me desplomé rendida entre las altas hierbas de un campo abandonado. Deshice el sortilegio armónico sintiendo que había abusado de mis energías. Aún llovía, pero ya no me parecía tan terrible: al fin y al cabo, con ese diluvio nadie sería capaz de seguir mi rastro. El único indicio que había dejado había sido la parte superior de la horca, que había arrojado al suelo en mi carrera al darme cuenta de que no hacía más que estorbarme.
«Por Nagray…», solté, respirando entrecortadamente. Syu, sobre mi hombro, se cuidaba de no tocar la tierra mojada. Pero lo cierto era que lo tenía difícil ya que yo misma parecía un elemental de barro. Y Frundis no tenía mejor aspecto, me fijé.
«Ya sabía yo que lo de la horca no iba a servir de nada», me dijo el bastón con unas notas discordantes de piano.
Suspiré y asomé la cabeza por entre las hierbas. Todo el campo estaba desierto y la cortina de lluvia me impedía ver más allá de un centenar de metros. Volví a agazaparme, inspiré hondo para tratar de calmarme y me puse a pensar en lo ocurrido.
Aquellas figuras… debían de ser forzosamente Sombríos. Mucha casualidad hubiera sido que unos simples bandidos se molestasen en atacar la carreta de unos campesinos. De modo que el Nohistrá de Aefna se había enterado de todo. ¿Pero cómo? Existían mil posibilidades. Como, por ejemplo, que hubiera algún traidor entre los “amigos de Lénisu”, pensé. O que todos fueran traidores, añadí, irónica, dándome cuenta de que no servía de nada elucubrar sobre algo sin más información.
Las gotas de agua caían sobre mi rostro, tratando de limpiarlo inútilmente. En cuanto tuve la impresión de que mi corazón se relajaba un poco, me incorporé.
«No sé qué hacer», confesé mentalmente.
Syu se estrujaba la cola para secarla.
«¿Qué tal si buscamos algún lugar donde no nos caiga tanta agua?», sugirió.
Aprobé con la cabeza. A falta de ideas, no perdíamos nada por cobijarnos de la lluvia y esperar a que escampase.
Así que salí del campo y continué avanzando hacia el este. En algún rincón de mi mente no podía evitar preguntarme si podría rodear Aefna y viajar hasta Ató. Por poder… El problema era que los Sombríos adivinarían mis intenciones inmediatamente. A menos que pensasen que yo era la persona conocedora del paradero de esa famosa caja de pruebas y que los llevaría hasta ella si me seguían… Yo, en el fondo, sabía que los únicos en conocer el escondite de la caja eran Lénisu y Néldaru. ¿Por qué si no me habría pedido mi tío que le diera la carta a este último si le llegaba a pasar algo?
Pasó apenas media hora antes de que la lluvia se convirtiera en una débil llovizna. Las nubes, sin embargo, estaban tan oscuras como antes. Salía de un bosquecillo cuando me topé súbitamente con un muro cubierto de hiedra. Alcé la mirada y vi que del otro lado se alzaba una hermosa residencia. Pese a la oscuridad del día, no se veía luz en ninguna de las ventanas. Esbocé una sonrisa.
«¿Qué te parece esa casa, Syu?»
El mono tiritaba pero al verla aprobó con la cabeza.
«Bien», se contentó con decir.
Saqué las garras y trepé por el muro. Aterricé del otro lado, fundiéndome entre las sombras. Sin lugar a dudas, era una casa de burgueses, resoplé. Y todo indicaba que estaba vacía. Pero bien sabía yo que ese tipo de casas nunca estaban vacías del todo. Prudente, me aproximé hasta rozar uno de los muros de la mansión. Dejé una marca de barro en la superficie blanca. Con un suspiro, me alejé y entré en lo que me parecieron ser los establos. Estaban vacíos con la excepción de un caballo negro que con aire aburrido levantó la cabeza al notar mi presencia.
Por un instante, se me ocurrió una locura: ¿y si robaba aquel robusto caballo y me marchaba cabalgando lejos de todos los problemas? Shakel Borris hubiera hecho eso. O más bien, en el momento crítico, habría encontrado a un gran amigo que casualmente tenía un caballo y se lo daba para que el buen héroe se alejase de los malos perseguidores… Sacudí la cabeza y me senté encima de una tabla de madera. No era hora de soñar insensateces. Sobre todo que yo no sabía montar a caballo, recordé.
Syu se frotaba enérgicamente los pies y las manos, tratando de calentarse, y decidí seguir su ejemplo quitándome la túnica y los pantalones de campesino. Estrujé toda mi ropa y me acurruqué finalmente en un rincón del establo sintiéndome en una de las peores situaciones de mi vida. Estaba sola y hundida, los Sombríos me buscaban y buscaban a Lénisu, habían logrado detener a Dahey y Wanli… ¡me parecía todo tan nebuloso!
—¿Por qué demonios Lénisu habrá querido acusar a esos Nohistrás? —murmuré.
Syu estaba lejos de poder contestarme y Frundis se había ido a componer en secreto una balada sobre la lluvia. Quién sabía qué misterios envolvían los actos de Lénisu, suspiré.
A lo lejos resonó un trueno. El caballo negro soltó un relincho, como asustado, mientras la lluvia volvía a repicar contra la tierra como una súbita ráfaga de flechas. Sumida en mis pensamientos, me tapé con un poco de vieja paja y me tumbé, maldiciendo todas las cofradías y esperando que pronto pasase la tormenta.
Sin quererlo, me dormí, pero desperté de pronto al oír unos chasquidos en mi cabeza.
«¡Zaix!», exclamé con alegría. Syu despertó, sobresaltado.
«Hola», me contestó el Demonio Encadenado. «¿Así que torturando al pobre Spaw, eh? Me ha dicho que habías desaparecido.»
Me sonrojé, avergonzada.
«No lo hice a posta», le aseguré. «Me atacaron. Pero ahora estoy bien.»
Zaix me observó mentalmente.
«¿De veras? Si quieres un consejo, pequeña demonio, deja atrás a todos los saijits. Olvídalos. Sus problemas son sus problemas. Y ya tenemos bastante con los nuestros.»
Sacudí la cabeza, molesta.
«Este es un problema que me concierne directamente. Te lo explicaré con brevedad», dije, al adivinar su pregunta antes de que la hiciera. «Mi tío es un Sombrío y pretende acusar a algunos dirigentes de la cofradía. Le están persiguiendo para que se calle y destruya las pruebas y a mí me persiguen para presionar a Lénisu y calmarlo. Básicamente es eso. Ya ves cómo yo no tengo la culpa en este caso.»
El Demonio Encadenado permaneció un rato en silencio, como meditando.
«No te muevas de ahí. Le diré a Spaw dónde estás», determinó al fin. Y ante mi resoplido de protesta, agregó con tono severo: «Que sepas que Spaw no está para defender a tus hermanos saijits, sino para proteger a su familia. Quiero que vengas a verme al Bosque de Piedra-Luna. Ha llegado la hora de explicarte unas cuantas cosas que Kwayat, al parecer, no ha sabido inculcarte. Te quedarás junto a mí hasta que las hayas entendido.»
Sentí una mezcla de confusión, vergüenza e irritación al oírlo. Era muy fácil apartarse de los saijits cuando no conocías a ninguno, ¿pero cómo podía yo olvidarme de todas las personas saijits a las que quería? Y al mismo tiempo me sentía molesta por meter a Spaw en unos líos que no eran suyos, consciente sin embargo de que él tan sólo pretendía proteger al miembro más joven de su pequeña Comunidad. Como seguramente harían todos los demonios, pensé, mordiéndome el labio. Definitivamente, estaba metida en un círculo sin escapatoria.
«Zaix, no puedo quedarme aquí o me encontrarán», dije de pronto.
Sólo me contestó el silencio. Tanteé en busca del rastro energético de Zaix. Pero ya se había marchado.
* * *
No salí del establo en toda la tarde y cuando a la noche vino alguien a dar de comer al caballo negro me escondí como pude, esperando que el animal no me delatase. Las horas de la noche fueron silenciosas e inquietantes. En un momento, una gran araña vino a molestar a Syu y yo la pisoteé con precipitación. El mono gawalt, agradecido, vino a aferrarse a mi cuello diciéndome que era la mejor gawalt del mundo. Sonreí, emocionada.
«No exageres», le dije sin embargo.
Debían de quedar tan sólo un par de horas para el alba cuando salí prudentemente del establo preguntándome cuánto tardaría Spaw en llegar. El cielo estaba estrellado y límpido y el suelo era un verdadero lodazal.
A lo lejos, brillaba una fogata.
Fruncí el ceño al ver el fuego y, con sigilo, salí del recinto y me quedé un momento disimulada cerca del camino, tratando de ver si había siluetas entre las sombras, pero no vi nada. ¿Y si se trataba de Spaw? A fin de cuentas, Zaix no podía saber con certeza dónde me encontraba. ¿Qué mejor que encender un fuego para llamar la atención?
Sin olvidarme de ser prudente, decidí esclarecer el misterio y un cuarto de hora más tarde espiaba lo alto de la colina, agazapada en la penumbra de un bosquecillo. La fogata empezaba a perder intensidad. A unos metros, había un caballo y una carreta. Y recostado contra una de las ruedas, velaba o tal vez dormía una silueta negra.
Era Dahey. Sentí de pronto una terrible sospecha. ¿Qué hacía Dahey con su carreta y su caballo durmiendo tranquilamente a campo abierto si aquella mañana los Sombríos los habían capturado a él y a Wanli? Con el ceño fruncido, salí del bosquecillo y rodeé la colina. Aquello era muy extraño, admití. Dahey tenía toda la pinta de habernos traicionado pero no podía estar segura. Por otra parte, ¿merecía realmente la pena despertarlo bruscamente con los pétalos de Frundis en su garganta y amenazarlo para que confesara? Tal vez tuviera cosas interesantes que decirme, pero eso revelaría mi presencia a los demás Sombríos… A menos que lo atase en algún alto árbol con una mordaza, pero no era precisamente una solución muy agradable. Y además, no tenía cuerda. Así que actué como una gawalt y decidí no arriesgarme.
Tenía la mirada posada sobre la fogata, dándole vueltas a todas mis preguntas, cuando oí unos ruidos de cascos contra el camino que llevaba a la mansión. Me giré bruscamente y volví a meterme en el bosquecillo. Ese debía de ser Spaw, esperé. Aunque si lo era, no era precisamente discreto…
Corrí por el bosque y al llegar al borde del camino me detuve. Montado sobre un caballo blanco avanzaba una silueta encapuchada, alzando una linterna, como buscando algo. O a alguien.
Me arredré, indecisa. Spaw no era la única persona que me andaba buscando. Seguí el avance del caballo, tratando de adivinar en la postura o la actitud del jinete algún indicio. Concentrada como estaba en escudriñarlo, apenas miraba donde andaba y cuando una de mis botas entró de pleno en un gran charco me petrifiqué.
El jinete estiró sobre las riendas y giró la cabeza.
—¿Shaedra?
Un mechón violeta se liberó de su capucha y solté una risita de alivio, precipitándome hacia el caballo.
—Spaw, esto es una locura.
El demonio se quitó la capucha y me contempló desde lo alto de su caballo con aire desconcertado.
—Vaya —soltó—. Parece que te has caído en un pozo lleno de barro.
Bajé una mirada hacia mi ropa y cuando la volví a alzar vi que Spaw me observaba con aire divertido.
—¿Así que ahora hay líos con los Sombríos?
Asentí y su tono desenfadado me arrancó una sonrisa.
—Malditos saijits —solté—. Por cierto, en esa colina hay un Sombrío. Será mejor que nos alejemos o ese traidor verá tu hermoso caballo blanco y tu linterna. Sólo faltaba que fueras gritando mi nombre en una canción épica —bromeé.
Spaw puso los ojos en blanco.
—He cogido el primer caballo que he encontrado, ¿vale? —se defendió—. Y lo de la linterna era indispensable, a menos que quisiese romperle una pata al pobre —dijo, acariciando la crin del caballo blanco.
Me mordí el labio.
—Spaw, ¿cómo demonios quieres que te devuelva todo lo que estás haciendo por mí?
Mi pregunta pareció tomarlo por sorpresa y apartó la mano del caballo.
—Bueno… Somos demonios de una misma Comunidad, ¿no? Es natural que te proteja.
Su tono era tan sincero que se me subieron las lágrimas a los ojos. Spaw volvió a subirse al caballo y al girarse hacia mí agrandó los ojos, confuso.
—¿Estás… llorando?
Inspiré ruidosamente y negué con la cabeza.
—No he comido en todo el día y cuando tengo hambre soy muy sensible —me excusé.
Spaw se carcajeó y me tendió una mano.
—Anda, no te quedes ahí plantada. Sube. ¿Ya sabes adónde te llevo, verdad?
Asentí.
—A ver a Zaix.
El templario asintió. Una extraña sombra pasó por sus ojos negros como la noche. Me subí a la grupa del caballo y él lo hizo voltear. Era la primera vez que me sentaba sobre un caballo y me agarré a Spaw, preocupada por la posibilidad de caerme. Syu parecía tan aprensivo como yo. En cuanto a Frundis, había elegido una tranquila balada sobre una princesa que vivía en una montaña desierta.
Cabalgamos en silencio durante largo rato hacia el este. Cuando empezaban a despuntar los primeros rayos de sol ante nosotros, Spaw estiró las riendas y, bajo mi mirada extrañada, se apeó.
—Será mejor que nos deshagamos del caballo —declaró—. Lo… robé en una caballeriza. Seguramente, si lo dejamos en libertad, volverá a su hogar.
Enarqué una ceja pero asentí y bajé con un salto que tenía más de acróbata que de jinete. Spaw recogió su saco y colocó las riendas de manera que no le molestasen al caballo.
—Debía de ser caro —comenté, observando la elegancia del animal.
Spaw sonrió.
—Es posible. Pero ya te digo que no me fijé mucho en él al robarlo.
Le dio una fuerte palmada en la grupa al caballo y este salió al trote hacia el sur, aunque pronto se paró ante un brote de hierba apetitoso. Los rayos de sol iluminaban ya las copas de los árboles en la lejanía.
—¿Y ahora qué? —pregunté—. Deben de quedarnos varios días de marcha hasta donde están esas escaleras para bajar al Bosque de Piedra-Luna… —Me detuve al ver que Spaw no parecía escucharme, absorto en la contemplación de la aurora. Enarqué una ceja, intrigada—. ¿Te ocurre algo?
Él se llevó las manos a la espalda y me miró con el aspecto de quien ha tomado una ardua decisión.
—¿Recuerdas que te dije que podía contar con los dedos de una mano las veces en que no había seguido los consejos de Zaix? —Lo observé, sorprendida, pero asentí—. Pues esta va a ser una de ellas —declaró—. Sé que te dije que los demonios viven mucho mejor fuera del mundo de los saijits. Pero… francamente, yo no soy quien para separarte de todos los saijits que conoces. Y menos ahora que los conozco yo —agregó. Se encogió de hombros y esbozó una sonrisa—. Creo que como protector estoy cometiendo un grave error. Me quedaría más tranquilo si estuvieses a salvo junto a Zaix. Pero, al fin y al cabo, esta decisión es demasiado importante como para que la tomemos Zaix o yo en tu lugar.
Me había quedado enmudecida por sus palabras. De modo que Spaw no tenía previsto llevarme al escondrijo de Zaix, como éste se lo había pedido. Su cambio brusco me había dejado en blanco.
—¿Qué pensará Zaix de esto? —pregunté al fin.
Spaw se encogió de hombros.
—Se repondrá. Zaix es un demonio con ideas algo anticuadas. Y a veces le gusta mucho meterse en la vida de sus preciadas criaturas —bromeó—. Pero no te preocupes. Por el momento, creo que lo más importante es arreglar ese problemilla con los Sombríos. ¿De qué se trata exactamente? Siempre he sentido curiosidad por esa cofradía. En realidad, su trabajo no difiere mucho del de los templarios.
Resoplé ante el cambio de tema.
—Bueno, voy a intentar explicarte ese “problemilla” por el que varios Nohistrás andan buscando a Lénisu.
Spaw enarcó una ceja, impresionado.
—¿Varios Nohistrás? Tu tío es alucinante.
Las nubes ocultaban casi por completo la luz de los astros nocturnos. Había vuelto a llover aquel día y las calles de la capital estaban relativamente silenciosas.
—No acabo de entender muy bien tu plan —murmuró Spaw, agachado junto a mí.
Nos habíamos introducido en el jardín del Nohistrá de Aefna y ahora nos dedicábamos a observar el terreno.
—Es sencillo —contesté—. Entro sola en el cuarto del Nohistrá y trato de llegar a un acuerdo con él.
—Lo de que entras sola ya me había quedado claro —masculló Spaw, con el ceño fruncido. Y levantó una mano antes de que le volviera a repetir que no quería que se metiera en líos ajenos—. Está bien. Pero me has explicado todo lo de la caja y las pruebas y todo este lío, y no me has hablado de ese acuerdo que tienes planificado. No sé por qué, tengo la impresión de que el Nohistrá está en una posición más favorable que tú y que no va a aceptar tus condiciones, sean cuales sean. ¿Me equivoco?
—No seas fatalista —repliqué, bisbiseando—. Lo único que quiere el Nohistrá de Aefna es destruir las pruebas. Estoy segura de que en realidad no quiere matar a Lénisu. Tan sólo tengo que convencerlo de que Lénisu no va a causarle problemas. Además, el Nohistrá es el padre de Manchow. Y Manchow es una persona abierta. Cabe esperar que su padre también lo sea.
Spaw me contempló, escéptico.
—Ese padre tan abierto mandó a su hijo a los Subterráneos sin preocuparse mucho por su salud.
Carraspeé.
—Tú déjame a mí, estoy segura de poder arreglarlo todo por vía pacífica.
Spaw levantó el dedo índice como para hacerme notar algo pero acabó preguntando simplemente:
—¿Qué vas a decirle?
Me mordí el labio, indecisa. Spaw soltó un gruñido bajo.
—Si vas a convencerlo de algo, debes tener claro lo que vas a decirle. No puedes estar improvisando sobre la marcha. Tenemos que planear algo. O tu plan fracasará —concluyó.
Negué con la cabeza.
—Ya sé lo que voy a decirle. Además, pienso utilizar esto para persuadirlo —solté, sacando mi daga. La punta del arma brilló bajo la luz de la Luna.
Spaw meneó la cabeza, sin parecer lo más mínimamente impresionado.
—No sabes ser convincente. Notará enseguida que no eres capaz de matarlo.
Vacilé.
—¿Quién ha dicho que no sería capaz…? —Suspiré bajo su mirada aburrida—. De acuerdo, pero él no me conoce. A lo mejor soy una asesina profesional. Con un poco de teatro creo que podría colar.
Spaw soltó una risa silenciosa.
—Realmente no sé cómo has sobrevivido estos años. El teatro no basta, Shaedra. Si alguien amenaza con una daga, debe estar seguro de ser capaz de utilizarla. Te lo repito: déjame entrar contigo y yo me encargo de persuadirlo. A veces puedo llegar a ser muy convincente.
Me recorrió un escalofrío al oír su tono casi perverso.
«Parece un sicario», mascullé.
Syu me cogió una mecha de pelo, aprensivo. Medité durante unos segundos y dejé escapar un suspiro.
—Está bien —me resigné—. Pero no te dejes llevar por tus impulsos, que te conozco.
—¿Yo? Actúo siempre con bastante calma cuando trabajo —me aseguró.
Me estremecí de nuevo al oírlo hablar con tanto desenfado.
—¿Tu trabajo consiste también en eso? —pregunté en un murmullo casi inaudible—. ¿En convencer a la gente por la fuerza?
Spaw se encogió de hombros.
—Me contrataron sólo dos veces para ese tipo de trabajo. Y en las dos veces no derramé ni una sola gota de sangre. Bueno, casi —rectificó, mientras recordaba.
Jadeé pero me incorporé.
—Antes de nada, tenemos que llegar hasta el cuarto sin que nadie nos vea. Y me da a mí que no va a ser nada fácil.
Aunque probablemente no nos costaría más que entrar en el jardín, pensé, optimista. Spaw se levantó y volvió a disimular su rostro bajo su capucha. En silencio, ambos nos internamos entre los arbustos hasta la mansión de Deybris Lorent.
* * *
Llegar hasta uno de los muros del edificio resultó ya en sí problemático. Una ancha avenida con guijarros rodeaba la majestuosa casa y de cuando en cuando la recorría algún vigilante u otro Sombrío. Parecía que esos cofrades vivían más de noche que de día… Examiné las luces de la Luna y la Gema y me pregunté qué tipo de sortilegio armónico nos disimularía mejor. Tras varios minutos cavilando, Spaw me miró con impaciencia e hizo un gesto hacia el edificio. En aquel momento, la vía estaba libre. Algo trémula, solté el sortilegio y me concentré en mantenerlo mientras nos precipitábamos fuera del seto. Nos refugiamos en la penumbra del muro y le cogí la manga a Spaw para que se inmovilizase: una sombra acababa de aparecer por una esquina. Perfeccioné todo lo que pude mi sortilegio y aguardamos, expectantes. La silueta pasó tranquilamente delante de nosotros y desapareció un poco más lejos por una puerta en silencio. El demonio meneó la cabeza, tal vez asombrado de que no nos hubiese visto.
Esbocé una sonrisa y me incorporé. Examiné el muro, tanteando con las garras, y aprobé. A dos metros de altura había un balcón. Trepé hasta él con agilidad y eché una mirada hacia abajo. Spaw trataba de seguirme, y no lo hacía mal para no tener garras. Estaba casi a la altura del balcón cuando lo vi resbalar. Le atrapé una mano y con suma dificultad lo estiré hacia mí. Apenas el humano cayó sobre el balcón, resoplando, amplié las sombras armónicas para ocultarlo a él también.
Estuvimos trepando y saltando de un balcón a otro, buscando el cuarto del Nohistrá, hasta que Spaw resopló.
—¿Qué tal si entramos y buscamos por dentro? —me susurró al oído—. Prefiero que los Sombríos me pillen en un pasillo que morir en una caída.
Tras un breve instante de vacilación, aprobé con la cabeza. De todas formas, no podríamos volver a bajar por el muro: eso sí que habría sido condenarnos a una caída mortal. Además, ya era increíble que nadie nos hubiera visto aún: si la suerte nos acompañaba, quién sabe si no llegaríamos realmente a los aposentos del Nohistrá sin una tropa de Sombríos persiguiéndonos.
«Corremos como gawalts», me aseguró Syu para tranquilizarme.
Hice una mueca.
«El problema es que para correr hay que tener un camino por donde pasar.»
Syu no lo negó. Miré hacia abajo con prudencia. Nos encontrábamos en la tercera planta, en un largo balcón. ¿Y si resultaba que daba al cuarto del Nohistrá?, me pregunté, esperanzada. Y entonces observé a Spaw con cierta sorpresa mientras este sacaba una especie de corchete de metal y se aproximaba a una de las puertas. Me apresuré a seguirlo para protegerlo con mi sortilegio armónico. Unos minutos más tarde estábamos dentro de la mansión del Nohistrá, en una especie de gran salón sumido en la penumbra.
Alerta, salimos de la sala, listos para abalanzarnos sobre el primer Sombrío que nos descubriese. Pero, sorprendentemente, no había nadie en el pasillo. Visto lo animados que estaban los alrededores, me pareció extraño, hasta que oí un rumor de voces no muy lejanas. Spaw y yo nos consultamos con la mirada antes de aproximarnos a la puerta de donde parecía provenir el sonido, pero este nos llegaba apagado y ensordecido. Tras unos segundos de indecisión, continuamos avanzando, hasta que el ruido de unos pasos ligeros nos detuvo en seco.
Echamos a correr hasta el salón y empujamos el batiente con precipitación. Unos pasos rápidos pasaron por el corredor y llamaron a una puerta vecina.
—Deybris, ¡Deybris! —En el tono de esa voz se adivinaba un deje urgente.
Se oyó el chirrido de una puerta que se abre.
—¿Qué sucede, Dyara?
—Siento despertarte, pero tengo noticias del paradero de la caja —declaró la Sombría—. Al parecer, Lénisu Háreldin la escondió en la zona sur del Bosque de Belyac.
—Mm. ¿Y de dónde sacas esa información? —preguntó el que, sin lugar a dudas, debía de ser el Nohistrá de Aefna.
Spaw y yo, escondidos detrás de la puerta, escuchábamos casi sin respirar.
—Wanli lo descubrió —contestó Dyara—. Me ha costado desatar su lengua pero finalmente cantó. El problema es que no sabe exactamente dónde se esconde esa caja.
—De modo que no es la persona de la que habla esa carta —dedujo el Nohistrá—. Mmpf. En fin, poco a poco todo se va arreglando. ¿Y nuestro Lénisu?
—Sigue desaparecido —suspiró la Sombría.
—Mm. No dudo de que acabaremos encontrándolo. Bien, Dyara. Libera a Wanli. Espero que no la hayas atormentado demasiado.
—Tan sólo verbalmente —lo aseguró Dyara.
—¡Ah! Bien, bien. Dile que me gustaría desayunar con ella esta misma mañana. Esa joven necesita que alguien la guíe de nuevo por el buen camino. Y, por favor, dile a Jíldari que parta antes del alba hacia Belyac con diez compañeros. Que no se olvide de avisar a Chishia de que va a explorar la zona sur del bosque. Y recuérdale que esta vez no debe defraudarme.
Se oyeron pasos que se alejaban y que se detenían.
—¿Deybris?
—¿Mm?
—¿Y la sobrina de Lénisu? ¿La habéis encontrado ya?
—¿Eh? Oh, no. Aunque, sabiendo que tiene sangre de Háreldin, no es de extrañar —soltó el Nohistrá con un deje burlón—. Buen trabajo, Dyara.
—Buenas noches —contestó la Sombría, antes de alejarse de veras.
Retrocedí unos pasos en el salón, profundamente aliviada. Así que Lénisu seguía en fuga… La puerta se abrió de pronto y todos mis pensamientos se esfumaron. Con rapidez, me metí debajo de una especie de gran banco cubierto de cojines. Sonó un golpe seco cuando Frundis chocó contra el suelo y palidecí, preguntándome si no hubiera sido mejor idea abalanzarme directamente hacia el Nohistrá. Busqué con la mirada a Spaw, pero desde mi perspectiva no pude ver más que unas botas entrar tranquilamente en la sala mientras esta se iluminaba vivamente.
El Nohistrá se sentó en una butaca y, tranquilamente, encendió su pipa y desplegó ante sus ojos un largo pergamino. Yo lo observaba entre las borlas que adornaban el banco, cada vez más nerviosa. ¿Cómo salir de mi escondite y actuar lo suficientemente rápido como para que el Sombrío no se echase a gritar o sacase algún arma escondida? Reprimí un suspiro y traté de ser positiva: habíamos conseguido meternos en la misma habitación que el Nohistrá, y este estaba solo. A eso se le llamaba suerte. Sólo necesitaba un poco más de buena suerte, decidí.
Y haciendo de tripas corazón, rodé fuera del banco, di un bote y detuve el impulso del Nohistrá con el bastón, dándole un golpe para forzarlo a sentarse de nuevo en su butaca.
—No se mueva —siseé.
Oí una puerta cerrarse y vi con el rabillo del ojo a Spaw que jugueteaba con su daga roja con una maestría y un brillo malévolo en los ojos que me dejaron lívida de espanto. El Nohistrá nos observaba, pasmado.
—Buenas noches —pronunció Spaw—. Si gritas, morirás. ¿Te ha quedado claro?
Deybris Lorent asintió, tragando saliva con dificultad.
—¿Quiénes sois? —preguntó por lo bajo.
—Tan sólo queremos negociar —solté—. Queremos que deje a Lénisu tranquilo.
Un rayo de comprensión pasó por los ojos del Nohistrá.
—Tú… eres la sobrina de Lénisu, ¿verdad? Vaya, por supuesto —añadió. Su mirada se posó en Frundis, luego en Syu y al fin pareció serenarse de golpe—. Me alegra que hayas venido. Aunque sea con estas maneras tan poco civilizadas.
Fruncí el ceño y lo examiné con detalle. Se parecía mucho a Manchow, con ese pelo castaño y rizado y esa cara redonda… pero un brillo astuto en sus ojos oscuros me recordó que esa misma persona había sido capaz de mandar a su hijo a los Subterráneos “para que aprendiese a ser fuerte” según Manchow.
—¿Así que has venido a negociar? —retomó el Nohistrá, mientras me escrutaba con la misma atención. Recelosa, yo seguía apuntando su pecho con Frundis, clavándolo en su asiento.
—Ajá —contesté—. Según lo que he entendido de esta historia, quiere destruir unas pruebas que tiene Lénisu contra usted. Ignoro totalmente de qué van esas pruebas y no me importa. Estoy dispuesta a ayudarle a destruirlas si deja a Lénisu tranquilo para siempre y lo echa de la cofradía de los Sombríos.
Spaw me miró, incrédulo. El Nohistrá agrandó los ojos y esbozó una sonrisa.
—¿Echarlo de la cofradía? Eso no está en mis manos, querida. Sólo el Nohistrá de Dumblor puede echarlo realmente de ella. Él es su “padrino”. Pero debo admitir que tu propuesta refleja tus buenas intenciones. Supongo que lo haces porque quieres a tu tío. Actuar por amor siempre es digno de respeto. En todo caso, te felicito por haber entrado en mi casa sin que nadie te vea.
Meneé la cabeza.
—¿Y bien? —solté, impaciente—. ¿Qué dice? Le prometo encontrar esa caja y destruirla y, a cambio, usted… y los demás Nohistrás implicados se comprometen a olvidar el asunto. Y dejan a Lénisu con vida.
Deybris, a pesar de su situación algo incómoda, se carcajeó.
—Mi intención, en teoría, no era matar a Lénisu, lejos de mí tal atrocidad —sonrió el Nohistrá. Sin embargo, su expresión no me dejó clara su sinceridad—. Es más, como sabrás, Lénisu es un gran Sombrío. Algo testarudo, pero entre los Nohistrás de Ajensoldra y de Éshingra nos lo arrancamos de las manos en cuanto queremos elegir a un capitán digno de ese nombre para una misión importante. No, definitivamente, Lénisu es demasiado bueno como para que me arriesgue a perderlo por unos simples papeles con pruebas —volvió a sonreír—. Y empiezo a darme cuenta de que su joven sobrina comparte su mismo talento. Y sus mismas debilidades —añadió, con un extraño destello en sus pupilas oscuras—. Francamente, creo que hemos empezado con mal pie. Sentaos. No voy a gritar y os prometo que os dejaré marcharos libremente sin que ningún Sombrío os corte el paso. Palabra de Sombrío.
Me encogí de hombros: no servía de nada estar amenazándolo constantemente con Frundis. Retrocedí unos pasos y me senté lentamente en otra butaca sin apartar los ojos de la pálida figura de Deybris Lorent. Spaw permaneció de pie, con una mano en el bolsillo y la otra sosteniendo su daga con desenfado. Pese a su tranquilidad, adiviné que se esperaba, como yo, a que en cualquier momento el Nohistrá intentase alguna triquiñuela. Aun así, mis intenciones diplomáticas por ahora funcionaban mejor de lo que hubiera sospechado.
—Si usted no pretende matar a Lénisu —dije pausadamente—, ¿qué pretende hacer para convencerlo de que calle todo lo que sabe?
Deybris recogió tranquilamente su pipa y volvió a colocarla entre sus labios. Juntó las manos, cruzó las piernas, y contestó:
—Obviamente, recompensarlo por todos sus servicios prestados. Mi intención primera era que Derkot Neebensha, el Nohistrá de Dumblor, se encargase de mantenerlo a raya, pero por lo visto Derkot está demasiado ocupado con su “transformación” para atender a sus deberes y cuidar de sus ovejas descarriadas. —Un rictus se dibujó en su rostro y me estremecí, aun sabiendo que no era de extrañar que el Nohistrá de Aefna estuviese al corriente de que Derkot era ya un nakrús a medias… Deybris soltó una nube blanca de su pipa y prosiguió—: Como digo, pretendo recompensar a Lénisu de manera que deje de complicarse la vida acechando todos los asuntos mínimamente turbios que hay en mi casa.
—¿Qué tipo de recompensa? —inquirí, con una mueca dubitativa—. ¿Un baúl lleno de kétalos? ¿O un viaje hacia los infiernos?
El Nohistrá levantó los ojos al cielo.
—Ignoro qué te habrá contado Lénisu sobre los Sombríos, pero te aseguro que su opinión es muy parcial, dado que, desafortunadamente, ha tenido que vivir más de una desgracia a causa de la cofradía. Pero no puede ignorar que también le hemos facilitado la vida decenas de veces. En todo caso, resolví arreglar el problema que ahora nos aqueja y hace un año, le propuse a tu tío una oferta generosa: darle sustento para todo el resto de su vida a cambio de que olvidase para siempre sus investigaciones. Y hasta le ofrecí meterte a ti en la cofradía. —A pesar de que aquello ya lo sabía, palidecí a ojos vistas—. Y, para colmo, le prometí que me ocuparía de tus dos hermanos de modo que pudiesen vivir tranquilamente. Fíjate. Algunos Sombríos me dejan a cargo de todos sus hijos, y Lénisu no quiere dejarme ni a una sobrina —sonrió, teatral.
Resoplé, desconcertada.
—Rechazó, por lo visto —observé.
—¿Increíble, eh? —replicó él.
Lo cierto era que la oferta del Nohistrá me parecía realmente generosa, pero también era verdad que al aceptarla Lénisu nos habría encadenado a todos a la cofradía de los Sombríos y entendía que eso, aunque benéfico por una parte, podía tener sus inconvenientes.
—Sin embargo —prosiguió el Nohistrá—, la oferta sigue en pie. Y estoy dispuesto a renegociar al alza si aceptas tu parte del trato.
Fruncí el entrecejo.
—¿Qué parte del trato?
—La de entrar en la cofradía, por supuesto. Pero no como cualquier Sombría —añadió—. Serías mi pupila. Como lo fue antaño Lénisu para el Nohistrá de Dumblor. He pensado que sería una buena manera de calmar a Lénisu, forzando un poco las cosas. Él no quiere que entres en la cofradía, y tendrá sus razones, aunque no sean del todo razonables, pero si sigue rechazando mi oferta, no me quedará otro remedio efectivamente que regalarle un viaje hacia los infiernos, como dices. Y, teniendo unas soluciones mucho más atrayentes, realmente no entiendo cómo puede seguir siendo tan pertinaz —suspiró.
Deybris Lorent hablaba con tal calma y persuasión que me quedé mirándolo, confusa. Según cómo lo planteaba, parecía que la única solución a todo el problema era que yo entrase a formar parte de los Sombríos y que intentase convencer a Lénisu de que se retirase silenciosamente con una buena pensión. Su lógica me parecía razonable, pues dado el poder de los Sombríos, no podía esperar que Deybris fuera más clemente. Sin embargo, había detalles que me dejaban perpleja.
—Parece que te has tragado la lengua, querida.
Carraspeé y lo miré con los ojos entornados.
—Tengo dos preguntas —dije—. ¿De qué os acusa Lénisu a los Nohistrás? ¿Y por qué demonios tiene tanto empeño en que yo me convierta en una Sombría?
—En mi pupila —me corrigió amablemente Deybris Lorent—. Bueno, a la primera pregunta es difícil contestarte, sobre todo considerando que aún no eres una Sombría y, por consiguiente, no puedo desvelarte los secretos de la cofradía, y menos los de los demás Nohistrás. Por no hablar de que ignoramos totalmente dónde se encuentra la caja con las pruebas, de modo que no sabemos a ciencia cierta de qué nos acusa Lénisu. —Inspiró una bocanada de su pipa, y agregó—: Quiero que sepas que la cofradía de los Sombríos no es especialmente una organización caritativa y sus miembros cumplen trabajos financiados a veces por particulares. No todos los actos de los Sombríos son achacables a sus dirigentes, los cuales se ocupan mayormente de mantener la unidad y el orden.
Arqueé una ceja.
—La unidad —repetí—. Usted tergiversa mucho, Deybris Lorent. He oído decir que se os acusaba de mantener acuerdos con bandas de asesinos.
Advertí que Spaw enarcaba una ceja y recordé que se me había olvidado contarle ese detalle. Mi insinuación pareció divertir al Nohistrá.
—No puedes fundar un juicio en simples rumores, joven ternian. De todas formas, ya te lo he dicho: los Sombríos son una cofradía muy descentralizada. A lo mejor algún Nohistrá se dedica a contratar a asesinos, pero yo te prometo que jamás he contratado a ninguna banda de esas. Antes renunciaría a mi puesto —afirmó.
Su tono franco no acabó de convencerme, pero no insistí e hice una pregunta que siempre me había intrigado.
—¿Por qué mi tío dedica tantos esfuerzos para atacar su propia cofradía? —interrogué.
Advertí un leve encogimiento de hombros.
—Cualquiera diría que alguien lo ha contratado para hacerlo —comentó el Nohistrá, apartando la pipa de sus labios—. Aunque, quién sabe. Tal vez se trate de alguna extraña afición —sonrió—. Admito que tengo curiosidad por ver esas pruebas que andan tan bien escondidas. Tu tío, además de ser inteligente, tiene una habilidad tremenda para meterse en todo tipo de embrollos. Debe de conocer mil verdades que desconozco. Y yo soy un tipo más bien curioso.
Por no decir que deseaba ante todo destruir las pruebas que habría seguramente contra él en esa famosa caja, pensé con ironía.
—¿Y para mi segunda pregunta? —solté al cabo. El Nohistrá enarcó las cejas y explicité—: ¿Por qué desea tanto que yo forme parte de la cofradía? Vale, Lénisu tal vez se dejaría convencer más fácilmente para acabar con esta locura, pero le aseguro que no acabo de entenderlo…
El Nohistrá se inclinó hacia delante, mirándome con detenimiento.
—Eres el vivo retrato de Lénisu. En la vertiente femenina, claro —apuntó, y puse los ojos en blanco—. Si posees el mismo talento que él, como creo, podrías ser una gran Sombría. Eres pagodista y har-karista. Y he oído hablar de tus vagabundeos por el mundo. Has recorrido el este de la Tierra Baya con sólo trece años. Has conseguido hacerte pasar por la Salvadora de una niña que parece ser la única descendiente de los legendarios Klanez. Y he oído decir que te codeas no solamente con algunos nakrús, sino también con vampiros. Una persona así sabe guardar sus secretos hasta la tumba —prosiguió, esbozando una sonrisa—. Y si me aceptas como tutor te aseguro que dentro de diez años estarás viviendo como una reina en algún palacio de Mirleria o de las Ciudades de Lorri-man sin preocuparte por nada más que por el tiempo, la comida, la fiesta y la buena vida.
El Nohistrá se recostó contra la butaca, satisfecho con su discurso. Tal vez esperase despertar en mí algún resquicio de ambición, pero falló estrepitosamente. Aunque no dejé de considerar las condiciones del trato que, por lo demás, me parecían bastante buenas, si me centraba en el problema de salvar a Lénisu de esta.
—Interesante —solté, por decir algo y romper el silencio.
—Shaedra —intervino Spaw con un resoplido—. ¿No estarás pensando en aceptar?
Le eché una ojeada. El demonio acariciaba su daga, como si tuviese ganas de utilizarla. El Nohistrá esperaba mi respuesta con la expresión de quien piensa ya haber ganado.
Suspiré. ¿Qué podía decirle? Aceptar entrar en la cofradía de los Sombríos me parecía una locura. Yo nunca había pretendido vivir como una reina en un palacio, sino vivir tranquila, en Ató, junto a mis seres queridos. La condición del Sombrío, aun después de su explicación, me dejaba con la impresión de que algo me ocultaba. Si había entendido bien, ser pupila del Nohistrá de Aefna no era un honor que se le daba a cualquiera, y no acababa de entender todas las razones que empujaban a Deybris Lorent a “adoptarme”.
—¿Qué me dices? —preguntó al fin el Nohistrá, tras un largo silencio—. La vida de Lénisu por la tuya como Sombría. Es un trato bastante justo. Por no decir beneficioso para todos. Y, como decía, ayudaré a tu hermana a encontrar un trabajo como curandera. Por lo que sé, es una gran amante de los animales.
Agrandé los ojos, algo alarmada al ver todo lo que sabía sobre mi familia.
—¿Mi hermana? —murmuré—. ¿Y mi hermano?
Por un terrible instante pensé que le había ocurrido algo malo. Los ojos del Nohistrá brillaron, entretenidos.
—Hace unas semanas me enteré de que tu hermano, Murri Úcrinalm Háreldin, era un Monje de la Luz. Y yo no ayudo a los Monjes de la Luz —explicó.
Me sonrió mientras yo lo miraba, anonadada. Murri, ¿un Monje de la Luz? ¿Pero qué delirio era ese?
—Entonces, ¿aceptas? —insistió el Nohistrá.
Noté su impaciencia pero tomé mi tiempo para contestarle. Spaw me miraba, preguntándose tal vez, al igual que yo, si tenía alguna otra elección que la de aceptar. Lénisu no podía esconderse de los Sombríos por mucho más tiempo… Por otro lado, aquello me recordaba demasiado al episodio de la Niña-Dios y mi sacrificio inútil. ¿Y si aceptaba el trato y resultaba que mi decisión era equivocada? El maestro Dinyú siempre decía que la vida era una suma de decisiones buenas y erróneas… ¿Y si Lénisu tenía un plan mejor? Entonces… siempre podría mandar mi honor a freír sapos en el río y declinar la oferta del Nohistrá ulteriormente, decidí. Al fin y al cabo, estaba convencida de que si Lénisu me revelaba todos los crímenes de aquel Nohistrá, no me quedaría ningún remordimiento por el cual no tenerle respeto alguno.
Levanté la cabeza. El Nohistrá de Aefna dejaba en aquel instante escapar una voluta de humo. Sus ojos me observaban con evidente curiosidad, esperando mi respuesta.
—Acepto el trato. —Y esbocé una sonrisa—. Con una condición más. Que me deje tres deseos que no podrá negarse a concederme.
Como los tres deseos que en un día lejano Dolgy Vranc nos había reclamado a Akín, a Aleria y a mí, pensé, divertida. Deybris Lorent mostró una sonrisilla y se levantó, tendiéndome la mano.
—Siempre y cuando esos deseos sean razonables, acepto.
Bajo la mirada meditativa y algo sombría de Spaw, me levanté y estreché la mano del Sombrío.
—Sabía que acabarías haciéndolo.
Arrodillada sobre un cojín, Wanli me cortaba el pelo. Tras constatar que este empezaba a ser más largo casi que el de Ahishu, había aceptado que me lo cortasen, pese a las protestas de Syu. El mono, sentado en equilibrio sobre una silla, contemplaba caer los trozos de trenzas sobre el suelo con aire decepcionado.
«Tranquilo, Syu, no me va a cortar todo el pelo», le prometí.
Aunque, visto el tiempo que tardaba en cortármelo Wanli, no parecía. El gawalt dejó escapar un suspiro.
«Más le vale», refunfuñó. Y saltando abajo de la silla, desapareció por la puerta entornada. Entonces, recordé las palabras de Wanli.
—Me pareció la decisión correcta en el momento —contesté.
Oía los chasquidos de tijeras y, con el rabillo del ojo, veía luengas mechas negras caer a mi alrededor. Estábamos en uno de los salones de la casa del Nohistrá. Esta, al parecer, servía de punto de encuentro para muchos Sombríos que venían en busca de nuevos trabajos o simplemente pasaban a saludar, a la caza de noticias frescas. Pocos Sombríos vivían en ella: había dos niños, hijos de unos Sombríos que estaban en plena misión, y tres jóvenes huérfanos que habían perdido a sus padres en un ataque de orcos hacía unos ocho años. Me removí, impaciente.
—¿Ya está? —pregunté.
Wanli se apartó un poco, me rodeó, verificó que el resultado era aceptable y entonces aprobó y me miró a los ojos.
—No te fíes de lo que pueda decir Lénisu. Estoy segura de que estará orgulloso de ti.
Aparté los ojos, turbada. Wanli parecía agradecerme lo que había hecho por Lénisu. En cambio, él debía de estar fuera de sí, pensé, inquieta. Y en todo caso, dudaba mucho de que se sintiese orgulloso de su sobrina. Pero seguía pensando que había hecho lo correcto.
Suspiré.
—¿Y ahora qué?
La elfa de la tierra sonrió y se levantó.
—Ahora, a vestirte para la ceremonia.
Recogí a Frundis y seguí a Wanli fuera del salón. La mansión, aunque imponente, distaba mucho de ser tan maravillosa como el Palacio del Agua. No había casi ningún tapiz ni figura, los techos eran sencillamente rectos y blancos y las escaleras olían a madera vieja. Pasábamos por un pasillo cuando nos cruzamos con los tres jóvenes Sombríos. Nos saludaron educadamente juntando las manos ante ellos y yo les contesté en silencio mientras Wanli se apresuraba a presentármelos.
—Este es Ujiraka Basil. Esta es Dyara Yhu. Y él es Abi Yawni.
No me presentó a mí y deduje que los tres sabían de sobra quién era y por qué estaba ahí. Cuando nos alejamos, observé que Ujiraka, Dyara y Abi intercambiaban miradas extrañas. Nada más entrar en lo que debía de ser la ropería de los Sombríos, pregunté:
—¿Dyara? ¿Esa no es la que trató de sonsacarte información sobre la caja…?
Mi pregunta murió ante la mirada fulminante de Wanli.
—No me hables de eso ahora. Y no, no es para nada la misma Dyara. Veamos… —soltó entonces, paseando una mirada escrutadora por la habitación.
Había pilas enteras de túnicas negras, pantalones, guantes, cinturones…
—¡Ah! —dijo Wanli, dirigiéndose hacia una mesa.
Ahí había un paquete sin abrir. Lo abrió y sacó una túnica negra que me pareció idéntica a las demás. Me la tiró y la recogí al vuelo con cierta aprensión. Por lo que sabía, esa era la ropa “oficial” de los Sombríos que se llevaba en todas las reuniones mínimamente importantes. Como lo era cualquier ceremonia de iniciación en la cofradía, pensé con una mueca.
Llevaba apenas tres días en la mansión del Nohistrá, pero me parecía que llevaba meses. Me preguntaba a cada instante cuándo volvería Lénisu y me pasaba horas sentada junto a la ventana de mi cuarto, dudando de si no había cometido un grave error aceptando el trato. A fin de cuentas, había aceptado sin tener la más remota idea de las consecuencias. ¿Qué significaba exactamente ser pupila de un Nohistrá? ¿Acaso me obligaba a algo? Deybris Lorent no me lo había explicado, ni yo me había molestado en el momento en preguntárselo, más preocupada por salvar a Lénisu de esa locura. Lo único que se me ocurrió preguntarle antes de que me mandase a mi cuarto esa noche fue si tenía noticias de su hijo Manchow.
—Me traicionó —contestó sencillamente, ensombrecido—. Ignoro dónde se encuentra y es mejor así.
Su respuesta me dejó pensativa un buen rato. ¿Acaso podía Manchow haberlo traicionado realmente? ¿Tenía algo que ver esa traición con la Gema de Loorden? Tal vez. Tal vez Deybris Lorent no había soportado que su hijo un poco lunático lo hubiera engañado y hubiera desaparecido con la recompensa de Amrit Daverg Mauhilver… Y esas reflexiones me habían llevado a esperar que Shelbooth estuviese bien y hubiese sobrevivido a su temerario intento de recuperar el cofre. Y, acto seguido, pasé a pensar en los Monjes de la Luz, dado que Shelbooth y Asten lo eran. Al igual que mi hermano. Cuando, aún en Mirleria, le había preguntado a Laygra qué había ocurrido exactamente en Dathrun y por qué Murri había acabado en la cárcel, se había encogido de hombros afirmando que Murri no le había querido explicar nunca nada, pero que al parecer los problemas se habían solventado. Sólo ahora empezaba a entender que mi hermano había estado guardando más secretos de los que imaginaba.
Durante las noches, apenas podía dormir. Pensaba en mil cosas y a veces me apetecía salir de mi nuevo cuarto e ir a ver a Spaw a casa de Lu, como se lo había prometido. Algo azorada, le había preguntado antes de separarnos qué opinaba sobre mi trato con el Nohistrá; el demonio se había encogido de hombros.
—Considerando tus posibilidades y la influencia de los Sombríos, creo que puede ser una elección acertada —me dijo—. Aun así, mantén los ojos abiertos. Y, si tienes algún problema, ve a casa de Lu. No andaré lejos.
Me conmovía y asombraba la dedicación con que Spaw me protegía. Aunque a veces no podía dejar de pensar que no la merecía. Al fin y al cabo, no era como si me atacase de pronto un dragón y él tratara de protegerme. Era más bien como si yo me metiese en un antro de dragones por voluntad propia y él me defendiese sin atreverse a sacarme de ahí.
—Te vistes con la rapidez de una tortuga iskamangresa, Shaedra.
Volví al mundo real al oír el reproche de Wanli y me di cuenta de que efectivamente me había llevado como un minuto pasar el brazo por una de las mangas de la túnica. Le dediqué una sonrisita culpable y acabé de vestirme, procurando pasar las Trillizas a mi nueva túnica sin que lo advirtiese la elfa.
Tras vestirme, me percaté de que Wanli me observaba con las comisuras de los labios levantadas.
—¿Qué pasa? —solté, curiosa.
La Sombría me sonrió francamente.
—Es la primera vez que voy a ser madrina —explicó—. No ocurre todos los días.
Resoplé y ella me tendió una capa negra.
—Voy a tener la impresión de ser un cuervo de mal augurio —suspiré, mientras me abrochaba la capa.
—El color negro es uno de los símbolos de la cofradía. Por no mencionar que unos Sombríos con capas blancas no serían muy discretos de noche. Anda, ahora te llevaré hasta el Nohistrá. Debe de estar esperándote. Y dentro de una hora empieza la ceremonia.
Agrandé los ojos y, al salir de la habitación, advertí que el cielo empezaba a oscurecerse.
—Wanli… —solté, mientras recorríamos los pasillos.
—¿Mm?
—Aún no me has dicho nada sobre lo que pasó cuando lo de Dahey y la carreta.
El rostro de Wanli se ensombreció.
—Dahey… es un amigo de Lénisu. Pero su lealtad a la cofradía pasa antes. Es uno de los principios que intentó recordarme Deybris anteayer —apuntó, poniendo los ojos en blanco.
Enarqué una ceja. Por lo visto, Wanli no sentía rencor alguno tras la traición de Dahey.
—¿Y Néldaru y Keyshiem? —insistí tras un breve silencio—. ¿Y Dashlari, Miyuki, Srakhi y Mártida? Ellos también estaban con Lénisu.
—¿Mártida? —repitió Wanli, entornando los ojos—. Su nombre no me suena.
—Oh. —Y fruncí el ceño, preocupada. ¿Acaso la Hullinrot había decidido volver a Neermat sin haber examinado la filacteria? Me encogí de hombros mientras Wanli proseguía:
—Néldaru está bien, aunque algo desanimado. Y Keyshiem nunca ha tenido ningún problema de ningún tipo: es un Dowkot, aunque no lo parezca. Nadie se atrevería a meterse con él, a menos que haya algún interés detrás.
—¿Un Dowkot? —repetí.
—Es una familia de comerciantes de vino bastante poderosa —explicó la elfa—. En cuanto a los subterranienses, no tengo noticias claras. El enano debe de estar junto a tus hermanos, según dijo Néldaru. Apuesto a que Miyuki está con Lénisu, al igual que ese say-guetrán. Apenas le quitaba la vista de encima a tu tío, ese gnomo. Es un tipo bastante inquietante.
Sonreí.
—Sí, Srakhi Léndor Mid es especial —aprobé.
Llegamos ante la puerta del Nohistrá. Wanli se giró hacia mí y me estiró el borde de una manga.
—Estoy bien, Wanli —protesté al ver que ella me miraba con el mismo aire crítico que solía adoptar Wigy.
—No te tomes a la ligera la ceremonia de iniciación —me advirtió—. Sé que normalmente los hijos de Sombríos entran en la cofradía oficialmente a los dieciséis años, es decir a tu edad —apuntó—. Aunque francamente creo que Deybris debería haber esperado unos meses a que hubieses tenido tiempo de acomodarte. —Pareció a punto de añadir algo pero se contentó con echar una ojeada rápida a la puerta del despacho del Nohistrá y murmurar—: Ya verás como todo se arreglará.
Hice una mueca, divertida, entendiendo que se refería más a Lénisu y sus problemas que a mi ceremonia.
—Hace tiempo que he dejado de esperar que todo se arregle algún día —repliqué, y entonces alcé una mano y llamé a la puerta del Nohistrá.
* * *
Por primera vez, cené junto a los demás Sombríos, en una enorme mesa que cruzaba todo el salón principal de la mansión. Mientras comía, escuché las conversaciones en silencio y detallé discretamente los rostros de los comensales. A mi derecha hablaban de una canción recién estrenada en las tabernas de Aefna, y a mi izquierda dos belarcos gemelos discutían a propósito de una tienda de zapatos. Nada en ellos permitía adivinar que fuesen Sombríos, si no era que todos iban vestidos de negro y llevaban sobre el pecho un broche metálico con el símbolo de la cofradía. En un momento me crucé con la mirada de Ujiraka Basil, sentado junto a Dyara y Abi. Al ver que le devolvía la mirada, desvió la suya hacia su plato, con aire meditativo. Me pregunté qué opinaría ese joven elfo oscuro de la nueva invitada. Lo cierto era que no me había parado a pensar aún en cómo los demás Sombríos me acogerían. Por el momento, más bien parecían pasar ampliamente de mí, aunque tenía la impresión de que algunos me examinaban con disimulo.
El gawalt trepó sobre mis rodillas y gruñó.
«Afuera llueve y el viento sopla», declaró, desanimado. «Y encima no hay plátanos», constató de corrido, echando una ojeada desilusionada por la mesa.
Reprimí una sonrisa y le di una palmadita ligera en la cabeza.
«Deja ya de quejarte. Pareces un saijit.»
Syu se encogió de hombros, me dedicó una mueca de mono y se alejó, desapareciendo de nuevo por la puerta abierta del salón.
Cuando acabamos todos de comer, Deybris Lorent se levantó y cayó el silencio en la sala.
—Como sabéis, esta noche admitiremos a dos nuevos miembros en nuestra cofradía —declaró—. Shaedra Háreldin, sobrina de Lénisu Háreldin. —Me miró a los ojos y sentí que todos se giraban para observarme con curiosidad—. Y Ujiraka Basil —anunció el Nohistrá para mi sorpresa—, que está con nosotros desde los ocho años y al que todos conocéis aquí. Sé que la ceremonia estaba prevista para dentro de dos meses y espero que este adelanto no haya ocasionado ninguna molestia —añadió, dedicándole al joven elfo oscuro un rápido guiño. Ujiraka negó con la cabeza con aire divertido—. ¡Bien! Hermanos, seguidme.
Inmediatamente se oyeron ruidos de sillas y seguí el movimiento, levantándome con aprensión. Según me había explicado Wanli, la ceremonia se realizaría en una capilla adosada a la casa. Me adelantaría hasta el altar, me regalarían una daga y un broche con el símbolo de los Sombríos y luego tendría que compartir una copa de vino con todos los presentes. No parecía tan terrible. Si bien recordaba las lecciones del maestro Yinur, la prueba de iniciación de los Dragones, por ejemplo, era bastante más peligrosa y desagradable.
—¿Nerviosa? —me preguntó de pronto una voz.
Me encontré con la mirada amarilla de Ujiraka Basil y le dediqué una mueca cómica.
—Un poco —confesé.
En cambio, el elfo oscuro, más que nervioso, parecía entusiasmado. Me sonrió y caminó junto a mí hasta la capilla mientras los demás Sombríos nos rodeaban, charlando tranquilamente. Alguien abrió los batientes de la capilla: adentro se alineaban unos cirios encendidos que iluminaban tenuemente la sala circular. Mientras los Sombríos se sentaban sobre unos cojines, sin dejar de murmurar entre ellos, crucé la puerta admirando las elegantes columnas. Así como el resto de la mansión era más bien basta, aquella capilla era una explosión de creatividad: había estatuillas en cada rincón, florituras esculpidas, y allá, en el fondo, se alzaba un estrado con un círculo azulado grabado en toda su superficie. Estaba preguntándome por curiosidad si me sería posible trepar por alguna de esas columnas cuando oí un ruido de pasos precipitados por los pasillos. Se elevaron enseguida murmullos de asombro entre los Sombríos. En cuanto me giré hacia la puerta, sentí como una oleada de llamas apoderarse de mí. Mis piernas flaquearon y tanteé con la mano para arrimarme a algo sólido. Topé con el brazo de Ujiraka y me aferré a él, con los ojos fijos en Lénisu. Jamás lo había visto tan abatido y reventado como en ese momento, pensé, impresionada. Deybris Lorent, con una sonrisilla, efectuaba un ademán para invitarlo a entrar.
—Por favor —decía.
Mi tío le echó una mirada asesina antes de entrar en la capilla. No sé por qué, no me había figurado nunca que un reencuentro con mi tío pudiera ser tan terrible. Avanzó, se detuvo a varios metros de mí, me miró a los ojos durante un instante que me pareció brevísimo y eterno a la vez y finalmente giró sobre él mismo y se dirigió hasta una de las columnas sin haberme dicho ni una palabra.
Sólo entonces me di cuenta de que estaba estrujando el brazo de Ujiraka y me aparté de él, abochornada.
—Esto… Perdón.
—No pasa nada —aseguró Ujiraka, masajeándose el brazo dolorido.
Afortunadamente, no había sacado mis garras, pensé. El Nohistrá se había avanzado hacia nosotros y posó una mano sobre nuestros hombros.
—Seguidme.
Eché una ojeada hacia Lénisu pero este guardaba obstinadamente su mirada clavada en algún punto perdido. Wanli se había precipitado hacia él y trataba, por lo visto, de tranquilizarlo y hablar con él, pero mi tío parecía haberse convertido en mármol. Ya se le pasaría, me repetí, mordiéndome el labio.
Avancé hasta el altar. Era una especie de estrado de piedra con una gran placa azulada en la que aparecía grabado el símbolo de los Sombríos: diez filos de espada dispuestos en círculo con el pomo para adentro. Ujiraka avanzó hasta entrar en el círculo y se arrodilló con elegancia. Lo imité, aunque con menos prestancia, y le eché otra mirada preguntándome si se suponía que teníamos que hacer algo ahora o simplemente esperar. Los ojos del elfo oscuro brillaban de emoción. Eché un vistazo sobre mi hombro. Los Sombríos que asistían a la ceremonia tenían expresiones solemnes, aunque más de uno echaba ojeadas curiosas hacia Lénisu. Me rebullí, sumida en mis pensamientos. Durante aquellos días, me había preocupado que el Nohistrá no cumpliese su parte del trato y me aliviaba saber al fin que Lénisu estaba bien aparentemente. Ahora sólo faltaba que Lénisu destruyese las pruebas o al menos que convenciese al Nohistrá de que las destruiría y, por supuesto, que Deybris Lorent interfiriese para que los demás Nohistrás no tratasen de atentar a la vida de Lénisu. A fin de cuentas, todo parecía arreglarse, me alegré mentalmente.
Busqué de nuevo a Lénisu con la mirada y fruncí el ceño. ¿Dónde…? Me sobresalté cuando vi a mi tío a unos metros de mí junto a Deybris Lorent. Ambos llevaban una daga y un broche. Agrandé los ojos. No podía creer que Lénisu, el mismo que había querido acusar a quien ahora tenía a escasos centímetros, iba a nombrarme Sombría personalmente. Lo detallé con la mirada. Se lo veía agotado por el viaje. Toda su ropa estaba hundida y sus botas embarradas ensuciaron el símbolo de los Sombríos cuando entró en el círculo. Mientras el Nohistrá empezaba a pronunciar un discurso sobre las leyes y principios de los Sombríos, sobre la unidad, el orden y los objetivos nobles de la cofradía, Lénisu y yo nos mirábamos como si nos hubiéramos petrificado mutuamente. Sus ojos no parecían acusadores, ni tristes, ni aliviados. Lo cierto era que su expresión parecía todavía más indescifrable que la de Dol.
Entonces me entraron de nuevo las dudas. ¿Realmente había actuado de manera correcta? Si no hubiese convencido al Nohistrá de que me las arreglaría para que Lénisu callara y desvelara el escondite de la caja, mi tío habría acabado muy mal. Y sabiendo que tenía la oportunidad de arreglar las cosas sin derramar una gota de sangre, ¿cómo iba a poder permitir que Lénisu corriese ningún riesgo? Reconfortada en mi opinión, desvié la mirada hacia el Nohistrá, que acababa de terminar el discurso y daba ahora un paso hacia Ujiraka.
—Ujiraka Basil —pronunció—, ¿juras defender la cofradía de todo enemigo por encima de todo, incluso de tu propia vida?
—Lo juro —contestó el elfo oscuro.
—¿Que tratarás a los miembros de la cofradía como hermanos, que no los defraudarás, que no los traicionarás ni les harás daño?
—Lo juro.
—¿Juras actuar por siempre para beneficio de la cofradía y jamás en su contra?
—Lo juro —repitió Ujiraka con más fuerza.
Deybris Lorent alzó el broche y se arrodilló junto al joven iniciado.
—Ujiraka Basil —tonó—. Bienvenido a la cofradía, hermano.
Le puso el broche en la capa, le ofreció la daga y Ujiraka sonrió con todos sus dientes mientras el Nohistrá se levantaba. Tendió una mano hacia Lénisu para cogerle el broche y la daga. En los ojos de este último brilló un destello hostil y me alarmé de pronto, preocupada. ¿Y si de repente se le cruzaban los cables, empuñaba la daga y se la clavaba a Deybris en un súbito arrebato? No estaba en su estado normal, pensé, mordiéndome el labio. Sin embargo, Lénisu entregó ambos objetos con aparente tranquilidad.
El Nohistrá se alzó ante mí y pronunció con solemnidad:
—Shaedra Háreldin…
—Shaedra Úcrinalm Háreldin —lo interrumpió de pronto Lénisu con un tono cortante.
Deybris hizo un mohín aunque advertí una chispa de diversión en sus ojos castaños. Todo lo contrario que Lénisu, quien contemplaba su cuello como si quisiese rebanárselo con la mirada.
—Shaedra Úcrinalm Háreldin —retomó tranquilamente el Nohistrá—, ¿juras defender la cofradía de todo enemigo por encima de todo, incluso de tu propia vida?
Se me atascó algo en la garganta y carraspeé discretamente antes de contestar con firmeza:
—Lo juro.
No aparté los ojos de Lénisu e, inesperadamente, vi las comisuras de sus labios levantarse ligeramente.
—¿Que tratarás a los miembros de la cofradía como hermanos, que no los defraudarás, que no los traicionarás ni les harás daño?
Meneé la cabeza, aliviada. Lénisu al menos no parecía odiarme ni nada de eso. Al fin y al cabo, no podía estar tan ciego como para no darse cuenta de que había actuado con buenas intenciones, medité. Y entonces me sobresalté al percatarme del silencio y me apresuré a soltar:
—¡Lo juro!
Oí el eco de mi respuesta retumbar en la capilla e hice una mueca mientras una ancha sonrisa burlona se dibujaba en el rostro de Lénisu. Mi tío parecía estar recuperándose de su malhumor, observé, ruborizándome.
—¿Juras actuar por siempre para beneficio de la cofradía y jamás en su contra?
¿Habría jurado Lénisu lo mismo cuando el Nohistrá de Dumblor lo había nombrado Sombrío?, me pregunté, curiosa, soltándole una ojeada.
—Lo juro —dije con más calma.
Deybris Lorent se arrodilló junto a mí. Su mata de pelo rizada le daba un aire cómico.
—Shaedra Háreldin —tonó—. Bienvenida a la cofradía, hermana.
Me abrochó el símbolo de los Sombríos y me tendió una hermosa daga. Siguiendo el ejemplo de Ujiraka, la cogí con ambas manos en un gesto respetuoso.
—¡Demos la bienvenida a los nuevos iniciados! —exclamó el Nohistrá al incorporarse.
Ujiraka y los demás Sombríos se levantaron y los imité. Wanli se aproximó para tenderme la copa de vino y bebí un sorbo tímido antes de pasársela a mi compañero, el cual tragó con menos recato, provocando comentarios burlones. En cuanto me dejaron tranquila y al ver que todos salían ya de la capilla, me precipité hacia Lénisu, quien me esperaba pacientemente en el círculo del altar, ensimismado.
—Lénisu… —musité. Mi voz se quebró—. Lo siento. Yo…
Lo vi abrir sus brazos y me precipité entre ellos. En vez de darme palmaditas en la espalda como acostumbraba, Lénisu me abrazó con fuerza.
—Soy yo quien debe pedirte perdón, Shaedra —repuso con dulzura—. Me he dado cuenta de lo estúpido que he sido y de lo mucho que te quiero… —Se apartó y me miró con unos ojos violetas brillantes—. Jamás debería haberte puesto en peligro de esta forma por culpa de mis delirios de venganza.
Me quedé mirándolo fijamente.
—¿Venganza?
Lénisu hizo una mueca y desvió la mirada hacia su bolsillo, del que sacó un collar negro adornado con piedras azules. Resoplé al reconocerlo. Era el mismo collar que Lénisu había estado guardando en la caja de tránmur. Recordaba que al llevárselo me había dicho que había pertenecido a un Sombrío.
—Me gustaría… que lo llevaras —declaró.
Y sin avisar, alzó las manos y me puso la cadena alrededor del cuello. La tomé con una mano curiosa, examinándola. El metal parecía resistente y estaba rodeado de energías. Le eché a Lénisu una mirada interrogante y él explicó:
—Perteneció a una Sombría de Dumblor que murió hace muchos años. Su nombre era Kalena Delawnendel. Quisiera que lo llevaras —repitió.
Sin gran dificultad, entendí que Kalena no era otra que la mujer de la que me había hablado Wanli hacía unos días. Kalena Delawnendel. ¿Acaso dándome el collar pretendía alejarse de su pasado y olvidarse de ella?, me pregunté. Apreté las manos de Lénisu con fuerza al adivinar su agitación.
—Esa famosa venganza tiene que ver con ella, ¿verdad? —pregunté.
Lénisu se encogió de hombros.
—Tal vez. —Al advertir mi mueca, añadió—: Tal vez te cuente toda la historia un día. Pero ahora creo que no es el mejor momento para largos cuentos trágicos. —Ladeó la cabeza y sonrió—. ¿Qué se siente siendo una Sombría?
Su cambio de tono me dejó perpleja.
—Bueno… Lo cierto es que no muy distinta.
—¡Ah! Pues te aseguro que yo, a tu edad, estaba aún más eufórico que el tal Ujiraka ése pensando que me iba a comer el mundo. Ya ves lo mucho que he mejorado con los años —soltó, burlón.
Le devolví su sonrisa burlona pero enseguida me puse más seria.
—Entonces… ¿no estás enfadado conmigo por haber llegado a un acuerdo con Deybris Lorent? —pregunté.
Lénisu espiró.
—No puedo negar que has logrado estropear todos mis planes, sobrina. —Mi rostro se ensombreció con una mueca culpable—. Pero, pensándolo bien, no es tan grave. Es más, probablemente me hayas salvado la vida. Mis planes empezaban a ser demasiado ambiciosos e idealistas: jamás debería haber intentado acusar a los Nohistrás por la vía legal. Por eso te digo: gracias —me sonrió.
Un profundo alivio me invadió.
—Sin embargo —añadió Lénisu—, no me acaba de convencer el trato.
Enarqué una ceja.
—¿Te refieres a que yo me haya convertido en Sombría o a que vas a tener que destruir esa caja?
Lénisu puso los ojos en blanco, divertido.
—Nadie quiere ver destruida esa caja —me aseguró—. Contiene demasiada información como para desperdiciarla. Son años de trabajo —afirmó con un tono orgulloso que me recordó ligeramente a Syu—. Y tampoco me refiero a que te conviertas en Sombría. Al fin y al cabo, es el destino de los Háreldin —bromeó—. No, lo único que me molesta realmente es que Deybris Lorent te haya cogido como pupila. —Enarqué una ceja, sorprendida, y él dejó escapar una breve carcajada—. Por tu cara, deduzco que no sabes nada de los pupilos de los Sombríos.
—Er… —vacilé—. Lo cierto es que no. ¿Ser pupilo es algo malo?
—Bueno —carraspeó—, ya sé que el dinero no lo es todo, pero sé que para Deybris Lorent tiene cierta importancia. Te lo explicaré brevemente. Según la ley de la cofradía, los pupilos heredan una cuarta parte de las riquezas de sus tutores cuando estos mueren.
Lo contemplé, pasmada.
—Oh. Quieres decir… ¿que Deybris Lorent tendría que dejarme la cuarta parte de sus posesiones al morir?
Lénisu asintió.
—Pero no sólo es eso. En contrapartida, todos los bienes de los pupilos pertenecen también al tutor. Es increíble que no te haya explicado eso Wanli —resopló.
Me rasqué la mejilla con la mano.
—Mis bienes —pronuncié. Y solté una carcajada sarcástica—. ¿Qué bienes? —pregunté— ¿Mis botas, tal vez? ¿Mi mochila naranja que quedó atrapada en el Glaciar de las Tinieblas?
Todo aquello me parecía francamente ridículo. Lénisu puso los ojos en blanco.
—Ciertamente, ahora no eres especialmente rica —bromeó—. Pero eso podría cambiar de la noche a la mañana. Gracias a Derkot Neebensha.
Di un respingo.
—¿Derkot Neebensha? ¿El Nohistrá de Dumblor? Y… ¿qué tengo exactamente que ver yo con él? —inquirí, algo perdida.
Lénisu se pasó una mano pensativa por la barbilla.
—Que una parte de su inmensa fortuna irá a parar directamente a tus manos cuando muera.
Las palabras de Lénisu me dejaron boquiabierta.
—Eh… no acabo de entenderlo bien —confesé—. Yo no soy su pupila. Tú…
—Llegué a un acuerdo con él —explicó mi tío con tranquilidad—. Hace tiempo que renuncié a mi derecho como pupilo, pero cuando el otoño pasado me propuso renegociar, acordamos que entregaría la cuarta parte de su riqueza a ti y a tus hermanos, y no a mí. No sé por qué, no me extraña que Deybris se enterara: se entera siempre de todo. Y sospecho que Ergert tiene algo que ver en eso.
Meneé la cabeza, aturdida.
—Así que Deybris pretende, de paso, quedarse con esos bienes. Pero no lo entiendo. Derkot Neebensha aún sigue vivo.
Lénisu sonrió anchamente.
—Y para un buen rato, si consigue convertirse realmente en nakrús —aprobó—. Sin embargo, Deybris está convencido de que su salud anda cada vez peor y que sus sortilegios de nigromancia no conseguirán más que acelerar su muerte. —Frunció el ceño—. Ya ves qué tutor te has encontrado, Shaedra. Aunque el que me encontré yo no era precisamente un ángel —comentó con una sonrisilla e hizo una mueca agregando con un brillo extraño en los ojos—: Pero increíblemente me quiere como a un hijo, a pesar de todo…
Enarqué una ceja y medité durante unos instantes.
—Pero si Derkot no muere…
—Entonces Deybris habrá ganado una gran pupila —completó Lénisu.
Levanté los ojos al cielo.
—No tan grande, tío Lénisu. Si supieras todas las tonterías que he hecho en tu ausencia.
Lénisu levantó el dedo índice.
—Cierto. Wanli me dijo que estuviste varios meses fuera, desaparecida, y que viniste en una diligencia que provenía de Mirleria. Déjame adivinarlo, te has encontrado con Shakel Borris y habéis ido juntos a salvar a alguna princesa en apuros.
Le dediqué una sonrisa traviesa.
—Casi.
—Oh —dijo, enarcando una ceja—. ¿No la salvaste entera?
Resoplé e hice un vago ademán.
—Qué va. Fui a salvar a Aleria y Akín a la Isla Coja.
Mi tío se quedó un momento suspenso y entonces silbó entre dientes.
—¿En serio? ¿Y salieron vivos?
Puse los ojos en blanco.
—¿Qué te crees? Yo soy una heroína —repuse—. Claro que salieron vivos. Aunque… —sonreí anchamente— no fue exactamente gracias a mí.
Aquella noche hablé largo tiempo con Lénisu, sentados en mi cuarto. A media voz, le conté todo sobre Askaldo, Seyrum, la poción, Lilirays y compartí mis elucubraciones sobre la Gema de Loorden, Shelbooth y Manchow. Tras la ceremonia, mi tío había pasado varias horas encerrado en el despacho de Deybris Lorent, pero me había asegurado al salir que todo el asunto estaba zanjado: al alba partiría a recuperar la caja de pruebas acompañado por otros Sombríos, la llevarían a Aefna y él se desentendería de todo… en teoría. A pesar de todo, tenía la sensación de que Lénisu estaba tramando algo. Al fin y al cabo, ¿no había dicho simplemente que sentía haber intentado acusar a Deybris “por vía legal”? Prefería no pensar en lo que podía estar maquinando ahora.
—Dentro de un par de días estaré de vuelta —me aseguró, incorporándose. Aún faltaban horas para el alba, pero entendía que debía de estar agotado y que tenía que retomar fuerzas para el viaje.
—¿Vas al Bosque de Belyac? —pregunté, levantándome a mi vez.
Él puso los ojos en blanco.
—La caja está en las Montañas de Acero, y no en el Bosque de Belyac, como creyó Wanli.
Meneé la cabeza, divertida al pensar de nuevo en la constancia con la que Lénisu sabía guardar sus secretos.
—Wanli no pretendía traicionarte —le dije.
—Lo sé —repuso él, abrochando su capa—. Pero de todos modos, no me traicionó, puesto que no sabía dónde estaba la caja —añadió con una sonrisilla irónica—. Un consejo: nunca reveles a nadie lo que no quieres que nadie sepa.
«Un sabio consejo», aprobó Syu. Y bostezó, enseñando su lengua rosada a la luz de la linterna.
—Lo recordaré —contesté, mientras nos dirigíamos hacia la puerta—. Tío Lénisu… por curiosidad, ¿sabes dónde está Mártida? —pregunté.
Curiosamente, a Lénisu pareció hacerle gracia la pregunta.
—Anda buscándote. Desde que recuperamos a Hilo, se marchó y no he sabido nada más de ella. En cuanto a Miyuki, está en una taberna, en Aefna. Vino conmigo, aunque intentó disuadirme de entrar en casa del Nohistrá. Pensaba tal vez que me iban a considerar como traidor y ejecutarme en la puerta principal. —Puso los ojos en blanco—. Pero claro, no conoce las grandes hazañas de Lénisu Háreldin —bromeó.
Sonreí.
—¿Y Dashlari? —inquirí.
—Oh, el Martillo de la Muerte fue a asegurarse de que tus hermanos no interfiriesen en este asunto. —Me dedicó una media sonrisa—. Ignoro cómo se las habrá arreglado. Conociéndolo, a lo mejor los ha maniatado y metido en una carreta en dirección a Ató. La delicadeza no es una de sus cualidades.
Mi tío ya posaba una mano sobre el pomo de la puerta cuando pregunté, socarrona:
—¿Y Srakhi? ¿Aún no te ha salvado la vida?
Lénisu se carcajeó y sus ojos violetas sonrieron.
—No, qué va. Y lo peor es que tengo la intuición de que, si realmente estuviera en peligro de muerte, no llegaría a tiempo para salvarme —dijo. Intercambiamos sonrisas burlonas y Lénisu levantó una mano para cogerme la barbilla—. Compórtate como una buena Sombría. Y no olvides mandar una carta a Ató para avisar de que estás viva.
—Lo haré —afirmé—. Pero… ¿puedo decirles que soy una Sombría?
Lénisu hizo una mueca, indeciso.
—Mejor no lo digas —acabó por responder—. Ya sabes qué opinión tiene la gente sobre la cofradía.
Asentí, pensativa.
—Por cierto —añadió Lénisu—. Deybris ha prometido arreglar el problemilla del Sangre Negra. A lo mejor dentro de poco puedo volver a Ató sin tener que huir de los guardias. —Hizo un vago ademán—. Ves que ser un Sombrío también tiene sus ventajas —bromeó mientras abría la puerta—. Hasta pronto, sobrina.
Se me ocurrió preguntarle en ese instante qué pretendía realmente hacer con la caja, pero me limité a contestarle:
—Hasta pronto, Lénisu.
Cerré la puerta y me tumbé en la cama vestida aún con mi túnica negra. En la mesilla de noche, había dejado mi nueva daga. Extendí la mano y la cogí. Parecía recién forjada y estaba muy afilada. Cansada como estaba, era capaz de herirme con ella, así que volví a dejarla en la mesilla y apagué la linterna. Syu pronto vino a acurrucarse junto a mí.
«Entonces ¿no vamos a ir con el tío Lénisu?», preguntó.
Negué con la cabeza en la oscuridad y me llevé una mano al collar de Kalena.
—«No», dije. «Pero volverá pronto.»
* * *
Me despertaron al alba con un toque firme en la puerta.
—¡Arriba, hermanita!
Gruñí y pestañeé con los ojos soñolientos ante la luz del día. La puerta se abrió y, sin ningún reparo, Ujiraka entró. Estaba vestido con una amplia camisa blanca y sus ojos amarillos sonreían en su rostro oscuro. Llevaba una pila de ropa entre sus manos.
—¿Aún estás vestida con esa túnica? —preguntó, incrédulo, al verme—. Despierta, espabila y vístete —dijo con tono animado, posando la ropa al pie de la cama.
—¿Vamos a algún sitio? —pregunté, sorprendida, mientras me enderezaba.
Él enarcó las cejas, enigmático.
—Vamos a dar una vuelta. —Ya en el marco de la puerta, agregó—: Deybris me ha pedido que te ayude a insertarte en la cofradía.
¿Insertarme?, me repetí, aprensiva, mientras él volvía a cerrar la puerta. ¿Acaso existía alguna otra ceremonia de la que no me habían hablado?
Me vestí con rapidez, sin olvidar retomar mis preciadas Trillizas. Cuando tomé a Frundis, este canturreaba contestando a los pájaros de la mañana y desperté del todo cuando me dio los buenos días con un sonido alegre de flautas.
«¡Buenos días, Shaedra! Siento que hoy es un gran día», declaró con aire inspirado. «¿Qué os apetece escuchar? ¿Tal vez La tierra del sol?»
Syu soltó una exclamación de júbilo y enseguida el bastón nos llenó la cabeza de una amena melodía. Sonriente, salí al corredor y encontré a Ujiraka apoyado al borde de una ventana, esperando pacientemente.
—Qué rápida —aprobó, y me hizo una señal para que lo siguiese.
—¿Qué vamos a hacer? —pregunté, curiosa, mientras recorríamos el pasillo.
—Bueno… Supongo que sabrás mucho sobre la cofradía, por tu tío —comentó él.
Me pasé la mano por la cabeza, molesta.
—Lo cierto es que Lénisu apenas me ha hablado de los Sombríos —confesé—. Lo que sé lo aprendí en la Pagoda Azul, mayormente.
El elfo oscuro resopló, divertido.
—Conociendo la nefasta opinión de las pagodas sobre nosotros, me temo que no hayas aprendido grandes verdades, entonces. —Me miró con curiosidad—. ¿De veras Lénisu Háreldin no te habló de todas sus hazañas?
Negué con la cabeza, burlona.
—¿Hazañas, eh? No sabía que mi tío fuera un héroe.
—Pues lo es —afirmó Ujiraka—. Cuando era niño, lo admiraba como a los personajes de los cuentos. ¿No te contó su expedición en las Tierras de Ceniza? Ahí encontró la antigua corona de los Astras, ya sabes, los últimos reyes de Urjundith. Esa corona debe de tener casi dos mil años de antigüedad.
Tres mil, si realmente era de la época de Urjundith, corregí mentalmente. Las Tierras de Ceniza… En los libros, se las solía llamar el Maydast. Era una tierra muy lejana, situada al sureste del valle de Éwensin. Como un eco remoto, recordé que un día, en Tauruith-jur, Lénisu había comentado haber pasado brevemente por esas tierras inhóspitas. Al parecer, había obtenido lo que buscaba.
Ujiraka siguió contándome los hechos de Lénisu Háreldin y mientras lo escuchaba narrar increíbles historias de joyas robadas, de tesoros desterrados y misteriosos enigmas, me daba la impresión de estar oyendo la vida de otra persona. Sabía que la vida de mi tío no había sido precisamente tranquila, pero aun así…
Salimos bajo el cielo azul y caminamos por Aefna. Ujiraka parecía no tener un objetivo preciso y deambulamos por las calles largo rato. El elfo oscuro pasó a hacerme preguntas sobre mi vida en Ató y le contesté tranquilamente, procurando no comentar ningún detalle que pudiese avivar su curiosidad más de la cuenta. Acabamos por sentarnos en un banco del Anillo y el Sombrío hizo un brusco ademán, llevándose las manos detrás de la cabeza.
—¡Bueno! Dices que eres har-karista y celmista, pero seguro que no eres capaz ni de recordar el color de los ojos del sacerdote que acaba de pasar, ¿me equivoco?
Su comentario me dejó perpleja.
—Pues… no —confesé—. ¿Y tú?
—¡Ja! Eran castaño oscuro. Un Sombrío siempre tiene que estar atento a lo que le rodea. Aunque admito que yo soy particularmente bueno en recordarlo todo, absolutamente todo —apuntó con un deje medio arrogante medio burlón—. Mi padre solía decirme: acuérdate exactamente de dónde vienes, sea cual sea tu camino. Decía que un Sombrío sin orientación es como una espada sin pomo.
—Oh —dije, pensativa—. Eso me recuerda un proverbio que dice así: “Conoce bien una rama antes de saltar a la siguiente” —cité.
Syu, sobre mi hombro, aprobó enérgicamente con la cabeza y el elfo oscuro lo observó con cierta curiosidad antes de contestar:
—Curioso proverbio. Pero dime, ¿ves a esas dos señoras con vestidos azules que acaban de pasar? —Las vi que desaparecían, a espaldas del Sombrío, y asentí—. Una llevaba un abanico blanco con flores bordadas, la otra tenía un monedero en las manos y unos zapatos nuevos de la última moda pero que por lo visto le iban muy apretados porque cojeaba ligeramente. Y así podría detallarte cada una de las personas que han pasado cerca del banco —me reveló, con una amplia sonrisa.
Observé con más detenimiento a ambas señoras y silbé entre dientes.
—Me has dejado impresionada.
El elfo oscuro esbozó una sonrisa.
—Pues ahora, impresióname tú —me retó.
En la siguiente hora, el joven Sombrío se divirtió poniéndome a prueba. Me soltaba una broma, me hablaba del tiempo y de pronto se detenía a hacerme una pregunta peliaguda sobre algún detalle que me rodeaba. Tengo que confesar que no pude resistirme a hacer trampas. Mientras Syu miraba hacia un lado y Frundis hacia otro, yo me concentraba en lo que Ujiraka me decía y cuando me preguntaba por el color de la camisa de tal elfocano que acababa de pasar o por la expresión de tal otro, hacía una mueca pensativa, fingiendo recordar.
«¿De qué color es la chaqueta del faingal, Syu?», inquiría mentalmente.
«Gris… Bueno, no exactamente, tal vez marrón», se corrigió el mono, vacilante. Syu siempre había tenido un problema con el gris…
«Era marrón claro, tipo arena rojiza», afirmó el bastón.
Mis respuestas eran un poco raras, pero sin la ayuda de Frundis y Syu, habría tenido que improvisar la mitad o más. Nos carcajeamos varias veces al comentar los paseantes y Ujiraka volvió a impresionarme al detallarme nuestro entorno con una precisión asombrosa. No solamente se fijaba en el aspecto de la gente, sino también en su actitud y su manera de ser.
—Ese que ves ahí, junto a la fuente, es un carpintero —me decía—. Es un amargado y tiene mala fama en toda la ciudad. Mira, y ese viejo, siempre lo veo a las mañanas, va a dar de comer a las palomas con los restos de pan de la víspera. Se pasa horas en la plaza. ¡Ah! —Soltó una carcajada y seguí su mirada hacia una elfa regordeta que entraba en una chocolatería—. Ella es una tal Showgsa. Va a comprar chocolates todos los días: y sale con una caja grandota, no creas, ya lo verás cuando salga. Es la mujer de un maestro de Pagoda.
Lo escuchaba, fascinada. Descrita así, Aefna me parecía de pronto una ciudad mucho más viva y amena: cada rostro tenía una personalidad, una historia y un enigma que Ujiraka alcanzaba a desenredar a costa de horas pasadas deambulando por las calles. Llevábamos un momento en silencio, mirando pasar a los transeúntes, cuando Ujiraka se levantó. A lo lejos, sonaban las campanas del Templo.
—Parecemos gatos haciendo la siesta —bromeó—. ¿Volvemos?
Asentí y salimos del Anillo. Estábamos pasando cerca del cuartel general cuando vi un caballo negro que me resultó extrañamente familiar.
«Es el del establo», dijo Syu, contento de acordarse antes que yo.
Enarqué una ceja, aprobando. Era el caballo de la elegante mansión en la que me había refugiado durante un día y una noche. Entonces oí un grito.
—¡Shaedra!
Me sobresalté, alcé la mirada hasta el jinete del caballo y topé con los ojos rosáceos de una tiyana rubia. Suminaria se apeó con rapidez y se precipitó hacia mí.
—¿Shaedra? —repitió, sorprendida al ver que yo no reaccionaba.
Desperté de mi pasmo y solté una carcajada.
—¡Suminaria! —me reí, asombrada—. Dioses. Cómo has cambiado.
De hecho, la tiyana había perdido casi todo rastro de su niñez. Vestida con una elegante túnica roja, con un cinturón ricamente adornado y unas botas de montar, tenía más aspecto de señorita que de pagodista.
—¡Suminaria! —la interpeló de pronto una voz. Una cabeza rubia de expresión severa asomó de entre las cortinas de una litera de madera clara.
—Mi madre —explicó Suminaria, sin que el tono apremiante de esta pareciese azorarla—. Shaedra, no tenía noticias tuyas desde… bueno, desde que desapareciste de Aefna sin ni siquiera pasar a verme como prometiste. —Me ruboricé al recordarlo—. Aunque, seguro que tuviste una buena razón, no te lo echo en cara. Me alegra volver a verte, no sabes lo aburrida que es mi vida desde que dejé Ató —añadió, sonriente—. Veo que sigues con tu bastón y el mono gawalt —observó—. ¿Qué haces por Aefna?
A unos metros, me esperaba Ujiraka con disimulo. Seguramente debía de estar alucinando al ver que conocía a Suminaria Ashar, pensé, divertida.
—Bueno… lo cierto es que apenas llegué hace unos días —contesté—. Y siento haberme ido de Aefna sin avisarte, aquel día. Yo…
De pronto apareció otro tiyano, más bajito que Suminaria, que posó su mano sobre el pomo de su espada, mirándome con cierta sorpresa. Era Nandros, el protector de Suminaria.
—Vaya, cuánto tiempo —soltó simplemente, y se giró hacia su protegida—. La señora Ashar te está esperando para entrar en la tienda.
La tiyana hizo un mohín de contrariedad.
—Mi madre quiere comprar nuevos sombreros para las fiestas de verano —masculló—. Ya ves qué mañana más fascinante me espera. Aunque tengo una buena noticia: este mismo verano retomaré las clases en la Pagoda de los Vientos. Para ser orilh —sonrió con todos sus dientes y le devolví la sonrisa.
—Esa es una buena cosa. ¿Así que vas a continuar estudiando la energía brúlica? —Asintió y me rasqué la mejilla, pensativa—. Aunque recuerdo que tampoco se te daban mal los escudos —bromeé, haciendo referencia al día en que yo, en mi estupidez infantil, la había atacado en la Neria. Por suerte, ella había invocado un escudo, y tan potente que hubiera podido matarme.
Suminaria hizo una mueca.
—No tan bien como la brúlica —me aseguró—. Si te soy sincera, ese famoso día en que me atacaste, no invoqué ningún escudo. Simplemente… activé una mágara.
Agrandé los ojos, francamente sorprendida.
—¿Una mágara?
—Ajá. Ahora ya no soy tan pícara como antes, pero de niña le robaba mágaras al tío Garvel —confesó, sin parecer sentirse muy culpable—. Esa en particular jamás volvió a verla —añadió, guiñándome un ojo.
Nandros suspiró y supuse que oír los pequeños secretos de Suminaria no lo apasionaba especialmente.
—Suminaria, tu madre…
—Ya lo sé, ya voy. Shaedra, tenemos que volver a vernos.
Asentí y acordamos que al día siguiente nos veríamos delante de la Pagoda de los Vientos a las tres campanadas vespertinas. Cuando me reuní con Ujiraka, lo vi menear la cabeza, incrédulo.
—¿Una Ashar? Demonios. ¿Es amiga tuya?
—Ajá. Fue una compañera de clase en Ató. Pero ahora va a estudiar en la Pagoda de los Vientos.
Él me miró pensativo pero reanudó la marcha sin comentar nada. De vuelta en la mansión, comimos con tres Sombríos que pasaban por ahí buscando trabajo.
—Creednos o no, el último trabajo que hicimos remonta a más de un año —nos dijo uno de ellos, mientras se servía una gran porción de ensalada—. ¡Un año! Nos hemos pegado una vida de reyes, ¿eh, Sariz? Pero, como veis, ninguno de nosotros tiene alma de ahorrador, así que ahora volvemos a ser tan míseros como antes —se rió—. ¿Me pasas la sal, querida? —me pidió.
Se la pasé y pregunté:
—¿Y en qué consistía ese trabajo?
—¡Ah! —dijo—. Fue un comerciante de Neiram quien nos contrató. Le robaron unas joyas a su mujer y nos pidió que las recuperásemos y las recuperamos. Así de sencillo. Y, como os digo, hemos pasado un año… ¡pero qué año! como si hubiésemos vivido en la Tierra Prohibida, no os podéis ni imaginar.
Reprimí una risa burlona y bebí un trago de agua.
—Pero ya conoces el dicho, Awsrik —intervino uno de sus compañeros, masticando a dos carrillos—. A la Tierra Prohibida sólo se va una vez. Ya has oído al Nohistrá, no tiene trabajo para nosotros por el momento.
—Bah, iremos a Agrilia —replicó Awsrik—. Weyléh siempre tiene trabajo. Ey, Ujiraka Basil, hermano, ¿qué cuentas? Veo que tus orejas han crecido.
Por lo visto se trataba de una antigua broma porque el elfo oscuro se contentó con poner los ojos en blanco antes de pedirle que contase más cosas sobre ese año pasado en la “Tierra Prohibida”. Pronto me cansé de oírlos hablar de borracheras, burdeles y calaveradas y me apresuré a salir del salón para regresar a mi cuarto.
La tarde me la pasé escribiendo cartas: una para Kirlens, otra para Dol y otra para el capitán Calbaderca. Como no encontré a Wanli, fui directamente a ver a Deybris a pedirle algunos kétalos para pagar el correo: como diría Lénisu, ser Sombrío tenía sus ventajas… aunque también era cierto que no habría necesitado mandar ningún correo si los Sombríos no hubiesen complicado la vida de Lénisu, pensé. Tras entregar las cartas me paseé por las calles de Aefna junto a Frundis y Syu con la curiosa sensación de no tener nada que hacer. Tras deambular un rato, acabé por tumbarme en la hierba de un parque bajo los rayos cálidos del sol. Cerré los ojos, abstrayéndome de todas mis preocupaciones, y me dediqué a disfrutar del día y escuchar el canto de los pájaros entremezclado con los ruidos de la ciudad. Y, sin quererlo, me dormí y desperté sobresaltada al oír una voz.
—… además sonríe sola. Permitidme que dude de que realmente la han nombrado Sombría —decía, con un deje burlón.
Me enderecé y me quedé boquiabierta. Estaba rodeada de demonios. O al menos esa fue mi primera impresión. En total, resultaron ser sólo tres. El que había hablado era Dadvin, uno de los Comunitarios. Y a su lado estaba Spaw y… Jadeé al reconocer a Askaldo.
«¡Shaedra!», exclamó Syu, en alguna parte. Salió precipitadamente de entre los arbustos, alterado al ver a tanto demonio, y se encaramó sobre mi hombro, inquieto.
El hijo de Ashbinkhai me sonrió. Curiosamente, aún no me había acostumbrado a verlo sin furúnculos.
—Hola, Shaedra, no pensaba que nos volveríamos a ver tan pronto. ¿Podemos… hablar contigo un momento?
Levanté los ojos al cielo. El sol ya había desaparecido pero aún quedaban unos reflejos dorados en el horizonte. Entonces miré a Askaldo, perpleja. ¿Qué demonios quería decirme él ahora?
—¿Hablarme? —repetí—. Claro, pero…
Spaw avanzó y se arrodilló junto a mí con la típica expresión que adoptaba cuando algo no le gustaba.
—¿Qué tal estás? —preguntó.
Enarqué una ceja, alarmada.
—Estupendamente. ¿Ocurre algo grave?
Spaw echó una mirada sombría a Askaldo antes de contestar con sencillez:
—Ashbinkhai y los Comunitarios quieren contratarte.
Su revelación me dejó sin aliento y cuando me tendió la mano para ayudarme a levantarme se la cogí sin poder pronunciar palabra. Askaldo me dedicó una mueca inocente y avanzó un paso.
—No sé si lo sabrás, pero eres la única demonio Sombría de toda la Tierra Baya.
Agrandé un ojo.
—Oh. ¿Y eso está… mal?
—Qué va, mi padre está encantado —aseguró Askaldo, poniendo los ojos en blanco—. Incluso quiere contratarte para que espíes a los Shargus. —Mi incomprensión debió de notarse, porque especificó—: Llamamos Shargus a los Sombríos que se dedican a asesinar a demonios. Aunque no hay muchos, existen y son bastante problemáticos. El problema es que no sabemos quiénes son y mi padre ha pensado que estabas en el mejor lugar para poder investigar sobre el asunto. Te ha prometido diez mil kétalos y hasta… una invitación a su Comunidad.
Al oírlo, Spaw le dedicó al elfocano una mirada aburrida. Meneé la cabeza, asombrada, y estuve a punto de decirles que creía que los Sombríos ya no cazaban demonios cuando recordé el libro escrito por el padre de Arfa Lilirays. Si hacía tan sólo unos años los saijits perseguían a los demonios, ¿por qué razón no los buscarían ahora? Al fin y al cabo, para los saijits era como buscar escama-nefandos encubiertos, pensé, irónica.
—Yo nunca fui una espía —solté entonces.
—Por suerte, no hace falta haberlo sido para serlo —intervino Dadvin. Sus ojos astutos brillaron en su rostro negro—. Date cuenta de que nos harías un gran favor si lograras identificar a esos asesinos. Y salvarías vidas —insistió, persuasivo.
Asesinos… Hice una mueca dolorida. ¿Acaso esos Shargus eran conscientes de que lo que mataban no eran monstruos?
—¿Y qué haríais con ellos, suponiendo que lograse tener una lista de sus nombres? —inquirí.
Askaldo se pasó una mano por la cara, como molesto, e intercambió una mirada con Dadvin.
—No lo sé —admitió—. Eso ya es asunto de Ashbinkhai.
—Y de los Comunitarios —agregó Dadvin.
Carraspeé y los miré a los tres. Ahora entendía la expresión sombría de Spaw: si realmente quería proteger a una demonio en medio de un antro de cazademonios, no lo iba a tener fácil.
—Haré lo que pueda —dije al fin—. En cuanto a la invitación a la Comunidad de la Mente, no puedo aceptarla de ninguna manera.
Askaldo asintió.
—Por supuesto, lo entiendo. Simplemente era una propuesta de mi padre. Yo soy un mero mensajero.
Dadvin dejó escapar una risa por lo bajo.
—Zaix debe de ser un buen padre para que sus hijos lo quieran tanto —observó.
Los ojos de Spaw relucieron.
—Lo es. Bueno, ya tenéis lo que queríais: Shaedra hará lo que pueda. Y ahora, será mejor que os larguéis antes de que alguien nos vea.
Hice una mueca al verlo tan brusco pero ni Dadvin ni Askaldo parecieron ofuscarse.
—Sé prudente —me dijo Askaldo.
—Descuida.
Los observé alejarse en silencio. Al cabo, Spaw suspiró.
—Empiezo a dudar de si actué correctamente dejándote volver a Aefna —dijo—. Lo cierto era que ignoraba que hubiera cazademonios entre los Sombríos. Mi ignorancia del mundo saijit me perderá algún día. Y… tengo la impresión de que esta vez debería haber seguido el consejo de Zaix. Los saijits siempre son problemáticos.
Recogí a Frundis y una dulce melodía de piano se infiltró en mi cabeza.
—No te preocupes demasiado —aseguré alegremente—. Al fin y al cabo, ¿a quién se le podría ocurrir que la sobrina menor de Lénisu Háreldin pueda ser una demonio? —Mi sonrisa se transformó pronto en una mueca—. Más vale que no se le ocurra a nadie.
Spaw esbozó una sonrisa y levantó una mano de saludo.
—Seguiré tus avances desde lejos. Desgraciadamente, estos días voy a estar ocupado: Ashbinkhai me ha pedido un favor y… —vaciló y agregó—: al parecer, Sakuni está enferma y voy a llevarle una poción de Lu para que se restablezca —explicó—. Espero que no tengas problemas con los Shargus antes de que vuelva.
Sacudí la cabeza, sobrecogida. Con qué dedicación Spaw protegía a toda la Comunidad Encadenada, pensé.
—Qué va, no tengo pensado correr ningún riesgo —le prometí.
El demonio me miró con aire burlón.
—Ya, esa es la teoría —replicó, volviendo a saludarme—. Cuídate.
—Lo mismo digo —contesté.
Lo observé desaparecer entre las sombras en silencio. Los Shargus, pensé entonces, con un escalofrío. Y fui revisando en mente los rostros de los Sombríos que había visto durante la ceremonia de iniciación. ¿Acaso alguno de ellos se dedicaba a matar demonios? Era para volverse paranoico, suspiré. Coloqué a Frundis a mi espalda y salí del parque sombrío a pasos rápidos.
Durante los días siguientes, me acostumbré a dar largos paseos con Ujiraka. Era un elfo oscuro curioso, al que le encantaban los acertijos, las bromas malas y los juegos de memoria. Según me dijo, soñaba con ser un hombre reconocido “como Lénisu” y se imaginaba, a los cien años, sentado tranquilamente en alguna casa acomodada contando a sus nietos las grandes aventuras de Ujiraka Basil. Ojalá pudiera concretar sus sueños.
Al día siguiente de mi conversación con Spaw, hablé largo y tendido con Suminaria, sentadas junto a la fuente de la Pagoda de los Vientos. Ella, por supuesto, no había venido sola: Nandros nos vigilaba desde el otro lado de la plaza. La tiyana me miró casi con envidia cuando le narré mis peregrinaciones por los Subterráneos y se alegró al saber que Aleria y Akín estaban vivos. Y a mi vez, la escuché hablar sobre las intrigas de los Ashar y casi deseé que no me las hubiera contado: tenía la impresión de que cuanto menos sabía sobre los líos de esa poderosa familia, mejor me iría. Suminaria me confesó sin tapujos que las acciones de los Ashar la indignaban sumamente.
—Te aseguro que si mañana algún comerciante le resultase molesto a mis padres, no tendrían ningún reparo en hundirlo económicamente a base de influencias —me reveló en voz baja—. Mis padres no entienden que no me gusten esas prácticas y a mí me da miedo que puedan ser tan desalmados a veces y otras veces tan generosos. Como dice Sirseroth, son esclavos del dinero y del poder —se lamentó—. Sólo les interesa eso.
¿Como a Deybris Lorent, tal vez?, pensé, irónica, en ese momento. Veía claramente que Suminaria se sentía asfixiada en Aefna pero en cuanto traté de consolarla la tiyana puso los ojos en blanco.
—Sé muy bien cuál es el destino de una Ashar —replicó—. Tampoco es que me pese realmente, pero me gustaría cambiarlo aunque sea un poco.
Esbocé una sonrisa.
—Cada uno puede cambiar su destino —filosofé. Sea a mejor o a peor, añadí para mis adentros.
Me daba cuenta de que la tiyana había cambiado mucho en un año: era más abierta y al mismo tiempo menos natural. Ella misma me confesó que, con la hipocresía que la rodeaba, le era difícil no ser hipócrita a su vez.
—Es terrible cómo el entorno puede afectar al comportamiento de una persona —meditó, mientras retomábamos el camino de vuelta hacia su casa. En aquel momento, Frundis componía y tan sólo me alcanzaban unas notas de piano inconexas.
—A mí también me pasa —le aseguré—. Por ejemplo, cuando tengo a alguien delante que desenvaina la espada con claras intenciones de matarme, mi actitud cambia radicalmente.
Suminaria resopló, divertida.
—No hablaba de ese tipo de actitudes, sino del modo de ser.
Levanté los ojos al cielo.
—Lo sé.
Dimos unos pasos en silencio hasta que Suminaria girase sus ojos rosas hacia mí.
—¿Sabes? Hacía tiempo que no hablaba con una verdadera amiga.
Enarqué una ceja al advertir el cambio de tono en su voz.
—¿En serio? —vacilé—. Pero… seguro que tienes amigas en Aefna.
—Sí, a montones —replicó Suminaria, encogiéndose de hombros con aire sombrío—. Pero la mayoría son interesadas. Tan sólo quieren ser amigas mías porque soy la heredera de los Ashar. Y las demás… Bueno. Según mi madre, las amistades de una Ashar deben serlo por cuestiones prácticas. El tío Garvel dice que sólo se puede considerar a alguien un amigo cuando lo tienes atado con la rienda al cuello. —Hizo una mueca de repugnancia—. Mi tío Garvel es infame.
La miré sin saber qué contestar y continuamos andando. Cuando llegamos ante el palacio de los Ashar, Suminaria me echó una discreta ojeada, como dudando en decirme algo, aunque finalmente se limitó a observar:
—Supongo que tan sólo estarás de paso por Aefna y que volverás pronto a Ató.
—Pronto, seguramente —respondí.
La tiyana asintió, sin parecer esperar una respuesta más explícita.
—A veces, me gustaría poder decir yo también: me voy de Aefna, de aventuras por el mundo. —Suspiró, desanimada—. Pero sé que es imposible. Esta semana mismamente tengo que ir de bailes en comidas y de comidas en meriendas. Y hoy se suponía que tenía clase de piano —añadió con un mohín—. No tengo casi tiempo ni para respirar.
Sacudí la cabeza y la saludé, juntando las manos ante mí.
—Como decía el maestro Áynorin, “si el río no te lleva hacia tus sueños, súbete a la orilla y búscate otro”.
La tiyana me devolvió la sonrisa y el saludo.
—Ojalá fuera tan fácil —pronunció—. Que los dioses te acompañen, si te vas pronto a Ató, Shaedra.
Asentí y ella entró por el portal. Antes de seguirla, Nandros me lanzó una mirada exasperada.
—Gracias por alentar su rebeldía, joven ternian —masculló, irónico.
Le enseñé todos mis dientes.
—De nada —repliqué.
Lo saludé y me alejé por la ancha calle pensando que al menos yo no tenía ocupaciones tan raras como las de Suminaria.
* * *
Lénisu tardó toda una semana en reaparecer, pero lo hizo con una caja bajo el brazo. “Dentro de un par de días estaré de vuelta”, me repetí, resoplando, mientras lo veía entrar por la puerta principal de la casa del Nohistrá. Le dio unas palmaditas sobre el hombro a un joven Sombrío conocido que estaba junto a la entrada y se dirigió hacia mí.
—Buenas, sobrina —me saludó alegremente—. Todo está arreglado.
—¿En serio? —pregunté, mirando atentamente la caja que llevaba, mientras subíamos las escaleras.
—En serio —afirmó él, lacónico—. He tardado un poco más de lo previsto, porque mis acompañantes cayeron enfermos a mitad de camino y tuve que dejarlos al cuidado de unos granjeros antes de seguir el viaje. ¿Qué tal los días por Aefna?
Lo contemplé un momento, suspicaz.
—¿Enfermos, eh? Qué casualidad.
Mi tío puso los ojos en blanco.
—¿Qué tal por Aefna? —repitió.
—Bien. Ujiraka y yo nos hemos pateado toda Aefna de arriba abajo. Syu se pasa el día en los mercados de la Plaza de Laya y Frundis ha compuesto una nueva obra lírica. Ah, y Wanli se ha marchado hace unos días.
Lénisu enarcó una ceja.
—¿Adónde se ha marchado?
Resoplé.
—Si te crees que yo me entero de algo de los asuntos de los Sombríos… Aunque admito que tampoco le he preguntado adónde iba. Dijo que tenía asuntos que atender, sin más. Casi, casi, me ha recordado a ti cuando lo dijo —añadí, poniendo cara inocente.
Llegábamos al despacho del Nohistrá y Lénisu me revolvió el cabello.
—Ve a pasearte por Aefna, si quieres. Me temo que voy a estar un buen rato charlando con Deybris.
Asentí y con cierta inquietud lo vi pasar la puerta. ¿Y si al Nohistrá de Aefna no le satisfacía esa caja y pensaba que no era la buena? ¿Y si Lénisu estaba intentando engañarlo?
Con estas preguntas preocupantes en mente, volví a bajar hasta la planta baja. Había dejado a Frundis en mi cuarto y Syu se había ido a fisgonear por la Plaza de Laya, así que deambulé sola por la mansión sin objetivos claros. Sonreí a un niño de unos ocho años que jugaba con un cachorro; saludé a Abi Yawni y me crucé con otro Sombrío que me dedicó una sonrisa franca. Un escalofrío me recorrió mientras me alejaba. ¿Quién sabía si ese Sombrío no sería un Shargu?, me pregunté. Aun sabiendo que, ante un demonio, cualquier saijit en su sano juicio no desearía más que verlo muerto, era inquietante pensar que podía estar saludando a gente que se dedicaba a matarlos… Sin enterarme, acabé ante la puerta de la sala de entrenamiento de la mansión. Tras una ligera vacilación la empujé y entré. La sala estaba desierta. ¿No decía el maestro Dinyú que el har-kar lo ayudaba a veces a concentrarse y a serenarse?
Alcé los brazos y me impulsé, realizando unas volteretas hasta llegar al centro de la habitación. ¿Qué habrá pensado hacer el capitán Calbaderca al leer mi carta?, me pregunté, mientras realizaba un movimiento preciso de har-kar. Encadené los ataques, imaginándome que luchaba contra una mílfida, e iba a darle una patada al aire cuando me detuve en seco y fruncí el ceño. ¿Y cómo podría saber que el capitán Calbaderca había recibido efectivamente esa carta?, reflexioné. A lo mejor ya no estaba en Ató, sino recorriendo la Tierra Baya en busca de los abuelos de Kyisse. O bien se había hartado de buscarlos ya y había vuelto a Dumblor… pero eso era improbable: Djowil Calbaderca no era de los que se rendían fácilmente. Él era capaz de buscar a los abuelos de Kyisse durante años hasta encontrarlos.
Con un suspiro, me senté sobre el parqué de madera y apoyé la barbilla en la palma de la mano, meditabunda. Me preocupaba demasiado por cosas que no podía resolver, pensé.
—¿Buscando a un adversario? —preguntó de pronto una voz.
Levanté bruscamente la cabeza y vi a Néldaru Farbins en el marco de la puerta. El esnamro me miraba con su habitual expresión lunática.
—Buenos días, Néldaru —contesté—. Creía que estabas fuera de la ciudad.
—No. Pero no suelo venir aquí. Lénisu me ha dicho que la semana próxima te vas a Ató.
Agrandé los ojos.
—¿Ha dicho eso? —Una sonrisa se dibujó lentamente en mi rostro—. ¿Así que al Nohistrá no le importa que me vaya de Aefna?
Néldaru se encogió de hombros.
—No le importó que se fuera su propio hijo —comentó.
Asentí, animada, y me levanté ágilmente, dirigiéndome hacia la puerta.
—Dime, Shaedra —dijo de pronto el Lobo—. Aceptaste ser una Sombría para salvar a Lénisu, ¿verdad?
Me sorprendió la pregunta.
—Evidentemente.
Néldaru frunció el ceño, pensativo.
—Así que tu deseo no era ser una Sombría o ser la pupila de un Nohistrá, sino salvar a tu tío.
—Sí.
Me mordí el labio, preguntándome adónde quería ir a parar. Curiosamente, Néldaru tuvo entonces una media sonrisa y retrocedió para dejarme pasar.
—Entonces, bienvenida a la cofradía, Shaedra —declaró.
Lo miré con sorpresa y al cabo me reí.
—Gracias, Néldaru, pero no acabo de entender tu razonamiento. ¿Me das la bienvenida sólo porque no quería entrar en la cofradía?
—Por tus actos —me corrigió Néldaru—. Ojalá todos acatasen el código de los Sombríos como tú.
Resoplé, incrédula.
—¿Yo, acatar el código de los Sombríos? Pero si ni siquiera me lo he leído —protesté.
Néldaru enarcó una ceja y esbozó una sonrisa.
—Pues deberías, es bastante instructivo. Por desgracia, muchos Sombríos no lo acatan.
Puse los ojos en blanco: me lo suponía. Néldaru me dedicó un saludo y lo vi alejarse en silencio por el corredor preguntándome si algún día acabaría de entender a ese extraño esnamro.
Los siguientes días fueron felices y sin mayores revoluciones. Lénisu no desapareció en toda la semana, pasando largas tardes junto a mí charlando y contestando a preguntas sobre su vida como Sombrío. Su versión distaba bastante de la de Ujiraka en algunos aspectos, pero bien sabía yo que a Lénisu siempre le gustaba matizar y, aunque hablase con cierta diversión de sus misiones, sus comentarios teatrales le quitaban todo atisbo de heroicidad. Cuando le pregunté de manera directa si realmente había entregado todos los papeles a Deybris Lorent, se mostró increíblemente franco contestando:
—No. Pero le he entregado todas las pruebas que tenía yo contra él.
Tras un paseo por la Plaza de Laya, nos habíamos sentado en una colina a las afueras de Aefna y veíamos desde ahí los rayos dorados del atardecer bañar de llamas los tejados y las inmensas cúpulas del Palacio Real.
—¿Qué tipo de pruebas? —insistí—. Es… ¿un asesino? ¿Un traidor? —Esbocé una sonrisa burlona antes de añadir—: ¿O un demonio?
Lénisu meneó la cabeza con gravedad.
—Asesinos lo son todos —comentó—. Simplemente mandar a unos Sombríos en una misión imposible te convierte en un asesino. Y en un traidor a la cofradía. Y eso lo han hecho todos los Nohistrás alguna vez. Aún recuerdo la vez en que el Nohistrá de Neiram mandó a unos compañeros míos a una muerte segura en pleno territorio de orcos, al norte de Daylam. Ni siquiera se molestó en llegar a un acuerdo con los orcos para recuperar los cuerpos. —Me estremecí, lívida de espanto—. A veces nuestros queridos “jefes” se dejan llevar por la codicia —susurró amargamente.
—Pero… los Sombríos pueden optar por no aceptar la misión, ¿verdad? —pregunté—. Podrían haber rechazado.
Lénisu hizo una mueca.
—Admito que en el caso que te he mencionado esos Sombríos eran voluntarios. Pero no siempre lo son. Los Nohistrás siempre tienen maneras de coaccionar. Con promesas varias, o por deudas. Supongo que ya te habrá explicado alguien el sistema jerárquico de la cofradía.
Puse los ojos en blanco.
—¿Lo de los seis grados? Lo aprendí en la Pagoda Azul cuando era nerú —solté—. Bota, manonegra, bravo, capitán, oscuro y arsero —recité, divertida.
—Exacto. —Frunció el ceño y tras un silencio, retomó la palabra—: Ya te conté lo ocurrido en las Tierras de Ceniza, ¿verdad?
Sus ojos violetas me miraron, interrogantes. Asentí.
—Fuiste a coger la corona de los Astras con tres compañeros.
—Así es. Esa misión, nos la había asignado el Nohistrá de Agrilia. Weyléh Kan —pronunció. Hizo un mohín de desagrado—. Volvimos con la corona y con otras joyas valiosas. Weyléh quiso quedarse con todo y nos dio una recompensa bastante elevada, pero que no era comparable con lo que le habíamos entregado. A dos de mis compañeros no les gustó el trato, protestaron pero el Nohistrá les rió a la cara. —Marcó una pausa y vi que inconscientemente posaba una mano sobre el pomo de Hilo, acariciándolo, pensativo—. Días más tarde, desaparecieron todas las joyas que trajimos. Se supo que esos dos Sombríos se las habían robado a Weyléh. Y este se lo tomó mal.
Me miró con cara elocuente y un escalofrío me recorrió.
—¿Murieron? —pregunté.
—Sí —contestó simplemente Lénisu, retomando un tono más ligero—. Ya ves lo que pasa cuando un Sombrío roba a otro. Acatan el código y te consideran un traidor y, si no tienes pensada una defensa, eres saijit muerto. Bueno. Esa es una de las sabrosas historias que se hallaban en esa famosa caja —concluyó, levantando los ojos hacia el horizonte.
—Demonios…
Tragué saliva, alterada, tratando de no arrepentirme de haber entrado en una cofradía con asuntos tan poco eriónicos. Callamos un rato y contemplamos el hermoso atardecer entre las nubes coloreadas. Pasó un pájaro azul volando no muy lejos y seguí el curso de su vuelo hasta que desapareció. Entonces observé:
—Pero a ti, Deybris Lorent te robó la espada.
Lénisu soltó una breve carcajada.
—Sí —aprobó—. Pero Deybris Lorent es un Nohistrá. Además, debo reconocer que él tenía un fin algo loable: pretendía liberar a unos Sombríos encarcelados. Aun así, se comportó como un… er…
—¿Un canalla? —propuse.
—Exactamente, un canalla —afirmó, esbozando una sonrisa, y agregó—: Si fuese un Sombrío de honor, debería haber aplicado el código e intentado matar a Deybris Lorent.
Lo observé, alarmada.
—¿Matar al Nohistrá? Wuw —soplé, impresionada—. Me alegro de que no seas demasiado honorable, tío Lénisu.
Él meneó la cabeza, divertido.
—¡Ah!, sobrina —dijo, tumbándose en la hierba con las manos detrás de la cabeza—. A veces pienso que lo soy demasiado.
Enarqué una ceja, socarrona.
—¿De veras? —De pronto vi una sombra despegarse de las casas de Aefna y sonreí—. ¿Tanto como Srakhi?
Lénisu alzó levemente la cabeza y soltó un suspiro exasperado al ver al say-guetrán que nos vigilaba desde la lejanía.
—Ese gnomo es insoportable —gruñó. Y se enderezó con una súbita energía—. Por cierto, Shaedra, ya que estamos a salvo de oídos indiscretos… y antes de que ese gnomo corra a rescatarnos de algún monstruo imaginario —añadió—, déjame que te avise de algo.
Ladeé la cabeza, intrigada al notar su tono indeciso.
—¿De qué se trata?
—Esto… verás —dijo, con aire molesto—. Como sabes, los Sombríos tienen muchos trabajos. Roban reliquias y joyas… salvan princesas y matan dragones —bromeó, teatral, pero enseguida retomó un tono cauteloso al añadir con las manos juntas—: Y también los hay muy valientes que matan demonios.
Me miró con una mueca prudente, creyendo tal vez que me entraría el pánico o quién sabe. Para su sorpresa, le dediqué una ancha sonrisa y asentí con tranquilidad:
—Lo sé, tío Lénisu. Ya me avisaron.
Lénisu abrió la boca pero soltó simplemente un:
—Ah.
Lo miré de reojo y carraspeé.
—Por casualidad… ¿no sabrás quiénes son esas personas que se dedican a matar demonios?
Lénisu resopló y se apoyó sobre mi hombro para levantarse.
—Ni idea, sobrina. Yo sólo quería avisarte del problema para que tuvieses todavía más cuidado. Los hay algo paranoicos que al mínimo indicio…
—Los hay paranoicos, pero tú no tienes ni idea de quiénes son, ¿eh? —repliqué, suspicaz.
Lénisu me miró con cara aburrida.
—No te conviene saber nada más sobre el asunto, sobrina. Ya ves, esa era una de las razones por las que no quería que te metieras en la cofradía —me confesó por lo bajo.
—Bah —dije, quitándole importancia a sus remordimientos, y cambié de tono—. Dime, ¿piensas que sería capaz yo de revelar los nombres a otros demonios si me los dieses? —pregunté. Y me estremecí por dentro al oír mis propias palabras.
Lénisu me miró detenidamente y se encogió de hombros.
—Que tú seas buena, no significa que no haya demonios que sean verdaderos monstruos —me hizo notar.
Solté un jadeo.
—¿Así que a ti te parece bien que haya cazademonios?
La vacilación de Lénisu me dejó espantada un rato aunque, antes de que llegara a contestar, me levanté de un bote y apunté:
—Tienes razón. Mejor no me reveles nada.
Lénisu estuvo a punto de decir algo pero se contuvo e hizo un ademán hacia Aefna para que emprendiésemos el camino de regreso. Los últimos rayos de sol desaparecían ya en el horizonte. Mientras caminaba junto a mi tío, no dejé de darle vueltas a una inquietante pregunta: ¿y si Lénisu no me había contado la verdad aquel día, en Meykadria, y había hecho más que dejar abandonado a un joven demonio en un agujero? ¿Y si Lénisu Háreldin era un cazademonios? Pero no, no podía serlo, y menos ahora que sabía que los demonios no eran malos en sí. No era un cazademonios, me repetí. Pero no cabían dudas de que conocía a más de un Sombrío que sí lo era.
La víspera de nuestra partida, Deybris Lorent me hizo llamar a su despacho. Me invitó a tomar una infusión, me recordó mis deberes como Sombría y pupila, los cuales consistían básicamente en no molestar a los demás Sombríos y mantenerme en vida, y finalmente me advirtió:
—Desconfía de Dansk Alguerbad. Y no aceptes nada de él sin consultarme primero, ¿de acuerdo? Lo conozco bien. Todos lo apodan Ánfora. Es un tipo bastante traicionero. No te fíes ni de él, ni del Mahir. Gudran Sófterser no es un Sombrío —apuntó, al ver la pregunta reflejada en mis ojos—, pero le debe más que una copa a Dansk. ¿Te has aprendido la lista de nombres? —inquirió entonces.
Se refería a la lista que me había pasado Ujiraka el día anterior para que memorizase los nombres de todos los Sombríos de Ató.
—Más o menos —contesté.
El humano sonrió y se levantó con las manos en los bolsillos.
—Entonces, no hay más que hablar. Estoy intentando convencer al Dáilerrin de que te reacepte en la Pagoda Azul. Pero si no lo consigo, no te preocupes: ya te encontraré una tarea —aseguró, enarcando las cejas—. Mantén los ojos abiertos…
—… y la daga a mano —completé, divertida. No era la primera vez que me lo decía.
Me levanté y me dirigí hacia la salida pero él posó las manos sobre mis hombros para retenerme. Sus ojos castaños destellaron.
—Te felicito, Shaedra, por haber sido capaz de calmar a Lénisu Háreldin. A mí no me habría escuchado. ¿Sabes? Creo que llegarás a ser una gran Sombría.
Le dediqué una sonrisa vacilante y él me liberó.
—Buenas noches, muchacha —me dijo—. Y buen viaje.
—Buenas noches —contesté, pensativa, antes de cerrar la puerta.
A la mañana siguiente, me despedí efusivamente de Ujiraka, de Dyara, de Abi y de los demás Sombríos antes de marcharme con Lénisu hacia el albergue donde se hospedaban Miyuki y Srakhi. Toda Aefna estaba ya despierta, preparándose para las fiestas de verano. Al salir del albergue, nos dirigimos los cuatro hacia las caballerizas de la Plaza de Laya. Cuando vi las monturas que habíamos alquilado para nuestro viaje, me empezó a latir el corazón más aprisa. Al advertir mi turbación, Lénisu me dedicó una mueca burlona.
—Después de tantas aventuras, ¿no tendrás miedo de aprender a cabalgar?
Lo fulminé con la mirada, refunfuñando, pero no repliqué. Unos días atrás nos habían llegado noticias de que un troll enfurecido había cruzado el camino y desarraigado varios árboles, cortando el paso, y por lo visto aún no los habían retirado todos porque las carretas hacia Belyac estaban todas paralizadas. Quién sabe si no sería el mismo troll que había estado a punto de comernos vivos el año pasado, pensé.
Un palafrenero me ayudó a sentarme en la silla de un enorme caballo bayo. Syu temblaba aún más que cuando nos habíamos subido al caballo blanco de Spaw y deduje que no se fiaba tanto del jinete. El caballo se agitó y solté una exclamación aterrada, agarrándome a las riendas.
—Tranquila —me dijo el palafrenero con un acusado acento de Neiram—. Es mansa y dócil. Pero nota tus nervios.
—Pues yo los noto más —murmuré, mordiéndome el labio.
—¡Shaedra! —soltó de pronto Lénisu, ya montado. Me miraba con insistencia—. Entra esas garras.
Uy. Bajé los ojos hacia mis manos y volví a meter las garras sintiendo la mirada desaprobadora del palafrenero. Carraspeé y le di unas palmaditas a la yegua en el cuello para que avanzase. Me alegró comprobar que Srakhi y Miyuki tampoco eran unos expertos en montar.
—A mí me van más los anobos —explicó Miyuki—. Los caballos, en los Subterráneos, son más bien pocos. Y los anobos son más estables… —echó una mirada recelosa a su caballo mientras salíamos de las caballerizas a paso lento.
«Esto no me gusta nada», suspiró el mono gawalt, subido a mi hombro. «¿Seguro que sabes controlar ese animal?»
Asentí firmemente.
«Ya le has oído al palafrenero. Es mansa. Mientras no nos encontremos con el troll…»
Syu agrandó los ojos y adiviné que ya se estaba representando la trágica escena. Sonreí.
«Anda, Syu, seamos positivos. Así llegaremos antes a Ató.»
El mono frunció la nariz.
«¿Estás insinuando que ese caballo corre más rápido que yo?», preguntó.
Reprimí una carcajada.
«¿No dijiste tú mismo un día que un buen gawalt debía saber quién va más rápido que él?»
Muy a su pesar, Syu convino en que tenía razón. Avanzamos por la Plaza de Laya a paso de tortuga iskamangresa pero cuando salimos de Aefna Lénisu puso su caballo al trote y mi yegua aceleró ligeramente el ritmo sin que hiciese yo nada. Frundis estaba silencioso componiendo una nueva cantata, el cielo estaba límpido y todo indicaba que aquel día haría calor.
Tardamos unas horas en bifurcar hacia la ruta de Belyac y seguimos a un ritmo sostenido bajo los rayos de sol cada vez más insistentes. Nos adelantaron varios mensajeros que galopaban a rienda suelta por el camino empedrado, y a mediodía vimos a una patrulla al borde del camino en plena conversación con un buhonero. Poco a poco, me fui acostumbrando a los movimientos de mi montura aunque no por ello dejé de desconfiar. Cuando el sol, a nuestras espaldas, empezaba a ocultarse, pintando de rojo el firmamento, avistamos a lo lejos el bosque de Belyac y Lénisu, en cabeza de fila, levantó una mano y esperó a que nos reuniésemos con él para declarar:
—Nos quedaremos aquí para la noche. ¿Qué tal anda la jinete principiante? —preguntó con una media sonrisa.
Bufé.
—Terrible. Me duele todo —confesé.
—Normal —aseguró mi tío.
Se apeó con ligereza y me ayudó a bajar.
—No parezco una har-karista —me lamenté, masajeándome las piernas doloridas.
Miyuki y Srakhi, en cambio, no parecían tan afectados. El gnomo cogió las riendas de mi caballo y del suyo y salimos del camino hasta llegar junto a un arroyuelo. Ataron los caballos poniendo gruesas piedras sobre las riendas y Srakhi se dedicó a descargar el saco de víveres y quitar las sillas a las monturas mientras yo me dejaba caer sobre la hierba, rendida. Me quité a Frundis de la espalda y al alzar la mirada me percaté de que Lénisu y Miyuki se alejaban ya en el matorral para buscar un poco de leña entre los arbustos que poblaban los alrededores. Me acerqué a Srakhi como una anciana y eché una ojeada curiosa hacia el saco de provisiones.
—Arroz —contestó el say-guetrán a mi pregunta implícita.
Se me iluminó el rostro, sintiendo mi ánimo subir como una flecha. Fui a llenar de agua la cazuela y preparé el arroz mientras Srakhi encendía el fuego con unas pocas ramas. Incluso me alejé para recoger unas plantas aromáticas que había visto por el camino y las añadí a la cazuela con aire de experta. En cuanto todo estuvo listo, Syu y yo nos sentamos a contemplar el arroz, esperando que la leña llegase pronto para alimentar el pequeño fuego. El cielo ya estaba oscuro y las colinas se sumían poco a poco en las tinieblas. Aquella noche tan sólo asomaba una Luna menguante. El gnomo, parco en palabras, había cruzado las piernas y cerrado los ojos. Esbocé una sonrisa, divertida. Sin duda, estaría rezando a la Paz.
Estaba pensando que tal vez me había pasado poniendo agua en la cazuela cuando un repentino grito surcó el aire y me dejó helada. Un segundo después, Srakhi ya estaba de pie, espada en mano, y se precipitaba entre los arbustos hacia donde habían desaparecido Lénisu y Miyuki. Los caballos relinchaban y se agitaban, inquietos. Con la mente llena de confusión, me levantaba de un bote para intentar calmarlos cuando oí claramente en la oscuridad unos gruñidos bestiales y el pánico me invadió. Conocía lo suficiente las criaturas que atacaban Ató para reconocer un gruñido de escama-nefando.
«¡Syu!», exclamé, agarrando a Frundis con una mano y la rienda de un caballo con la otra. Syu se subió a mi hombro y se aferró a mí, totalmente paralizado por el terror.
«El troll», farfulló mentalmente.
«No, Syu, son escama-nefandos», lo informé.
—¡Quietos! —les ordené a los caballos, vociferando, pero estos ya se liberaban de las piedras dando violentas cabezadas hacia atrás.
Mi orden se vio totalmente anegada por el pavor que les causó de pronto la aparición de una criatura bípeda cubierta de escamas. Aterrorizada, vi relucir en la noche sus dientes blancos y afilados. Su repentino rugido me hizo reaccionar: salté sobre el lomo del caballo y este partió a galope tendido sin que tuviese yo que sacudir rienda alguna. Me contenté con abrazarme a su cuello macizo, al tiempo que Frundis me llenaba la cabeza de una música estresante de tambores y violines precipitados.
«¡A todo trapo!», se reía el bastón. El caballo, tal vez oyéndolo, redoblaba sus esfuerzos, transpirando de puro miedo. Sus potentes músculos se tensaban y destensaban a medida que subíamos la vertiente a oscuras. Pero los rugidos no parecían menguar…
¡Oh, no!, pensé. Bien sabía yo que los escama-nefandos eran unas de las criaturas más rápidas de la Tierra Baya. Eran capaces de notar la presencia de calor en su entorno y para colmo tenían colas con púas envenenadas. Por no mencionar que, al contrario que los trolls, nunca se paseaban en solitario, recordé, acongojada.
Una de las criaturas al menos me perseguía. Pero… ¿y Lénisu? ¿Y Miyuki y Srakhi? Todos los caballos se habían fugado. ¿Cómo iban a poder huir de esas criaturas sin caballos?, me pregunté, con los labios temblorosos. Los ojos se me hincharon de lágrimas pero las reprimí con firmeza: tenía que intentar tomar las riendas de mi caballo o en cualquier momento acabaríamos despeñándonos por algún socavón sin verlo. Traté de recuperar las riendas y estiré con todas mis fuerzas, sin resultados. Los cascos tronaban contra la tierra.
«Frundis, ¡ayúdame a calmarlo!», le supliqué.
Enseguida la música acelerada del bastón se convirtió en una melodía suave de flautas traveseras. E increíblemente el caballo ralentizó. Estiré las riendas para hacerlo torcer directamente hacia el este. No veía otra escapatoria que el bosque: al menos ahí podría subirme a algún árbol. Syu aprobó rotundamente mi decisión y animé al caballo a que galopase a buen ritmo. No sé cómo, conseguí llegar hasta los primeros árboles sin que ningún escama-nefando apareciese ante mí para devorarme viva. Sin atreverme a abandonar el caballo a su suerte, seguí adentrándome en el bosque a paso lento. En un momento, una de sus patas tropezó con algo y estiré de las riendas para detenerlo antes de deslizarme hasta el suelo. Ya no se oían ni gruñidos ni rugidos. Ni tampoco parecía que me persiguiese ninguna criatura. Solté un suspiro aliviado.
«Seguro que se han comido el arroz», mascullé.
Entre la penumbra, Syu gruñó.
«Que se lo coman. Incluso les daría un plátano a cambio de que nos dejasen en paz.»
«¿Uno solo?», repliqué, burlona.
Acaricié el lomo de la montura para tranquilizarla y eché una ojeada inquieta a mi alrededor. No se veía ni un dragón. En mi mente se agolpaban imágenes de osos, lobos y terribles bestias que me acechaban con ojos hambrientos… ¿No decían que el Bosque de Belyac estaba lleno de extrañas criaturas? Los cuentos hablaban de unicornios, de arañas peludas, de arpïetas… También decían que a veces el suelo no era tan estable y que vivían ahí dríadas cuyas voces hechizaban a los que se aventuraban en su territorio. Con un gesto exasperado, creé una esfera de luz armónica y negué enérgicamente con la cabeza.
—Aquí no hay dríadas ni arañas peludas —pronuncié en voz alta, para serenarme.
Pensé entonces que lo mejor era volver al camino por el bosque y me dirigí hacia el norte, estirando las riendas del caballo. Sus ojos brillaban de miedo y, tal vez por eso, no lograba tranquilizarme y temía que en cualquier momento el silencio relativo del bosque se convirtiese en un infierno. Frundis se puso a imitar el canto de un búho y Syu y yo nos estremecimos.
«¡Frundis!», me quejé. «No nos asustes.»
«Bah, asustaros, qué ideas», replicó el bastón, divertido. «Aunque admito que a mí los bosques es una cosa que me espanta. Imagínate, yo, perdido entre las ramas del suelo, sin más compañía que las arañas, las hormigas y las serpientes.»
Agrandé los ojos.
—¡Serpientes! Esas se me habían olvidado —murmuré débilmente.
Syu se refugió detrás de mi pelo y recogió su cola, abrazándose a ella, tembloroso.
«Anda, Syu, no te pongas así», solté, reforzando mi luz armónica un poco más.
Frundis entonó entonces una canción que me puso los pelos de punta:
Mar de ramas, ramas verdes,
verde luna y negro sol,
por doquier colmillos sientes,
y sisean las serpientes
en un silencio que miente
entre sombra e ilusión.
No quiso escuchar nuestras protestas y siguió describiendo terribles criaturas, bosques traicioneros con una cadencia lúgubre que me fue poniendo cada vez más nerviosa. Iba a amenazarlo con dejarlo tirado en el bosque cuando oí un grito gutural seguido de un alarido que le dejó suspenso hasta a Frundis. Uno de esos gritos era saijit, me dije. Inspiré hondo y me puse a correr hacia el ruido, alentando el caballo detrás de mí. Tropecé con varias raíces pero seguí avanzando hasta que la rienda se tendió bruscamente y giré la cabeza exasperada. El caballo se había inmovilizado y tiraba para atrás, sintiendo que nos dirigíamos hacia el peligro.
—Maldito, avanza o te quedas solo —solté.
Tras un minuto de forcejeos acabé por entender que mis intentos eran inútiles y dejé caer las riendas.
—Vete al infierno —mascullé, retomando mi carrera.
Mi esfera de luz apenas iluminaba mis pasos y en un momento casi topé con una enorme telaraña que sin duda debía de pertenecer a… alguna araña gigante, concluí, desviando mi ruta con movimientos trémulos. Todo mi cuerpo estaba agarrotado por el miedo y me sentía increíblemente torpe, pero corría sin detenerme, evitando la fronda impenetrable y los socavones. Y finalmente vi el final del bosque… o más bien la zona donde el troll loco había ido arrasando árboles. Los rayos de la Luna iluminaban tenuemente la noche. Creí distinguir más arriba la línea recta del camino de Belyac. Y, entre los troncos desarraigados, se alzaba la gran sombra furiosa de un escama-nefando. A unos escasos metros, le hacía frente una pequeña silueta.
—Srakhi —susurré, aterrada.
La criatura batía la cola con fuerza y gruñía. Deshice mi sortilegio armónico y salía del bosque, empuñando a Frundis, lista para abalanzarme contra el monstruo, cuando este embistió duramente contra el gnomo. El golpe fue tal que el say-guetrán salió expulsado y cayó varios metros más lejos. Lo contemplé, horrorizada, mientras la criatura soltaba un rugido victorioso. Un sonido metálico de espada atrajo de pronto mi atención y vi asomar otra silueta tras un enorme tronco. Era Lénisu.
—No…
Me puse a correr hacia ellos, convencida de que estábamos todos perdidos. El escama-nefando iba a abalanzarse hacia el say-guetrán, sin duda con intenciones de devorarlo, cuando Lénisu le cortó el paso, blandiendo a Hilo.
«¡Está loco!», exclamé, espantada. «Esa criatura lo matará…»
En mi carrera, tropecé con una rama caída y solté una maldición. Me recuperé de milagro, sin apartar los ojos de Lénisu, quien realizaba ahora movimientos en el aire con su espada. Si pensaba que eso podía amedrentar a un escama-nefando…
Entonces pasó algo increíble: en el momento en que la criatura estaba a punto de hacerle pedazos, Lénisu tomó impulso y se tiró literalmente contra el escama-nefando. Cuando la espada golpeó las escamas del monstruo, relampagueó una luz azulada y resonó un fuerte sonido que me recordó al de una nota baja y discordante de violín. Boquiabierta, oí la criatura soltar un terrible alarido de dolor. Era la primera vez que veía a Lénisu activar a Hilo.
Lénisu asestó golpes a la criatura sin descanso y, aunque cada espadazo no parecía atravesar escamas ni provocar heridas, el escama-nefando se tambaleaba e, increíblemente, sus rugidos perdían fuerza. Por un momento, su cola con púas envenenadas estuvo a punto de llevárselo por delante. Lénisu, en vez de apartarse, dio un bote y arremetió contra el dragón de tal forma que se empotró contra él. Todo pasó muy rápido: en unos breves segundos el escama-nefando tenía a Hilo clavado hasta el fondo de la garganta. La luz azul se intensificó y el filo de la espada resplandeció, emitiendo un sonido vibrante. La criatura, moribunda y sin fuerzas, cayó de bruces y quedó finalmente inmóvil contra uno de los troncos caídos.
Vi a Lénisu retirar la espada con suma dificultad. Temblando de pies a cabeza, cayó de rodillas, exhausto. Poco a poco, la luz de la espada de Álingar se desvaneció y todo volvió a sumirse en las tinieblas.
Solté un jadeo. ¡Lénisu estaba vivo! No podía creerlo. Volví a colocar a Frundis a la espalda y me precipité hacia Srakhi y Lénisu con el corazón latiéndome a toda prisa. Y entonces me fijé en un detalle que me heló la sangre en las venas. Srakhi había vuelto a levantarse y ahora se erguía a unos metros, a espaldas de Lénisu. Llevaba una daga en la mano. ¡Demonios!, me dije, aterrada, entendiendo la intención de Srakhi. Me volvieron en mente las palabras que pronunció Lénisu un día. “Si salvas la vida a un say-guetrán tres veces, no le queda más remedio que matarte o suicidarse”. ¡Aquella regla say-guetrán era tan absurda! Sin embargo, antes de que se me ocurriese soltar una exclamación de aviso, el puñal se deslizó de las manos de Srakhi y fue a caer entre la hierba. El gnomo bajó la vista hacia su mano desarmada con aire de quien se siente de pronto vacío por dentro. Sólo cuando llegué al fin a su altura, el say-guetrán se percató de mi presencia y entendió que lo había visto todo. Sin embargo, se contentó con sacudir la cabeza tristemente y se alejó renqueando. Resoplé y sin preocuparme más por él, me apresuré a acercarme a Lénisu. Todo estaba demasiado oscuro y volví a invocar una esfera de luz.
—¡Lénisu! ¡Tío Lénisu! —solté—. ¿Estás bien?
Mi tío tenía las manos firmemente agarradas al pomo de su espada y temblaba como si estuviésemos en pleno invierno. Al oírme alzó sus ojos hacia mí y pestañeó.
—Yo… Sí —contestó.
Abría la boca para añadir algo cuando sus ojos violetas se volvieron súbitamente vidriosos y su torso cayó hacia delante. Tendí mis manos para sostenerlo y lo tumbé con suavidad, frunciendo la nariz. La sangre de escama-nefando olía que apestaba, pensé. Aunque, afortunadamente, los escama-nefandos no explotaban como los nadros rojos: de lo contrario habría tenido serios problemas para arrastrar a un Lénisu inconsciente y alejarlo de la zona. Eché un vistazo hacia la criatura. Sus ojos aún estaban abiertos como platos y nos observaban, muertos y vacíos.
—Por Nagray —jadeé, con un escalofrío.
¿Dónde estaría Miyuki?, me pregunté, alzando la mirada hacia la oscuridad. No vi a Miyuki, pero oí el resoplido de un caballo y giré la cabeza hacia el camino. Me quedé pasmada cuando vi a Srakhi alejarse sobre el caballo con el que me había escapado yo. ¿Nos estaría abandonando?, me pregunté, anonadada. Las sombras tragaron su silueta y pronto murió el ruido de los cascos contra las piedras.
Oí unas pisadas acercarse y me giré para ver aparecer a Miyuki del otro lado del escama-nefando.
—Dioses, dioses, dioses —repetía, mientras rodeaba la cola con precaución y se acercaba—. ¿Está… vivo?
Iluminada por la luz armónica, asentí con la cabeza.
—Sólo se ha desmayado. Se habrá puesto malo al oler la sangre.
Cuando se arrodilló junto a Lénisu, palidecí al ver su brazo empapado de sangre. Sin embargo, ella no parecía notarlo, más preocupada por ver que efectivamente Lénisu seguía respirando. Carraspeé.
—Srakhi se ha marchado —le comuniqué.
La elfa oscura levantó bruscamente la cabeza.
—¿Qué?
—Srakhi Léndor Mid se ha marchado —repetí.
Miyuki meditó la información durante unos segundos. Por lo visto Lénisu ya le había explicado las extrañas costumbres de los say-guetranes porque sus ojos rojos se agrandaron ligeramente.
—¿Va a suicidarse?
Resoplé.
—No lo creo. Vamos, Lénisu dijo que no era su estilo. En cambio, tiene alma de ladrón, aunque no lo parezca. En Kaendra me robó los kétalos, y aquí me ha robado mi caballo.
—Y el único que teníamos —suspiró Miyuki.
Me mordí el labio, preocupada.
—Demonios… eso sí que es un problema. ¿En serio no ha vuelto a aparecer ninguno?
La elfa oscura le quitó a Lénisu la espada de las manos y la limpió en la hierba antes de colocarla de nuevo en su vaina.
—Y dudo de que reaparezcan algún día —contestó al fin—. ¿Me ayudas? Alejemos a Lénisu de esta peste o cuando se despierte volverá a desmayarse.
Asentí y cuando tratamos de levantarlo solté un gruñido. No iba a ser fácil llevarlo entre troncos caídos, arbustos y ramas por todos los lados…
—Venga, retrocede —dijo Miyuki—. A menos que prefieras mover al escama-nefando en vez de a Lénisu.
Eché un vistazo al dragón bípedo y tragué saliva con dificultad.
—Creo que no sería una buena idea —apunté.
Aunque Lénisu era más bien delgado, nos costó llevarlo hasta el camino: el esfuerzo me impidió concentrarme para hacer una luz armónica aceptable, en un momento tropecé, me hice un arañazo y, cuando llegamos al fin, Syu suspiró.
«Jamás creí que un troll pudiera provocar una devastación como ésta. Pobres árboles.»
Lo decía con tal sinceridad y pesadumbre que casi me pareció divertido, aunque en el momento estaba más preocupada por escudriñar las sombras del camino, en busca de posibles monstruos, pero todo estaba silencioso y tranquilo.
Me giré hacia Miyuki, quien le daba unas palmaditas a Lénisu en la mejilla para intentar despertarlo. Sacó su cantimplora y le echó agua en la cara. Nada.
—Por Ahobí —se lamentó—. Está totalmente ido. A lo mejor esa espada también le ha afectado. Dioses. Shaedra, ¿estás bien?
—¿Yo? Sí. Estoy perfectamente. En cambio, tú… Estás herida —observé.
Echó un vistazo hacia su brazo y sacudió la cabeza.
—No es nada. Me hinqué una rama puntiaguda al subir a un árbol. Por suerte, el escama-nefando que me perseguía se interesó más por los caballos.
Hice una mueca y me volví a sentar junto a ella y Lénisu.
—¿Qué hacemos ahora? —pregunté—. No podemos quedarnos aquí.
Lénisu abrió los ojos. Sorprendidas, Miyuki y yo dimos un respingo.
—Tienes razón, sobrina. Larguémonos de aquí —dijo.
Se levantó de un bote, comprobó que seguía teniendo a Hilo, nos sonrió, contento, y frunció el ceño.
—Esperad un momento, ¿qué ha sido de nuestro buen Srakhi?
Un simple intercambio de miradas le bastó a Lénisu para entender el problema.
—Bah —dijo, encogiéndose de hombros—. No os preocupéis, ese gnomo no cometerá ninguna locura. Aunque… admito que no estaba tan seguro de que no sería capaz de matarme —sonrió—. Al fin y al cabo, más de una vez me ha dicho que no me considera un buen hombre. —Miró a su alrededor e hizo una mueca—. Alejémonos de aquí.
Se puso a andar por el camino empedrado en medio de las sombras y Miyuki y yo nos levantamos para seguirlo, cada una sumida en nuestros pensamientos.
Apenas pasó una hora antes de que nos cruzásemos con una patrulla de guardias nocturnos. Se extrañaron mucho al encontrarse con viajeros en plena noche pero cuando les contamos lo ocurrido tampoco parecieron muy sorprendidos.
—Ese troll debió de ahuyentar a más de una criatura del bosque —comentó uno de los guardias—. En todo caso, es una suerte que esos escama-nefandos no hayan caído sobre personas indefensas. ¿Estáis heridos?
Advertí que Miyuki ocultaba discretamente su brazo antes de contestar:
—No, simplemente estamos deseando llegar a Belyac sin más sobresaltos.
Los guardias aprobaron.
—Silek, Madryhena —ladró el líder—. Escoltadlos hasta Belyac. Compañía, seguidme, vamos a ver si nos topamos con alguno de esos sucios dragones. Y si encontramos esos caballos vivos, os lo comunicaremos —nos prometió.
Los observamos alejarse y retomamos el camino hacia Belyac en silencio, seguidos por dos guardias que se apearon para seguir nuestro ritmo. Incluso nos propusieron subirnos a alguno de los caballos, suponiendo que estaríamos agotados, pero rechazamos la oferta, sintiéndonos incómodos.
Empezaba el cielo a azularse cuando apercibimos las luces de la ciudad. Nos internamos por las calles embarradas e irregulares de Belyac, aún desiertas. Sobre un acantilado que dominaba las colinas, se alzaba el castillo de los Shawmen, tan ruinoso y viejo como lo había visto tiempo atrás. Subimos una colina, rodeamos otra que estaba cubierta de jardines y los dos guardias nos dejaron en la plaza principal de Belyac. Un rayo de sol iluminó unas nubes en lo alto.
—Bueno —soltó Lénisu, echando una ojeada a su alrededor—. Yo me pregunto, ¿será posible desayunar algo a estas horas?
Me carcajeé.
—Tan sólo hace falta seguir el olor —contesté.
«¿El olor a sangre?», preguntó Frundis con una fina ironía.
Puse los ojos en blanco.
«El olor a pan.»
De hecho, en el aire dormido de la mañana flotaba ya un agradable olor a pan. Nos dirigimos hacia una taberna y no tardamos en sentarnos a una mesa con un buen plato delante de nosotros. El día anterior apenas habíamos comido y devoramos todo lo que nos puso el posadero bajo la mirada curiosa de un perro que se llevó una decepción al ver que no habíamos dejado restos. Lénisu tragó el último mendrugo de pan y comentó con alegría:
—Así está mejor. ¡Podría recorrerme toda Háreka!
Miyuki se limpió la boca con el dorso de la mano y preguntó:
—¿Cómo seguiremos hasta Ató? ¿Andando o en carreta?
—Andando —contestó Lénisu sin dudar un sólo instante—. Ya sé que suena irónico, pero durante la carrera se me cayó la bolsa de dinero. Debe de estar perdida en medio del bosque. Lo sé, te prometí que te pagaría tu parte… en Ató lo solucionaré. El caso es que ahora estoy sin blanca, querida. Sólo me queda calderilla. —Frunció el ceño—. Por cierto, me pregunto qué pasará cuando los de las caballerizas de Aefna se enteren de que han perdido a cuatro caballos.
Miyuki puso los ojos en blanco.
—Tres, en todo caso —lo corrigió—. Supongo que a Srakhi se le pasará la depresión y nos devolverá el caballo, ¿no crees? —E hizo una mueca, agregando—: ¿Qué pasa cuando unas caballerizas pierden unos caballos?
Lénisu resopló, sarcástico.
—Depende del estado de ánimo del gerente, supongo.
—Eso no es justo —intervine con tono razonable—. No tenemos la culpa de que los escama-nefandos nos atacaran.
—De hecho, supongo que en este caso serán comprensivos —dijo Lénisu, y se levantó—. Salgamos de esta ciudad.
—Antes, deberíamos comprar alguna reserva de comida —apuntó Miyuki.
Lénisu le dedicó una ancha sonrisa.
—Cierto. No sé cómo podía olvidarme de algo tan capital —pronunció.
Hundió la mano en el bolsillo y sacó un pequeño monedero que parecía terriblemente flaco. El gran Háreldin portador de la espada de Álingar y descubridor de la corona de los Astras sacó al fin algo que se parecía a un gran botón de camisa. Resopló.
—¿Por qué siempre tendré que perder mis cosas? —maldijo.
Miyuki puso los ojos en blanco, divertida, y sacó unos kétalos como por magia.
—¿Vamos?
Salimos de Belyac con un nuevo saco, llevando suficientes provisiones para seis días, el tiempo que nos haría falta para atravesar la Ciénaga de Zafir. El sol iluminaba ya el camino y nos cegaba mientras avanzábamos hacia el este. Al principio, caminábamos en silencio. Frundis estaba ensayando un coro de contraltos ligeramente monótono aunque él decía que formaba parte de una obra que jamás había logrado acabar. Me preguntaba por qué…
En un momento, Miyuki tomó la palabra:
—Lénisu, ya sé que no te gusta hablar del tema, pero esa espada, ¿qué hace exactamente? —Enarqué una ceja, pensativa. Así que Lénisu tampoco le había dicho nada a Miyuki. Como mi tío tardaba en contestar, la elfa oscura continuó—: No vi la batalla contra el escama-nefando, estaba algo lejos todavía, pero vi cómo salían rayos de luz por todas partes.
Lénisu vaciló.
—Lo de los rayos de luz… Algo tendrá que ver con las energías, pero como no soy celmista, no entiendo muy bien el fenómeno.
Al ver que seguía sin decidirse a ser más explícito, observé:
—La espada parecía debilitar a la criatura con sólo tocarla.
Lénisu nos miró a ambas, ladeando la boca en una mueca indecisa.
—Ya. Tienes razón, sobrina. Hilo es capaz de desestabilizar las energías y absorberlas. El problema es que, cuando se activa, se vuelve algo incontrolable y también afecta la energía del que porta el arma. —Se encogió de hombros—. Será mejor que no comentéis esto a nadie, ¿eh?
Lo contemplé, meditativa.
—¿Absorbe la energía? ¿Qué energía?
La mueca de Lénisu me dio a entender que no tenía ni idea.
—¿Qué importa qué energía mientras el adversario se debilite? —dijo entonces Miyuki—. Lo que no acabo de entender es cómo supiste cómo activar la espada. Según me dijiste, ese viejo Ashar y el Mahir de Ató lo intentaron y no lo consiguieron. ¿Por qué tú sí?
Lénisu soltó una breve carcajada y realizó un ademán de desparpajo.
—Es evidente. Soy Lénisu Háreldin. Quise activarla, y la activé.
Miyuki y yo soltamos al mismo tiempo un resoplido medio divertido medio exasperado. Mi tío siempre estaba con las mismas.
Seguimos andando charlando tranquilamente y Miyuki y yo acabamos filosofando sobre las tradiciones y las diferencias que existían entre la vida de los Subterráneos y la de la Superficie. Sin embargo, al de unas horas, nuestra conversación se hizo deshilachada. Yo bostezaba cada minuto y el sueño empezaba a cerrarme los párpados. Cuando pasamos delante de una amena colina verde iluminada por el sol, se me iluminó la cara y levanté el dedo índice.
—No sé vosotros, pero yo estoy que ya no puedo más —declaré—. ¿Qué os parece una pequeña siesta?
Miyuki y Lénisu enseguida se apuntaron a la idea, nos apartamos del camino, hacia la colina. Había unas ovejas pastando en una de las vertientes. Subimos casi hasta la cima y nos tumbamos en la hierba bajo los agradables rayos de sol. Se oían ruidos de cencerros y tres mariposas naranjas revoloteaban a unos metros de nosotros.
—¡Ah! —dijo mi tío, cerrando los ojos—. Esto sí que es vida.
Me carcajeé y cerré los ojos a mi vez, agotada. Llevábamos un día y una noche viajando sin parar, con una batalla en medio, y todo mi cuerpo estaba molido. Concilié el sueño enseguida. Soñé con que me había convertido en un dragón y que sobrevolaba los cielos contemplando toda la Tierra Baya desde arriba. Vi el Bosque de Hilos y los extensos mares, evité la cima de una enorme montaña de los Extradios que resultó ser el Tilzeño, bajé en picado hacia la Insarida… entonces mis alas se me hicieron un lío y traté de frenar la caída con movimientos desesperados… y me empotré en Ató en una gran explosión caótica. Más tarde me paseaba pesadamente por las calles destrozadas hasta la Pagoda Azul, que había quedado chamuscada, e iba a pedir perdón a los maestros pero tan sólo me salió un fuerte balido… Desperté con un sobresalto de mi sueño disparatado al oír un grito a mi oído. Me encontré enderezada con un Syu estirándome de la manga y una oveja que acababa de balar a unos centímetros de mí.
—Aaah… —solté, inspirando hondo, aliviada.
«Lleva ahí un buen rato», me informó Syu, algo incómodo.
Tendí una mano hacia la oveja pero esta se alejó para que no la molestara. Eché un vistazo a mi alrededor. Lénisu dormía aún profundamente. En cambio, Miyuki acababa de desaparecer del otro lado de la colina, con las cantimploras en la mano.
El sol empezaba ya a descender y deduje que habíamos dormido al menos cinco horas. Mi mano tanteó y cogió al bastón. En cuanto lo toqué, el coro de balidos absolutamente excéntrico que oí me dejó atónita. Jamás había oído una música tan mala.
«¡Frundis! ¿Pero qué diablos te ha pasado?», pregunté, preocupada.
El bastón estaba eufórico.
«Si algún día te hartas de mí, Shaedra, déjame en manos de un pastor. Es una idea que se me acaba de ocurrir durante la siesta. Sería una maravilla, ¿te das cuenta? No digo que esos balidos sean magistrales, por supuesto, pero creo que se podría hacer una obra maestra de ovejas. Cuando era niño, mi maestro de piano me decía que un compositor siempre se tiene que inspirar de la naturaleza. Ya ves lo que hice con la rocarreina y con el mar.»
«Es una idea fantástica, Frundis», solté, burlona.
«¿A que sí?», se alegró él. «Sólo debo practicar un poco y seguro que me sale algo aceptable.»
«O no», apuntó Syu, siempre prudente.
«O no», confesó el bastón.
Una sonrisilla empezó a flotar en mis labios.
«¿Podrías hacerme un favor, Frundis?», pregunté con la mirada clavada en mi tío dormido.
Le comuniqué mis intenciones y Frundis aprobó enseguida la idea. Con una risita maligna, dejé el bastón en la mano de Lénisu, quien despertó inmediatamente abriendo mucho los ojos. Agitó levemente la cabeza, vio a Frundis y soltó un gruñido, apartándose con brusquedad. Silbé inocentemente.
—Shaedra —se quejó—. No se despierta así a un hombre dormido.
—Ha sido Frundis —me defendí con una sonrisa pícara.
Una oveja soltó entonces un balido y Lénisu entornó los ojos mirándola, pero enseguida bostezó, desperezándose.
—¡Ah! —dijo entonces—. Acabo de acordarme de mi sueño. Estaba paseándome por un bosque y de pronto aparecía una mona gawalt saltando de rama en rama, ¡y resultaba que eras tú! Y te veía como muy nítida, te lo juro —se burló.
Resoplé, divertida.
—Finalmente, lo del Ciclo del Ruido va a ser cierto —comenté.
De hecho, según los libros y la gente mayor, el Ciclo del Ruido era un ciclo de renovación de energías y, en particular, afectaba los sueños. Los que se dedicaban a interpretarlos aseguraban que existía en ellos un fondo de verdad mayor que en cualquier otro ciclo. ¿Pero qué clase de verdad?, me pregunté, con ironía. Cuando le conté mi sueño a Lénisu, se carcajeó.
—Un dragón y un gawalt —pronunció—. Esperemos que esos sueños no se hagan realidad y que Ató siga en pie.
—¡Ya era hora! —exclamó alegremente Miyuki, llegando a nosotros. El rebaño de ovejas ya se había alejado, rehuyéndonos al vernos tan ruidosos. La elfa oscura nos tendió nuestras cantimploras llenas de agua y se puso el saco de comida al hombro—. Si seguimos a este ritmo, tardaremos más de una semana en llegar a Ató.
Lénisu y yo nos levantamos y nos estiramos al mismo tiempo. Miyuki nos observaba con una sonrisa burlona.
—Sois tal para cual —comentó—. Andando.
El viaje se desarrolló con tranquilidad. Anduvimos a buen ritmo, salimos del bosque y aquella noche tan sólo tuvimos que luchar contra una nube de mosquitos. A la mañana siguiente, Lénisu se rascaba todos los brazos, mascullando entre dientes que hubiera preferido matar a otro escama-nefando. Ese mismo día llegamos al albergue del Cisne azul. La posadera no me reconoció, en cambio Syu se acordó enseguida de los gatos que poblaban aquel lugar perdido entre las marismas y cuando retomamos la marcha me confesó:
«Lo de los gatos para mí debe de ser lo mismo que para ti las hojas-espuma. No lo puedo evitar: estornudo espiritualmente.»
Sonreí anchamente al oírlo.
Cuando llegamos a Ató, al atardecer del quinto día, alcancé a ver a lo lejos, en el campo de entrenamiento de har-kar, a unos cuantos kals en pleno duelo. Los rayos de la tarde iluminaban y enrojecían la colina de Ató.
—No parece que haya pasado ningún dragón destructor —observó Lénisu.
—Gracias a los dioses —me burlé.
Subimos por la calle del Sueño en silencio y tomamos la Transversal. Oímos de pronto una exclamación que nos detuvo. Aleria, abrazada a un enorme libro, se precipitó hacia mí.
—¡Shaedra! —soltó, jadeando—. Por fin llegas, el maestro Yinur me dijo que llegarías. No sabes lo que ha ocurrido, ¿verdad?
Su pregunta y su tono alterado me dejaron intrigada.
—¿Qué?
—Kyisse, la niña de la que me hablaste, es un fenómeno. Todo el mundo habla de ella. Hace unos días, se escapó sola en el bosque, la atacaron unos nadros rojos, ¿y sabes lo que hizo?
Palidecí imaginándome a la pequeña rodeada de nadros.
—No —murmuré.
—¡Los volvió locos a todos! Los despistó y llenó todo el bosque de ilusiones armónicas. Apenas exagero. Te lo juro. Toda Ató habla de eso, ahora. Están todos convencidos de que es la última Klanez. Es increíble —pronunció, meneando la cabeza.
Parpadeé e intercambié una mirada con Lénisu.
—Bueno —dijo mi tío—. Me alegro de volver a verte, Aleria. Hacía tiempo que no nos veíamos.
Aleria se mordió el labio y los saludó a él y a Miyuki como se debía.
—Perdón, pero es que estoy muy nerviosa —se disculpó—. Acabo de hablar con el Dáilerrin y me ha permitido volver a la Pagoda cuando le he contado todo lo que hemos hecho. Me dijo incluso que se alegraba de tener a kals tan preparados —bromeó.
Con sumo esfuerzo, me atreví a preguntarle:
—¿Y tu madre?
La elfa oscura me enseñó una sonrisa radiante.
—Shaedra, tenías razón. En cuanto mi madre se enteró de lo ocurrido en la Isla Coja, regresó a Ató. Y ahora está otra vez con los experimentos de siempre —puso los ojos en blanco y señaló el libro que llevaba—. Este es un libro que me ha pedido que le lleve de la biblioteca. Plantas carnívoras del Bosque de las Hadas. —Resopló—. Espero que no se le ocurra comprar una de esas plantas.
De pronto, dándome cuenta de que Aleria había recuperado el buen humor y que todo parecía hermoso y perfecto, me reí.
—Aleria, ¡no sabes cuánto me alegro! Ahora no se os ocurra a ti y a Akín desaparecer sin avisarme, ¿eh? Ya me hiciste la jugada dos veces.
—Descuida —sonrió ella, e hizo una mueca—. Aunque tú deberías prometerme lo mismo. —Más seria, nos miró a los tres alternadamente antes de clavar sus pupilas rojas sobre mí—. ¿Qué demonios pasó en Aefna, Shaedra?
Carraspeé, incómoda.
—Bueno… Lo que pasó fue que…
Percibí el suspirito de Lénisu.
—Que retuve a mi sobrina un momento por cuestiones que tenían que ver con asuntos turbios, oscuros y peliagudos —intervino con tono bromista—. Anda, avancemos un poco, supongo que querrás darle los buenos días a Kirlens antes de que nos vayamos en busca de los abuelos de Kyisse y viajemos hasta ese castillo de Klanez.
Aleria y yo lo contemplamos, mudas de asombro.
—¿Al castillo de Klanez? —repitió Miyuki, mirándolo con el rabillo del ojo—. ¿Estás seguro de lo que dices, Lénisu?
Mi tío hizo un vago ademán.
—Era una broma. Aunque lo de los abuelos de Kyisse no tanto. Al fin y al cabo, le prometí a Fahr Landew que los encontraría.
Y al pensar en ello, pareció ensombrecerse, como si se arrepintiese de su promesa. Aleria hizo un breve gesto de cabeza hacia mí.
—Nos vemos dentro de un rato. Dejo el libro en casa y aviso a todo el mundo de que has llegado y…
—¿A todo el mundo? —repetí.
—Todos estarán ansiosos de ver a la Salvadora de la Última Klanez —replicó ella, divertida, antes de salir corriendo por la Transversal.
Meneé la cabeza, alucinada, y tuvo Lénisu que empujarme suavemente hacia el Corredor para despertarme. Reemprendimos la marcha y cuando llegamos frente al Ciervo alado me mordí el labio, pensando que al menos Kirlens ya estaba enterado de que estaba viva y de que llegaría pronto. Empujé la puerta y me quedé boquiabierta. En el fondo de la sala, ahí donde normalmente tocaban los músicos para animar el ambiente, estaba Kyisse, de pie, con su vestido blanco inmaculado. Todos los ojos la observaban, impresionados, mientras esta exhibía el castillo de Klanez, en una gran imagen armónica que ocupaba toda la pared. El castillo era muy parecido al que me había enseñado un día, en su torre subterránea, pero advertí ciertos retoques que le daban un aspecto más acogedor y fantástico. ¿Lo habría hecho queriendo o simplemente su recuerdo había ido cambiando con el tiempo?
—¡Kyisse! —exclamó una voz familiar. Wigy salió en tromba de la cocina. Sus ojos relampagueaban—. No se te puede dejar ni un minuto. Deja ya de molestar a los clientes. ¡Por favor!
Un trueno de aplausos acalló las protestas de la tabernera. Y entonces Kyisse me vio y sus ojos se iluminaron, abrió la boca, farfulló algo y al fin consiguió exclamar:
—¡Shaeta!
Pasó corriendo entre unas mesas como una gacela blanca y aterrizó entre mis brazos, riendo a carcajadas. La cogí con dulzura, cubriéndola de besos y Lénisu soltó una risotada, mirando alternadamente a la niña y la imagen del castillo.
—Dioses, esa pequeña es increíble.
—¡Lénisu! —pronunció Kyisse y se apartó de mí para abrazarlo también.
—Shaedra, por Ruyalé, ya has vuelto —musitó Wigy, acercándose, y cogiéndome ambas manos para contemplarme con aire crítico—. Siempre me das unos sustos cuando te vas… En fin, acabaré acostumbrándome a que mueras y resucites cada año.
Me carcajeé y le confesé:
—Yo no me acostumbraré nunca.
Kirlens salió de la cocina con su mandil y su pelo enmarañado y cada vez más canoso. Una hora más tarde todo parecía volver a ser como antaño. Lénisu y yo cenamos como reyes y les contamos a Wigy y a Kirlens todo lo que me había ocurrido, aunque ya conocían toda la historia sobre la Isla Coja por Aleria y Akín y mis hermanos. Ambos vieron sin duda lagunas en mi historia, pero curiosamente no insistieron y me pregunté qué les habrían contado exactamente mis amigos.
—¿Por qué no avisaste cuando saliste de Ató? —preguntó Kirlens entonces—. El capitán Calbaderca estuvo buscándote durante días y te creímos perdida para siempre.
Reprimí una mueca molesta.
—Oh. Es que… no tuve tiempo. Tuve que salir precipitadamente, ya veis.
Kirlens y Wigy parpadearon y me miraron fijamente, como esperando a que continuara. Cuando Wigy abrió la boca, seguramente para pedirme más explicaciones, el tabernero le cogió del brazo.
—No la atosiguemos —dijo, adivinando por mi expresión que no les contestaría: no se me ocurría ninguna mentira válida.
Wigy frunció el ceño.
—¿Que no la atosiguemos? —repitió, gruñona—. ¡Pero al menos que hubiese avisado!
Me ruboricé y Lénisu, quien conocía más o menos la historia, carraspeó.
—No quisiera entrometerme —comentó—, pero os aseguro que me ha pasado muchas veces tener que salir corriendo sin poder avisar. Es algo que ocurre.
Un extraño brillo pasó por los ojos de Kirlens.
—Lo sé. Supongo que es mejor no preguntar.
Hubo un breve silencio molesto.
—¿Y el capitán Calbaderca? —inquirí, entonces, para cambiar de tema.
Kirlens frunció el ceño.
—Se marcharon en primavera él y sus Espadas Negras en busca de los Klanez. Aún no han vuelto. El hijo de los Dómerath se marchó con ellos.
Agrandé los ojos.
—¿Aryes?
Kirlens aprobó.
—Llegó una carta suya hace un par de semanas. Al parecer, encontraron una pista por las Tierras Altas. Esos Espadas Negras serán subterranienses, pero tienen una constancia encomiable.
Enarqué una ceja. ¿En las Tierras Altas? Eso quedaba cerca del Bosque de Pang… Tal vez realmente estuvieran en buen camino. Sin embargo, si llevaban tanto tiempo fuera, eso significaba que no habían recibido mi carta hablándoles del tema. En cuanto a Aryes… Ignoraba por qué, no me extrañaba que hubiese querido acompañar al capitán Calbaderca; sin embargo, no pude más que sentirme desanimada al saberlo tan lejos. Reprimí un suspiro.
—Voy a buscar a Taroshi —declaró Wigy, dejando una pila de platos limpios sobre la mesa—. Se alegrará de verte, Shaedra.
Hice una mueca escéptica.
—Seguro.
—También iré a buscar a tus hermanos. Deben de estar en casa de ese semi-orco amigo tuyo.
—Entonces no te molestes —le dije—. Seguramente Aleria ya se ha encargado de avisarlos a todos.
Mientras Kirlens la seguía afuera de la cocina para ir a ocuparse de la taberna, me incliné hacia Lénisu y le murmuré:
—Es curioso, nadie parece haberte mirado raro por lo del Sangre Negra.
Lénisu se encogió de hombros, apartando su plato vacío.
—La gente olvida rápido. Sobre todo si finalmente les dicen que el hombre al que pretendían colgar no era más que un inocente que no ha roto un plato en su vida.
Me guiñó el ojo y cuando Kirlens volvió a aparecer por la cocina para dejar unos platos sucios se levantó.
—Dime, Kirlens, ¿esa habitación que siempre me guardas no estará…?
—Está libre —replicó el posadero, divertido—. Haz como en casa.
—No pensaba hacer menos —lo aseguró mi tío—. Tanto viaje me ha agotado. Me voy enseguida a la cama. Buenas noches, Shaedra. Buenas noches, Kirlens.
Le deseé buenas noches y, cuando me quedé sola, apoyé ambos codos sobre la mesa. Pensaba en Kyisse. Ahora todo el mundo sabía quién era, o quién se suponía que era. ¿Acaso eso cambiaría algo? Dadas sus habilidades con las energías, esperaba que los maestros de la Pagoda no intentasen examinarla muy de cerca.
Un ruido de voces me despertó de mi ensimismamiento. Kirlens volvió a entrar y me informó:
—Tus compañeros te están esperando en la taberna.
Agudicé el oído y alcancé a oír la risotada de Yori. Sonreí y me levanté de un bote. Sin embargo, antes de salir de la cocina, me giré hacia el tabernero.
—Kirlens… —Vacilé—. Sabes, durante el viaje, me topé por casualidad con Kahisso.
Se sobresaltó. En su rostro, leí una mezcla de esperanza e indecisión.
—¿Qué tal está?
—Está bien —le aseguré y añadí pausadamente—: Me pidió que te dijera… que lo sentía.
El humano asintió con la cabeza, como resignado. Tal vez había creído por un instante que su hijo recapacitaría y cambiaría de opinión acerca de su vida de raenday, pensé. Hice una mueca compasiva.
—Cada uno sigue el camino que cree ser correcto —pronuncié con solemnidad.
Kirlens se contentó con volver a asentir con la cabeza sin mirarme. Estaba claro que no quería hablar más del tema. De modo que giré el pomo de la puerta y salí de la cocina.
Al día siguiente, me fui enterando de lo que había pasado por Ató en mi ausencia. Dolgy Vranc y Deria estaban pasando una buena época de ventas y cuando le dije al semi-orco con aire arrepentido que había perdido su cuerda de ithil, se carcajeó y me aseguró:
—Nada es eterno.
Ambos me acribillaron a preguntas y, sabiendo que podía confiar en ellos, pese a lo que dijera Lénisu, les conté todo… salvo lo de los demonios, claro: lo cierto era que me preguntaba si algún día reuniría el suficiente valor para hablarles de ello. Cuando estaba a punto de salir de su casa sombría, Deria me pidió que la esperase y nos paseamos juntas por Ató. Pasamos por el Corredor y por el mercado. En un momento, vi a Naé Ril-de-Ya y, cuando la vieja demonio me dedicó una discreta sonrisa, Deria resopló:
—¿No me digas que conoces a Naé?
—Apenas —le aseguré—. ¿Por qué?
—En el mercado se dice que es una agarrada —me reveló la drayta—. Y dicen que en sus bálsamos hay más aceite y leche de cabra que plantas curativas.
Me carcajeé.
—¿Y qué dirán de ti en el mercado? —inquirí, curiosa.
Deria me mostró una gran sonrisa.
—Creo que dicen que soy la estafadora más joven de toda Ató. —Puso los ojos en blanco—. Ya sé que en el mercado se cuentan mil bobadas. Porque yo de estafadora no tengo nada. Los juguetes de Dol son maravillosos. Así que si vendo piezas a cinco kétalos, no es nada exagerado, te lo aseguro. Y además, se venden —apuntó con una risita satisfecha.
Deria parecía haber nacido para vendedora, pensé, muy divertida. Estábamos paseándonos por el parque de la Neria, charlando de todo y de nada, cuando Aleria apareció por uno de los caminos y me dijo que su madre quería invitarme a su casa a comer.
—Quiere darte las gracias —me informó.
Enarqué una ceja, molesta.
—¿A mí? Pero si yo no hice nada.
Aleria puso los ojos en blanco y me estiró de la manga.
—Anda, hasta ha cocinado un plato. —Puse una cara falsamente espantada: Aleria siempre se había quejado de las artes culinarias de su madre—. Te lo juro —aseguró—. No sé si será comestible, pero desde luego no puedes escaquearte.
Sonreí y, tras despedirme de Deria, la seguí por la calle del Sueño. La casa de Aleria no había cambiado en nada, me fijé al pasar el umbral. Seguía teniendo el mismo aspecto anticuado de siempre. La comida no fue tan desastrosa como me lo imaginé en un primer momento, aunque tampoco fue ninguna maravilla, pero eso era lo de menos. Pocas veces había visto a Daian Mireglia, ya que esta normalmente siempre se quedaba encerrada en su laboratorio, pero aquel día sus ojos rojos sonreían y me acogió como la mejor de las anfitrionas. Me dio unas gracias que no merecía y hasta me regaló un libro sobre las bases de la alquimia bajo la mirada divertida de Aleria. Durante la comida, no mencionó en ningún momento la Isla Coja, su rapto o su liberación y, sabiendo que no eran asuntos míos, me cuidé de sacar el tema. Al fin y al cabo, lo que importaba era que estuviesen de nuevo juntas madre e hija y verlas tan contentas me llenaba de alegría.
En un solo día, todo parecía haber vuelto a la tranquilidad. Lénisu volvió a encontrar a Trikos en los establos y se prometió a sí mismo que intentaría cuidarlo mejor. En cuanto a los har-karistas Laya, Galgarrios, Ozwil y Revis, me dijeron que estaban encantados con el maestro Ew, aunque según me explicó Laya, este no se quedaría otro año en Ató.
—Si quieres mi opinión, Ew Skalpaï se aburre mortalmente por estos lares —me dijo la elfa oscura, cuando me la encontré a la tarde en la plaza frente a la Pagoda. Y puso los ojos en blanco mientras añadía—: Debe de echar de menos esos tiempos de cuando iba matando vampiros u otros monstruos.
Hice una mueca al oírla. Aquella misma tarde, al pasearme por Ató, había visto con mis propios ojos al maestro Ew y deseé con todas mis fuerzas que Drakvian no volviese a acercarse nunca a Ató: aunque Laya dijese que era un buen maestro, parecía un tipo poco ameno, con el rostro cubierto de cicatrices, y sus ojos se movían por todos los lados, como si creyese que algún monstruo pudiese estar escondiéndose detrás de una esquina o de un puesto de verdulero. Por lo visto, sus largos años aventureros habían dejado una profunda marca en él.
Cuando le pregunté a Laya por Sotkins, Yeysa y Zahg, me enteré de que ahora trabajaban como guardias patrullas en la ruta hacia el Paso de Marp. Eso me recordó el problema de las hadas negras, en invierno, y con cierto horror escuché a Laya decirme que había sido resuelto tras una matanza bastante cruenta.
—Habían empezado a saquear granjas —me explicó Laya—. Y hasta se encontraron cadáveres de granjeros. Esos monstruos tuvieron su merecido.
Asentí, sombría.
—Supongo que sí.
Y, por lo demás, tampoco había habido grandes novedades. Bueno, sí: el maestro Juryún había acabado retirándose de la Pagoda por su salud y la última noticia que más circulaba era la de la proeza de un grupo de aventureros que había salvado a un pueblo cercano del ataque de unos lobos sanfurientos. En realidad, de esas hazañas épicas, las había todos los años, pero eso no impedía a la gente narrar los hechos de boca en boca con la misma excitación.
Ya atardecía cuando volví al Ciervo alado. Como al día siguiente empezarían las fiestas de verano, había mucha gente en la taberna, así como huéspedes de los alrededores. Al pasar entre las mesas, saludé al herrero Taetheruilín, a su mujer y a algún parroquiano al que conocía desde pequeña. En el estrado, se había instalado con su guitarra Yrasiuth, el músico faingal, y al recordar aquella famosa carta que un día olvidé entregar a un amigo suyo, aceleré el paso, ruborizándome.
En la cocina, me encontré con Kyisse y mis hermanos, sentados a la mesa, cenando.
—¡Hola! —dijo Kyisse, mientras soplaba en la cuchara llena de sopa y mandaba todo su contenido sobre la mesa.
—Como te vea Wigy —carraspeé.
La pequeña agrandó los ojos y pasó la manga de su vestido por la mesa. Todas las salpicaduras de sopa cayeron al suelo, pero su vestido quedó tan blanco como siempre. Nos dedicó una sonrisa.
—Ya está.
Mis hermanos y yo nos carcajeamos y fui a llenarme un plato de sopa antes de sentarme con ellos a cenar.
—¿Qué tal el día? —pregunté animadamente.
—Bien —aseguró Murri—. He estado ayudándole a Kirlens. Lo cierto es que a veces no sé cómo se las arreglan para atender a todo el mundo Wigy y él. Este mediodía estaba todo abarrotado.
Me mordí el labio al darme cuenta de que me había olvidado totalmente de que estos días Kirlens y Wigy necesitarían más brazos para contentar a tanto cliente.
—Yo he estado buscando trabajo como curandera —intervino Laygra, mientras cogía un buen trozo de pan—. Pero noto como una desconfianza. No sabía que se desconfiara tanto de los ternians en Ajensoldra —me confesó.
—Sobre todo en Ató —apunté con una mueca—. Y no por mí —les aseguré, esbozando una sonrisa—. Creo que viene de que los pueblos ternians de las Hordas nunca se han dejado conquistar. Los de Ató los consideran unos salvajes. Pero no te preocupes, estos días Kirlens necesitará a un palafrenero en los establos. Seguro que está encantado de contratarte.
Laygra negó con la cabeza, molesta.
—No quisiera imponerle a una nueva empleada.
—¡Tonterías! —dijo de pronto la voz de Kirlens, al entrar en la cocina—. Me parece una excelente idea. —Dejó los platos en un cuenco de agua y añadió—: ¿Qué tal si empiezas mañana? Incluso hasta podría añadir un servicio para huéspedes que quieran que se les cuide sus caballos con una atención privilegiada —declaró.
Resoplé, divertida.
—Entre Deria y tú seríais capaces de enriquecer toda una ciudad.
El tabernero sonrió pero frunció el ceño enseguida.
—Kyisse, ¿quieres dejar de esparcir sopa por todas partes? —La carita de la niña lo enterneció de inmediato y el posadero cogió un trapo para limpiar el suelo—. Ya sabes cómo es Wigy, pequeña. Ten compasión por sus nervios.
En ese momento preciso bajaba Wigy de las escaleras vestida con una elegante túnica azul. Pareció no haber oído nuestra conversación y nos enseñó a todos una sonrisa radiante.
—Voy a salir un momento. Esto… si es posible, Kirlens, claro —añadió.
El tabernero la miró con aire sorprendido.
—Por supuesto que puedes salir, Wigy. Pero… ¿por qué te has puesto tan elegante? La fiesta de verano sólo empieza mañana.
La humana se ruborizó pero se encogió de hombros.
—Lo sé. No os olvidéis de meter a Kyisse a la cama pronto, ¿eh? ¡Buenas noches a todos! —dijo, y desapareció por la puerta de atrás con una excitación que me dejó intrigada.
—Bueno, Kyisse —tonó Kirlens, cogiéndola con ambos brazos y levantándola—. ¡A la cama!
La pequeña avanzó un labio, suplicante, pero el tabernero negó con la cabeza.
—Has bebido la sopa como un demonio. Cuando la bebas como una señorita, podrás quedarte despierta más tarde, pero por el momento, no hay más que hablar.
—¿Temonio o demonio? —preguntó Kyisse.
—Demonio —dijo Kirlens.
—Ah.
Mientras yo palidecía levemente, el tabernero soltó una breve carcajada y posó a la niña en el suelo. Kyisse agitó una mano para darnos las buenas noches y ambos subieron las escaleras hasta los cuartos. Se oyeron voces en el pasillo y reconocí la voz de Lénisu, quien apareció finalmente al pie de las escaleras.
—Hola, sobrinos. ¿Qué tal estaba mi sopa? —preguntó, sentándose a la mesa en el sitio de Kyisse.
—Vaya, ¿de veras la hiciste tú? —se admiró Laygra.
Mi tío entornó los ojos.
—¿No te lo crees?
—Sí… Bueno… En Dathrun nunca cocinaste.
Él suspiró.
—Ya, pero es que no tenía tiempo para hacer sopas, sobrina.
—Sí, lo recuerdo —intervino Murri—. Estabas demasiado ocupado molestando a los Istrag y robándoles papeles.
—¿Robando? —replicó Lénisu—. Qué ideas.
—Al fin y la cabo, es lo que hace un Sombrío, robar, ¿no? —retrucó Murri.
Me retuve de levantar los ojos al cielo. Hacía años que mi hermano no veía a Lénisu y ya estaba intentando sacar temas peligrosos. Mi tío, por lo visto, debió de pensar lo mismo porque soltó un largo suspiro y jugueteó con unas migas que quedaban sobre la mesa, antes de preguntar:
—¿Realmente quieres hablar de eso ahora?
Murri frunció el ceño, extrañado.
—Bueno… no especialmente —admitió—. Lo cierto es que la cofradía de los Sombríos siempre me ha dado para atrás. Pero el hecho de que tú seas… un Sombrío —murmuró, bajando la voz— da que pensar.
Mi tío dejó las migas tranquilas y esbozó una sonrisa.
—Supongo.
Hubo un silencio pensativo y al cabo Laygra intervino:
—Por ejemplo, da que pensar el hecho de que Shaedra desapareciese en Aefna y luego aparecieseis juntos por Ató. Parece como si todo eso tuviese algo que ver con… los Sombríos —acabó por decir.
Miré a Lénisu de reojo. Este había juntado ambas manos con aire meditativo.
—Sí —dijo al fin—. No os voy a mentir en eso.
La expresión de Murri se ensombreció.
—¿Has metido a nuestra hermana en líos de Sombríos, tío? No me digas que has podido hacerle eso.
Las palabras de mi hermano parecieron afectar de pleno a Lénisu. Todo rastro de teatralidad había desaparecido de su rostro.
—No es tan sencillo, Murri.
Mi hermano soltó un suspiro exasperado y se giró hacia mí.
—¿Qué ha pasado realmente en Aefna, Shaedra?
Hice una mueca, sintiendo la tensión poblar el ambiente.
—Yo… Esto… —carraspeé—. Le dejo a Lénisu contarlo, seguro que lo cuenta mejor —solté, desentendiéndome del tema.
Las comisuras de los labios de Lénisu se levantaron.
—Gracias, sobrina. Es todo un detalle.
Le contesté con una sonrisita forzada.
—De nada.
—¿Y bien? —preguntó Murri, mirándonos alternadamente—. Simplemente querría saber si has estado perjudicando a Shaedra metiéndola en tus problemas. No necesito que me hables de todos los robos que habrás perpetrado en tu vida.
Agrandé ligeramente los ojos.
—Murri… —murmuré.
—Está bien —dijo Lénisu—. Shaedra ha actuado como la mejor de las sobrinas salvándome el pellejo, ¿vale? Y admito que yo he actuado como un irresponsable. A veces el gran Háreldin es un maldito insensato —pronunció con una amargura que me dejó atónita.
Al ver que mis hermanos no entendían nada de lo que decía mi tío, expliqué con tranquilidad:
—Llegué a un acuerdo con el Nohistrá de Aefna y me hice Sombría.
Mis hermanos me contemplaron, boquiabiertos.
—¿Qué? —soltó Laygra.
—Pero… ¿por qué? —preguntó Murri al fin—. ¿Te chantajeó para que lo hicieras?
Como Lénisu no parecía dispuesto a hablar, dije:
—De hecho, no se me habría ocurrido entrar en la cofradía por voluntad propia, pero una serie de acontecimientos me llevaron a hacerlo. Es más, puede que el trato haya sido ventajoso —apunté, pensativa.
Mis hermanos nos miraban a ambos, ansiosos por conocer más detalles.
—Shaedra —carraspeó Lénisu, enderezándose—. Creo que hoy hemos hablado mucho y demasiado. No os lo toméis a mal —les dijo a Murri y a Laygra—, pero no os conviene saber más. Son asuntos que no sólo nos conciernen a mí y a Shaedra. —Como Murri iba a protestar, añadió, burlón—: Deberías ser comprensivo, Murri, al fin y al cabo, tú no nos dijiste nada sobre los Monjes de la Luz.
Mi hermano se quedó suspenso. Por lo visto, no esperaba que supiéramos la verdad.
—¿Los Monjes de la Luz? —repitió Laygra, sin comprender la relación.
Lénisu enarcó una ceja.
—Así que tampoco se lo has dicho a ella —observó.
Bajo la mirada inquisitiva de Laygra, Murri carraspeó.
—Recuerdas que en Dathrun te dije que había tenido problemas…
—Acabaste en la cárcel —asintió Laygra, con los ojos entrecerrados.
—Sí. Bueno, eso era otro asunto que tenía que ver con Sothrus. El caso es que en la cárcel me encontré con un Monje de la Luz. Me habló de la cofradía, yo le hablé de… —se sonrojó— de Kéysazrin, y cuando supe de algunos Monjes que habían acabado siendo muy ricos por recompensas y tal, pues al cabo me decidí.
El rostro de Laygra reflejaba un desconcierto absoluto.
—Tú eres… ¿un Monje de la Luz? Pero… ¿te metiste en la cofradía así sin más?
—No —admitió Murri—. Tuve que probarles mi valía interceptando cartas que recibían los Istrag, para que luego otros Monjes pudieran proteger a las personas a las que los Istrag pensaban robar o… asesinar. —Hizo una mueca y entonces confesó—: Los principios de la cofradía me gustaron enseguida, eran nobles y… creo que no tienen nada que ver con los principios de los Sombríos —apuntó, mirando con intensidad a mi tío.
Lénisu puso los ojos en blanco, retomando un aire burlón.
—¿En serio? Dime, Murri, ¿tú qué sabes de los Monjes de la Luz? ¿Que trabajan para el bien común? ¿Que salvan vidas y que trabajan como voluntarios para salvar el mundo? —Soltó una risita sarcástica—. De esos seguro que hay, no me cabe duda, pero el objetivo principal de un Monje de la Luz es hacerse rico. No me lo niegues. Muchos son igualitos que los Sombríos.
Mientras hablaba Lénisu, observé cómo el rostro de Murri se iba ensombreciendo. Mi hermano se levantó bruscamente.
—Sabía que lo desaprobarías —declaró—. Por eso no quería decírtelo. Pero te advierto que yo desapruebo también lo que haces en esa cofradía. He oído… cosas —dijo, lacónico—. Y no te perdono que hayas metido a Shaedra en todo eso. —Sacudió la cabeza—. No te lo perdono —repitió.
Dio media vuelta y se dirigió a grandes zancadas hacia la puerta de atrás. Lénisu y yo soltamos al mismo tiempo un suspiro.
—Si supiera… —soltó simplemente Lénisu.
—Debería decirle que no se lo tome tan a pecho —reflexioné.
Ya estaba levantándome cuando Laygra intervino:
—Déjalo. Cuando se lo deja solo, Murri suele acabar entrando en razón —explicó, y resopló con una media sonrisa—. Vaya. No sabía que tuviese a tantos cofrades en mi familia.
Le dediqué una sonrisa divertida.
—Te aseguro que no me va a cambiar la vida.
Laygra meneó la cabeza, pensativa.
—Ignoraba que Murri se hubiera metido en una cofradía —confesó—. Pero ser un Monje de la Luz es muy diferente a ser un Sombrío. Como bien dice Murri, los Monjes de la Luz se dedican a hacer el bien y a ayudar a la gente. Se los mira con respeto. En cambio, los Sombríos…
—Se dedican a hacer el mal y a robar a la gente —terminó Lénisu, con una carcajada irónica.
—Tienen mala reputación —insistió Laygra.
—Oh, la reputación —sonrió él—. Lo que digan de la cofradía me trae sin cuidado —aseguró—. Es más, francamente, la cofradía en sí me trae sin cuidado —añadió con un rictus—. Pero te aseguro que los principios de todas las cofradías suelen ser buenos. Y, en la práctica, por todas partes encuentras a verdaderos demonios.
Al pronunciar la última palabra, se quedó como pensativo. Laygra no parecía convencida.
—Tal vez —concedió sin embargo—. Pero los actos son los actos. Y los Sombríos no se dedican a salvar a personas o a ayudar a la gente tras una catástrofe. Los Monjes de la Luz, sí.
Lénisu hizo una mueca pero tuvo que considerar que si seguía contestándole a Laygra acabaría hablando demasiado porque agarró su capa y se levantó.
—Voy a intentar apaciguar a Murri —declaró y sonrió—. Le diré que, Monje de la Luz o no, sigue siendo mi sobrino. Y creo que será mejor que no hablemos más de cofradías por el bien de todos —concluyó.
Salió por la puerta hacia el patio de los soredrips y yo me levanté para recoger los platos vacíos y lavarlos mientras Laygra permanecía pensativa, tamborileando sobre la mesa. En un momento, Syu apareció corriendo. Estaba eufórico.
«¡He conseguido burlar al gordinflón!», exclamó. «Le he robado un puñado entero de golos…»
Se interrumpió de golpe en mitad de la palabra y miró en dirección de Laygra, dándose cuenta de que había metido la pata: había hablado por el kershí demasiado alto. Mi hermana sacudió la cabeza, medio riendo medio indignándose.
—Acabarás como ese gordinflón del que hablas si sigues comiendo tanta golosina, Syu —lo advirtió, amenazante.
El mono gawalt bufó enseñándole una mueca testaruda y se refugió sobre mi hombro mientras yo me carcajeaba, dejando el último plato limpio.
—Déjalo, Laygra. Es feliz. Además, se pasa el día moviéndose: cuatro golosinas no pueden hacerle daño —razoné.
Mi hermana gruñó.
—Shaedra, no sabes nada de animales.
«Y tú no sabes nada de gawalts», replicó Syu, mosqueado.
Solté una risita mientras Laygra levantaba los ojos al cielo.
—Creo que no tiene solución —suspiró con una mueca resignada—. Le has estado enseñando mal desde el principio.
—¿Yo? Él ha sido quien me ha estado enseñando —le repliqué con una mueca inocente.
Laygra esbozó una sonrisa pero enseguida retomó una expresión más seria.
—Shaedra, ya sé que vas a pensar que soy una pesada, pero déjame que te pregunte algo y te prometo que no vuelvo a hablar del tema… —Se mordió el labio—. Ahora que eres una Sombría… ¿vas a tener que…? Bueno… Ya sabes. Robar reliquias y esas cosas. Quiero decir, ¿te obliga a algo el pertenecer a esa cofradía?
La pregunta, llena de vacilación y recelo, me arrancó una sonrisa.
—Bueno, lo cierto es que todavía no lo sé muy bien. Pero visto el caso que les hace Lénisu a los Sombríos, me parece que como si me voy a las Ciudades de Lorri-man a cazar conejos. No creo que esperen que realice grandes hazañas —concluí—. Simplemente… el Nohistrá de Aefna quiso adoptarme porque le interesaba. Pero ahora te aseguro que todos los problemas están resueltos.
Al menos, los más urgentes, añadí para mis adentros. Mi hermana hizo una mueca dubitativa pero se levantó.
—Entonces, si todos los problemas están resueltos, perfecto —declaró con serenidad—. Y ahora te juro que no vuelvo a preguntarte nada sobre los Sombríos. Los asuntos de las cofradías nunca me interesaron —sonrió—. Buenas noches, Shaedra.
Le contesté y la vi desaparecer por las escaleras, hacia los cuartos de la taberna. Syu saltó sobre la mesa y suspiré, sentándome junto a él.
«Laygra tiene razón. Aunque…» Sonreí. «Si supiese que el Nohistrá de Dumblor le ha dejado parte de su riqueza, tal vez tuviese una opinión un poco menos pesimista sobre los Sombríos.»
Le rasqué detrás de las orejas al mono e iba a incorporarme cuando noté de pronto la presencia de una silueta junto a las escaleras y alcé los ojos para cruzarme con la mirada clara de Taroshi.
La víspera, se había negado a verme y ni Kirlens ni Wigy habían conseguido hacerlo entrar en razón. Y como yo me había pasado el día fuera, esa era la primera vez que lo veía desde mi llegada. Pese a sus once años, parecía aún un crío, pero sus ojos destellaban de un extraño desprecio.
Esa fue una de las escenas más ridículas que viví: nos miramos a los ojos tal vez durante un minuto entero, como paralizados. Yo no sabía qué decirle y él parecía demasiado absorto como para darse cuenta de lo absurdo de la situación. Entonces, en un gruñido trémulo, Taroshi escupió:
—Demonio.
Y salió corriendo por el pasillo. Oí un portazo. Por un momento, se me ocurrió seguirlo, pero ¿para qué?, me pregunté, deteniéndome. ¿Para intentar convencerlo de que lo que creía era incierto? ¿Para pedirle que no dijera nada a nadie? Eso más bien habría tenido el efecto contrario. Además, si no había dicho nada durante todo ese tiempo, cabía esperar que siguiese guardando el silencio. Al fin y al cabo, ¿quién le habría creído? Se suponía que los demonios no eran pagodistas, ni celmistas, ni iban paseándose con un bastón y un mono gawalt. Esbocé una sonrisa, pero se me borró cuando pensé de pronto en los Shargus. Tal vez nadie daría crédito a las palabras estrafalarias de un niño, pero siempre podía sembrar dudas. Porque ¿qué niño sería capaz de acusar a alguien de ser un demonio y saber describirlo? Si acaso era cierto que me había visto transformada, como me había dicho tiempo atrás… Era una extraña sensación saber que mi vida estaba en manos de un niño como Taroshi, pensé, inquieta.
Con un suspiro, me encaminé hacia mi cuarto seguida de Syu. La habitación seguía tan familiar y vacía como siempre, con su cama, su mesilla y su silla y sus cortinas moradas. Me desvestí, me puse el camisón y me metí en la cama, pero me costó conciliar el sueño. Lo cierto era que no pensaba ya ni en los Sombríos, ni en Taroshi, ni en Kyisse. No: pensaba en la alegría que había regresado al fin a la casa de Aleria y Daian. De nuevo volvían a estar juntas y felices. Y Akín, dijese lo que dijese, no estaba menos contento de volver a ver a sus hermanos y hermanas mayores. A fin de cuentas, para ellos, todo había vuelto a la normalidad, ¿verdad? Justo antes de dejarme llevar por el sueño, me vino en mente la imagen de Aryes subiendo por unas montañas escarpadas y, aun sabiendo que el kadaelfo era por naturaleza prudente, deseé fervientemente que no le pasara nada.
* * *
Cuando desperté, el sol ya iluminaba toda Ató. Syu había abierto la ventana para salir y se infiltraba por ella un aire cálido de verano. Toqué a Frundis y sonreí al oír un sonido de tranquilo oleaje: el bastón estaba profundamente dormido. Me vestí y bajé alegremente las escaleras.
—Hola, Kirlens —dije, al verlo sentado a la mesa cortando zanahorias con una eficacia espeluznante.
—Hola, Shaedra. ¿Qué tal has dormido?
—¡Como el agua en un lago! —contesté.
El tabernero me devolvió la sonrisa y apuntó:
—Nart me ha dicho que el Dáilerrin quería hablarte y que fueras a la Pagoda dentro de una hora. Estaba a punto de ir a despertarte. ¿Crees que el Dáilerrin volverá a aceptarte en la Pagoda?
Hice una mueca, poco convencida.
—No lo sé.
Kirlens, al percibir mi expresión súbitamente pensativa, meneó la cabeza.
—Confío en que el Dáilerrin te perdonará la ausencia —dijo con serenidad—. Al fin y al cabo, no todos los kals de dieciséis años han dado tantas vueltas por la Tierra Baya y han rescatado a dos amigos de una isla llena de demonios.
Su sinceridad me serenó, pero comenté:
—El problema es que, sin quererlo, les he demostrado a todos que no podían confiar en mí.
Kirlens resopló.
—No te preocupes, Shaedra. Yo confío en ti. Te he criado y te conozco. Si la Pagoda no te reacepta, es que no te merecen.
Sonreí, más animada.
—Tienes razón. Por cierto —dije, pensando de pronto en un detalle—. ¿Aún tienes la caja de tránmur, verdad?
Kirlens frunció el ceño y asintió.
—Bueno, eso creo, sí. No la he movido de su sitio desde que me la diste. A menos que haya entrado algún hada y la haya robado, debe de estar ahí —me aseguró.
Enarqué una ceja y controlé mi expresión. Por lo visto, Kirlens no se había enterado de que alguien había conseguido coger la carta que estaba dentro de aquella caja. Y quién sabe, tal vez se había llevado la caja entera, reflexioné. Mi expresión pensativa tuvo que traicionarme porque Kirlens ladeó la cabeza mientras vertía las zanahorias cortadas en la marmita.
—Esa caja… ¿de quién es exactamente?
Hice una mueca, me senté a la mesa con un buñuelo y le di un mordisco.
—De mi tío —contesté.
El tabernero me miró, intrigado, pero acabó meneando la cabeza.
—Entonces que se la quede. En cuanto despierte, se la doy.
Aprobé, desayuné como un troll y saludé a Kirlens antes de salir del Ciervo alado y encaminarme hacia la Pagoda. Aún me sobraba tiempo, pero de todas formas no tenía nada mejor que hacer y desde luego esta vez tenía que ser puntual. Subí por el Corredor y entré en la Pagoda Azul en silencio. El interior estaba silencioso y recordé que, al ser el primer día de fiesta de verano, los pagodistas estarían aún durmiendo en sus camas. Me dirigí hasta el despacho de Nart Henelongo pero estaba cerrado.
—¿Buscas algo? —preguntó súbitamente una voz a mis espaldas.
Me giré y reprimí una bufido de sorpresa al encontrarme cara a cara con Navon Ew Skalpaï.
—Ho… Hola —farfullé, con la mirada clavada en su rostro cubierto de cicatrices. Recordando de pronto que se trataba de un maestro, junté las manos y le dediqué un saludo respetuoso—. Maestro Ew. El Dáilerrin me ha convocado, por eso estoy aquí. Pero llego con antelación.
—Oh. Ya veo. —Sus ojos me detallaban, penetrantes—. ¿Eres Shaedra Háreldin, verdad?
Asentí.
—Mm. Así que estudiaste con el maestro Dinyú.
El tono monótono de Ew Skalpaï me dejó un tanto perpleja.
—Así es —aprobé.
—Bien —dijo simplemente.
El cazavampiros me saludó con una leve inclinación de cabeza y, con un andar firme, siguió su camino hacia la salida de la Pagoda. Me pasé una mano por la cabeza, resoplando. Ese humano parecía directamente salido de una tumba.
Subí hasta el tercer piso sin encontrarme con nadie y me senté en un banco del pasillo, esperando tranquilamente hasta que sonaran las nueve campanadas del Templo. Cuando las oí, me levanté, traté de borrar todo rastro de aprensión de mi rostro y llamé a la puerta.
—Adelante.
Tomé una inspiración y entré. Keil Zerfskit estaba sentado en un cojín detrás de una mesilla baja. Su rostro de elfo oscuro se alzó hacia mí.
—Buenos días, joven kal, cierra la puerta y siéntate.
Por un segundo, me quedé inmóvil. ¿Me había llamado kal? Reprimiendo una sonrisa, cerré la puerta, saludé respetuosamente al Dáilerrin y fui a sentarme en un cojín que le hacía frente. Nunca había visto a Keil Zerfskit tan de cerca y quedé algo sorprendida al ver ciertos parecidos con el maestro Áynorin, aunque sabía que eran hermanastros. Ambos tenían los mismos ojos verdes y la misma mancha en forma de estrella en una de las mejillas. Me sonrió levemente. Las palabras que pronunció a continuación me dejaron desconcertada.
—Eres… una joven llena de iniciativas. —Posó sus manos ante él y sus anchas mangas coloridas brillaron tenuemente. Su túnica estaba hecha con seda de Ontaisul, pensé, y reprimí una sonrisa al darme cuenta de que empezaba a ser tan atenta como Ujiraka—. Me han contado tus hechos —prosiguió el Dáilerrin con calma—. Llegaste a Ató sola, con una carta de Kahisso Namonis. Te adoptó Kirlens, del Ciervo alado y seguiste el aprendizaje de la Pagoda desde los ocho años. Te hiciste snorí a los doce. Y a los trece desapareciste de Ató con Lénisu Háreldin, Dolgy Vranc, Akín Eiben y Aryes Dómerath.
Desvié la mirada de sus ojos verdes, turbada. Su tono no parecía amenazante, pero no pude más que vaticinar que ese bonito discurso iba a acabar mal…
—Volviste al de unos meses —retomó el Dáilerrin—. Contaste extrañas historias sobre un dragón de tierra. Entraste en la academia de Dathrun. Y regresaste junto a ese hombre… Lénisu Háreldin.
Reprimí una mueca, deduciendo de su tono que Keil Zerfskit no apreciaba especialmente a mi tío.
—Un año después, saliste en busca del Sangre Negra… sabiendo que probablemente no lo ibas a encontrar. —Tuvo una media sonrisa—. Y luego, tras el Torneo de Aefna, serviste a la Niña-Dios y volviste a desaparecer. En Ató, todos tus conocidos te creyeron muerta. —Me estremecí—. Pero resulta que reapareciste, saliendo de las profundidades, y lo hiciste acompañada de una niña: la Última Klanez.
Bueno, eso era casi cierto, rectifiqué para mis adentros: Kyisse había salido por otro pasadizo más directo, con Spaw. ¿Y adónde quería ir a parar Keil Zerfskit con todo eso?
—Pero tus andanzas no se acaban ahí —dijo—. Porque en unas semanas, desapareciste de nuevo de Ató. Otra vez, tus seres queridos te creyeron muerta. Y resulta que, tras numerosos esfuerzos, salvaste a dos amigos tuyos de una isla llena de demonios: Aleria Mireglia y Akín Eiben. Me contaron lo que pasó. Te hirieron con un virote y tardaste tiempo en sanarte.
Empezaba a hartarme de oír mi propia vida en boca de ese elfo oscuro…
—Entonces, emprendisteis el camino hacia Ató. Al fin —sonrió—. ¡Ah! —Me sobresalté ante su repentina exclamación—. Pero tú volviste a desaparecer. ¿Qué extraño, verdad? Entonces, recibí una visita del Mahir y una carta del Nohistrá de Aefna contándome su plan para ti.
Lo miré, alarmada. ¿Su plan para mí? ¿Así que tenía un plan? A menos que tan sólo se refiriese a su plan para meterme de nuevo en la Pagoda Azul…
—Todo eso es muy cierto —dije al fin—. Bueno, en su conjunto. Pero —carraspeé— ¿de qué plan está usted hablando, Dáilerrin?
—Ah. —Keil levantó su ancha manga y se rascó la nariz—. Verás, joven kal. Deybris Lorent… ¿así se llama, verdad? —Puse los ojos en blanco y asentí—. Deybris Lorent quiere que vuelvas a la Pagoda Azul para que acabes tu aprendizaje. Pero no sabía que de todas formas yo no tenía intenciones de dejarte marchar. No ahora que eres una kal: como sabrás, los kals ya se comprometen a los Años de Deuda.
Agrandé los ojos, acordándome del detalle, y asentí con la cabeza.
—Cierto.
—Bien. Entonces, le hice saber a tu querido tutor que a menos que me pagase una enmienda correcta tendrías que pasarte diez años al servicio de Ató. Pero, por lo visto, Deybris Lorent tenía otra idea en la cabeza. Ya sabes que se puede reducir esos Años de Deuda o incluso prescindir de ellos en caso de que el cekal haya cumplido una misión heroica.
Lo contemplé, sintiendo que los pensamientos se me agolpaban en la mente.
—Una misión heroica —repetí, con tono ligeramente interrogante.
El Dáilerrin parecía divertirse.
—Así es. Una misión heroica. Deybris Lorent entendió que no podía ignorar las reglas de una Pagoda y me pidió que te encomendase una misión de esas para liberarte de los Años de Deuda.
Me rebullí. Esto me daba muy mala espina, pensé. Syu habría opinado lo mismo, aunque en ese momento debía de estar en el mercado, robando golosinas.
—¿Qué misión? —pregunté, impaciente.
—¡Ah! Qué misión —repitió él, pensativo—. Lo cierto es que enseguida supe qué hacer contigo. Pienso nombrarte representante de Ató en una pequeña expedición al castillo de Klanez.
Me quedé petrificada unos segundos y luego solté una carcajada.
—¿Al castillo de Klanez? Eso es… ¿una misión heroica?
Enarcó una ceja.
—Por supuesto —replicó el Dáilerrin—. Ya conoces las historias: sólo una Klanez puede franquear el acceso a ese castillo. Y siendo tú la supuesta Salvadora de esa Flor del Norte, como la llaman los subterranienses, no me cabe duda de que eres la más preparada para esa tarea. Dicen que en ese castillo hay muchas riquezas. ¿Leyenda o verdad? —Sonrió—. ¿Cómo saberlo sin intentar averiguarlo?
Me dio la impresión de ver en sus ojos un brillo aventurero y por un instante temí que hubiera perdido la cabeza.
—Esa niña es un milagro —prosiguió—. Ahora lo sé. He visto el castillo con mis propios ojos. Queda por saber si esas armonías reflejan una verdad o una simple explosión de imaginación.
Calló y resoplé discretamente.
—Así que si consigo entrar en ese dichoso castillo… ¿me reacepta en la Pagoda y me libera de los Años de Deuda?
El Dáilerrin asintió.
—Sí. Y te llevarás una generosa recompensa, por supuesto. Pero no hay prisa —aseguró—. A Deybris Lorent pareció gustarle la idea, pero la expedición puede esperar. Sin embargo, no puedo dejarte entrar en la Pagoda sin pedirte una reparación por tu comportamiento.
Palidecí, viendo venir lo peor, pero hice de tripas corazón y afirmé:
—Si es posible reparar mis errores, lo haré encantada.
El Dáilerrin me hizo un signo para que me acercara a la mesilla.
—Si quieres entrar de nuevo en la Pagoda, tendrás que jurar esto.
Me tendió un papel y lo cogí intrigada.
—Léelo en voz alta.
Enarqué una ceja y leí:
—Yo, Shaedra Úcrinalm Háreldin, pupila de Deybris Lorent y miembro de la cofradía… —carraspeé— de los Sombríos, juro defender por encima de todo los intereses de Ató y de su pueblo. Ninguna influencia exterior… —Carraspeé de nuevo—. Ninguna influencia exterior, incluyendo la de la cofradía, podrá primar sobre la defensa de Ató.
Alcé una mirada turbada hacia el Dáilerrin. Brillaba un destello de diversión en sus ojos.
—Es la versión del Libro de Ató para los cofrades que desean formar parte de la Pagoda —explicó.
—Pero… esto va en contra de mi juramento hacia los Sombríos —murmuré.
El Dáilerrin se encogió de hombros.
—¿Quién se merece más lealtad? ¿Una Pagoda que te ha dado un aprendizaje y te ha formado, o una cofradía de ladrones y pícaros? Tú eliges.
Inspiré hondo. Me repetí su pregunta, meditativa. Aunque, interiormente, sabía que de todas formas mi lealtad hacia los Sombríos era puro humo. Así que solté:
—Vale, lo juro.
El Dáilerrin no pareció sorprenderse para nada y me pregunté si, al hablar de pícaros, no había querido insinuar que yo lo era. Pero lo cierto era que más bien me traían sin cuidado las lealtades: yo sólo era leal cuando sentía que debía serlo. ¿Acaso era mi culpa si me acribillaban a juramentos?
Oí unos golpes contra la puerta y al ver el rostro del Dáilerrin enternecerse me giré y aparté la cabeza bruscamente, sintiendo que el corazón se me aceleraba…
—Padre, el Enano te anda buscando —dijo la hija del Dáilerrin.
Keil Zerfskit sonrió, molesto.
—Hija, ¿cuántas veces te habré dicho que no le llames así?
—Perdón. Dansk Alguerbad quiere hablar contigo —se corrigió la niña, muy formal—. Papá, ¿quién es ella?
—Oh, es una pagodista —soltó el Dáilerrin, levantándose—. Gracias por venir, Shaedra, por favor, tengo asuntos que atender. Conociendo a Dansk, no tendrá nada que ver con la fiesta de verano —suspiró.
Me apresuré a levantarme y junté las manos con precipitación.
—Gracias, Dáilerrin, por permitirme volver a entrar en la Pagoda.
—De nada, querida. Un dicho iskamangrés dice que una mariposa viajera que vuelve nunca te defrauda.
Me mordí el labio y volví a hacer un saludo antes de dirigirme hacia la puerta. Evité la mirada de la niña, hasta que la tuve casi enfrente. Entonces… vi que me miraba fijamente, como tratando de recordar algo. Tal vez un hada que entraba en su cuarto buscando una caja.
Le dediqué una breve sonrisa alterada y salí al pasillo sin que la niña hubiera dicho nada. Entre Taroshi que me llamaba demonio, Kyisse que era capaz de meter la pata sin querer, y esa niña que podía contarle a su padre mis andanzas nocturnas por la Pagoda Azul… mi reputación pendía de un hilo entre las manos de tres niños. Al salir de la Pagoda, el sol bañó todo mi rostro de una luz cálida y esbocé una sonrisa al ver que la Plaza empezaba a llenarse de mesas y guirnaldas. Los snorís y kals se atareaban entre las mesas y charlaban animadamente entre ellos. El Dáilerrin me había dicho que no había ninguna prisa para aquella expedición y me alegré de ello: me apetecía regresar a una vida cotidiana y tranquila. Volver a ser pagodista, ayudar a Kirlens en la taberna, pasar más tiempo con Kyisse… Suspiré. Ojalá Aryes pudiera hacer lo mismo.
—¡Shaedra! —exclamó entonces una voz entre el barullo. Vi asomar la cabeza rubia de Galgarrios en medio de los pagodistas y sonreí, acercándome. Estaba vestido con una elegante túnica verde y llevaba en los brazos un enorme barril.
—¿Pensando ya en emborracharte? —bromeé.
El caito puso los ojos en blanco.
—Es zumo de fruta. Por cierto, no sé si sabrás que este barril es uno de los que ha inventado el maestro Dai para mantener el zumo fresco.
Enarqué una ceja, impresionada, y acerqué una mano curiosa para comprobar que efectivamente en la madera fluían energías asdrónicas. Cuando Galgarrios dejó el barril entre los demás, nos fuimos a sentar en un banco y observamos un rato la Plaza. En un momento, un kal har-karista de primer año retó a Ozwil en duelo y vi divertida cómo este lo dejó en tierra en dos minutos. Enseguida el maestro Yinur intervino con el ceño fruncido para recordarles que ni era el lugar ni el día apropiado para duelos.
—Dentro de una semana, vamos a ser todos cekals —dijo de pronto Galgarrios, sacándome de mi ensimismamiento—. Por lo que sé, quieren mandarme de patrullas por los pueblos del norte de Ató con Revis y Ozwil.
Iba a decirle que era estupendo cuando me fijé en su cara desanimada y lo observé con extrañeza.
—No pareces alegrarte —comenté.
Galgarrios se encogió de hombros.
—Yo… ya sabes. No me gusta moverme mucho. No quiero alejarme de Ató. Y con esas patrullas tal vez no vuelva a casa en semanas. —Resopló—. Bueno, ya sé que es una tontería y sé que no lo entenderás. Pero tú al menos no te reirás de mí y me tratarás de vago como Ozwil, ¿verdad?
Me sonrió, como interrogante, y sacudí la cabeza, desconcertada.
—Claro que no, Galgarrios. ¿Cómo me voy a reír de ti por querer quedarte en casa? Y te equivocas, entiendo perfectamente lo que dices. Aunque no lo parezca, a mí tampoco me gusta moverme mucho.
Le dediqué una ancha sonrisa y el caito, divertido e incrédulo, me dio un empellón que casi me tiró del banco.
—Me alegra saber que, a pesar de todo, seguimos siendo amigos —dijo, mientras yo recuperaba el equilibrio—. Aunque a veces echo de menos esos días que pasábamos en Roca Grande.
Lo miré con los ojos sonrientes.
—Hoy estás nostálgico, Galgarrios. Mira, aprovechemos el día que hace —solté, clavando la mirada en los altos árboles junto a la Pagoda—. No hace falta ni pensar en el pasado ni en el futuro. Confieso que a veces no es fácil —admití, pensando en la cantidad de problemas que tenía—, pero al fin y al cabo, como diría Syu, todos acabamos cayendo del árbol, por más que te quedes en una rama sin moverte.
Galgarrios me miró con el ceño fruncido. No había entendido la metáfora, comprendí. Me carcajeé y me levanté de un bote.
—Anda, ¿puedo ayudar en algo para preparar la fiesta? —pregunté.
El caito pareció recordar sus tareas y se levantó.
—Pues claro. Aún tenemos varios barriles que transportar.
Unos minutos más tarde, acabé por dejarle llevar todos los barriles: pesaban una tonelada y cuando había querido hacerlos rodar Galgarrios se había apresurado a detenerme.
—El maestro Dai dice que hay que tener cuidado con estos barriles —me previno—. Al parecer, el sortilegio para enfriar es bastante frágil.
Así que me dediqué a colocar guirnaldas alrededor de la Plaza en compañía de Laya y Marelta. Esta última había cambiado radicalmente. Tenía el mismo porte orgulloso de siempre, pero su próxima nominación en cekal parecía haberla sosegado y no me soltó ninguna chiquillada. No es que me acogiera como a una amiga, pero en ningún momento me llamó Sabandija y estuve a punto de felicitarla por su delicadeza; sin embargo, me retuve: si ella era tan educada, yo no iba a serlo menos. En todo caso, me alegraba que hubiese dejado atrás sus hirientes comentarios.
De repente, Syu apareció por una de las mesas y vi a Salkysso darle un trozo de pan recién hecho. La Plaza empezaba a llenarse de gente. Y en la taberna Kirlens y Wigy debían de estar corriendo por todos los lados. Pensando esto, decidí que era hora ya de volver y me encaminé hacia el Corredor, diciéndole a Syu con tono bromista:
«No te comas cualquier cosa y déjales algo a los saijits.»
Me contestó con un bufido orgulloso. Ya me lo imaginaba en algún árbol durmiendo profundamente después de haber engullido hasta la saciedad. Entré por el patio de soredrips y subí hasta mi cuarto para darle los buenos días a Frundis: este estaba ahora en plena composición y un sonido apagado me hizo sospechar algo.
«¿No estarás todavía con los balidos?»
El bastón suspiró, impaciente.
«No vale», protestó. «No deberías escuchar cuando compongo. Cuando esté acabado, ya te lo enseñaré», me prometió.
Puse los ojos en blanco y me despedí de él antes de bajar a la cocina. Oí ruidos de pucheros y al llegar abajo de las escaleras no pude evitar sonreír al ver a Lénisu. Muy concentrado en su sartén repleta de cebolla y otras verduras, no me oyó llegar y se sobresaltó cuando solté:
—¿Te ha vuelto a contratar Kirlens?
Lénisu esbozó una sonrisa.
—Qué va. Me he contratado solo después de ver que no le echaba ni pimiento ni cenalka al arroz. Pobres clientes. No digo que sea un mal cocinero, pero desde luego el arroz me sale mejor.
Me carcajeé y asomé una cabeza por la taberna para constatar que estaba abarrotada. Murri y Wigy corrían entre las mesas y Kirlens servía bebidas en el mostrador.
—Demonios —solté, volviendo a cerrar la puerta—. Pocas veces ha estado tan llena. ¿Cuándo estará el arroz?
—Faltan unos… cinco minutos —calculó Lénisu, echando un vistazo a la enorme marmita. Se secó las manos con un trapo y soltó—: ¿Qué tal tu entrevista con el Dáilerrin?
Me encogí de hombros.
—Bien. Voy a poder volver a la Pagoda.
Lénisu me observó con los ojos entrecerrados.
—¿Así, sin más?
Puse los ojos en blanco y le expliqué en unas frases lo que me había propuesto Keil Zerfskit. Al cabo, mi tío puso cara pensativa.
—Admito que la aventura es algo arriesgada —dijo—. Y me pregunto qué intereses reales hay detrás de todo esto. Pero si te soy sincero, prefiero que vayas al castillo de Klanez y que te liberen de esos Años de Deuda. Nunca me gustó ese acuerdo de las Pagodas. Cuanto antes saldes con ellas tus deudas, mejor.
Aprobé.
—Sí. Pero lo que está claro es que les tengo que devolver lo que me han dado. Tal vez en ese castillo haya realmente objetos de valor.
Lénisu se encogió de hombros.
—Nadie lo sabe. Por eso pienso que, antes que nada, si los abuelos de Kyisse siguen vivos, deberíamos preguntárselo. No vaya a ser que al entrar en el castillo nos volvamos locos como tantos aventureros y que además no encontremos nada —bromeó.
Suspiré y mi tío debió de adivinar mis pensamientos porque agregó:
—No te preocupes por Aryes y los Espadas Negras. Djowil Calbaderca es un capitán y sabe lo que hace.
Asentí con la cabeza y señalé al arroz con la barbilla:
—Ya han pasado cinco minutos, tío Lénisu.
Mi tío se apresuró a quitar del fuego la marmita y lo ayudé a servir en los platos.
—Por cierto, ¿Kirlens te ha devuelto la caja de tránmur? —pregunté, mientras le acercaba otro plato.
Lénisu puso los ojos en blanco.
—No. Se puso todo histérico al saber que se la habían robado. La tengo yo —me tranquilizó—. Se la cogí a Dansk ayer: Ánfora es un entrometido y un patán. No quiso ni decirme el nombre del canalla que le habló de esa caja. Mira que hay que ser rastrero. En cambio, no se privó de hacerme preguntas disparatadas. Hasta me preguntó si tenía conocimientos nigrománticos —gruñó con sorna y palidecí al entender que seguramente Dansk habría leído el informe de mi madre sobre los nigromantes de Neermat—. Gracias a los dioses, no entendió para qué servía esa placa metálica redonda, si no me tiene ahí hablando con él toda la noche. En fin, lo bueno es que aprendo de mis errores: no volveré a dejar ninguna acusación escrita. Casi me muero de vergüenza cuando supe que habían encontrado esa carta.
Me ruboricé.
—Pues fíjate yo —solté.
Lénisu meneó la cabeza.
—Tú no tienes la culpa. Faltaría más, que te echase la culpa a ti, después de haberte metido en…
—Lénisu —lo interrumpí—. No vuelvas a hablar de eso. Te aseguro que el trato nos ha salido redondo. Seamos optimistas.
—Optimistas… sí —carraspeó.
La puerta se abrió en volandas y apareció Wigy con los ojos estresados, como perseguida por el alboroto de la taberna.
—¿Dónde está el arroz? —preguntó con precipitación.
Vio los platos pero antes de que cogiese uno, la detuve levantando ambas manos.
—Wigy, tómate un descanso, ¿quieres? Ya me ocupo yo de servir. Anda, siéntate y cálmate.
Me miró, parpadeando. Entonces pareció volver al mundo real y soltó un gruñido.
—Estoy bien, Shaedra. Lo que pasa es que hay varias mesas todavía que no tienen nada que llevarse a la boca y Murri lo hace todo fatal.
En ese instante justamente entraba mi hermano y al oírla se quedó como sobrecogido. Le solté a Wigy una mirada aburrida.
—Wigy, no seas exagerada…
—Que no lo soy —aseguró, sin enterarse de que Murri estaba junto al marco de la puerta—. Tu hermano ha estado a punto de tirarle todo el contenido de un plato a un hijo de Taetheruilín…
Al fin, siguió mi mirada y se quedó un momento paralizada. Entonces se puso roja como un nadro rojo.
—Yo… esto… no quería…
Mi hermano pareció hacer grandes esfuerzos para no estallar de risa.
—Está bien, tienes razón —dijo, entrando en la cocina—. Mejor me dedico a cocinar.
—Perfecto —aprobó Lénisu alegremente—. Necesito a un ayudante. Corta esto.
Le lanzó unos pimientos rojos y Murri los atrapó en el aire.
—En trozos muy finos —apuntó mi tío. Y nos miró a Wigy y a mí con los ojos entornados—. ¡Venga, venga, a trabajar! —exclamó teatralmente.
Desperté de golpe. El capitán Botabrisa había hablado. Segundos más tarde, Wigy y yo recorríamos las mesas del Ciervo alado con presteza y eficacia. En un momento, vi que Wigy se quedaba más tiempo junto a una mesa y vi a Nart Henelongo susurrándole algo al oído. Me quedé estupefacta, sobre todo cuando vi a Wigy soltar una carcajada. ¿Era acaso posible que Wigy hubiese recobrado la razón y hubiese visto lo evidente? Cuando, al alejarse, percibió mi mirada, se acercó como la reina de su taberna y me sonrió con todos sus dientes.
—Ya sé que te parecerá raro, pero he conseguido perdonarle todas sus fechorías —me declaró.
Enarqué una ceja, divertida.
—¿Y por qué razón?
Wigy se encogió de hombros mientras nos dirigíamos hacia la cocina a por más platos.
—No lo sé —me confesó, con la voz cargada de emoción—. Tal vez porque me ha rogado tanto que al final no he podido decirle que no.
Me alarmé.
—Le has dicho que sí… ¿a qué?
Wigy me miró y soltó una carcajada ruidosa.
—No te imagines cosas. Simplemente… le he perdonado y ahora somos buenos amigos.
Le eché una mirada burlonamente suspicaz.
—Ayer, cuando saliste, ibas muy elegante —observé alegremente.
Wigy me echó una mirada falsamente exasperada.
—Pues claro que iba elegante. Siempre voy elegante.
Entró en la cocina con paso firme y la seguí sonriendo anchamente.
A la mañana siguiente, cuando bajé a la taberna, me encontré con Kirlens sentado a una mesa jugando a las cartas con sus amigos alrededor de unas jarras de cerveza. Las ventanas estaban abiertas de par en par y una brisa tonificante flotaba en el aire.
—Hola, Shaedra —me dijo el posadero—. Cómo se nota que es día de fiesta, ¿eh? A estas horas sólo los viejos no andan roncando. ¿Qué haces de pie tan pronto?
—Gema Azul —soltó Bawkis, echando su carta.
Con un buñuelo en una mano y un bol de leche caliente en la otra, me senté a la mesa de los jugadores.
—Ayer me escaqueé de la fiesta —expliqué.
—¡Ah! Debí imaginármelo —sonrió Kirlens—. En cambio, Wigy y Laygra estuvieron bailando toda la noche. Las oí volver muy tarde. Es increíble lo bien que se han llevado las dos desde el principio —comentó, antes de echar una carta.
Estuve observándolos jugar un rato, hasta que vi a Miyuki salir de los dormitorios de los huéspedes. La saludé y me levanté para acompañarla en el desayuno.
—¿Qué tal te parece Ató? —pregunté, sabiendo que la primera vez que había pasado por ahí apenas había podido quedarse un día.
—Un pueblo acogedor —afirmó Miyuki.
Con cierta extrañeza, observé cómo untaba una galleta en su bol de zumo de manzana. ¿Desde cuándo se untaban las galletas en el zumo de manzana? Estos subterranienses…
—Pero lo cierto es que estoy pensando en volver a Dumblor —prosiguió la elfa oscura y antes de que yo dijese nada, añadió—: Con lo que me debía Lénisu voy a tener para vivir unos meses.
Asentí.
—Lástima que quieras marcharte —dije con sinceridad. Había llegado a apreciar a aquella extraña guerrera. Hice una pausa—. ¿Y Dash? —pregunté.
El enano había preferido hospedarse en el Tríada, tal vez para evitar las miradas asesinas de Murri y Laygra, a los que había llevado a Ató casi a rastras, y ahí se había quedado.
—Él quiere hacer fortuna —contestó Miyuki, burlona—. Después de pasarse tantos años escarmentando a los esclavistas, quiere tomar sangre nueva, según sus propias palabras.
Hice una mueca incómoda. El Martillo de la Muerte siempre tenía comentarios bastante macabros. A saber cómo Lénisu había podido trabar amistad con él… y eso que, en general, era una persona agradable y fiable, pensé. Además, parecía actuar siempre con buenos principios.
—Así que te vas —suspiré, y le dediqué una sonrisilla—: ¿Al menos te quedarás para las fiestas, verdad?
Miyuki me devolvió la sonrisa y asintió.
—Claro. Se lo prometí a Lénisu. Pero ya sabes lo que dicen en los Subterráneos: ese fuego del cielo hace hervir las ideas y no quiero quedarme aletargada en este sitio.
Aprobé, tratando de entenderla. Así como yo, en los Subterráneos, había estado soñando con volver a ver el cielo, Miyuki soñaba con volver a enterrarse en túneles apenas iluminados por piedras de luna… Definitivamente, no lo entendía, pero poco importaba mientras ella lo entendiese.
Aquel día, hizo un calor bochornoso que obligó a los pagodistas a llevar todas las mesas hasta la Neria, bajo la sombra de los árboles. Los sortilegios de enfriamiento en los barriles del maestro Dai se deshilacharon y este, al enterarse, se alejó con una expresión obstinada y se encerró en su laboratorio para seguir con sus experimentos.
Durante las festividades, pasé más tiempo en el Ciervo alado que fuera. Laygra pasaba el día en los establos cuidando a los burros y a los caballos, Murri y Lénisu se habían apropiado como quien dice de la cocina y Kirlens decía, riendo, que ya ni se atrevía a preguntarle a mi tío si necesitaba su ayuda. En cuanto a Wigy y a mí, conseguíamos atender a todos los clientes y apaciguar su impaciencia cuando no llegaba el plato a tiempo. Cada vez que alguien la molestaba, Wigy reaccionaba de inmediato con comentarios mordaces que animaban toda la taberna.
—Eso sí que es saber controlar el jaipú —bromeó Kirlens el último día de las fiestas, tras una cena particularmente movida—. Sois unas taberneras natas.
Una tabernera ambulante, en mi caso, pensé, divertida. Era muy tarde pero Lénisu y Murri seguían en la cocina limpiando platos.
—No te preocupes —me dijo mi tío cuando me propuse para ayudarlos—. Te has movido más que si te hubiese atacado un dragón. Por cierto, ¿ya has ido a ver el potro?
Enarqué una ceja. Aquel día, la yegua de uno de nuestros huéspedes había dado a luz y mi hermana había estado encantada de ocuparse de todo.
—¿Laygra sigue en los establos? —pregunté, extrañada.
Murri hizo una mueca mientras secaba los platos.
—Me da que se ha quedado a criar al potro.
Puse los ojos en blanco y salí al patio de soredrips bajo el cielo estrellado. Brillaba una tenue luz de linterna en los establos y la puerta estaba abierta. Entré y pasé por delante de los compartimentos. Mis ojos, borrosos por el cansancio, percibieron entonces un bulto tumbado entre la paja. Laygra estaba profundamente dormida.
—Shaedra —murmuró una voz infantil.
Y me giré para ver a Kyisse sentada junto a la yegua y al potro recién nacido. Acariciaba el hocico de la madre con una mano muy blanca. Sonreí y me senté junto a ella con precaución. La yegua estaba exhausta, con la cabeza posada sobre el suelo, y sus grandes párpados se abrían y cerraban cada vez más lentamente.
—Shaedra —repitió Kyisse—, me gusta Ató. Y me gusta el sol.
—Ya somos dos —sonreí.
La Flor del Norte entonces frunció el ceño.
—Pero no estoy en casa. Klanezjará —explicó en tisekwa.
Me ensombrecí y asentí, entendiendo. A pesar de ser tan joven, Kyisse tenía una idea fija que ni Kirlens ni yo ni nadie podría quitarle de la cabeza. Pero, ahora que necesitaba cumplir una misión heroica para saldar los Años de Deuda… Sacudí la cabeza, divertida.
—Te llevaré a casa, Kyisse —le prometí—. Pero ¿sabes? Para llegar al castillo de Klanez, hacen falta semanas de viaje. Te lo juro —afirmé, al ver que ella me miraba con cara incrédula—. Y para viajar, uno debe tener energías de modo que… —Le cogí de la mano y la levanté—. Arriba y a dormir.
Kyisse, con una mueca pensativa, señaló a Laygra con el dedo.
—¿Y ella?
Le eché un vistazo a mi hermana. Tenía toda la pinta de estar soñando con algo agradable porque sonreía levemente. Me pasé la mano por el cuello, burlona.
—Bueno, ella ya está durmiendo en su hogar —solté, con una risita.
Y salí con Kyisse mientras Laygra seguía durmiendo como un oso lebrín. Le di las buenas noches a la pequeña después de haberla metido en la cama y me dirigí a mi cuarto a pasos lentos y dormidos. Cuando entré, me quedé en el umbral, estupefacta, durante unos segundos.
«Lleva aquí como una hora», me dijo Syu, sentado en el borde de la ventana.
Espabilé y cerré la puerta detrás de mí haciendo correr el cerrojo con precipitación.
—Mártida —pronuncié.
La Hullinrot se había levantado de mi silla y me sonreía.
—No era mi intención asustarte —dijo—, pero prefiero que Lénisu no se entere de mi llegada. Francamente, no pensaba quedarme tanto tiempo en la Superficie.
Hice una mueca. Estaba claro que me reprochaba haber desaparecido de Ató sin avisar. La observé con detenimiento.
—¿Por qué no quieres que Lénisu se entere de que has venido? —pregunté, recelosa.
Mártida resopló.
—Pues, obviamente, porque tu tío no sabe mantenerse fuera de un problema. Y no quiero que me desconcentre durante mi trabajo.
La miré, sintiendo el corazón acelerárseme.
—¿Vas a intentar examinar mi mente… ahora?
La elfocana sonrió ante mi aprensión.
—Pues claro. Para eso he venido. No vine a recuperar espadas —comentó—. Ayudé a tu tío, ahora te toca cumplir tu parte del trato.
La hora había llegado, me dije, tragando saliva con dificultad. De pronto, todas las preguntas que había acallado hasta ahora me asaltaron en una feroz oleada. ¿Y si la elfocana no sabía lo que hacía? ¿Y si el asunto se torcía? Un temor indecible me invadió. Mártida me tomó del brazo y me invitó a sentarme en la cama.
—Anda, no empieces a acobardarte ahora —insistió.
Por un momento, se me ocurrió abalanzarme hacia Frundis y echar a la Hullinrot a bastonazos… pero no podía hacer eso e incumplir mi promesa, me recriminé. Y además, no era una buena idea enemistarse con los Hullinrots. Si había sido capaz de darle mi palabra, no había vuelta atrás.
«A ver si algún día aprendo de mis errores», le dije a Syu con tono quejumbroso.
El mono puso los ojos en blanco, pero no se mostró menos inquieto por lo que pasaría a continuación.
—Túmbate —me pidió Mártida, arrodillándose junto a la cama—. Ponte cómoda y relájate.
—Ni se te ocurra hacer otra cosa que examinar la filacteria —gruñí, siguiendo a regañadientes sus consignas.
—Relájate —repitió Mártida, levantando los ojos al cielo—. Soy una gran brejista, ¿vale? Todo saldrá bien.
«Todo saldrá bien», mascullé, sin sentirme remotamente convencida.
Sus ojos verdes me miraron con fijeza.
—Si no te relajas, no podré meterme en tu mente.
Agrandé los ojos.
—¿Vas a meterte en mi mente? —me espanté.
—Sólo en el lugar donde tienes la filacteria —me aseguró ella con paciencia—. Te aseguro que todos tus secretos, sean cuales sean, seguirán siendo secretos. Lleva mucho tiempo entender tan siquiera un pensamiento. Tranquila, tú confía en mí.
¡Que confiase en ella! Noté unos dedos largos y finos posarse sobre mi frente: di un respingo al notarlos tan llenos de energía.
—Shaedra —protestó Mártida—. Ayúdame. No voy a poder hacer nada si te pones así.
Me mordí el labio y cerré los ojos, procurando relajarme. Me imaginé que era un pajarito volando en una cálida mañana de primavera. Trinaba alegremente sobre una rama cuando esta empezó a moverse y multiplicarse en otras ramas que me encerraron y enjaularon y empezaron a apretarme y estrujarme… Estaba a punto de soltar un grito cuando una oleada calurosa y tranquilizante que provenía quién sabe de dónde calmó mi pánico. Pero seguía sintiendo como un apagado dolor en mi mente.
—¡Ribok! —gritaba una voz.
Me giré y solté la azada con una exclamación de alegría.
—¡Leeresia!
Corrimos a encontrarnos y nos abrazamos con deleite.
—¡Oh, Leeresia!
La profunda emoción que sentí me dejó desconcertada un momento, pero luego toda mi conciencia se zambulló: ya no era otro que Ribok, el campesino alegre que trabajaba de sol a sol todos los días y que amaba a sus prójimos por encima de todo.
La observé con amor. Tenía los ojos verdes. Y el cabello negro como el carbón. La joven ternian acababa de cumplir los dieciséis años, como yo. Por un momento, una parte de mi mente se preguntó: ¿acaso me estaba mirando en un espejo? Pero no: Leeresia no era otra que Leeresia la bella. No era nadie más.
Una suave energía recorría mis recuerdos, tanteante. Una mano rozó dulcemente mi mejilla.
—Voy a ir a la ciudad —decía Leeresia—. Mi madre quiere que vaya a trabajar con ella en su herboristería.
Una profunda tristeza me invadió. Pero lo entendía: Leeresia tenía otro destino.
—No te olvides de mí —murmuré.
—Volveré —me prometió, antes de apartarse de mí.
Pero no volvió.
—¡Deja ya de esperarla! —me repetía Sarkmenos, exasperado—. Al diablo con Leeresia. Ella se ha marchado para siempre. Olvídala, hermano.
No me dio tiempo a olvidarla. Vino el terremoto y luego vinieron los nadros rojos y los esqueletos. Todos murieron. Y el esqueleto ciego… ese esqueleto ciego. Jiléhy. Sus ojos eran tan negros como la noche. Sus dedos esqueléticos tantearon mis heridas, anestesiando mi dolor. A sus espaldas, vi aparecer una figura vestida toda de negro. Su rostro esquelético y los globos azules que brillaban en sus ojos me espantaron. Sin embargo, mi sufrimiento me impedía hacer ningún movimiento. El nakrús me sonrió.
—Hola, mortal.
¡No!, me dije, horrorizado. ¿Por qué, después de matar a mi familia, esas abominaciones me salvaban la vida? Toda la habitación se hizo borrosa y caí inconsciente. Sentí un revoloteo de recuerdos. Recuerdos oscuros de una ciudad sin sol. Viví largas horas y meses y años atormentado, viendo levantarse esqueletos y odiándolos y ensañándome con mi pasado. El maestro Helith se maravillaba de lo rápido que aprendía a manejar las artes nigrománticas, pero se preocupaba de la amargura y el odio enraizados en mi corazón. Él, un nakrús, me guiaba como un padre en la senda del Bien. Aún recordaba su grito aterrado cuando por primera vez me vio convertido en un lich…
Sentí como un rayo en mi mente y oí un lamento lejano de mono. ¡Syu!, pensé, invadida por el pánico. No veía nada. Mi mente estaba en ebullición. ¿Acaso Mártida habría encontrado lo que quería?, me pregunté. Ojalá toda aquella locura acabase. Ojalá… Poco a poco, fui retomando conciencia de mí misma. Sin embargo, seguían, como relámpagos, apareciendo en mi mente imágenes confundidas y se mezclaban los recuerdos: Ribok trabajaba la tierra y luego escuchaba cómo Márevor Helith le hablaba suavemente mientras jugaban al Erlun en lo alto de una torre subterránea. De pronto, volvía a ver unos esqueletos masacrando el pueblo de Ribok y enseguida pasaba a ver cómo dos ternians combatían desesperadamente contra un monstruo enorme… ¿tal vez una hidra? Pero ¿qué lógica tenía aquello?
Cuando desperté de mi abotagamiento, vi que la luz del sol ya iluminaba toda la habitación. Syu estaba junto a mí, dormido profundamente. A mi izquierda, estaba sentado Lénisu sobre la silla, sumido en sus pensamientos. En su mano, sostenía un trozo de papel.
—¡Shaedra! —exclamó, aliviado, al verme con los ojos abiertos. Syu se despertó con un sobresalto mientras mi tío me contemplaba con atención, inclinándose hacia delante—. ¿Estás bien?
Me enderecé y me pasé una mano por la cabeza, aturdida.
—Creo —asentí. Paseé la mirada por la habitación—. ¿Dónde está Mártida?
Un brillo peligroso nació en los ojos de mi tío.
—Se ha marchado. Me dejó una nota.
Al advertir la ojeada insistente que le echaba al papel, Lénisu me lo tendió. Al leerlo me embargó una enorme decepción: tan sólo decía que había cumplido su misión y que se volvía a Neermat.
—¿Y cómo saber si ha averiguado algo interesante? —pregunté.
Lénisu se encogió de hombros y se levantó.
—Ni idea. Pero al menos ya se ha marchado, y ojalá no vuelva. Y ahora creo que mientras no venga el mismísimo Jaixel a reclamar sus recuerdos, no volveremos a tener problemas. Gracias a los dioses, parece que Mártida no te ha desquiciado con sus malditos sortilegios.
Sacudí la cabeza, dubitativa. Estaba agotada, como si me hubiese pasado toda la noche transportando barriles. Recordaba vagamente lo que había pasado, aunque no tenía ni idea de qué había visto Mártida. Tal vez hubiese visto más que yo, o tal vez menos. Pero lo que estaba claro era que mi filacteria no sólo contenía recuerdos de la infancia de Ribok. Ahí, más profundos, habían sido desterrados recuerdos deshilachados posteriores… Inspiré hondo y declaré:
—Lénisu, creo que he visto a mis padres.
Él se me quedó mirando, atónito.
—Shaedra, ¿de qué estás hablando?
—Tranquilo, no estoy desvariando —le aseguré—. Simplemente, mientras Mártida martillaba mi mente con bréjica, la filacteria se despertó y vi los recuerdos de Ribok, pero también algunos de Jaixel. Bueno, eso creo. Estaban luchando contra una hidra.
Lénisu se había quedado boquiabierto pero en ese momento repitió, incrédulo:
—¿Una hidra? Me estás diciendo… ¿que has visto a Ayerel y Zueryn luchando contra una hidra?
Puse los ojos en blanco, divertida.
—Eso mismo te estoy diciendo —afirmé con tranquilidad—. ¿Crees que era un recuerdo real? Porque, quién sabe, a lo mejor con el tiempo la filacteria se ha ido estropeando. Pero te aseguro que eran mis padres.
Lénisu se recuperó de la impresión y soltó una carcajada sarcástica.
—¿Y cómo vas a estar tan segura si nunca los has visto?
Abrí la boca y la volví a cerrar.
—Cierto —concedí.
Lénisu meneó la cabeza y tendió una mano para darme unas palmaditas en el hombro.
—Pero creo —añadí, ruborizándome— que me vi a mí misma.
Su movimiento se detuvo.
—¿A ti misma? —pronunció Lénisu, recostándose contra la silla—. No lo entiendo. ¿Recuerdas el momento en que Jaixel te inyectó la filacteria? Es imposible.
—Yo no recuerdo nada —repliqué con paciencia—. Es Jaixel. Recuerdo… —Carraspeé y callé.
Lénisu entornó los ojos, intrigado.
—¿Qué recuerdas?
Resoplé, percatándome de un detalle. Las imágenes eran borrosas… pero los pensamientos eran inequívocos.
—Recuerdo que Jaixel sentía… como una reverencia hacia mí —dejé escapar sin pensarlo—. Cuando me cogió en brazos pensaba en sus propios hijos asesinados.
Lénisu se levantó y fue a sentarse junto a mí, cogiéndome de los hombros para calmarme. Sólo entonces me di cuenta de que estaba temblando. Sin embargo, no era culpa mía: los sentimientos de Jaixel fluían en mi mente, descontrolados y más intensos que cualquiera que había podido sentir yo. Era una mezcla de odio y locura que iba más allá del amor a los seres queridos, más allá de cualquier razón. Al advertir la mirada inquieta de Lénisu, me esforcé por sonreír. Pero seguía oyendo los pensamientos de Jaixel, como susurros olvidados. Jaixel había sentido por mí algo que se parecía a compasión y amor. ¿Pero acaso realmente me quería a mí? Era poco probable, ya que se suponía que había sido él quien había acabado con la vida de mis padres. O más bien la hidra. Suspiré.
—Será mejor que no trate de entender esos recuerdos. Como digo, seguramente están deformados. Antes que entender algo torcido y pensar algo erróneo, prefiero mantenerlos a raya y no hacerles caso —determiné.
Lénisu hizo una mueca que se asemejaba a una sonrisa.
—Formidable —aprobó y se levantó—. Si notas algo raro en tu cabeza, me dices.
Le dediqué una ancha sonrisa.
—Por el momento, mi cabeza va estupendamente, tío.
Lénisu puso los ojos en blanco y abrió la puerta, añadiendo:
—Descansa. Supongo que tener la mente llena de bréjica durante horas debe de ser bastante cansino.
Carraspeé mientras él cerraba la puerta y me dejaba a solas.
—Bastante —murmuré, y dejé caer de nuevo mi cabeza sobre la almohada.
Syu trepó sobre mí para mirarme con atención.
«No me vuelvas a hacer eso nunca más», soltó de pronto.
Su tono enojado me sorprendió.
«¿El qué?»
Los bigotes de Syu se estremecían, tensos.
«Cortarte así tan repentinamente y darme la sensación de que eres otra persona. Es muy desagradable.»
Sonreí y tendí una mano hacia Frundis. Este silbaba una suave canción de cuna.
«Te prometo que no volveré a hacerlo», le dije al fin.
Syu me miró, suspicaz.
«¿Esa es una promesa gawalt?»
Afirmé y vacilé antes de soltar:
«Voy a matizar: te prometo que intentaré no volver a hacerlo. ¿Te parece mejor?»
Syu suspiró pero asintió.
«Es más prudente», admitió.
De hecho, lo era, pensé, intranquila. A pesar de mis esfuerzos por mantenerme despierta, mi mente aturdida por la bréjica se dejaba atraer de nuevo hacia recuerdos que mezclaban imágenes de nigromantes y esqueletos ciegos con una brisa cálida que revoloteaba en un campo de trigo. En ese momento me volvió en mente una leyenda que un día me había cantado Frundis. Era la historia de Alamandra, una desdichada reina silvestre que, hechizada por una dragona malévola, lo olvidaba todo, inclusive su propia identidad. Lo mismo había estado a punto de pasarme en el barco hacia Mirleria. Sin abrir los ojos, dejé escapar los últimos versos de la balada:
Yerra por la Tierra Baya
sin camino y sin hogar
tal vez buscando respuestas
en el aire o en el mar.
Sonreí al ver que Frundis enseguida se animaba y se elevó en mi mente una melodía de flautas mezclada con la dramática voz de un bardo. Sin darme cuenta caí dormida, junto a los recuerdos de Jaixel.
Aquella misma tarde, mis amigos pagodistas fueron nombrados cekals e, increíblemente, nos incluyeron a Aleria, a Akín y a mí, aunque a título excepcional según explicó el Dáilerrin. Mientras este nos soltaba un discurso que me recordó al de mi primer día de snorí, me pregunté si, finalmente, no necesitarían urgentemente a gente para rellenar las vacantes de los puestos de celmistas y guardias. Aleria fue asignada a la enfermería, Akín fue nombrado ayudante del maestro Dai y a mí me pusieron junto a los demás har-karistas en las patrullas. Así que en cuanto salimos de la Pagoda, Ozwil, Revis, Galgarrios, Laya y yo nos dirigimos directamente al cuartel. Ozwil se había comprado unas nuevas botas saltadoras particularmente resistentes y aseguraba que le durarían veinte años. Revis caminaba con aires de conquistador, orgulloso de ser cekal, y Galgarrios no parecía ya tan sombrío por la idea de tener que alejarse de Ató. La única que ponía cara inquieta era Laya y, cuando tratamos de animarla, se encogió de hombros.
—Esto de ser cekal es muy bonito —dijo—, pero ¿os imagináis lo que pasará luego? Nos encontraremos con nadros rojos, con monstruos terribles, y tendremos que…
Se mordió el labio y Ozwil sugirió:
—¿Matarlos?
Laya asintió y lo fulminó con la mirada, anticipando cualquier tipo de burla.
—No soy una cobarde —gruñó—. Sin embargo, piensa un poco, tú que eres tan bueno en cálculos. Esos bicharracos son más altos que nosotros y están llenos de escamas. Y nosotros seremos cekals, pero no dejamos de ser unos principiantes. La única aquí en haber luchado un mínimo es Shaedra, ¿me equivoco?
Hice una mueca.
—Ni aun así —le aseguré—. Mis combates fueron… cómo decir… bastante desastrosos.
Sólo tenía que pensar en el dragón de Tauruith-jur para demostrarlo, me dije, ruborizándome.
—Ni aun así —retomó Laya, mirando a Ozwil con cara persuasiva—. Por eso no puedo sentirme del todo tranquila, Ozwil.
Curiosamente, este no consiguió replicar nada, y cuando llegamos al cuartel el guardia de la puerta nos contempló con cara divertida.
—Parece que os habéis tragado una pócima de hígado. ¿A qué vienen esas caras de entierro? Venga, entrad —nos invitó.
Nos dejó en manos de un viejo guardia que nos condujo al arsenal.
—Tenéis ropa en el armario —dijo, señalándonos unas estanterías que cubrían toda la pared.
A Revis se le iluminaron los ojos.
—¿Vamos a poder llevar la túnica con el dragón de Ató?
El viejo guardia esbozó una sonrisa.
—Pues claro. —Levantó el dedo índice—: Pero la túnica no os protegerá de las garras de los nadros rojos.
Mientras el guardia se dirigía hacia una mesa llena de armaduras ligeras, Laya nos miró a Galgarrios y a mí con una cara elocuente.
—No confíes jamás en tu armadura, pero piensa que en un combate puede salvarte la vida —nos citó, con solemnidad.
Sonreí al oírla repetir las palabras del maestro Dinyú y asentí con la cabeza. Definitivamente, Lénisu tenía razón. La expedición de Klanez podía ser arriesgada, pero si lograba cumplir algo «heroico», me ahorraría diez Años de Deuda matando nadros por bosques y caminos. Sabía que era una tarea necesaria e incluso tal vez más heroica que la de entrar en un castillo legendario, pero ese no era mi sueño. Mi sueño era… ¿vivir tranquila y feliz para el resto de mis días sin tener sobresaltos cada dos por tres? Fruncí el entrecejo y dejé mis pensamientos a un lado con brusquedad: más valía no pensar en algo que tal vez nunca ocurriría.
Tiempo más tarde, salía del cuartel con una espada corta al cinto así como una coraza de cuero y una hermosa túnica amarilla en los brazos. Al pasar por el mercado, Deria me interpeló. Su rostro negro sonreía de oreja a oreja.
—¿Así que finalmente te vas a convertir en una Guardia de Ató? —inquirió, sinceramente impresionada.
Me encogí de hombros.
—Al menos por ahora —repliqué—. Quién sabe si dentro de un par de horas no tengo que salir corriendo de Ató para salvar a algún príncipe en apuros.
La drayta soltó una carcajada y volvió rápidamente a su puesto de venta para atender a una clienta. Me declaró antes de alejarse:
—Aunque me digas siempre lo contrario, tú eres una aventurera, Shaedra. ¡Ya te lo dije en Tauruith-jur!
Puse los ojos en blanco y seguí mi camino hasta la taberna. El sol aún estaba alto en el cielo y golpeaba con dureza. ¿Acaso habríamos entrado en un Ciclo de la Cabra?, me pregunté, distraída.
Entré por el patio de los soredrips y llegué hasta mi cuarto sin cruzarme con nadie. Sobre la cama, dejé toda mi carga y me quedé contemplándola, sumida en mis pensamientos. Tanto la túnica como la coraza de cuero llevaban el símbolo de un dragón de un rojo intenso, con cuello alargado y cubierto de pinchos. Desde mis ocho años, no había pasado ni un día en Ató sin que viese a los Guardias recorrer el pueblo, partir en patrulla o beber tranquilamente en el Ciervo alado llevando esas mismas vestiduras. Tal vez, en mi infancia, había sentido algún día admiración por ellos, pero no tanta como la sentía ahora que me daba cuenta de lo que significaba realmente ser un Guardia. Es decir, me lo imaginaba con mucha más precisión ahora que estaba a punto de convertirme en uno, pensé.
Oí unos suaves toques en la puerta y me giré.
—¿Sí?
Sonreí al ver aparecer a Kyisse en el marco.
—¿Puedo entrar? —preguntó, muy educada.
Asentí con la cabeza y la niña avanzó unos pasos hasta la cama. Le revolví el cabello.
—¿Qué tal el día?
Ella pasó una mano curiosa sobre la túnica amarilla antes de contestar:
—Bien. Esta noche he tenido un sueño. —Se mordió el labio—. Un día Wigy me dijo: los sueños nunca son reales. Pero ese sí lo era —afirmó.
Aparté la túnica y la coraza de la cama y la dejé sentarse, intrigada.
—¿Qué pasaba en ese sueño? —inquirí dulcemente.
La pequeña agitó sus pequeñas piernas en el aire, pensativa. Se puso a hablar en tisekwa:
—Estaba en un pozo profundo, muy profundo. Y no había luz. Entonces yo encendía el lugar así —dijo. Hizo un gesto y unos rayos blancos fulgentes partieron de sus manos. Resoplé, admirada—. Y vi ojos rojos por todas partes —contó con un pequeño tono dramático que me hizo sonreír—. Eran criaturas enormes y con colmillos terribles. Y corrían hacia mí.
Enarqué una ceja.
—Eso no es un sueño, Kyisse, es una pesadilla —solté, contestándole en su idioma.
Ella negó con la cabeza.
—No, porque cuanto más se acercaban, menos terribles eran. Cuando llegaron a mí, eran sólo unos pájaros azules. Creo que me guiaron a un lugar donde alguien cantaba una canción.
Alzó de nuevo el brazo y unas ondas de sonido nacieron de la nada, formando una melodía suave y conmovedora. No entendí ni una sola palabra, pero la voz era tan dulce como la del Hada Huérfana del Mar. La escuché, absorta, hasta que muriese en una triste nota. Kyisse me miró a los ojos. No necesité que me explicara que esa canción pertenecía a uno de sus recuerdos más lejanos.
—¿Tu sueño acababa así? —pregunté.
Kyisse asintió.
—Es la primera vez que recuerdo algo más que el castillo. Pero eso era más que un recuerdo —afirmó con una vocecita.
Meneé la cabeza, suspirando. Sabía que había gente convencida de que los sueños del Ciclo del Ruido tenían siempre un significado escondido: hasta Kirlens parecía darle cierta credibilidad. Sin embargo, los maestros de la Pagoda Azul habían hecho grandes esfuerzos para extirpar esas supersticiones milenarias y desengañar a sus alumnos. Hubiera sido cruel tratar de darle falsas esperanzas a Kyisse: aquella canción de cuna cantada por su madre no era más que un recuerdo. Nada más.
Le cogí el mentón con suavidad y le dije con gravedad:
—Los sueños, incluso los más realistas, no dejan de ser sueños.
Percibí la desilusión en sus grandes ojos dorados. Permanecimos en silencio un rato, hasta que me levanté de un bote.
—¿Qué te parece si vamos a dar una vuelta por el bosque? —Ladeé la cabeza y pregunté en abrianés—: ¿Ya conoces Roca Grande?
Kyisse pareció olvidar su sueño y negó con la cabeza.
—¿Roca Grande? ¿Qué es?
Sonreí anchamente.
—El lugar más hermoso para jugar.
El rostro de Kyisse se iluminó. Minutos más tarde salíamos de la taberna y de Ató bajo un cielo totalmente azul. Roca Grande estaba igual que siempre: de los árboles aún colgaban las cuerdas que un día había atado yo. Y en medio del agua tranquila estancada en ese meandro, se alzaba la roca en la que tantas veces había jugado junto a mis compañeros. Oí de pronto un grito y vi a un joven nerú tirarse al agua en un estruendo que generó risas entre los árboles. Vi aparecer a varios niños de la misma edad que Kyisse o poco más.
Enarqué una ceja.
—¿Kyisse?
La niña parecía haberse quedado muda y me desconcertó su expresión hasta que entendí al fin el problema: jamás en su vida había jugado con unos niños de su edad. Levanté los ojos al cielo y le di un suave empujón hacia delante. Kyisse avanzó unos pasos tímidos, pero no se volvió para verme: estaba demasiado concentrada en observar a los nerús.
Me senté sobre una piedra y observé, divertida, cómo los demás le daban la bienvenida y la rodeaban, curiosos, proponiéndole que jugase con ellos. Ante la cálida acogida, Kyisse dio un brinco de alegría y toda la timidez pareció esfumarse. Minutos después, saltaba de una cuerda y se zambullía en el agua junto a una nerú. Al principio, temí que Kyisse tuviese problemas para nadar: al fin y al cabo, la única vez que había nadado un poco había sido en la fuente de dragones, en Dumblor. Sin embargo, con toda naturalidad, la Flor del Norte flotaba y nadaba con energía haciendo incansables vaivenes entre la orilla y la gran roca.
«Tengo una noticia que te va a gustar», dijo de pronto Syu en algún lugar.
Alcé una mirada y lo vi encaramado en una alta rama. Su tono me intrigó.
«¿De qué se trata?»
El mono bajó del árbol a la carrera y aterrizó a unos metros de mí con la elegancia de un gawalt.
«He visto a Drakvian.»
Sus palabras me dejaron inmóvil durante varios segundos y entonces la alegría me invadió. ¡Drakvian!, me dije. En un rincón de mi mente, siempre me había preguntado si había conseguido sobrevivir y salir de los Subterráneos. Me enderecé bruscamente. ¡Hacía tanto tiempo que no la veía!
«¿Dónde está?», inquirí, agitada.
«Más para allá», contestó el mono, señalando el oeste. «Estaba con otra persona.»
Sus palabras me dejaron pensativa. ¿Otra persona? ¿Podía acaso ser Márevor Helith? A menos que fuese algún vampiro. Quién sabe. Suspiré y eché una mirada hacia Kyisse. No quería dejarla sola. Sabía que no corría ningún peligro si no se alejaba demasiado de la orilla, sin embargo…
«Esta misma noche voy a buscarla», determiné.
Syu sonrió.
«Ella me ha dicho lo mismo: que esta noche iba a entrar en Ató.»
Esbocé una sonrisa, pensando en las veces en que me había encontrado con la ventana cerrada con un sortilegio por culpa de Drakvian… Un súbito pensamiento me hizo sacudir enérgicamente la cabeza.
—No —solté en voz alta.
Y le eché a Syu una mirada inquieta.
«Syu, Drakvian no debe entrar en Ató. Navon Ew Skalpaï es un cazavampiros. Es un experto. El más mínimo indicio podría…» Traté de no pensar en lo que podría hacer ese cazavampiros si llegase a sospechar que había un vampiro cerca. «Por favor, Syu, si es posible, ¿puedes decirle que saldré yo de Ató?»
El mono gawalt se pasó una mano pensativa por los bigotes.
«¿Y cómo se lo digo? Esa vampira nunca me entiende cuando le hablo. Es peor que un saijit.»
Me mordí el labio y cavilé unos instantes antes de decidir:
«En cuanto volvamos a la taberna, te daré un trozo de papel.»
Una risa más sonora que las demás me hizo girarme hacia Roca Grande. Kyisse estaba sentada en la gran roca y ella y su nueva amiga reían a carcajada limpia por alguna gracia. Una sonrisa se dibujó en mi rostro para desaparecer casi enseguida. ¡Kyisse era tan joven! Tenía la misma edad que yo el día fatídico aquel en que mi pueblo había sido arrasado por nadros rojos y esqueletos… No. Esqueletos, no, me corregí, sobresaltándome. Si empezaba a mezclar la vida de Ribok con la mía sí que iba a acabar como esa reina silvestre, me dije.
Kyisse soltó un grito cuando un nerú le estiró de la pierna y volvió a zambullirla en el agua. Era tan sólo una niña. ¿Qué derecho tenía yo a alejarla de su vida tranquila? ¿Qué derecho tenía yo a decidir mandarla al castillo de Klanez para desvalijar lo que había dentro? “Tan sólo intento salvaguardar el castillo de Klanez de los curiosos”. Las palabras del prior subterraniense del templo de Igara me volvieron en mente. Y recordé de pronto la contestación que Lénisu le había dado en aquel momento: “no se preocupe, mientras Kyisse esté conmigo, no iremos al castillo”. Meneé la cabeza, alucinada. Lénisu, él que tanto parecía darle importancia a las promesas verdaderas, ¿podía acaso haberse olvidado de la palabra que le había dado a Fahr Landew?
Solté un gruñido por lo bajo. ¿Por qué demonios pensaba en estas cosas ahora, y no antes de haber hablado con el Dáilerrin? Definitivamente, me había precipitado aceptando sus condiciones.
«Voy a decirle que renuncio», declaré, levantándome. Y entonces recordé a Kyisse y volví a sentarme sobre la piedra, apesadumbrada.
Syu, que se balanceaba ahora sobre una cuerda, me miró con atención.
«¿Que renuncias a qué?», preguntó.
«No lo sé», confesé, confusa. «Siento que estoy metida en una telaraña y que al intentar salir de ella tan sólo consigo enmarañarme más.»
Mi suspiro pareció inquietar a Syu pues este se dejó caer hasta el suelo y se subió a una de mis rodillas.
«Lo sé», solté, antes de que comentase nada. «Vas a decirme que un gawalt actúa bien y rápido y que no debería preocuparme más de la cuenta. Pero el caso es que siento que esta vez justamente he actuado rápido, pero mal.»
Syu asintió, pensativo.
«A veces pasa», me reveló para consolarme. «Y entonces hay que intentar reparar ese error, como me dijiste tú en Mirleria.»
Clavé la mirada en el lugar de Roca Grande, donde los nerús se tiraban al agua sin la más mínima preocupación. Francamente, ¿qué cara pondría el Dáilerrin si le decía, de pronto, que había cambiado de idea? Inspiré hondo. ¿Y si resultaba que los padres de Kyisse seguían viviendo en el castillo y al llegar ahí la pequeña volvía a encontrarlos? Esbocé una sonrisa. Hubiera sido un final digno de las aventuras de Shakel Borris. Sin embargo, pensé, más sombría, lo más probable era que los padres de Kyisse estuviesen ya rondando como espíritus por la Tierra Baya.
De pronto, Syu pegó un respingo.
«¡Ahora me acuerdo!», exclamó. «Esa persona que acompaña a Drakvian también estaba en Dathrun.»
Lo miré de hito en hito, intrigada.
«¿Quién? ¿Márevor Helith?», pregunté, con un tono apremiante.
El gawalt dio una vuelta lenta sobre sí mismo, como tratando de recordar el nombre. Al cabo se encogió de hombros.
«Era un semi-elfo pelirrojo. Amigo de Murri.»
¡Un semi-elfo! Agrandé ligeramente los ojos al caer en la cuenta. Tenía que ser Iharath, no cabía la menor duda. Pero ¿qué hacía Iharath en Ató? ¿Y por qué se escondía junto a Drakvian en los bosques?
«¿Y por qué no dejas de pensar tanto?», sugirió Syu, socarrón.
Puse los ojos en blanco.
«Por costumbre saijit, supongo.»
Cuando el sol empezó a proyectar más sombras que luz, llamé a Kyisse y, en un solo movimiento, los nerús, percatándose de la hora, se apresuraron a seguirnos. Las mejillas rosáceas de Kyisse brillaban de alegría en su rostro pálido.
Cuando llegué a la taberna con Kyisse, Wigy se escandalizó al saber adónde la había llevado.
—También hay niños de su edad —gruñí, exasperada.
Wigy no quiso escucharme y mandó a Kyisse a bañarse antes de murmurarme:
—Déjame educarla a mí, ¿quieres?
La miré con fijeza pero no repliqué. Al fin y al cabo, ¿quién se había ocupado de ella durante todo el invierno y la primavera? Wigy. Yo me había ido a matar demonios.
Una vez instalada en mi cuarto, garabateé unas rápidas palabras en un trozo de papel y se lo di a Syu. Luego saqué otra hoja: le había prometido al maestro Dinyú que le mandaría una carta. Y yo no olvidaba mis promesas, afirmé para mis adentros con una sonrisilla irónica. Claro que poco podía contarle, salvo que todos estábamos bien y que al fin iba a poder salir de la Pagoda y trabajar en las patrullas… Traté de ponerle un poco de ilusión: no hacía falta que le contase mis penas. Tras secar la tinta y plegar la carta, apagué la linterna y me dirigí hacia la ventana. El cielo ya estaba oscuro. Y Syu no había vuelto.
Esperé tal vez media hora más antes de coger a Frundis, abrir la ventana y sumirme entre sombras armónicas. El pequeño trayecto hasta el bosque despertó en mí agradables recuerdos. ¡Cuántas veces habría salido por los tejados con Frundis y Syu en plena noche para jugar entre los árboles!
Sin embargo, ese día, en vez de internarme en el bosque, seguí los lindes hacia el oeste. Esa era una zona que muy pocas veces había explorado y decidí redoblar mi prudencia.
Avancé durante un buen rato, preguntándome si acabaría encontrando a Drakvian e Iharath entre tanto árbol y arbusto. Tal vez Syu tampoco los había encontrado.
«¡Syu!», solté entonces, llamándolo.
Creí oír una respuesta lejana, aunque no pude evitar preguntarme si no sería debido a algún recuerdo de Jaixel que aún rondaba libre por mi cabeza… Resoplé y volví a llamar a Syu por vía del kershí.
«¡Están aquí!», dijo entonces el mono en algún sitio.
Traté de situarlo y me giré hacia la derecha. Di unos pasos hacia delante, salté sobre una roca y solté una risita.
Del otro lado de la roca, guiados por Syu, se acercaban la vampira y el semi-elfo, iluminados por unos rayos de Luna. Drakvian tenía unas botas rojas terriblemente ridículas. Di un bote y aterricé ante ellos.
—¿Quién demonios te ha regalado esas botas? —lancé a modo de saludo.
Drakvian bajó su mirada hacia sus pies y me enseñó una mueca de mártir.
—Márevor, ¿quién si no? Se supone que cuando se activan sueltan rayos destructores. Todavía nunca las he probado.
Enarqué una ceja y volví a mirar sus botas… Me carcajeé y me avancé para darle un abrazo.
—Me alegro de volver a verte, Drakvian.
—Y yo a ti, Shaedra. ¿Qué tal te va la vida?
—Va —aseguré—. ¿Y a ti?
—Podría ir mejor —contestó. Frunció el ceño e hizo un gesto hacia Iharath—. ¿Te acuerdas de él?
Sonreí.
—Por supuesto. ¿Cómo no voy a acordarme?
Iharath, la sombra a la que Márevor Helith regaló un cuerpo, pensé. ¿Cómo no iba a acordarme?, me repetí. El semi-elfo sonrió y se adelantó para tenderme una mano: era el típico saludo de Éshingra.
—Un placer volver a verte, Shaedra. Espero que toda tu familia está bien.
Le estreché la mano y asentí.
—Perfectamente. Murri está pensando en nuevas aventuras, Laygra se ocupa de todos los bichos heridos que hay a dos millas a la redonda y yo procuro no moverme demasiado.
La sonrisa de Iharath se ensanchó. Sus ojos de un violeta intenso me observaban con detenimiento.
—¿Y no has tenido problemas con la filacteria? —inquirió.
—No, ningún problema —respondí con calma—. Bueno, precisamente ayer vino una Hullinrot. Me descuartizó la mente y luego se marchó sin decirme nada. Supongo que eso significa que los Hullinrots me dejarán al fin tranquila.
Ambos se habían quedado mirándome, anonadados.
—Así que al final fue un Hullinrot… ¿a quitarte la filacteria? —preguntó Drakvian, boquiabierta—. Pero ¿cuándo? ¿Cómo?
Negué con la cabeza, divertida ante su confusión.
—Quitármela no, examinármela —la corregí—. Al parecer, averiguó lo que quería, porque se marchó de nuevo a Neermat.
Quedaron pensativos.
—¿Crees que Márevor sabía algo del asunto? —preguntó de pronto Iharath dirigiéndose a Drakvian.
—Pues… diablos, no lo sé. A mí no me contó nada.
Fruncí el ceño al notarlos tan pensativos.
—¿Y vosotros? —inquirí—. Tenéis… problemas, ¿verdad?
Drakvian e Iharath vacilaron al mismo tiempo.
—Ven, sentémonos —dijo al fin Iharath.
Nos condujo hasta la roca de la que había saltado yo y nos sentamos. Syu se subió a mi hombro y se puso a hacerme trenzas con presteza. Adopté un aire expectante.
—¿Y bien?
Iharath soltó un suspiro.
—Márevor Helith nos ha abandonado.
Lo miré, boquiabierta.
—Quieres decir que Márevor Helith… ¿Pero cómo?
Drakvian soltó una risita.
—Creo que te ha malinterpretado, Iharath. Márevor Helith está vivo. Bueno, todo lo vivo que puede estar un nakrús —rectificó con una mueca divertida.
—Oh —solté, entendiendo—. ¿Y adónde se ha ido?
Iharath se encogió de hombros.
—No nos lo dijo. Pero todos sus actos nos dejaron claro que no iba a volver. Yo personalmente me inclino a pensar que ha ido en busca de Jaixel.
Drakvian sacudió la cabeza mientras yo los miraba alternadamente, anonadada.
—Ha destruido casi todas las mágaras que guardaba en su isla de Dathrun. Incluido su vibrizador órico —comentó, como si aquello fuese una de las cosas más terribles. Lo cierto era que yo no tenía ni idea de lo que era un vibrizador órico.
Iharath juntó tranquilamente las manos sobre sus rodillas y declaró:
—Márevor nos pidió que cumpliésemos unas últimas tareas para él. Y se marchó.
Dioses, pensé. Si Márevor Helith nunca había estado del todo cuerdo, ahora parecía haberse vuelto totalmente loco. ¿Qué demonios iba a hacer ese nakrús en el Laberinto de Tafosia con Jaixel?
—¿Qué tareas? —pregunté entonces percatándome de que, aun lejos de mí, Márevor Helith era capaz de alterar el curso tranquilo de mi vida. Bueno, lo de tranquilo, era un decir…
—En total eran cuatro tareas —contestó Drakvian, levantándose ágilmente. Levantó un dedo, teatral, y fue recitando—: La primera consistía en recoger un cofre lleno de oro que tenía escondido por ahí y dárselo a una joven mirol a la que yo jamás había visto.
—Era una huérfana ciega —explicó Iharath.
—Oh —solté.
Márevor Helith salvaba a una vampira recién nacida, le daba un cuerpo a una sombra perdida y ahora le entregaba un tesoro a una huérfana ciega. Desde luego, el maestro Helith era de lejos la persona más extraña que había conocido.
—¿Le habéis dado todo el oro?
Iharath enarcó una ceja.
—Pues claro. —Sonrió como con ternura—. Se puso muy contenta.
Resoplé, divertida.
—Supongo. ¿Cuáles eran las demás tareas?
—Bueno —carraspeó Drakvian—. La siguiente fue más difícil: Márevor Helith quiso que cogiéramos a todos los gatos que tenía en la isla y que los llevásemos a casa de un amigo suyo en Acaraus. El viaje fue un verdadero infierno. Casi soñaba con maullidos.
—Y el amigo de Acaraus no quiso quedarse con los gatos —apuntó Iharath—. Así que… acabamos dejándolos en libertad por las calles de la ciudad.
—Shaedra, por todo lo que quieras, eso no se lo digas a nadie, ¿eh?
Drakvian se removía, molesta. Puse los ojos en blanco.
—Ni se me ocurriría. Seguro que están muy bien ahí donde los habéis dejado. ¿Y las dos tareas restantes?
Drakvian e Iharath intercambiaron una mirada. El semi-elfo sacó algo de su saco.
—La tercera consiste en darte esto —declaró.
—¿Otra mágara? —solté con un gemido quejumbroso.
—No sé si se la puede llamar una mágara —me aseguró Drakvian, acercándose y mirando el objeto.
Lo cogí entre las manos. Era una pequeña caja azul que tenía tres huecos curvos en la tapa. No había cerradura pero al ir a levantar la tapa, esta no se movió.
—Curioso —murmuré.
—Fabricó esa caja con el objetivo de que sólo se pudiese abrir con las Trillizas —dijo Drakvian—. Quería, por lo visto, que sólo la abrieras tú. Por eso quería ir yo a tu cuarto, porque supongo que no tendrás las Trillizas aquí.
Le dediqué una media sonrisa.
—Te equivocas, siempre las llevo conmigo. E increíblemente, no las he perdido.
Marqué una pausa y busqué las tres pequeñas piedras redondas en el bolsillo interior de mi túnica. El alivio me invadió cuando las encontré y se las enseñé a ambos.
—Aquí están —declaré. Eché un vistazo a la caja azul, poco convencida—. ¿Estáis seguros de que esos huecos están hechos expresamente para las Trillizas?
—Márevor Helith fabricó ambos objetos —comentó Iharath—. Claro que me pregunto si alguna vez probó colocar las Trillizas sobre esos huecos. Las Trillizas son mágaras muy potentes… tal vez demasiado para que la caja salga intacta.
Enarqué las cejas, alarmada.
—Me alegro de que sean tan potentes, pero un día si es posible me gustaría saber para qué demonios sirven —observé.
Iharath hizo una mueca y se pasó una mano por su melena pelirroja.
—Ya. Cuando Drakvian me dijo que Márevor te las había dado sin explicarte nada… —Meneó la cabeza y calló su opinión sobre el asunto—. En fin.
—Tú tampoco me explicaste nada —comenté, dirigiéndome a Drakvian.
La vampira se encogió de hombros.
—En los Subterráneos, nunca estábamos a solas. No era un buen momento para enseñarte cómo usarlas. Por no decir que yo jamás las utilicé. Sólo me sé la teoría. Iharath sabrá explicártelo mejor.
Inspiré hondo, girándome hacia el semi-elfo. Parecía molesto.
—Tan sólo las activé una vez —apuntó—. Las Trillizas canalizan la energía y aumentan los efectos de un conjuro. El problema, es que cuanto más liberas las energías, más difícil controlas el conjuro final. Es una de las obras de Márevor más espectaculares. Pero son… bastante peligrosas.
Reprimí un resoplido divertido.
—Peligrosas para quien sabe activarlas. Para mí siguen siendo tres canicas perdidas en el fondo de un bolsillo.
—Ya. —Iharath había fruncido el ceño—. Sin embargo… creo que es una buena ocasión para que aprendas a utilizarlas.
¿Una buena ocasión?, me repetí, conteniendo una risita nerviosa. No me apetecía provocar ninguna catástrofe. Cavilé un momento, con la caja en una mano y las Trillizas en la otra. Me fijé en que tanto la vampira como el semi-elfo contemplaban ambos objetos con viva curiosidad. Acerqué una de las bolas a un hueco, pero me detuve.
—¿Qué hay dentro de la caja?
Drakvian gruñó.
—¿Y cómo quieres que lo sepamos? Aunque, conociendo a Márevor Helith, lo más probable es que esté vacía y que sea una broma de mal gusto —masculló.
Enarqué una ceja. Dada la curiosidad que brillaba en sus ojos, estaba claro que esperaba ver algo más que vacío. Escudriñé la caja y creé una esfera armónica para ver mejor.
—Llevan marcas —observé. Uno de los huecos tenía de hecho un sol dibujado. Otra contenía un simple círculo y el tercero, un círculo atravesado por una recta. Dados los colores distintos de las tres bolas, era fácil adivinar que cada hueco estaba destinado a una sola Trilliza. Un ruido de hojarasca me sobresaltó y deshice el sortilegio de luz de inmediato.
—¿Qué ha sido eso? —pregunté en un murmullo.
Nos quedamos los tres inmóviles durante un rato y entonces salió un erizo de un arbusto e Iharath espiró.
—No nos pongamos nerviosos. Bueno, ¿abres la caja o no?
Asentí y dispuse las Trillizas en sus huecos correspondientes. No pasó nada. Le miré a Drakvian y luego a Iharath. Y me concentré. No era ni de lejos la primera vez que activaba mágaras, pero tampoco era la primera vez que intentaba activar las Trillizas, y jamás había obtenido resultado alguno. No entendía el trazado de la mágara. Era tan retorcido como la mente de un nakrús, pensé, suspirando. Al de unos minutos, resoplé.
—No es el mejor momento para hacer experimentos —solté. Le tendí la caja a Drakvian—. Será mejor que lo intentéis uno de vosotros.
La vampira hinchó las mejillas.
—¿Yo?
Cogió la caja y la observó. Cerró los ojos… y salieron unas chispas de sus dedos. Iharath juró entre dientes y se precipitó para cogerle el objeto de las manos.
—¿Quieres dejar de soltar bolas de fuego? —gruñó—. El objetivo no es quemar la caja.
Drakvian levantó los ojos al cielo.
—Está bien. Inténtalo tú, ya que eres tan listo.
El semi-elfo volvió a sentarse en la roca y se concentró. Recordé que él y Murri habían trabajado junto a Márevor Helith en su laboratorio de mágaras. Sin duda tenía muchísima más experiencia que yo en ese tema.
Syu había acabado de trenzarme tal vez mi décimo mechón cuando de pronto las Trillizas se pusieron a brillar con una luz intensa. Iharath soltó una exclamación cuando se le escapó la caja de las manos. Me levanté, alarmada. El objeto ahora vibraba en el suelo como si estuviese a punto de explotar.
—¿Decías que no era una mágara, Drakvian? —solté, retrocediendo todavía más.
Entonces, la caja estalló, emitiendo un ruido parecido a un trueno apagado. Frundis atenuó su música de violines, tal vez ávido por buscar algún nuevo sonido. Me puse lívida.
—Lo que faltaba. ¡Salgamos de aquí! —los apremié.
Me fijé al fin en un detalle: la caja estaba abierta. Iharath la recogió con rapidez y asintió.
—Alejémonos, por si las moscas.
Empezamos a correr hasta que me detuve en seco, con el ceño fruncido.
—¿Y las Trillizas?
Hubo un silencio.
—Vaya —dijo Iharath—. Deben de haber salido disparadas.
Solté un suspiro y le eché una mirada curiosa.
—¿Qué hay en la caja?
El semi-elfo sacó la caja de su bolsillo y le echó un vistazo.
—Un papel enrollado. —Le sonrió a la vampira—. ¿Ves? Estaba seguro de que no se marcharía sin dejarnos una explicación.
Drakvian resopló, suspicaz.
—Espera a leerlo. A lo mejor sólo habla de karolas y margaritas.
Dimos media vuelta y fuimos en busca de las Trillizas. Syu examinaba los árboles y yo el suelo, acercando una esfera de luz a la hierba y a los arbustos.
—Es inútil —mascullé, desolada. Aquellas mágaras eran demasiado pequeñas para encontrarlas con tan poca luz.
Me enderecé y miré a mi alrededor. Entonces me percaté de un súbito movimiento: unos tirabuzones verdes desaparecían entre los árboles a la velocidad del rayo. Oí el grito ahogado del mono y me quedé paralizada cuando vi surgir entre unos árboles una alta figura.
—Tú —dijo de pronto la silueta.
Por un momento quise salir corriendo. Pero entonces pensé en Iharath y Drakvian y me contuve. Deseé con fervor que se alejasen todo lo rápido que pudiesen. Inspiré hondo y junté las manos en un breve saludo.
—Maestro Ew.
El humano invocó luz y me examinó con atención.
—¿Qué haces aquí?
Tragué saliva con dificultad.
—Yo… esto… Mire, maestro, estaba… Ya sabe. Paseándome. Soy sonámbula.
Mi sonrisa forzada desapareció en cuanto vi la expresión de Navon Ew Skalpaï. Me observaba con unos ojos tan penetrantes que bien hubieran podido leer mis pensamientos.
—Paseándote —repitió—. Sonámbula. Tal vez haya visto demasiadas rarezas en mi vida y me haya vuelto paranoico, como dicen algunos. Pero permíteme que te diga que no te creo.
Carraspeé, incómoda.
—Lo entiendo. Y no es un problema de paranoia, maestro Ew. Le aseguro que nadie me creería.
El cazavampiros enarcó una ceja y, por primera vez, vi una débil sonrisa esbozarse en su rostro. Lo observé con curiosidad. Ese hombre era realmente extraño. ¿Y qué hacía en medio del bosque a esas horas? Desde luego, daba que pensar. ¿Acaso había encontrado algún indicio sobre la presencia de un vampiro y había decidido ir a investigar? La pregunta me puso la carne de gallina.
—Bueno —dije, molesta ante su silencio—. Será mejor… que vuelva a casa.
—Sí —aprobó él—. Sí —repitió, más para sí.
—Un placer hablar con usted —solté antes de alejarme, con Syu en el hombro.
Iharath y Drakvian debían de estar ya lejos de aquí. Mientras apretaba el paso, inquieta de que Ew quisiese hacerme más preguntas, no dejaba de pensar en las Trillizas, desaparecidas en el bosque… a menos que hubiesen sido pulverizadas por la caja azul, elucubré entonces. Tan potentes, tan potentes, como decía Iharath, pero a lo mejor no eran tan resistentes.
En todo caso, me había quedado sin saber qué contenía ese pergamino. Y tampoco me había dicho Drakvian en qué consistía su última tarea encomendada por ese maldito nakrús. Aún no salía de mi asombro al imaginarme a Márevor Helith dejando toda su vida de la Superficie para volver a un mundo en el que, por alguna misteriosa razón, ya no era bienvenido. Lo bueno era que el maestro Helith probablemente nunca se enteraría de que había perdido las Trillizas, pensé, irónica. Sin embargo, me prometí con firmeza que volvería en cuanto pudiese para seguir buscándolas… si el maestro Ew no las encontraba antes, claro.
Vi al fin aparecer ante mí las luces de Ató y me aseguré de que Ew no me había seguido antes de envolverme en armonías y salir a descubierto.
A la mañana siguiente, bajé a la taberna vestida con la armadura de cuero y la túnica de Ató por encima. Todos me felicitaron y Kirlens me revolvió el cabello, emocionado, asegurando a todos sus parroquianos que yo era capaz de matar a tres nadros rojos en tres saltos. Puse los ojos en blanco y advertí que, sentados en una mesa aparte, se encontraban Lénisu con Miyuki, Dash y un hombre al que no conocía que llevaba dos espadas cruzadas a la espalda.
Lénisu hizo una mueca al verme ataviada como un Guardia, pero no comentó nada.
—Buenos días, Shaedra —me saludó, mientras engullía un huevo frito—. ¿Qué tal has dormido?
Fruncí el ceño.
—¿Y tú? Parece como si no hubieses dormido en toda la noche —observé, preocupada.
Mi tío puso los ojos en blanco.
—Por eso hoy he decidido desayunar tres veces —replicó. Bajó la voz—. Voy a estar ausente durante unos días, querida. No es nada grave, te lo aseguro. Miyuki, Dashlari y Sau me acompañarán.
Di un respingo. ¡Sau! Ese era el apodo de… Volteé hacia el humano desconocido.
—¡Darosh! —solté, anonadada.
El Sombrío de Kaendra sonrió y realizó un breve saludo con las manos.
—Es un placer volver a verte, Shaedra.
Sonreí de oreja a oreja y me senté frente a él en el banco, mirándolo con asombro.
—¡Estás vivo!
El pálido rostro del humano se iluminó con una media sonrisa.
—Sí. Aquella maldita flecha casi acabó con mi vida. Pero, afortunadamente, el Nohistrá tenía un antídoto contra el veneno.
Enarqué una ceja. Me parecía curioso que hablase de su propio padre de una manera tan distante.
—Esa sí que es una buena noticia. ¿Y Flan? —pregunté.
Darosh hizo una mueca.
—Sobrevivió a la flecha. Pero en cuanto salió de Kaendra, desapareció.
Palidecí.
—¿Quieres decir que los ash…?
—Shaedra —me interrumpió Lénisu—. Estamos desayunando.
Puse los ojos en blanco. Más bien quería decirme que en una taberna era mejor no hablar con demasiada claridad, y menos de asesinos como los ashro-nyns.
—Dejadme adivinarlo —retomé—. Tu aparición tiene que ver con esa súbita decisión de salir de Ató, ¿verdad?
Lénisu, levantando el dedo índice, apuntó:
—Eres sagaz, querida sobrina.
Esperaba que añadiese algo pero se quedó ahí. Creo que sólo en ese instante me di cuenta de que Lénisu no había cambiado su actitud: como siempre, trataba de mantenerme apartada de los asuntos de los Sombríos. Poco le importaba que Deybris Lorent me hubiese tomado como pupila. Y lo cierto es que no se lo eché en cara.
—¿Cuándo os vais? —pregunté al fin.
Lénisu se recostó contra el muro al que estaba pegado el banco y respondió:
—En cuanto haya tomado mi cuarto desayuno.
—¡Lénisu! —protestó Miyuki, falsamente indignada—. Ya te has tomado seis huevos fritos y un pan entero. Vamos ahora o me voy a los Subterráneos y te dejo arreglar tus problemillas solo —determinó.
Mi tío puso cara de amedrentado.
—Está bien, tú decides. —Me miró con un suspiro exagerado—. Y luego me llaman capitán.
Me carcajeé ante su aire teatral y nos levantamos todos. Pensé de pronto en algo.
—¿Y Srakhi? ¿Tienes noticias suyas? —le pregunté.
Lénisu hizo una mueca.
—No —contestó simplemente.
Enarqué una ceja al verlo de pronto más sombrío, pero ante mi aire preocupado mi tío puso los ojos en blanco.
—Estará rezando en alguna Cresta Celeste, qué sé yo.
—¿En una qué? —inquirí, desconcertada.
—En una Cresta Celeste. Según me explicó un día, es una especie de lugar sagrado say-guetrán. Eso sí, en mi vida he visto una, a lo mejor hace falta fe para verlas, quién sabe. Voy a despedirme de Murri y Laygra —concluyó, alejándose.
Lénisu aprovechó también para pasar por el establo a saludar a Trikos. Cuando salió al Corredor, posó una mano firme sobre mi hombro.
—Estaré de vuelta dentro de un par de semanas. Ten cuidado —me dijo con gravedad—. Sé que eres una guerrera estupenda… pero, por favor, no te acerques demasiado a los monstruos, ¿eh? Mejor deja que los maten otros.
Meneé la cabeza, alucinada, mientras lo observaba alejarse junto a Dash, Miyuki y Darosh.
—Dándole consejos cobardes a tu sobrina, ¿eh? —gruñó Dashlari, mientras bajaban el Corredor.
—En este mundo, hay más cobardes que valientes, Dash —comentó Lénisu con un tono burlón—. ¿Por qué será?
Sus voces se perdieron entre los ruidos de la mañana. En un momento Lénisu giró la cabeza y levantó una mano. Le devolví el saludo y volví a entrar en la taberna, pensativa. Esa partida repentina me daba mala espina. Pero, francamente, si Lénisu no había querido explicarme nada, era mejor no tratar de preocuparse. Sonreí. Si Syu no se hubiese ido al mercado a curiosear, seguramente habría aprobado mi sabia decisión.
Aquel mismo día empezaron las patrullas. Tras desayunar copiosamente me dirigí con Frundis hacia el cuartel. Aseth, el capitán de la guardia, nos asignó a cada nuevo cekal un grupo de patrullas y, junto con Laya y Galgarrios, seguí a otros cuatro guardias por la calle del Sueño, mientras Ozwil y Revis se marchaban hacia el norte. A pesar de haber cambiado de grupo en el último minuto, Galgarrios no protestó: parecía alegrarse, no solamente porque trabajaría conmigo, sino también y sobre todo porque aquella patrulla se pasaba todo el día fuera de Ató pero volvía cada tarde, al contrario que la otra. Anduvimos tal vez durante una hora por el camino antes de meternos en el bosque, en busca de rastros sospechosos. Rastros de nadros… o de vampiros, pensé con un escalofrío.
En el camino, los guardias charlaban tranquilamente, contándonos historias terroríficas que tenían por solo objetivo darnos miedo. Y, de hecho, lo consiguieron, al menos con Laya, Galgarrios y Syu. Frundis se complacía escuchando esas historias y yo me hacía la incrédula y la valiente, asegurando que ya había matado a un dragón y que nada podía asustarme. Mi seguridad fingida hizo reír a más de uno.
Sin embargo, cuando nos adentramos en el bosque, los guardias cayeron en un silencio completo. Lo más probable era que no encontrásemos nada raro, pero seguimos avanzando, alerta. Observé con curiosidad los gestos precisos de una humana rubia de unos cuarenta años que parecía pasarlo todo en revisión, como buscando si algo, en ese bosque frondoso, hubiese cambiado.
En un momento, llegamos a una zona que me resultó muy familiar y eché una mirada hacia delante. El lugar donde había encontrado a Iharath y Drakvian no debía de andar muy lejos.
—¿Shaedra? —susurró Laya, con los ojos agrandados por el miedo—. ¿Has oído algo?
Negué con la cabeza.
—Me pareció oír el rugido de un dragón, pero seguramente me haya equivocado.
El elfo oscuro que había estado atemorizando a Laya, un tal Wujiri, se carcajeó por lo bajo.
—Serían mis tripas. Tengo un hambre de mil demonios. Narsia —llamó, alzando un poco la voz—. ¿No crees que deberíamos estar comiendo ya esas deliciosas tortas que siempre nos traes?
La humana rubia se detuvo.
—¿De veras tienes tan poca noción del tiempo, Wujiri? Apenas llevamos andando tres horas. Una más y hacemos una pausa —prometió con una sonrisa socarrona.
—Oh, venga, ¡Narsia! —rogó el elfo oscuro con un aire más pícaro que suplicante.
Los otros dos compañeros, Makatos y Aldirn, intercambiaron miradas burlonas, pero Narsia hizo un mohín, impaciente.
—Wujiri —lo advirtió—. Tenemos a dos novatas con nosotros. No debemos darles a entender que todas las patrullas se paran cada dos por tres a comer tortas.
—¡Por supuesto que no! —rió el elfo oscuro—. Nadie hace unas tortas como tú. Por eso no hacen tantas pausas.
Los otros dos guardias se carcajearon y Laya y yo intercambiamos sonrisas. Narsia, sin embargo, negó con la cabeza con autoridad.
—Ni hablar —decretó—. No insistas —añadió, al ver que su compañero abría la boca para soltar algún lamento más.
Íbamos a seguir andando cuando oímos el silbido lejano de una espada que salía de su vaina. La alarma nos invadió. Narsia desenvainó.
—¡Adelante, chicos!
Nos precipitamos hacia el ruido y pasamos corriendo cerca de la roca donde me había sentado aquella misma noche. Oía los latidos precipitados de mi corazón y adiviné que Laya, con la cara de desesperación que tenía, no debía de estar menos aterrorizada. Sin embargo, a mí no me aterraba tanto la idea de tener que luchar contra unos nadros rojos como la de encontrarme al maestro Ew de pie junto al cuerpo sin vida de Drakvian.
«Eso sí que es macabro», me dijo Frundis, disgustado, mientras me llenaba la cabeza de redobles de tambor.
Suspiré.
«Lo sé.»
Sin embargo, unos minutos más tarde, cuando vi Navon Ew Skalpaï, espada en mano, paseando unos ojos de loco en torno suyo, quedé espantada. Eso sólo podía significar una cosa…
—¡Maestro Ew! —exclamó Narsia, tan atónita como sus compañeros—. ¿Qué diablos hace usted aquí?
El humano bufó y la miró. Entonces, poco a poco, sus ojos fueron perdiendo el destello de locura que brillaba en ellos. Al cabo, su rostro lleno de cicatrices se suavizó, aunque muy ligeramente.
—Un vampiro —declaró—. Huele a vampiro. Hay un vampiro en el bosque.
Desde luego, su explicación había sido clara.
—Un vampiro —repitió Narsia—. Dioses. ¿Está seguro?
Por su tono, deduje que la guardia no acababa de creérselo. Sin embargo, a Navon Ew Skalpaï parecía traerle sin cuidado su incredulidad. Dio un paso hacia el oeste, decidido, y todos adivinamos sus intenciones.
—¡Espere! —exclamó Narsia—. ¿Qué va a hacer?
El cazavampiros enarcó una ceja.
—Pues, empezar la caza, por supuesto.
Me puse lívida. Todos nos removimos, inquietos.
—Esto… —carraspeó Narsia—. Hay que avisar al Mahir de que hay un vampiro cerca. Maestro Ew, ¿quiere que alguno de nosotros se quede con usted para ayudarle?
Ew Skalpaï meneó la cabeza, con un rictus en el rostro.
—No sabéis cazar vampiros —comentó simplemente.
—Eso es cierto —se apresuró a aprobar Wujiri.
Sin más dilaciones, el cazavampiros hizo un gesto de saludo y se alejó por el bosque, ansioso de encontrar a su presa… Retomamos el camino hacia Ató y, mientras los demás comentaban el suceso hablando de la terrible reputación de Ew Skalpaï, yo avanzaba en silencio junto a ellos. La inquietud me carcomía por dentro. Ojalá ese humano no fuera tan bueno cazando vampiros, suspiré mentalmente.
—Tranquila —me dijo Galgarrios con una sonrisa bonachona—. Un vampiro no puede hacer nada contra tantos guardias.
Wujiri enarcó una ceja.
—¿La matadragones está asustada? —se burló.
Gruñí.
—Qué va. Sólo aprensiva.
Durante los tres días siguientes, Ew Skalpaï buscó a Drakvian día y noche. Por un lado, la gente admiraba su dedicación: la noticia de que un vampiro podía estar merodeando por Ató era más bien para causar pánico. Pero, por otro lado, el empeño fanático con que el cazavampiros operaba inspiraba cierta mofa. Tres días pasé patrullando por los bosques circundantes sin que mis compañeros y yo encontrásemos rastro alguno de nadro rojo o vampiro. Finalmente, la vida de guardia era más monótona de lo que podía parecer a primera vista. Todas las tardes, volvía agotada a la taberna. Eso sí, las tortas de Narsia eran una delicia. Cuando se lo dije a Kirlens, este se carcajeó y me tendió un plato lleno de arroz humeante.
—A lo mejor debería contratarla —bromeó, sentándose a la mesa.
Negué con la cabeza.
—Imposible. A Wigy le salen igual o mejor —afirmé—. Y sus pasteles le dan mil vueltas a la mejor torta del mundo.
Ante mi tono categórico, Kirlens soltó una ruidosa risotada.
—De hecho, si tuviese que hacer esos pasteles yo, te aseguro que ya habría perdido a todos los clientes.
Le devolví la sonrisa y bostecé sin quererlo.
—¡Ah! —dijo Kirlens, frunciendo el ceño—. A la cama. Tú y Kyisse. No es plan que mañana te encuentres con un nadro rojo y te quedes dormida, ¿mm?
Puse los ojos en blanco y me levanté, cogiéndole la mano a Kyisse. Fuimos a darles las buenas noches a mis hermanos. Wigy había salido, probablemente a ver a su amigo Nart, pensé, divertida. Llevé a Kyisse a su cuarto y le conté una historia de las tantas que me sabía hasta que la pequeña cerrase sus ojos. Entonces empujé suavemente la puerta y regresé a mi cuarto. Ahí me encontré a Syu durmiendo ya profundamente en su jergón. Cuando me tumbé, sin embargo, el mono, como un sonámbulo, se levantó, trepó a la cama y se acurrucó junto a mí. Sonreí sola en la oscuridad y concilié el sueño casi inmediatamente.
* * *
—Eres un glotón, Wujiri.
Narsia refunfuñaba y el elfo oscuro engulló el último bocado antes de dedicarle una sonrisa inocente.
—Eres una verdadera diosa de la cocina, Narsia —dijo.
—Wujiri…
—Te lo aseguro —insistió, teatral.
Laya y yo resoplamos, divertidas. Galgarrios se pasaba una mano pensativa por su cabello rubio. Estábamos sentados en un borde del camino principal, en plena pausa. A pesar de ser tan sólo nuestro cuarto día de patrulla, empezaba a entender que lo de las pausas tenía lugar más frecuentemente de lo que aconsejaba el capitán de la Guardia de Ató. Al menos, eso ocurría con nuestra patrulla: tan sólo debían de ser las tres de la tarde y aquella era nuestra tercera pausa del día.
—Deberíamos retomar nuestra vuelta —observó entonces Narsia, poniéndose en pie.
Sin protestar, Wujiri y los demás la imitamos… y nos giramos en un solo movimiento hacia un ruido de cascos contra la piedra del camino. Era un jinete de Ató. Cuando llegó a nuestra altura, sorprendentemente, se paró.
—¡So! —dijo—. ¡Guardias! Gracias a los dioses, estáis aquí. El Mahir requiere vuestra presencia ahora mismo. Ha ocurrido una urgencia.
—¿Qué ha pasado? —inquirió Narsia. Por lo visto, no estaba acostumbrada a que le interrumpiesen la patrulla de esa forma.
—Una niña ha desaparecido. La niña de Klanez —explicó con tono grave.
Me quedé helada.
—¿Cómo que desaparecido? —solté, alterada, tratando de reprimir la oleada de pánico que amenazaba con invadirme.
—Sí. Al parecer, se la llevaron para el suroeste, rumbo a la Torre de Shéthil más o menos. Hay rastros de varias personas. Sin duda los subterranienses están detrás de todo esto —escupió con desdén—. Pobre niña. Bueno, yo tengo que seguir avisando a las demás patrullas por si ven algo. ¡Hiá!
El caballo partió al galope por el camino y me quedé mirándolo unos segundos, pasmada. Kyisse… Un súbito sonido de flauta prolongado me sacó de mi torpor. Los demás guardias estaban hablando entre ellos, comentando la noticia.
—¡Adelante! —dijo Narsia—. Volvamos a Ató.
Sin esperarlos, eché a correr por el camino a toda prisa. El jaipú se desparramaba por todo mi cuerpo, impulsándolo como si el viento lo empujase. Rápidamente distancié a toda mi patrulla y llegué a Ató en apenas media hora. Sin embargo, no entré en la ciudad. Torcí directamente hacia el sur. Junto a los lindes del bosque, tres siluetas de guardias parecían estar conversando animadamente.
Me detuve ante ellos, jadeante. Los tres se habían quedado mirándome con aire sorprendido.
—¿Dónde está tu patrulla? —preguntó uno de ellos.
Me percaté de que quien me hablaba era nada menos que Aseth, el capitán de la guardia. Respirando entrecortadamente, hice un gesto vago hacia atrás.
—Por ahí —resollé—. ¿Y Kyisse?
El capitán frunció el ceño.
—Sabes que un guardia normalmente nunca debería separarse de su patrulla.
Le solté una mirada aburrida y escudriñé el bosque.
—¿Por dónde la han llevado? —insistí.
Fue otro de los guardias quien contestó:
—En cuanto llegue tu patrulla, iremos a buscarla. Hemos enviado a un rastreador, nada menos que a Ew Skalpaï. No te preocupes. No creo que esos raptores hagan daño a la niña. Seguramente andan buscando alguna recompensa.
—O buscan ir al castillo por sus propios medios —añadió su compañero, sombrío—. A menos que sean enviados de Dumblor. No les habrá gustado que…
—Ahí vienen —lo interrumpió Aseth.
Me giré y vi a mi patrulla aparecer por el camino, hacia Ató. No nos habían visto. Puse las manos a ambos lados de mi boca y grité con toda la fuerza de mis pulmones:
—¡AQUÍ, PATRULLA!
Los tres guardias mascullaron entre dientes, retrocediendo. Syu se tapó las orejas, gruñón.
—Creo que ya te han oído —comentó el capitán. Reía por lo bajo—. Por Nagray, joven cekal, ¿dónde aprendiste a gritar así?
Me ruboricé, dándome cuenta de que estaba demasiado nerviosa para poder controlarme. Pero al menos, Narsia me había oído y ahora ella y sus compañeros bajaban la pendiente a todo correr. Mis prisas parecían haberles dado alas a ellos también, observé.
—¿Estáis seguros de que eran subterranienses? —pregunté, mientras se acercaba mi patrulla.
—Ni idea —confesó el capitán—. Lo que está claro es que lleva más de dos horas desaparecida.
—La joven Wigy Zab nos avisó de su desaparición —añadió el guardia que parecía más hablador—. Al parecer, al principio creyó que se había ido a la Guardería a jugar con los nerús. Pobre niña.
Al fin, Wujiri, Makatos y Aldirn nos alcanzaron. Narsia, Galgarrios y Laya iban detrás. Todos respiraban ruidosamente.
—Dioses —resopló Wujiri—. Hola, capitán. ¿Qué… ha… pasado?
El capitán Aseth explicó tranquilamente lo ocurrido en unas breves frases mientras sus guardias se recuperaban y entonces nos señaló el bosque.
—Vamos a seguir el rastro. Ánimo, muchachos. Tenemos que salvar a esa niña.
Movidos por tan noble objetivo, mi patrulla se puso en camino y seguimos al capitán mientras sus dos compañeros regresaban a Ató. Al de una hora, nos encontramos con la otra patrulla que nos esperaba con impaciencia. Eran tres: ese tonto arrogante de Yerry, su compañero Omarsh y Sarpi. Por lo visto, esta había decidido bajar de su torre de vigía para retomar las armas. Cuando nos reanudamos la marcha, me apretó el hombro como para infundirme ánimo y decirme que encontraríamos a Kyisse.
Pero, cuanto más reflexionaba sobre lo ocurrido, más me preocupaba. Kyisse, la Flor del Norte, la Última Klanez, la niña única capaz de entrar en el mítico castillo de Klanez… ¿cómo no se me había ocurrido que alguien podría querer raptarla? Quedaba por saber si esos malditos canallas pedirían algún rescate o tendrían pensado ir al castillo de Klanez.
«Es terrible», aprobó Frundis, indignado, e hizo sonar unas trompetas heroicas, declarando: «¡Tenemos que salvarla!»
Asentí con la cabeza e inconscientemente aceleré el ritmo. Anduvimos durante horas, hasta que la oscuridad se volviese tan impenetrable que tuvimos que pararnos. En total, éramos once guardias. Nos instalamos en un pequeño claro y nos sentamos todos alrededor de dos fogatas. El capitán de la guardia parecía haberse tomado el rescate de Kyisse con mucha seriedad ya que él mismo había decidido acompañarnos. Afortunadamente, había previsto que no la encontraríamos el mismo día y la comida no faltaba. Durante la cena, se inventaron muchas historias sobre la identidad de los raptores. Makatos hasta insinuó en un momento que podía tratarse de anefáins. Aunque yo dudaba mucho de que aquel pueblo nómada se molestara en raptar a niñas. Otro habló de legendarios monstruos que habitaban el castillo de Klanez. El capitán gruñó.
—No tiene sentido. Esa pequeña consiguió ahuyentar a dos nadros rojos con sus poderes celmistas. Dudo de que sean monstruos. Además, las pisadas atestiguan de que son saijits. Eso sí, deben de ser raptores profesionales.
—De eso yo no estaría tan seguro —intervino una voz.
Alzamos la mirada del fuego y vimos aparecer la silueta de Ew Skalpaï. Se sentó no muy lejos de mí, frente al capitán.
—¿Qué quieres decir? —preguntó este, enarcando una ceja.
Percibí su leve reserva y deduje que el cazavampiros no acababa de convencerle tampoco al capitán.
—Ningún verdadero profesional dejaría una huella tan clara —explicó tranquilamente el maestro Ew—. No, no son profesionales.
—Para usted, los vampiros tampoco son profesionales —intervino Yerry, burlón—. Aunque el último vampiro parece serlo más, ¿verdad? A lo mejor se ha convertido en un fantasma. O a lo mejor no existió nunca —añadió por lo bajo.
Omarsh ahogó la risa en su bol. Laya los fulminó a ambos con la mirada, como desafiando a cualquiera que se riera de su antiguo maestro de har-kar. El capitán frunció el ceño y volvió a posar sus ojos oscuros en el cazavampiros.
—¿Así que la pista es clara?
—No es evidente verla, pero cualquier buen rastreador la vería —asintió el cazavampiros.
—Entonces seguiremos la pista y que los dioses quieran que encontremos a la niña sana y salva —dijo el capitán a modo de conclusión.
Todos aprobaron y pronto nos envolvimos cada uno en nuestras mantas, aunque en realidad la mayoría prescindió de ellas, ya que hacía un calor como pocas veces hacía en verano en Ató. Definitivamente, todo parecía indicar que entrábamos en un Ciclo del Ruido, pensé.
Antes de sumirme en un profundo sueño, vi a Navon Ew Skalpaï, sentado en una roca, con la mirada posada en las oscuridades de la noche. ¿Acaso su odio irracional por los vampiros se debía a su trabajo? ¿O bien a algún otro acontecimiento en su vida? Tal vez, a imagen de Jaixel, había perdido a algún miembro de su familia por culpa de un vampiro… Meneé la cabeza, burlándome de mí misma. ¿Desde cuándo me preocupaba yo por los secretos de los demás?
Cuando desperté, aquella mañana, me quedé un momento aturdida al verme tan rodeada de guardias con túnicas amarillas. Galgarrios, junto a mí, se enderezó mirando a su alrededor con una gran sonrisa.
—No pareces echar de menos Ató —observé, socarrona.
El caito se encogió de hombros.
—Cuando se trata de un objetivo tan noble como salvar a una niña, no me importa cruzarme toda Ajensoldra —me aseguró.
—Ya, pues espero que no tengamos que cruzarnos toda Ajensoldra —masculló Laya con amargura.
Puse los ojos en blanco. Desde luego, Laya no andaba cerca de tomar como ejemplo a Shakel Borris. Nos pusimos en marcha tras un desayuno frugal y seguimos a Ew Skalpaï a buen ritmo por las colinas boscosas. Cruzamos un río y cuando el sol desaparecía por el horizonte, alcanzamos a divisar un extenso lago. En la lejanía, se alzaba una especie de ancha torre en ruinas.
—La Torre de Shéthil —murmuró Wujiri a mi lado—. ¿A quién se le ocurre acercarse a ese lugar maldito?
Visto desde lejos y bajo la luz cálida del poniente, el paisaje era hermoso. Sin embargo, conocía las historias que se contaban sobre esa torre. Hablaban de espectros y de ardoxias y de un monstruo llamado Ugabira que arrancaba el corazón de sus víctimas y los devoraba. Me estremecí nada más pensarlo. Aún recordaba el día en que unos guardias habían contado en el Ciervo alado la vez en que osaron acercarse a menos de cien metros. Habían oído gritos terribles y echaron a correr como pudieron sin mirar atrás.
—El rastro se dirige hacia la Torre —observó Ew Skalpaï, sombrío.
Me recorrió un escalofrío. ¿Qué secuestradores podían osar acercarse a esa torre, y con una niña de ocho años? Debían de ser unos desalmados. Apreté los puños con fuerza, prometiéndome que esos saijits, fuesen quienes fuesen, lo pagarían caro. Muy caro.
Aquella noche, el sueño de todos fue agitado y despertamos a la mañana siguiente con la impresión de haber luchado durante cinco horas seguidas. Entre bocado y bocado de arroz frío, Wujiri soltó con tono dramático:
—He soñado con que unos orcos nos cernían y nos mataban a todos antes de sacarnos nuestros corazones e ir a ofrecérselos a Ugabira.
Narsia lo fulminó con la mirada.
—¡Wujiri! —protestó.
—Pues yo he soñado con que venían unas arpías a capturarnos —intervino Laya, con una expresión de terror—. Nos llevaban muy alto muy alto. Y luego nos soltaban. Era horrible.
Muchos resoplaron divertidos y Sarpi soltó una carcajada.
—Dejaos ya de pesadillas.
—Pues a mí me preocupa —afirmó Laya—. Sé que los sueños no cuentan la verdad. Pero estos sueños son diferentes.
—Lo sé, Laya —suspiró el capitán con paciencia—. Son los típicos sueños muy realistas que uno hace cuando viene un Ciclo del Ruido… y cuando uno se deja llevar por el miedo —agregó—. Y el guerrero debe saber controlar su miedo, ¿verdad?
La elfa oscura puso cara atormentada pero asintió.
—Sí, capitán.
Guardamos todas nuestras pertenencias y nos pusimos pronto en marcha, siguiendo a Ew Skalpaï. Caminaba junto a Galgarrios y Laya, pensativa. Aquella noche, yo había tenido un sueño especialmente extraño: todo el cielo se había cubierto de una oscuridad total. Ni el más mínimo sortilegio de luz funcionaba y, en las tinieblas, sólo brillaban los ojos dorados de Kyisse. Sin ser macabro como los de Wujiri o Laya, el sueño me ponía los pelos de punta.
Nos acercábamos inexorablemente hacia la torre. ¿Podía tratarse acaso de un sucio engaño para que muriésemos todos a manos del Devorador de Corazones? Sin duda, más de uno se lo preguntaba. Cuando al fin salimos del bosque, pudimos observar la Torre de Shéthil con todo lujo de detalles. Cuanto más avanzábamos, más sentía aumentar la tensión.
—Ew Skalpaï —llamó el capitán—. ¿Cómo puedes estar seguro de que se han ido en esa dirección?
—No lo sé —admitió el cazavampiros, echando una mirada hacia las vastas praderas que rodeaban la torre—. Pero sé que han salido del bosque por aquí. No nos llevan mucha ventaja y van a pie como nosotros. Con estas llanuras, los veríamos desde lejos. No pueden esconderse en otro sitio.
—A menos que hayan cruzado el río de nuevo y nos hayan despistado —intervino Narsia.
El cazavampiros negó con la cabeza.
—No. Lo habría sabido —afirmó con seguridad.
Los guardias intercambiaron miradas, y seguimos avanzando bajo el sol de la mañana. Pronto empecé a oír un zumbido extraño. Fruncí el ceño.
«¿Frundis? ¿Eres tú?»
Pero el bastón dormía. Solté un sortilegio de reconocimiento y me fijé en que el aire estaba poblado de energía brúlica en bruto. La zona estaba totalmente desequilibrada energéticamente.
La torre en ruinas se alzaba en la orilla del río, cubierta de hiedra y de arbustos. Tan sólo el arrullo del agua rompía el relativo silencio.
—Al menos no se oyen gritos —murmuré.
—¿Hasta cuándo? —replicó Laya, con la mano sobre el pomo de su espada.
El capitán Aseth se giró hacia su compañía.
—Omarsh, Yerry, Sarpi: quedaos aquí y vigilad los alrededores. Los demás, venid conmigo.
Dimos la vuelta a la torre, prudentes, pero no vimos nada sospechoso. Pese a su amplitud, la torre sólo tenía una entrada con una puerta cubierta de liquen. En lo alto, se veían aspilleras y canecillos rotos.
—Wujiri, Galgarrios, Shaedra —dijo de pronto el capitán—: por la izquierda. Makatos, Narsia, Laya, por la derecha.
Desenvainamos nuestras espadas y nos separamos. Avanzamos formando un amplio semicírculo hacia la torre. Cuanto más nos acercábamos, más tenía la impresión de que la energía en el aire se compactaba. Llegó al fin Ew Skalpaï hasta la puerta y la empujó con brusquedad. Esta se resistió y él empujó con más ímpetu hasta que la puerta chirriase contra la piedra. Con la espada en mano, avanzó un paso. Y se detuvo en seco cuando oímos de pronto salir del interior un rugido infernal.
—¿Qué ha sido eso…? —preguntó Laya con un grito ahogado.
Paralizada de espanto, vi cómo un enorme brazo negro con garras surgía del batiente abierto y empujaba brutalmente al cazavampiros antes de desaparecer.
—¡Ew Skalpaï! —exclamó el capitán precipitándose hacia él para sostenerlo.
Sin embargo, antes de que llegase a él, Ew Skalpaï ya se había recobrado. No le dedicó ni una mirada al capitán: blandió su espada y se impulsó hacia adelante, cruzando el umbral con los ojos brillantes de locura.
—¡Ew Skalpaï! —rugió de nuevo el capitán Aseth, mientras veíamos desaparecer al humano por la entrada.
Sólo cuando vi al capitán precipitarse hacia la puerta entendí realmente lo que significaba tener coraje. El hilo de su espada encantada brillaba de una luz intensa. Soltó unas órdenes que no entendí antes de internarse en la torre, seguido por Narsia, Makatos y Wujiri. Un fuego interior, mezcla de miedo, horror y sinrazón, embargaba mis sentidos. Y, sin pensarlo dos veces, los seguí.
«¡Shaedra!», se alarmó Syu, aterrado.
«Honor, Vida y Coraje, Syu», solté con determinación.
«Shaedra…» Syu vaciló. «¿Te has dado cuenta de que no somos raendays?»
No repliqué y entré con paso decidido.
La luz tan sólo alcanzaba a iluminar los primeros metros de la sala, llena de piedras y desperdicios. Ahí se habían detenido mis compañeros, blandiendo la espada hacia la penumbra más completa. En el resto de la sala, flotaban de hecho unas sombras espesas que la luz del día no conseguía disipar. Y entre esas sombras, me pareció distinguir una forma con ojos grandes y blancos como la leche antes de que desapareciese. Palidecí. Esa cosa, fuera lo que fuera, me llevaba varias cabezas. Se oían sus pasos, como si estuviese dudando sobre qué víctima abalanzarse primero. A mi derecha la silueta enhiesta del cazavampiros se difuminaba entre el velo oscuro. Lo vi retroceder y me alegré de que fuese lo suficientemente prudente como para no embestir contra un monstruo a ciegas.
—¡Ew Skalpaï! —bramó el capitán—. ¿Qué diablos es esa cosa?
El grito de Laya me impidió oír la respuesta del cazavampiros. Una enorme zarpa había salido a descubierto y di un salto hacia atrás mientras el capitán esquivaba el ataque y contraatacaba con su espada iluminada. La criatura soltó un quejido agudo y retiró su brazo, hundiéndolo de nuevo en la penumbra.
—¡No se ve nada! —protestó Narsia.
—¡Abrid el otro batiente! —nos ordenó el capitán Aseth.
Antes de obedecerle, creé la luz armónica más intensa que había fabricado en mi vida y la lancé a la criatura, pero tan sólo consiguió iluminar unos centímetros a su alrededor antes de desaparecer, engullida por las sombras. Vi aparecer de pronto unos ojos blancos como dos Lunas que atravesaron las sombras y se clavaron en mí. Oh, no…
«Ya está: Honor, Vida y Coraje, ¿eh?», gruñó el mono, temblando de pies a cabeza.
Levanté la mano, blandiendo la espada, y retrocedí unos pasos. En el momento en que las enormes garras del monstruo iban a hacerme papilla, una silueta rubia se interpuso en su camino. Solté un alarido de horror.
—¡Galgarrios! ¡No!
El caito fue absorbido por las sombras. Oí un crujido ruidoso seguido de un grito de dolor.
El terror me invadió, pero lejos de hacerme retroceder, me dio alas. Me abalancé contra la criatura y pronto me encontré a oscuras. Tropecé, creo, con uno de sus pies e iba a hincar la espada con todas mis fuerzas cuando una mano enorme y musculosa me agarró por la túnica. Por un instante, vi de cerca sus ojos enormes y… ¿acaso eso podía ser su boca?, se preguntó una vocecita en mi interior mientras mi conciencia estaba a punto de desmayarse de terror. El rugido que emitió la criatura retumbó por toda mi cabeza y sentí la espada deslizarse de entre mis manos. Me zarandeó y me arrojó hacia el fondo de la sala. Aterricé brutalmente contra el suelo.
Tardé tal vez un minuto en recobrarme antes de alzar los ojos. No veía nada. Ya llevábamos dentro un rato pero aquel ser se mantenía siempre fuera de alcance, ocultado como estaba en las sombras. Además, dadas las exclamaciones de pánico de mis compañeros, mi ataque frustrado había desencadenado su furia.
—¡No podemos luchar contra él a ciegas! —rugía la voz de Narsia.
—¡Atrás, hacia la salida! —gritó el capitán en algún sitio.
Agrandé los ojos, incrédula. ¿Cómo que atrás? ¿No se estarían retirando? Con los músculos doloridos, me levanté y saqué a Frundis.
«¡Vamos, Shaedra!», me animó el bastón con una traca de cohetes efusivos. «¡Podemos vencerle!»
Lo empuñé con fuerza… y entonces oí una tos cercana y lo olvidé todo: la criatura, el combate y el dolor de mi brutal caída. Me arrodillé y tanteé con mi mano libre. Al topar con el pelo de Galgarrios, solté un lamento por lo bajo.
—Galgarrios… Galgarrios, ¿estás bien?
Noté el gesto de asentimiento, a menos que estuviese simplemente moviendo la cabeza y no me hubiese oído siquiera… Un grito estridente surcó las tinieblas. Unos instantes después, algo me rozó la espalda y cayó en el suelo, inerte. El pánico me invadió. No podía ser que Kyisse hubiese pasado por aquí. Era imposible. Ew Skalpaï había tenido que equivocarse. Teníamos que salir de ahí cuanto antes.
Tanteé el cuerpo que acababa de caer junto a mí y muy débilmente aclaré su rostro rozándolo con la mano. Era Wujiri. Estaba inconsciente. Genial, me dije, desesperada. ¿Y ahora qué?
La lucha seguía su curso. Se oían gritos entre mis compañeros.
—¡Cuidado! —tonó la voz de Ew Skalpaï. Se percibió un ruido de espada y entre la oscuridad creí divisar la forma de la criatura que retrocedía, prudente.
«¡Vamos a morir!», chilló Syu, aterrado.
«¡Syu! Cálmate, ¿quieres? Cálmate», repetí, más para mí misma que para él. «No quiero morir.»
Y con ese pensamiento en mente, me levanté de un bote y me dirigí hacia donde suponía que se encontraba el monstruo. En un momento tropecé contra una piedra y luego me detuve en seco al oír el grito agudo de Laya.
¿Cómo demonios quería acabar con ese monstruo si ni siquiera conseguía verlo? Casi se me escapó Frundis de las manos pero lo agarré con más fuerza.
«Un gawalt nunca desespera», solté.
Tomé impulso, con la firme intención de no rendirme. Syu, que se había quedado junto a Galgarrios, soltó un gemido mental.
«Un gawalt nunca se mete en la boca del lobo», se lamentó.
Segundos después, me empotré contra la pierna del monstruo y sentí como si me chocase contra un árbol gelatinoso cubierto de seda. La piel era increíblemente resbaladiza y parecía moldearse a su antojo… Agrandé los ojos, viendo al fin la evidencia. Ese monstruo era un sainal. ¡Un sainal!, me repetí, sin poder creerlo.
«Pues no te lo creas, ¡pero haz algo!», imploró Syu.
«¡Eso!», aprobó Frundis, ansioso por enseñar sus dotes de luchador.
Le asesté un golpe a la criatura en el momento en que esta se volvía hacia mí y me daba una patada bestial. Traté de dar un salto para recuperar el equilibrio pero tropecé con un enorme bloque de piedra y me golpeé la cabeza contra algo. Milagrosamente no perdí el conocimiento, pero creí que toda mi cabeza iba a estallar. Cuando sentí el bastón deslizarse hasta mis manos solté un suspiro aliviado. Al menos seguía teniendo a Frundis.
«Shaedra, ¡levántate!», me suplicó él. «No puedes morir aquí.»
Pestañeé, a punto de desfallecer.
«¿No puedo?»
Mi pregunta pareció dejarlo pasmado.
«Pues ¡no! ¡Claro que no! Tú eres Shaedra Úcrinalm Háreldin, la que luchó valientemente contra las mílfidas aladas y salvó a la Flor del Norte… ¿recuerdas?»
Asentí y volví a levantarme, o al menos lo intenté. Mis piernas flaquearon y volví a caer al suelo sintiendo que la cabeza me zumbaba como un enjambre de abejas. Se oyeron gritos y alcé la mirada, alarmada, mientras me masajeaba la cabeza. Una luz semejante al sol pareció desgarrar las sombras como un rayo. Era una enorme bola de fuego. Aturdida, la vi cruzar la penumbra a la velocidad del rayo y golpear brutalmente contra algo. El sainal soltó un alarido.
Todo fue entonces caos y locura. La criatura rugió con toda la fuerza de sus pulmones, tal vez herida. La oscuridad, que temporalmente había menguado ligeramente, volvió a invadir cada esquina de la sala. Instantes después, entreví una nueva bola de fuego, aunque esta vez el sainal consiguió esquivarla.
Jamás había visto bolas de fuego tan potentes. Es más, según lo que había aprendido en la Pagoda Azul, era imposible crear un sortilegio tan complicado y lograr controlarlo. Sólo cabía una posibilidad: utilizar una mágara que amplificase los efectos. Como por ejemplo las Trillizas. ¿Podía ser que Drakvian hubiese conseguido encontrarlas y nos hubiese seguido hasta la torre? Vistos los gritos, parecía que todos mis compañeros estaban ya en la sala intentando dar con el monstruo.
—Oh… mi cabeza —gemí.
Me arrastré sobre la piedra, alejándome del combate. Tenía la sensación de que todo mi cuerpo me quemaba. Cuando llegué de nuevo junto a Galgarrios y Wujiri, me percaté de que las sombras parecían menos densas ahora. Escudriñé la oscuridad, alarmada por el súbito silencio. ¿Dónde estaba el sainal? ¿Acaso Drakvian había conseguido matarlo?
Unos gritos me despertaron de mi confusión. Poco a poco, la oscuridad de la sala disminuía y se iban infiltrando rayos de luz por las aspilleras. Vi al capitán levantarse con dificultad del lugar donde había caído. Invoqué una esfera de luz y esta al fin pareció tener efecto. Paseé la mirada a mi alrededor. ¿Qué había sido del sainal?
—¿Está muerto? —preguntó una voz.
—¿Dónde está el cadáver? —dijo otro guardia.
—¿Quién demonios ha soltado esas bolas de fuego? —añadió Narsia.
—¡Capitán! —exclamé. Un súbito mareo me hizo apoyarme en Frundis—. Por Ruyalé. Estamos vivos. —Solté una risita—. ¡Estamos vivos!
El capitán Aseth se precipitó hacia nosotros y se arrodilló junto a Wujiri. El alivio se reflejó en su rostro cuando comprobó que seguía respirando. Con la luz, pude ver al fin a Galgarrios. Apretaba con firmeza su puño contra su pecho.
—¡Galgarrios! ¿Estás bien? —pregunté, dejándome caer pesadamente junto a él. Su rostro se tambaleaba ante mis ojos.
El caito me miró pero no contestó. Su rostro parecía haberse petrificado de espanto. ¿Qué…?
Sentí de pronto movimiento a mi alrededor y me giré. Entre las sombras que se disipaban ante las luces invocadas, Narsia y el capitán Aseth me contemplaban, atónitos. Sólo entonces, en medio de mi confusión, sentí el leve fluir de mi Sreda. ¿Podía ser…? ¿Podía ser…? ¿Pero cuándo…? Las sombras no se habían desvanecido tanto como creía: mis ojos de demonio veían a través de ellas.
Pensé en controlar la Sreda, pero por alguna razón no lo conseguí. Tal vez estaba demasiado débil y aterrorizada. O bien la energía que flotaba en ese lugar alteraba mis facultades. Me levanté precipitadamente.
—Yo…
Apenas había empezado a hablar cuando oí un ruido de espada desenvainarse. A mi derecha, Ew Skalpaï me miraba con ojos locos de asesino.
—¡Un demonio! —rugió.
Retrocedí precipitadamente bajo las miradas estupefactas de Galgarrios y Laya.
—No… ¡no lo entendéis! —exclamé. Las palabras salían de mi boca atropelladamente—. Yo no soy ningún monstruo. Es… sólo una apariencia. Yo no soy un demonio… Os lo juro. Soy Shaedra.
Traté de enseñarles una sonrisa. Mis palabras, junto con mis dientes afilados, más que convencerlos, los despertaron del aturdimiento. Narsia y el capitán sacaron a su vez la espada. Y Sarpi, que llegaba a toda prisa, tardó tan sólo unos segundos en imitarlos.
«¡Syu!», gemí, mientras este se escondía detrás de mi pelo, perplejo ante la escena.
—¿Es una nueva artimaña de ese sainal? —preguntó a Sarpi.
No oí la respuesta porque en ese momento Ew Skalpaï se abalanzaba sobre mí. No sé por qué, me daba la impresión de que no era la primera vez que ese humano veía a un demonio.
«Frundis, ¡prepárate!»
Mi primer objetivo era sobrevivir. El segundo consistía en salir de esa torre maldita.
Paré el ataque de Ew Skalpaï y di un salto hacia atrás. No podía creerlo. ¿Estaba luchando contra un maestro de har-kar? Por lo menos tenía mejor vista que él, me dije, optimista. Sin pensar en las consecuencias de todo lo que estaba sucediendo, fui retrocediendo hacia el muro del fondo ante cada ataque. Me fundí en las sombras armónicas. Ew Skalpaï parecía estar luchando a ciegas, observé.
«¡No llegarás nunca a la entrada alejándote de ella!», deploró el mono.
«¡Por el momento intento sobrevivir!», repliqué.
Aunque temía que tan sólo me quedaban ya unos segundos de vida. ¡Malditos saijits! ¿No podían razonar ni un minuto? ¿No podían hacer el esfuerzo de recordar que yo, Shaedra, había sido siempre simpática con todo el mundo y nunca me había comido a ningún niño? ¿Acaso unas simples marcas negras podían trastornarlos tanto?
Antes de que viniese el golpe final de Ew Skalpaï, mis fuerzas me abandonaron. Dejé escapar a Frundis y caí de rodillas. No conseguía ni llorar. ¡Era todo tan absurdo!
Mi súbito movimiento de rendición los sorprendió a todos, pero eso no impidió que Ew Skalpaï colocase prestamente el filo de su espada bajo mi barbilla. Sus ojos eran tan fríos como el metal de su arma.
—¡Espere! —gritó Galgarrios con una urgencia nunca jamás vista en él—. Y si… ¿y si dijera la verdad y no es un demonio? ¿Y si es Shaedra?
Con sumo esfuerzo, se había arrastrado unos metros hacia nosotros. Su expresión reflejaba incomprensión y horror.
—Ninguna palabra que pueda decir este demonio te devolverá a tu amiga —siseó Ew Skalpaï.
—Eso es estúpido —alcancé a decir—. Soy Shaedra, lo sé y lo sabéis. Puedo contarle exactamente la conversación que tuvimos hace unos días en el bosque, maestro Ew… Puedo…
—Ew Skalpaï —pronunció el capitán, interrumpiéndome—. Dime, ¿estás seguro?
El cazavampiros escupió.
—Segurísimo. Ya he matado a dos demonios en mi maldita vida. Debe de haberla poseído durante la batalla… O antes. Tal vez fuese un demonio desde el principio. Pero lo que está claro es que un ser maligno habita su cuerpo.
—No —gimió Laya, más lejos—. No puede ser…
Sentí el filo de la espada moverse para acabar con la sucia tarea…
—No la mates —tonó de pronto el capitán—. Átala. La llevaremos a Ató.
—Un demonio no se mata con la espada. Si no, el demonio irá a poseer otro cuerpo. Tenemos que quemarlo —afirmó Ew Skalpaï.
Reprimí un gruñido incrédulo. ¿De dónde sacaba esas ideas tan disparatadas?
—Lo quemaremos… Pero aquí no —insistió el capitán.
Por fin había alguien con un atisbo de razón, suspiré. De pronto, resonó una voz estentórea.
—¡Que nadie se mueva!
Se sobresaltaron todos, menos Ew y yo, y di gracias a los dioses por que Ew Skalpaï supiese guardar tan bien su inmovilidad y no me hubiese cortado la garganta sin querer.
—¡Vosotros! —soltó el capitán, como reconociendo a los recién llegados—. ¿Quiénes sois?
—Somos los que vamos a acabar con vuestras vidas si no tiráis vuestras armas y dejáis en libertad a esa pobre muchacha —tonó una voz discordante.
Era Drakvian. Un rayo de esperanza aceleró los latidos de mi corazón. ¿Así que ahora yo era una pobre muchacha, eh?
Una luz se encendió en la sala, iluminando todas las paredes con unos reflejos azulados y violetas. Cuando Sarpi se apartó ligeramente vi junto a la puerta abierta de par en par a un Iharath encapuchado y embozado fabricando una enorme bola de energía. El pánico los invadió a todos, incluso a mí: si realmente llegaba a soltar ese sortilegio, tenía la impresión de que iba a salir tan mal parada como mis “compañeros”. Desde luego, las Trillizas estaban demostrando su utilidad.
—Es increíble —resopló el capitán.
Sin embargo, ninguno soltó las armas.
—¿Sois también demonios, verdad? —preguntó Ew Skalpaï con un tono monocorde, sin quitarme la vista de encima.
Drakvian, a unos pasos de Iharath, soltó una carcajada y apuntó:
—Vosotros sois los demonios.
Hubo unos segundos de silencio. La bola de energía crecía y pronto Iharath no podría contenerla. Era imposible que pudiese controlar un conjuro de esa amplitud…
—Soltad las armas y apartaos de ella u os matamos a todos —insistió la vampira. No noté en su voz ni el más mínimo temblor.
Por un momento, creí que el cazavampiros me mataría. Y probablemente lo hubiera hecho si en aquel instante el sainal no hubiese vuelto a aparecer, saliendo de las sombras de una esquina. Con un repentino zarpazo, mandó a Navon Ew Skalpaï a tomar vientos por nuevas riberas y quedé liberada.
Enseguida me chocó la actitud del sainal. ¿Acaso realmente había querido salvarme? Tomé a Frundis y me alejé hasta chocar contra el muro.
—¡Retirada! —rugió el capitán.
Su exclamación murió ahogada por un grito de dolor. El sainal, quien se había impulsado hacia la puerta, acababa de empujar violentamente a Iharath. La bola de energía que este mantenía se liberó y salió disparada en un total descontrol. Se disgregaba velozmente, pero llegó a golpear de refilón al capitán Aseth antes de desaparecer en un chisporroteo energético. Las sombras volvían a envolverlo todo. Pero antes de que se tapase del todo la luz de la entrada, vi cómo Narsia y Sarpi ayudaban al capitán y salían a todo correr con los demás Guardias de Ató. Ew Skalpaï los seguía, renqueante. Sin duda habrían pensado que valía la pena meditar un poco más antes de enfrentarse contra un sainal, un demonio y dos magos tan potentes. El sainal, sin embargo, no parecía querer matarlos, me di cuenta. Sólo estaba defendiendo su territorio. No era ningún Ugabira… o al menos no parecía estar ansioso de recoger los corazones de sus víctimas. Aunque, desde luego, ese sainal era duro de roer. Drakvian e Iharath se habían quedado tan aturdidos como yo, sin saber qué hacer, convencidos sin duda de que la muerte los esperaba tanto afuera como adentro.
Boquiabierta, vi cómo el sainal se precipitaba para cerrar las puertas, sumiendo la sala en la oscuridad. Sin embargo, ignoraba por qué, transformada como estaba alcanzaba a ver a través de esas sombras invocadas. Por eso me di cuenta de que Wujiri y Galgarrios seguían tendidos en el suelo. Un ruido estruendoso me hizo levantar la cabeza de nuevo hacia el sainal: este hacía rodar una piedra hasta colocarla contra los batientes de la puerta.
Sólo entonces Drakvian pareció recobrar su movilidad. Soltó una exclamación y agarró el brazo de Iharath, caído de bruces contra el suelo.
—¡Dame las Trillizas!
—Pero si no te quedan fuerzas…
—¡Dámelas!
El sainal soltó unos ruidos guturales y ambos callaron, espantados. Yo me quedé aún más anonadada, si cabe. Arrimada contra el muro, solté un resoplido de estupefacción. ¡El sainal acababa de hablar en tajal!
Sus palabras las conocía de sobra: significaban “Buenos días”. Me recuperé del pasmo y me esforcé por responder en voz alta:
—Taú kras.
Los ojos blanco del sainal brillaron y, entre las sombras, percibí su boca y su lengua azul. ¡Me sonreía! Temblando, me despegué del muro y llevé mi mano al hombro, realizando el saludo de los demonios para darle las gracias. El sainal pareció aceptarlas pues inclinó levemente la cabeza y las sombras se hicieron menos densas.
—Si eres tan amable, ¿puedes decirle a los compañeros que han intentado salvarte que se tranquilicen? Mi intención no es hacerles daño, aunque hayan entrado en mi morada sin pedir permiso y me hayan freído a bolas de fuego. No soy alguien rencoroso.
Soltó una carcajada profunda y lo miré con fijeza.
«Syu, Frundis, ¿estoy delirando o estoy hablando con un sainal?», les pregunté, atónita.
«Admito que es la primera vez que veo una de esas criaturas», confesó el bastón, curiosamente silencioso.
Se lo veía impresionado. Meneé discretamente la cabeza. Se suponía que los sainals eran criaturas de los infiernos. Todos los temían y aunque se decía que eran inteligentes muchos pensaban que sus mentes eran tan sólo el reflejo del Mal en persona.
Paciente, el sainal repitió sus palabras.
—¿Me entiendes, verdad?
—Asentí precipitadamente.
—Por supuesto. Enseguida les digo.
Avancé como una anciana, apoyándome en Frundis. La vampira y el semi-elfo nos contemplaban alternadamente, incrédulos. En la caída, se les habían caído los embozos y ahora se veían claramente los colmillos blancos de Drakvian en su boca semi abierta por el asombro. Cuando pasé delante de Galgarrios, lo vi tan lívido como un espectro.
—Er… Drakvian… Iharath —pronuncié, al alcanzarlos—. Tranquilos. El sainal nos ha salvado la vida. Bueno… me ha salvado la vida —rectifiqué.
La vampira meneó la cabeza, alucinada.
—¿Qué es esa lengua extraña?
—Es tajal, la lengua de los demonios —expliqué con tranquilidad.
Iharath soltó un jadeo y se acercó. Cuando alcanzó a ver mi rostro se puso a temblar.
—Así que es cierto… Eres un demonio —murmuró con una vocecita.
Entorné los ojos.
—Tú que fuiste una sombra durante tantos años, creía que serías más tolerante. Márevor lo fue.
El semi-elfo permaneció con los ojos desorbitados durante unos segundos, detallándome de cerca antes de inspirar hondo. Asintió varias veces, aturdido.
—Sí. Sí. —Sus ojos brillaron de curiosidad—. Pero entonces… ¿qué es exactamente un demonio?
Drakvian soltó un gruñido.
—Iharath, por favor, no empieces con tus aires de investigador. Tenemos a un sainal delante de nuestras narices. Por cierto, Shaedra… ¿te ha dicho por qué ha cerrado las puertas con esa enorme piedra?
Iharath tuvo una risita nerviosa.
—Para evitar las corrientes, tal vez.
—No os azoréis —les dije—. Voy a intentar hablar con él. A lo mejor sabe algo sobre Kyisse.
—¡Ah! —soltó de pronto el sainal, acercándose casi con timidez. Drakvian e Iharath se arredraron instintivamente. El comportamiento del sainal era de lo más extraño, pensé. Primero zarandeaba a todo el mundo y se conducía como el peor de los monstruos y luego hablaba con un tono tranquilo y educado. Sonrió, enseñando su lengua azul—. ¿Buscáis a la Flor Blanca que pasó por aquí?
Agrandé los ojos.
—¿Has visto pasar a la niña?
—Por supuesto —contestó.
Oí unos ruidos apagados afuera y, antes de que tuviese tiempo para preguntarle hacia dónde había ido Kyisse, el sainal añadió:
—Seguidme. Este no es un buen lugar para hablar. Esos saijits podrían querer volver.
Se alejó hacia el fondo de la sala y volvió a girarse hacia mí.
—¿Vienes?
Asentí y eché una mirada hacia la puerta, de la que se infiltraban tímidos rayos de luz. Por lo visto, los Guardias de Ató habían decidido esperar un poco antes de volver a la carga. A menos que hubiesen dado por perdidos a Galgarrios y Wujiri y estuviesen ya corriendo hacia Ató para informar a todo el mundo de que un demonio me había poseído… Cerré brevemente los ojos. Era mejor no pensar en ello. Les hice un signo a Drakvian e Iharath para que me siguiesen. Al pasar junto al caito y el elfo oscuro vacilé pero decidí no decir nada. A lo mejor el sainal realmente los había olvidado.
—¿Son buenos? —preguntó entonces el sainal.
Lo miré, aturdida.
—¿Cómo?
La criatura de sombras tendió una mano negra hacia Galgarrios y Wujiri.
—¿Son buenos?
Di un respingo, espantada.
—¡No! Eso no. No puedes comértelos. Son amigos míos.
El sainal enarcó una ceja.
—¡Ah! Son amigos —repitió—. A eso me refería. No te preocupes, yo no como carne.
Su aserción me dejó a cuadros.
—¿Que no comes carne? ¡Pero si eres un sainal!
El engendro infernal sonrió anchamente, enseñando su enorme boca.
—No todos los sainals somos iguales. Por aquí —dijo entonces.
Se inclinó y con sus largos brazos abrió el suelo… Ahogué una exclamación de sorpresa. Una trampilla, entendí, impresionada, entornando los ojos hacia el agujero negro que acababa abrirse. Desde luego, estaba bien camuflada. Aún había esperanza, me dije. Esa escapatoria era nuestra salvación… siempre y cuando no llevase a algo peor…
—Seguid todo recto. —El sainal redujo sus ojos a dos rendijas blancas sonrientes—. Enseguida os alcanzo.
Me quedé un momento observándolo con extrañeza.
—¿Por qué me has ayudado? —pregunté al fin.
—¡Ah! —el sainal parecía medio divertido medio sorprendido por la pregunta—. Pues… supongo que porque no quería verte morir. ¿No crees que hubiera sido infame dejar que te matasen esos saijits?
Enarqué una ceja.
—Er… sí. Terriblemente infame —aprobé.
No veía otra solución que confiar en ese sainal, aunque me costó convencer a Drakvian y a Iharath de que bajasen por la escala de la trampilla. La vampira estaba tensa como una cuerda de arco.
—¿Cómo puedes confiar en un sainal? —me susurró.
—Drakvian —suspiré con paciencia—. Si sales de esta torre, los guardias te matarán. Ves que por el momento el mejor camino es este —concluí, señalando la escala.
Iharath tomó del brazo a la vampira.
—Adelante.
Los vi bajar y me giré hacia el sainal. Este acababa de coger en brazos a Wujiri.
—Si quieres ayudarme —me dijo—, puedes tratar de espabilar al rubio. Está consciente.
Me precipité hacia Galgarrios y me detuve a medio camino. Me concentré y até mi Sreda. En un minuto ya estaba de nuevo con mi aspecto de ternian de siempre.
—Galgarrios —murmuré, al arrodillarme junto a él—. ¿Estás bien? —Como el caito no contestaba, me giré hacia el sainal—. ¿Qué piensas hacer con ellos? ¿Por qué… por qué no los dejas libres y punto?
El sainal se encogió de hombros.
—No voy a dejarlos en mi torre. Y no voy a volver a abrir esa puerta. El rubio ha visto ya demasiado —añadió, enseñando la trampilla con un gesto vago—. Vienen con nosotros. Y no te preocupes por ellos. Simplemente están sufriendo los efectos de unas toxinas. Se repondrán. No les pasará nada —insistió.
Sus palabras me hicieron silbar entre dientes.
—¿Supongo que no se puede negociar? —Un deje de irritación transparentaba en mi voz.
—No —contestó con sinceridad—. Pero me encantaría seguir hablando contigo. Sin embargo, no podemos quedarnos aquí. Tengo curiosidad por saber qué hace un demonio buscando a la Flor Blanca y por qué se pasea con un vampiro, un mono y un bastón ruidoso.
Un sonido de cuchufleta ultrajada atravesó mi mente.
«¿Bastón ruidoso?», exclamó Frundis. Sofocaba casi al verse así calumniado. «¡Santos clarines! ¡Deshonra para todos los sainals! Soy un bastón compositor. ¡Díselo, Shaedra! Esto no puede ser…»
Reprimí una carcajada.
—Es un bastón compositor, sainal. Tiene conciencia, y mucha.
Las dos lunas en su rostro negro se agrandaron ligeramente.
—Oh. Mis más sinceras disculpas, bastón. Mi nombre es Ga —retomó, mientras llegaba junto a la trampilla.
—Yo soy Shaedra —contesté.
Meneé la cabeza, asombrada. Estaba hablando con un sainal en tajal, me repetí. ¿Era acaso posible? Las preguntas se me arremolinaban en la mente, tan numerosas que me impedían pensar correctamente. Temblando por la falta de fuerzas, traté de ayudar a Galgarrios a levantarse. Este me miró con ojos vidriosos. Un tenue brillo en su iris atestiguaba sin embargo que estaba consciente.
—Te juro que no permitiré que nadie te haga daño —afirmé.
Le sonreí con ternura. Galgarrios parpadeó y asintió.
—¿Eres… Shaedra? —preguntó. Sentí que su cuerpo se apoyaba menos sobre mí, como recobrando fuerzas.
—Claro. Soy yo.
—Shaedra.
—Shaedra —confirmé, preocupada por su estado de ánimo—. Galgarrios… dime. —Me mordí el labio—. ¿Seguimos siendo amigos, verdad?
Galgarrios sonrió débilmente.
—Amigos como siempre.
El sótano bajo la Torre de Shéthil conducía a otros pasadizos ocultos que desembocaban en una caverna de piedra. Ahí, el aire era particularmente cálido.
Cientos de kérejats revoloteaban en la sala, iluminándola tenuemente. Al oír el arrullo cristalino del agua, Ga sonrió anchamente, dejó suavemente el cuerpo del saijit sobre el suelo cubierto de musgo y se acercó a uno de los estanques. Aproximó su enorme boca y aspiró el agua. ¡Qué dulce era sentirla recorrer todo su cuerpo! El agua sorbida se transformó rápidamente en sombras y la sainal observó cómo sus manos adquirían de pronto más volubilidad. Se giró hacia sus invitados y los vio, de pie junto al túnel, mascullando por lo bajo.
—¡Venid, acercaos! —los animó—. A partir de aquí, todos los túneles se entrecruzan y las sombras nos guían.
—Dice que nos acerquemos —tradujo la demonio, lacónica.
—Ya… —gruñó la vampira.
La sainal los observó, a la vez intrigada y divertida. Formaban un grupo extraño. Una demonio, amiga de saijits, de monos y bastones, que acababa de enseñar su verdadera naturaleza a los cuatro vientos. Una vampira capaz de crear enormes bolas de fuego… una suerte que la piel de los sainals fuese relativamente resistente al fuego. Clavó sus ojos sobre el que tenía una apariencia de semi-elfo. Ese era tal vez el más extraño de todos: si había oído bien a la demonio, había sido una sombra anteriormente. Entendía mejor por qué su cuerpo parecía ser uno y al mismo tiempo estar en doble. Una curiosa mezcla de energías mantenía esos dos cuerpos unidos. Un ser deforme, sin duda. Kaarnis, Demonio Mayor de la Oscuridad, lo habría estudiado con mucho gusto, pensó con ironía.
En cuanto al saijit caito, comenzaba a sentir de nuevo los efectos de las toxinas y ahora sus ojos se velaban y su cuerpo se tambaleaba. La sainal reprimió un suspiro. No iba a ser tarea fácil avanzar por los túneles con el elfo oscuro y él.
La demonio alzó unos ojos verdes cargados de preguntas hacia ella. Parecía más preocupada por saber qué iba a hacer Ga con ellos que por el pánico que causaría la llegada de los guardias a los poblados saijits. Ga se repitió que había actuado correctamente dejándolos escapar. No podía capturarlos a todos. Y su conciencia le impedía matarlos simplemente para proteger a esa demonio inconsciente. Sin embargo, sabía que otros sainals estarían excitados con la idea de ver a todo un pueblo saijit hablar de pronto de demonios y de “monstruos abismales”. Algunos congéneres suyos parecían ansiar que todo estallase de nuevo en otra Guerra de la Perdición.
Los cuchicheos eran incesantes y la sainal sacó la lengua, sonriente. Esos invitados eran más ruidosos que un remolino de agua.
—Ga —dijo entonces la demonio, vacilante—. Gracias de nuevo por haberme salvado la vida. —Carraspeó—. Bueno, yo personalmente tengo dos… no ¡tres! preguntas.
Ga moduló su cuerpo para absorber las sombras y no cegar a sus queridos invitados.
—¿Sólo tres? —protestó—. Pues yo tengo muchas más. Pero adelante, dime, ¿cuáles son esas tres preguntas?
La demonio intercambió una rápida ojeada con su mono y Ga creyó percibir una extraña energía entre ellos.
—Primero —dijo—, ¿qué son esas toxinas que les has soltado a Galgarrios y Wujiri? Segundo, si Kyisse ha pasado por aquí, ¿dónde está y cómo es que dejaste que pasaran ella y sus raptores? Y tercero… —frunció el ceño, como para recordar cuál era su tercera pregunta, y al fin apuntó—: Si no tienes malas intenciones y nos has ayudado a salir de esta, ¿qué esperas de nosotros?
Ga soltó una carcajada ruidosa y la vampira y el semi-elfo retrocedieron ligeramente. La demonio, en cambio, permaneció junto a su amigo saijit, inmóvil.
—Hacía tiempo que no me hacían tantas preguntas —confesó Ga alegremente, y se sentó sobre el musgo que cubría el suelo, haciéndoles un gesto para que la imitaran—. Como decía, yo también tengo preguntas. Pero dado que hoy sois vosotros los invitados, os contestaré primero.
Los observó que, uno a uno, con aprensión, se sentaban a varios metros de ella.
—Para tu primera pregunta, las toxinas paralizan la mente, pero dentro de nada tus amigos se repondrán —aseguró—. Para tu última pregunta, yo no espero nada de vosotros, excepto que me sigáis hasta donde os tenga que conducir y que contestéis a mis dudas. Para tu segunda pregunta, la Flor Blanca ha seguido los túneles. Y no entiendo muy bien por qué empleas la palabra “raptores”. No son raptores. Son amigos míos. Hasta me trajeron todo un cuenco de pétalos de flores. Fue todo un festín —afirmó, casi ronroneando. Advirtió el asombro de la demonio y añadió—: Me pidieron que hoy fuese a la torre para vigilarla. Y ahora entiendo la razón. Pero, ¿por qué perseguían a la Flor Blanca esos guardias? ¿Por qué la buscas tú, buen demonio?
—¿Son amigos tuyos? —resopló la demonio—. Pero… —Carraspeó—. Nosotros íbamos en busca de unos que raptaron a la niña en Ató. —Entornó los ojos—. ¿Quiénes son esos “amigos”?
Ga se fijó en que la vampira la miraba de hito en hito desde hacía un buen rato y se removió, incómoda.
—Son amigos —contestó—. ¿Tú eras guardia con esos saijits, verdad?
Su pregunta era más o menos retórica: la demonio llevaba la misma túnica amarilla que los guardias y había entrado con ellos. Advirtió cómo el rostro de la demonio se ensombrecía.
—Lo era, sí —afirmó—. Teníamos como objetivo salvar a la pequeña.
Ga resopló. Aquello era verdaderamente irónico. De hecho, quienes habían traído a la Flor Blanca a la torre le habían dicho exactamente lo mismo. Sin embargo, confiaba más en estos que en la demonio.
—La Flor Blanca ha vuelto a su hogar —declaró Ga—. No hace falta que la busques más.
—¿A su hogar? —repitió la demonio, alterada—. ¿Qué quieres decir? ¿Hablas del castillo de Klanez?
Ga ladeó la cabeza.
—¿El castillo de qué? No. Creo que hacía más de un mes que se planeaba el rescate de la Flor Blanca. El mundo saijit no es su hogar.
Por lo visto, sus explicaciones no hacían más que engendrar nuevas preguntas en la mente de la demonio.
—Puede ser que acaso… —La demonio hablaba casi como para sí—. ¿Puede ser que los abuelos de Kyisse se hayan enterado de su existencia y la hayan querido recuperar?
Cuando Ga movió su largo brazo para rascarse tranquilamente la espalda, el semi-elfo hizo una mueca de asco.
—No sé de qué me hablas, Shae… Shaedra —la sainal pronunció el nombre, esperando no deformarlo demasiado—. El caso es que la Flor Blanca está perfectamente.
—¿Y cómo quieres que te crea? —exclamó súbitamente ella—. Tengo que ver esos amigos tuyos, Ga. Por favor —le suplicó.
La sainal suspiró. Los ojos de la demonio brillaban con tanta fuerza… La sainal era bastante torpe reconociendo sentimientos, pero ahí no se pudo equivocar. La demonio quería a la Flor Blanca con todo su corazón y deseaba verla a salvo con sus propios ojos.
—Está bien —capituló—. Te guiaré hasta ellos. Los túneles que conducen a la Casa de las Flores son peligrosos y laberínticos. —La demonio la contempló, boquiabierta. Por lo visto no esperaba que le hiciera caso. Ga vaciló—. Sin embargo… —Se sintió mal por lo que iba a decir, pero finalmente se decidió—: Antes deberás ayudarme a hacer algo. Sólo después te guiaré hasta la Flor Blanca.
La esperanza volvió a iluminar el rostro de la demonio. Sin embargo, Ga percibió un destello de desconfianza.
—¿En qué deberé ayudarte?
Ga no podía sonrojarse, pero se rebulló, como avergonzada por lo que iba a pedirle.
—Quiero una spiartea de sol —declaró al fin.
La demonio ni se inmutó. ¿Era acaso posible que no supiera qué era una spiartea de sol? Ga casi se sintió indignada.
—Sea lo que sea esa cosa, acepto el trato —soltó sin embargo la demonio, tendiendo la mano.
Los ojos blancos de Ga se intensificaron. ¿Desde cuándo un demonio aceptaba un trato tan alegremente? Se carcajeó. Definitivamente, aquella demonio le caía bien. Tendió una mano cambiante de sombras y agarró la mano de la joven inconsciente.
Cuando soltó a la demonio, esta sacudió su mano, seguramente sintiendo descargas de energía aríkbeta. La vampira dejó escapar un suspiro.
—¿Se puede saber ahora qué os habéis estado contando?
Quisiera en primer lugar dar las gracias al mundo del software libre y de la cultura libre en general, en particular a los desarrolladores y contribuidores de los programas que me han facilitado la escritura gracias a herramientas de trabajo como Vim, frundis, Xmonad, Bépo, LaTeX, Gimp, y por supuesto la distribución Gentoo Linux y OpenBSD, así como a tuxfamily por el alojamiento de ficheros del proyecto.
Asimismo, a todos los que han contribuido y contribuirán al proyecto del Ciclo de Shaedra, en especial a mi familia.
No olvidaré tampoco a los escritores de fantasía que me han llevado, desde pequeña, a imitarlos y a escribir mis propias sagas.
Contribuciones En la lista siguiente figuran los nombres o apodos de las personas que han contribuido a esta saga y que han querido ser mencionados:
Catherine (Tenisejo), Iñaki, Marina (Kaoseto), Yon (Anaseto)
¿Quieres contribuir al proyecto? Te recomiendo que pases por la sección dedicada al desarrollo en la página del proyecto: http://bardinflor.perso.aquilenet.fr/shaedra/participer-es.
Imágenes Se pueden encontrar imágenes de la saga (mapas, personajes, etc.) en la página del proyecto: http://bardinflor.perso.aquilenet.fr/shaedra/galeria-es.
Esto es un glosario de algunas palabras clave de la historia para ayudar a la comprensión del mundo. Es un simple memorándum y no es para nada imprescindible conocerlo. Y es que incluso la autora, a veces, olvida cuáles son los días de la semana.